Capítulo 31

El sargento Bobby Izzard, más conocido, inevitablemente, como Izzy desde que era pequeño y jugaba a pelota en las pobladas aceras de su bloque de pisos en el corazón de Queens, estudió el largo bufé de desayuno de la planta inferior de Zeke's Down Under y se llenó el plato con huevos revueltos, beicon, patatas fritas, algunas ostras fritas, un cucharón y medio de gambas marinadas y un poco de arroz con higadillos y especias.

Su barriga colgaba sobre el cinturón, como la de casi todos sus colegas de la policía de Gulf Shores. Seguro que entre eso y la cerveza, los cigarrillos y ver fútbol los domingos en vez de jugar, se estaba matando, pero le importaba un comino, la verdad. Atrás quedaban la pelma de su mujer, los inviernos de Nueva York, las listas de homicidios que nunca parecían acortarse y unos retortijones que amenazaban con convertirse como mínimo en una úlcera. Aunque pareciera mentira, había encontrado el paraíso en Gulf Shores (Alabama) y una de sus grandes alegrías era desayunar en Zeke's Down Under.

¡Y qué paraíso! Para empezar, en Gulf Shores se moría mucha gente, por eso había una funeraria abierta las veinticuatro horas en una población de cinco mil habitantes, y otras dos en Foley, a un tiro de piedra por la carretera. Se moría, pero no asesinada. Casi todos los fallecimientos eran por simple vejez, casi todos los muertos habían estado bajo control médico y ninguno tenía el menor interés para Izzy.

Como integrante de una brigada de tres, Bobby Izzard dedicaba la mayor parte del tiempo a robos de bolsos, a algún que otro memo que intentaba timarle los ahorros a una vieja y a casos de desaparecidos, la mayoría de los cuales resultaban ser enfermos de Alzheimer que se habían escapado. De vez en cuando, durante la temporada de nieve, cuando se triplicaba o se cuadruplicaba la población debido a la gran afluencia de turistas que venían del norte a pasar unos días en sus apartamentos de los bloques de la playa, Izzy colaboraba con la brigada marítima, en cuya gran embarcación salía a buscar ahogados por el mar y a molestar a las barcas con pinta de querer pasar de contrabando un par o dos de fardos. Sin embargo, en los tres años que llevaba al servicio de los ciudadanos de Gulf Shores no había desenfundado la pistola ni una vez, sólo había usado dos veces las esposas y nunca le había apuntado —ni muchísimo menos disparado— a nadie.

Vaya, justo lo que le gustaba. No estaban en Policías de Nueva York, Ley y orden o CSI; por no estar, no estaban ni en Kojak, sino en Gulf Shores (Alabama), un sitio lleno de zoos, minigolfs y excursiones para pescar tiburones. Gulf Shores, donde a todo el mundo le daba igual comer más o menos grasa, donde morirse era una simple cuestión de que se te parara el corazón después de una buena partida de minigolf con los amigos en Pirate's Cove. Si había algún asesinato, era en Mobile o en Pensacola, donde a Izzy no se le había perdido nada.

De camino a la mesa cogió una cafetera, se sentó frente a su vista favorita del puerto deportivo y de los muelles y atacó la montaña de comida. Para la mayoría de la gente, aún era demasiado temprano. Tenía todo el restaurante para él solo, a excepción de un par de capitanes de barcos de recreo con cara de resaca y un grupo de turistas más viejos que Matusalén con camisetas amarillas y gorras para protegerse del sol. Un privilegio destinado a durar poco.

Justo cuando tenía clavado el tenedor en el primer Royal Red, vio de reojo a Kenny Frizell. Era un tipo avispado de Gulf Shores, socio de Izzard, para su desgracia, y el segundo en rango dentro del «equipo de investigación» —por llamarlo de alguna manera— que componía toda la sección de detectives de la población. El tercero era Earl Ray Pasher, un buenazo cuyo único amor era El Kabong, su enorme sabueso americano, baboso y dentudo.

La máxima felicidad de El Kabong era husmear el cadáver hinchado de un ahogado, un maletín a rebosar de cocaína, un sótano lleno de marihuana o, en alguna carretera secundaria de las de los pantanos, un remolque convertido en laboratorio de anfetaminas. Hacía tan bien su trabajo que a él y Pasher les contrataban continuamente otros cuerpos de seguridad de Alabama y de fuera del estado, y casi nunca estaban en Gulf Shores, donde hacía tiempo que cualquier cosa que tuviera algún olor había recibido el visto bueno de El Kabong.

Kenny parecía un personaje de dibujos animados con traje. Tenía el pelo naranja muy corto, a lo marine, un físico de Popeye con esteroides y cara de muñeco. La única razón de que fuera cabo y detective era que se había sacado un diploma de dos años en derecho criminal en el campus de Gulf Shores del Faulkner State Community College. No se paró delante del bufé. Ni siquiera le tentó. Tampoco se sirvió café. Se limitó a acercarse con sus zapatones negros y las pecas de los mofletes muy rojas. A diferencia de Izzy, que en tres años en Gulf Shores se había puesto de un moreno como de té, Kenny sólo se quemaba. Siempre parecía que le hubieran dado un repaso con un soplete o que saliera de un horno de pizza. Al verle llegar, Izzy perdió el apetito. Estaba muy serio. No, peor, preocupado.

El joven detective se sentó delante de él.

—Tenemos un problema, Izzy.

—No, el que tiene un problema eres tú. Yo, como aún no me has dicho qué pasa, aún disfruto del desayuno.

Izzard cogió una tira de beicon para enrollar uno de los Royal Reds marinados, se lo metió todo en la boca y masticó imitando a Homer Simpson. Por una vez, el numerito no hizo reír a Kenny.

—Un cuerpo en una piscina.

Izzy suspiró. A Kenny le gustaba sacar el máximo provecho a su formación, por lo cual tardaba una eternidad en ir al grano.

—Supongo que muerto.

—Sí.

—¿Viejo?

—Sí.

—Los viejos se ahogan a puñados en las piscinas.

—Ya, pero es que no se ha ahogado. Vaya, no creo. Por la pinta que tiene, se ha desangrado en la piscina. Flota boca arriba y el agua está roja.

Lo de flotar boca arriba era un poco raro. La flotación natural solía colocar los cadáveres en la postura contraria.

—¿Dónde estaba, en la parte profunda de la piscina o en la poco profunda?

—En la poco profunda.

Ya tenía la explicación. Problamente estuviera encallado en el fondo.

—¿Ya has avisado a Maggie?

—Ahora viene.

Gulf Shores tenía la suerte de contar con una jueza de instrucción del condado que era médica patologa y que trabajaba en el depósito de cadáveres del centro médico del condado de Baldwin, en Foley, a diez minutos en coche por la carretera 59. Maggie tenía la edad de Izzy, cincuenta y pico, pero un culo como de dieciocho, y ella lo sabía, cosa que a Izzy le parecía perfecto.

—¿Hemorroides? —sugirió Izzy.

La boca de Kenny, muy serio, se torció. Los diplomados como él no se burlaban de posibles víctimas de asesinato, mientras que Izzy hacía chistes hasta sobre la inusual cantidad de peatones atropellados al cruzar Gulf Shores Boulevard —la mayoría medio ciegos, o con andador, o con bastón—, que comparaba al recuento de animales muertos: los hombres eran ardillas, y las mujeres, castores. Para Izzy, la muerte violenta era un trabajo; para Kenny, una vocación.

—Creo que lo han asesinado —dijo Kenny con voz de mal agüero.

—¿Por qué? —preguntó Izzy—. La gente se puede desangrar por un montón de razones. Igual tenía cáncer de pulmón, o sufrió una embolia, o yo qué sé…

—Creo que o no veía muy bien o se le empañaron las gafas de natación.

—¿Eso qué tiene que ver?

—Es que el fondo de la piscina está lleno de botellas rotas.

—¿Botellas?

—Sí, como si alguien hubiera roto varias botellas y hubiera puesto los culos en el fondo de la piscina. Hasta a mí, que no tengo ni una dioptría, me ha costado verlas. Hay centenares. El tipo pudo cortarse al empezar a caminar por la parte profunda cuando dejó de nadar. Lo que no es accidental es el pedazo de vidrio que le sale por la boca.

Izzy tomó un sorbo de café y se sacó el Zippo y los Marlboros del bolsillo.

—¿Un cristal roto?

Kenny asintió extremadamente serio.

—Sí, de unos treinta centímetros, como una daga. Se ve que le ha cortado la lengua prácticamente por el medio.

Izzy hizo saltar la tapa del Zippo, encendió un Marlboro y lo chupó a fondo, mirando fijamente el plato del desayuno mientras sentía el doloroso movimiento de una burbuja de gas por sus entrañas. Debería haber comido menos. Sólo las ostras, por ejemplo. Volvió a suspirar y exhaló una nube de humo.

—En esto he de darte la razón, Kenny. Un trozo de cristal de treinta centímetros saliendo de la boca de un viejo parece cualquier cosa menos un accidente, incluso en Gulf Shores. —Se apartó de la mesa y se puso de pie. La burbuja de gas hizo un poco de ruido—. Será cuestión de echarle una mirada.