Capítulo 20
Anochecía. En el cielo purpúreo revoloteaban los chotacabras, haciendo resonar con fuerza sus reclamos nupciales, pero la granja y sus dependencias no estaban oscuras, sino bañadas por la luz de media docena de lámparas de seguridad montadas en lo alto de unos postes y alimentadas por un pequeño generador portátil que resollaba en algún lugar de las proximidades. Tal como estaban los tiempos, ¿quién disponía de la gasolina necesaria para alumbrar una simple granja y convertirla de paso en blanco fácil para los aviones o patrullas de los aliados? Claro que la aviación aliada nunca había llegado tan cerca de la frontera suiza, y en esa zona la única patrulla suelta era la de ellos… Era una zona muerta, donde si existía alguna guerra era una guerra privada.
Habían acampado sin encender fuego al borde de los árboles, amparándose en los restos de un antiguo muro de piedra seca cubierto por las zarzas. Uno de los agentes secretos, Taggart, hablaba en voz baja con Cornwall, quien a su vez tomaba notas en una libretita alumbrándose con su linterna. Los demás comían estofado con verduras M-3 o carne con alubias M-l, platos que fríos tenían un sabor tan malo como su aspecto, aunque si los calentabas no mejoraban demasiado. De todos modos, al sargento le daba igual. Después de tres años comiendo esa bazofia por toda Europa se le habían quedado las papilas gustativas como de cartón. Para llenarse la barriga, tanto servía un bodrio como un buen condumio. Además, todo salía de la misma manera: con papel de váter del juego de accesorios C—3. Ya decía todo el mundo que era una guerra de mierda.
Cornwall, ¡oh, prodigio!, le estaba dirigiendo la palabra.
—¿Sargento?
—Sí, señor.
—Tendremos que acercarnos un poco más a la granja.
—¿«Tendremos», señor?
—Usted y su patrulla. Con todos los hombres que considere necesarios.
¡Qué estupidez! Por pedir que no quede, ¿y no quiere que vaya todo el ejército americano? El brillo de las lámparas alemanas se reflejaba en las galas de Cornwall como si no tuviera ojos. Su voz era como de profesor de historia, como de saberlo todo. ¡Es que te dormías oyéndole!
—¿Qué desea saber, señor?
—Quiero un reconocimiento del terreno, sargento: número de hombres, de armas… Ya me entiende.
—Perfecto.
Vaya, que ellos se encargaban de lo difícil mientras Cornwall, McPhail y Taggart se quedaban hablando de arte. ¡Anda que…!
Eligió a Teitelbaum y Reid porque sabían callarse. Los tres treparon con sigilo al muro y salieron del bosque justo cuando desaparecía la luna por el horizonte. Tardaron casi una hora en recorrer el camino de tierra de delante de la granja. Era donde se acababa la luz de los postes, pero la cuneta les brindaba suficiente oscuridad y protección para no ser vistos por los centinelas.
El sargento sacó los prismáticos y los movió lentamente hacia ambos lados. Todo estaba igual que antes, sólo que más cerca. Reconoció el hueco en el muro de piedra tapado por las zarzas, así como el poste y los restos de madera de la antigua puerta. A la izquierda se adivinaba a un vigilante con pinta de agobiado y una capellina de lona, pese a que ya hacía horas que no llovía. El sargento vio la luz de un cigarrillo, que dibujaba un arco desde la mano hasta la boca del vigilante. Habría sido facilísimo pegarle un tiro, en venganza por Hayes. Aunque a él qué le importaba Hayes. Sobre todo teniendo en cuenta que, si el francotirador seguía en la torre de la abadía, vería brillar el cañón y se lo cargaría a él en un abrir y cerrar de ojos. No, ni hablar; la misión era de puro reconocimiento.
El sargento también vio otra cosa: lo difícil que sería saltar el muro de piedra. Era demasiado alto, con demasiadas zarzas. Se quedarían atrapados como pájaros en una red. Por lo que veía, o entraban por la verja o no entraban. Por otro lado, si se lo decía a Cornwall o a alguno de los otros dos falsos oficiales, probablemente tomarían ellos la iniciativa y acabarían pelándolos a todos. Como le había dicho en Francia no sé quién, saber más era tener más. Ordenó a Teitelbaum y Reid que se quedaran donde estaban, les dio el santo y seña de la noche y les dijo que volvería en un rato. ¿Que se les ocurría fumar y se los cargaba el francotirador desde las ruinas de la abadía? Era su problema.
El sargento volvió a meterse entre los árboles y se dirigió hacia el norte. Como había visto el mapa topográfico de Cornwall, el grande, sabía que existía la vaga posibilidad de que llegara por la carretera uno de esos monstruos de King Tigers y los barriera a todos con su cañón de ochenta y ocho milímetros, pero de momento no había visto ninguno, ni le pareció probable verlo. Lo peor que había visto, arriba, en la colina, era un Panzer I de los viejos, con toda la pinta de salir de la guerra civil española, quemado y medio tirado en la cuneta. Con esa misión, el mando le había apartado de la acción directa. Mientras los tíos esos de la OSS no hicieran ninguna tontería, por él perfecto, porque no tenía madera de héroe. A esas alturas su única pretensión era cumplir y volver a Canarsie.
Caminó entre los árboles, haciendo un examen maquinal del sucio por si había trampas o cables y con los oídos, aguzados por la practica, en alerta máxima. El funcionamiento de su cerebro, automatico y autónomo, listo en todo momento para reaccionar a cualquier señal visual o auditiva, era más animal que humano. Llegó a otra zanja. Ésta desaguaba en una alcantarilla que llegaba hasta el campo del otro lado del camino. Si había algún mecanismo de alarma (minas o cables), tendría que estar en esa zona. Pues no, no había ninguno. En las placas de las camionetas ponía «SS», pero no era ninguna unidad de élite. ¡Bueno, qué memos! Ni un soldado raso era tan tonto como para dejar un flanco abierto. Examinó atentamente el suelo: nada de nada, ni colillas, ni cerillas, ni restos de comida, ni peste a meado que pudiera delatar a un centinela. Sonrió, contento de haber dejado atrás a los demás. Allá pasaba algo, algo tan sospechoso como el propio Cornwall y sus dos presuntos tenientes.
El sargento se quedó mirando el suelo al lado de la zanja, agazapado. Ya llevaba más de seis meses con aquel grupito. Se los habían llevado de Amberes justo después de la liberación de Holanda y los habían asignado al G2 por órdenes de a saber quién. Desde entonces se dedicaban a cruzar Europa, hablando con la gente y sin ver combates ni de lejos. Dos semanas antes estaban a ochenta kilómetros de Coblenza, matando el tiempo en espera de que los ingleses tomaran una decisión. Entonces Cornwall se había enterado de algo, que era la razón de que llevaran varios días yendo hacia el sureste, como un mapache que olfatea una hembra. Quizá lo que husmeaba Cornwall fuera eso: una falsa unidad de las SS en el culo de Baviera y seis Opel Blitz.
A esas alturas de la guerra, un chupagasolina como el Blitz —capaz de ir a cincuenta por hora o más, según la carretera— valía su peso en oro. El sargento pensó deprisa. Para llegar tan al sur, las camionetas tenían que tener algún salvoconducto especial. Desde allí podían ir a Suiza, Italia o Austria. Al este estaban los rusos y al oeste los aliados. Entre los unos y los otros, era como ser un grano a punto de que te reventaran. Lo más probable era que la intención de la unidad fuera entrar en Suiza, porque Italia ya se había rendido y Austria no quedaba muy lejos. En conclusión: al lago de Constanza, que no podía estar a más de cien kilómetros.
El sargento se asomó a la zanja preguntándose cuántos problemas podía crearle su curiosidad. En el supuesto de que sí, de que fuera valioso el cargamento de los seis Opel y de que Cornwall pensara quedárselo, la auténtica pregunta era la siguiente: ¿qué pensaba hacer con él a partir de ese punto? La misión consistía en recuperarlo y devolvérselo a sus dueños legítimos por las vías autorizadas, pero el sargento empezaba a tener dudas. Quizá ya estuvieran más allá de la guerra y hubiera empezado el juego de santa Rita, santa Rita, lo que se da no se quita. O del sálvese quien pueda y ahí te quedas tú. Quizá hubiera llegado el momento de que el mozo de Canarsie se llevara un buen trozo del pastel. Quizá.
Bajó la mano a la culata del arma que llevaba apoyada en la cadera. Tres falsos oficiales que ni siquiera eran del ejército, con cómodos empleos en Estados Unidos y probablemente de toda confianza. Fácil sería, eso seguro. Por otro lado, ¿qué hacía él con seis camiones si todo constaba en los papeles?
Se levantó. Faltaba muy poco para el amanecer. La niebla corría por los árboles, pegada al suelo, como tela hecha jirones. Seis camiones, bastante cerca de la frontera suiza para llegar en uno o dos días. Valía la pena planteárselo. Observó la entrada de la granja a través de las hilachas de niebla y hubo un momento en que estuvo casi seguro de haber visto a alguien cruzando la verja. Levantó los prismáticos. No era un vigilante, sino un hombre uniformado. Un general hasta la médula o, mejor dicho, hasta la cinta roja de los pantalones. Sin embargo, era demasiado joven: cuarenta y pocos años, facciones duras, barbilla afilada… Igual era un disfraz. Se paró al borde de la verja. Justo entonces apareció alguien más, una mujer con un jersey y un pañuelo en la cabeza. El del uniforme de general encendió un cigarrillo. Se reían de algo. Ella era joven. Qué interesante… ¿La mujer del granjero? ¿La hija? ¿Compañía femenina para la unidad? Seis camiones Opel, un falso general y una mujer. ¿Qué pasaba?