Capítulo 34

El ático de Eric Taschen estaba en la Quinta Avenida, en un edificio de mediados de la década de 1940 que daba a Central Park, con vistas espectaculares de Sheep Meadow y el Ramble. A Valentine, el piso en sí le pareció bastante modesto —cinco o seis habitaciones y un dormitorio con estudio—, pero lo que no tenía nada de modesto eran la situación, las vistas y los cuadros de las paredes: un John Wayne serigrafiado de Warhol en el recibidor, un Roy Lichtenstein que ocupaba casi toda una pared de la sala de estar y un Julian Schnabel justo enfrente, con trozos de vajilla enganchados. En cuanto al estado civil de Taschen, no había nada que lo desvelase; ningún toque femenino revelador, pero tampoco nada que dejase adivinar que en la casa había otro hombre. Como mera suposición, se podía pensar que vivía solo.

Físicamente era un hombre delgado y bien vestido —camisa de seda blanca abierta por el cuello, vaqueros a medida y zapatillas de deporte caras que llevaba sin calcetines—. Su reloj de pulsera era de acero inoxidable. Por lo demás, no llevaba ninguna joya. Aparentaba algo más de cincuenta años y tenía el pelo oscuro, con las sienes ligeramente grises. Estaba recién afeitado y no tenía arrugas. Cuando salió a la puerta a recibir a Valentine, llevaba gafas de lectura con montura roja y un ejemplar de The New York Times en la mano. Le acompañó a la sala de estar, le invitó a sentarse en un sofá de cuero blando no del todo nuevo y él se acomodó en un sillón que hacía conjunto con el sofá, del que le separaba una mesita de centro con superficie de cristal.

—Colecciona arte de los sesenta y los setenta —dijo Valentine, mirando por encima del hombro de Taschen hacia el enorme Lichtenstein.

El cuadro representaba un sofá y un sillón bastante parecidos a los del salón. Debía ser una pequeña broma, un chiste de coleccionista. Taschen se encogió de hombros, carraspeó y empezó a recitar:

Ella dejó el paño, dejó el telar,

a través de la estancia dio tres pasos,

vio que su lirio de agua florecía,

contempló el yelmo y contempló la pluma,

dirigió su mirada a Camelot.

Salió volando el hilo por los aires,

de lado a lado se quebró el espejo.

«Es ésta ya la maldición»,

gritó la Dama de Shalott.

Sonrió.

—Cuando te has pasado casi diez años conviviendo con William Holman Hunt, Burne-Jones y demás, es lo último que te apetece colgarte en la pared.

—¿Aún trabaja de conservador?

—¿Aún? —dijo Taschen—, ¿Es una referencia al Parker-Hale?

—¿Le ha llamado Peter?

—Si no lo hubiera hecho, no le habría recibido. Hace tiempo que Irato con la galería Newman. Peter me ha contado que le interesa el arte robado, los botines de guerra.

—No exactamente.

—¿Entonces?

—George Gatty.

—Bueno, viene a ser lo mismo. Gatty compraba y vendía arte robado. Lo sabe todo el mundo.

—¿Cuál es su relación con el Parker-Hale, si existe alguna?

—Sandy le compraba y le vendía obras a Gatty.

—¿Sandy? ¿Se refiere a Alexander Crawley?

—Sí.

—Usted y él eran colegas.

—Sí, teníamos más o menos la misma edad.

—Si no me equivoco, usted se presentó al cargo de Cornwall, pero Crawley se las ingenió para quedárselo.

—Bueno, yo no usaría la palabra «ingenió». Más bien «calumnió».

—Y usted dimitió.

—Era la típica situación en que si no dimites te despiden.

—¿Con qué motivos?

—Ninguno, inventos. Según Sandy, mi relación con James Cornwall era… escabrosa.

—¿O sea que también difamó a Cornwall?

—Bueno, más o menos. La mayoría de la gente ya sabía que James era gay, pero en el fondo les daba igual. Por otro lado, tener relaciones sexuales con el director se consideraba un poco demasiado delicado, por una cuestión de relaciones públicas.

—¿Fue la argumentación de Crawley?

—La que usó en el consejo de administración.

—¿Era verdad?

—¿Importa?

—A mí no, pero como dicen los abogados, «ha lugar».

—¿Por qué?

—Porque puede esclarecer los motivos del que le mató. —Valentine hizo una pausa—. Supongo que la policía le puso en la lista de sospechosos.

—Sí, claro. —Taschen sonrió y se levantó para ir al fondo de la sala, hacia un pequeño bar lacado en negro de estiloart déco—, ¿Le sirvo algo?

—No, gracias —contestó Valentine.

Taschen se puso un whisky con hielo y volvió al sillón para beber despacio y en silencio, mirando por el ventanal que daba al parque. Tenía la mandíbula crispada y Valentine vio señales de tensión alrededor de sus ojos. Mucha rabia contenida.

—Tengo coartada —dijo Taschen con una sonrisa forzada—. Estaba en Praga de viaje de negocios.

—¿Viaje de negocios?

—Asesoro a coleccionistas, empresas, fundaciones… Todo eso. Ahora mismo interesa mucho el arte de vanguardia de entreguerras de Europa del Este: Alois Bilek, Karel Teige, las escenografías de Capek, que fue el que inventó la palabra «robot»… Ese tipo de gente. Obras que se pueden coleccionar sin ser prohibitivas.

—Queda muy lejos de Burne Jones y de la Dama de Shalott.

—La gente cambia y los gustos también.

—Sí, y las circunstancias.

—Peter Newman me ha contado quién es, señor Valentine. ¿O debería llamarle «doctor»? Si no me equivoco, tiene más de un doctorado. Sabe que los cuadros de estas paredes están fuera de las posibilidades de la mayoría de la gente, al igual que el apartamento. Yo no necesitaba el trabajo del Parker-Hale, pero lo quería, y me lo merecía. Según cómo, los que nacen ricos también pueden pedir becas. —Taschen frunció el entrecejo—. No soy un diletante que viva del dinero de papá.

—Yo no he insinuado que lo sea.

—Entonces ¿qué insinuaba?

—Nada. Ahora bien, me gustaría saber por qué razón usted le resultaba tan antipático a Crawley.

—No era nada personal. No había motivos. Sandy formaba parte de un anillo. James Cornwall lo sabía, y no le habría propuesto como director ni por todo el té de China.

—Eso sigue sin explicar el acoso al que le sometió.

—Sandy ganaba mucho dinero dando prioridad a determinados marchantes cada vez que se desprendía de alguna pieza de la colección permanente. Cobraba un porcentaje. Lo hacen muchas galerías, pero normalmente son más discretas. Yo tenía pruebas de sus actividades. Desacreditándome, Sandy desacreditaba todo lo que yo pudiera decir en su contra.

—Por lo que sé, Cornwall nombró a Crawley mientras usted aún estaba en el museo. ¿Por qué?

Taschen se limitó a encogerse de hombros.

—Porque Sandy le chantajeaba.

—Le veo muy seguro.

—Es que lo estoy. Me lo dijo James. Me enseñó una carta que le había enviado Sandy exponiendo la situación. No le quedaba alternativa.

—Entonces ¿usted quién cree que mató a Crawley?

—No tengo ni idea. Lo que sé es que tenía algunas amistades no muy recomendables.

—¿Alguien en especial?

—Dieeiter Trost, de la galería Hoffman. Mark Taggart, de la Fundación Grange. A George Gatty ya le ha nombrado usted. James Cornwell, dicho sea de paso, le odiaba.

—¿Por qué?

—No estoy muy seguro. Sólo sé que el coronel es un personaje especialmente odioso, totalmente ajeno a la moralidad. Creo que era por algo que pasó en la guerra.

—Gatty había trabajado en Suiza para el G2. Inteligencia.

—James Cornwall también; no en Suiza, pero estuvo en la Unidad de Monumentos, Bellas Artes y Archivos de la OSS, los del saqueo de obras de arte.

—Es todo muy enrevesado —dijo Valentine—. Ahora bien, sigo sin explicarme que Cornwall nombrara sucesor a Crawley. Ha dicho usted que vio una carta.

—En electo.

—¿Qué ponía?

—Que Sandy estaba al corriente de la participación de James en una especie de club secreto y que si no le nombraban director no tendría más remedio que acudir a la prensa.

—¿Y usted supuso que tenía algo que ver con la trayectoria sexual de Cornwall?

—¿Con qué si no?

—¿Cornwall no se lo dijo?

—No. Tampoco se lo pregunté.

—¿El club tenía un nombre?

—Sí, Carduss.

Valentine frunció el entrecejo.

—«Cardo» en latín.

—Ya, ya lo sé —dijo Taschen—, Un nombre un poco raro para un club de gays. Suena más a hermandad universitaria.

—¿Le contó algo del grupo?

—No, nada —contestó Taschen moviendo la cabeza—. Ni una palabra.

Al fondo del apartamento empezó a sonar un teléfono. Taschen se acabó el whisky, lo dejó en la mesita de centro y se levantó para salir sin prisas del salón. El teléfono dejó de sonar. Valentine discernió vagamente la voz en sordina del asesor artístico.

Se levantó para mirar el Schnabel de la pared, de textura rugosa. Representaba una figura vagamente etíope sobre un fondo de montañas, con una calavera en un lado. La parte inferior del cuadro estaba llena de trozos de vajilla. Nunca le había gustado mucho lo que hacía Schnabel. El cuadro no le hizo cambiar de opinión. Los platos rotos siempre le recordaban a Zorba el Griego. Por otro lado, era un artista cuya reputación se basaba en esos trozos tan tontos de loza. La oscuridad como arte.

Se volvió hacia Taschen, que acababa de volver.

—Era Peter Newman.

—¿Ah, sí?

—Como sabía que usted estaba aquí, ha pensado que tenía que saberlo. Acaba de oírlo en las noticias.

—¿El qué?

Taschen emitió un largo suspiro.

—George Gatty. Lo han asesinado. Lo han matado con una espada ceremonial nazi.