Capítulo 4

Ya ha pasado la época en que el nombre de Alphabet City se oía crepitar en las radios de los coches patrulla de todas las series policíacas de la televisión. Hoy en día hay más posibilidades de que sea donde viva el último rapero de moda, o donde se haya abierto el restaurante más arriesgado y chic. Quizá tenga algo que ver con que el ayuntamiento construyera una comisaría nueva en la otra punta de Tompkins Square Park, aunque lo más probable es que se deba a las eternas ansias de renovación de Nueva York, cuyos barrios se ponen de moda de golpe, sin ninguna razón en especial, y cuando ya se han llenado de gente pudiente, se aposentan en una respetabilidad cómoda pero aburrida.

Finn vivía en un bloque de obra vista de cinco plantas, en la esquina de las calles Cuatro y A. No podía decirse que fuese un piso con ascensor porque sólo había uno que, encima de ser viejo, se estropeaba cada dos por tres. Las tiendas, bares y restaurantes que hacían que fuera tan divertida Alphabet City quedaban a la izquierda de la casa. A la derecha estaban la calle Houston y el límite sur de Lower East Side, el nuevo barrio de moda. Justo detrás de donde vivía Finn, estaba Village View, uno de esos polígonos de bloques altos y cuadrados de la década de 1960 que habían pretendido regenerar la ciudad, pero que lo único que conseguían era contaminar el barrio como cánceres gigantes y nidos de delincuencia.

Todavía furiosa, frenó delante de su casa, sacó la llave para abrir la puerta y guardó la bici en el armario oscuro de detrás de la escalera. Pulsó el botón para subir y se quedó gratamente sorprendida cuando el ascensor, que con su ventana redonda de cristal reforzado parecía un monstruo de Stephen King emergiendo con un solo ojo de las profundidades, empezó a ascender. Finn se armó de paciencia para el trayecto, lento y lleno de traqueteos, que le esperaba hasta el último piso.

En cualquier otra ciudad, el apartamento se hubiera considerado minúsculo. Se entraba por un pasillo mas ancho de lo normal que al fondo servía de salón, y al principio de cocina; una cocina con vistas a Lower East Side, y con una mesa pegada a la ventana en la que no cabían más de dos comensales. A la izquierda había un dormitorio pequeño que daba a la calle Cuatro, y en el que había un candado en la ventana, pese a ser un cuarto piso.

A la izquierda de la cocina había un cuartito que el administrador había llamado «estudio» el día en que le había alquilado el piso. A Finn le había parecido un vestidor o una habitación para un bebé muy pequeño, pero una amiga de la facultad le había montado unas estanterías de pino muy sencillas y le había instalado una mesa de dibujo muy bien encajada. Total, que ahora tenía un sitio donde trabajar. La siguiente pieza era un cuarto de baño con el lavabo, la bañera y el váter más pequeños del mundo. Cuando Finn se sentaba en el váter, le quedaba el lavabo por encima de las rodillas. Si quería, podía sentarse en la tapa y hacerse un baño de pies en la bañera. Ahora bien, si lo que quería era un baño de cuerpo entero, tenía que mantener pegadas las rodillas al mentón.

Originariamente, todo el piso estaba pintado de un color amarillo mortecino, como de nicotina, pero Finn le había dado un aspecto más alegre pintando el lavabo de rosa, el dormitorio de verde y el salón-cocina de beis. Al armario-estudio le había tocado un blanco muy profesional. Por otro lado, Finn, en su tiempo libre, había quitado las baldosas de linóleo verde cieno y había pulido el suelo antiguo de madera.

Su ordenador era un portátil Sony de segunda mano que le había costado muy barato en una subasta de las oficinas de la facultad donde trabajaba su madre. Lo guardaba en el «salón», debajo del sofá raído de terciopelo rojo, por si algún yonqui tenía fuerzas para subir cinco tramos de escaleras y robárselo. A sus ojos, el pisito, aunque no cupiera un alfiler en él, era un palacio y una puerta mágica a su futuro. Desde él podía ir fácilmente a cualquier sitio, aunque en ese momento no podía imaginar adonde, la verdad.

Nada, que seguía indignada. Entró hecha una furia en el apartamento, tiró la mochila en el sofá y empezó a desnudarse, dejando un reguero de ropa desde el sofá hasta el lavabo. Se quedó casi toda una hora en remojo dentro de la minibañera. Se depiló las piernas, aunque no le hacía mucha falta, y también se lavó el pelo, lo cual tampoco era necesario.

Después, en vista de que no se le pasaba el enfado, vació la bañera y se duchó con agua helada mientras pensaba en lo bueno que tenía y se imaginaba a Crawley vagabundeando por Central Park con un bastón blanco y gritando: «¡Soy ciego! ¡Soy ciego!». Merecido lo tenía, por prepotente. Luego descolgó del gancho de la puerta su albornoz gastado, cogió una toalla al vuelo y entró descalza en el dormitorio en busca de algo que ponerse mientras se secaba el pelo. Se quedó sentada en la cama, mirando el armario sin pensar en nada.

Gruñó. Tenía que ser la noche de la verdad para ella y Peter, después de casi dos meses de salir. Habían quedado para cenar con amigos en el Max's Garden de la avenida B, y estaba tácitamente acordado que por fin «sería la noche», más que nada por iniciativa de él (y por cansancio de ella de pararle los pies). Peter era guapo, listo y buena persona, pero Finn siempre se había pensado mucho con quién se acostaba.

A los dieciséis años, en Columbus, ya era una joven muy guapa, pero su timidez casi enfermiza formaba un cóctel letal. A los chicos de su edad les daba miedo, porque la veían como un sueño inalcanzable, y para remediar su sensación de no estar a la altura la llamaban «el iceberg rojo». De resultas de ello, Finn nunca salía, y cumplió los diecisiete sin que le hubieran dado ni un triste beso en la mejilla.

Al final, echando sus cautelas por la borda, le contó su problema a un joven profesor que la tenía de canguro, un viudo del departamento de lengua de la universidad del estado de Ohio que tenía un hijo de dos años. Como estaba secretamente enamorada de él desde el día en que le habían cambiado juntos los primeros pañales al bebé, no le resultó muy difícil asimilar que hubiera pasado de no saber ni lo que era un beso a no ser virgen de la noche a la mañana. De hecho, no se arrepentía lo más mínimo. Era el tipo de cosa que podría haberse calificado como abuso sexual, pero ella ni lo había vivido ni lo recordaba así. Para ella había sido un milagro. Por otro lado, entraba en cierta clase de experiencias que no se suelen airear.

Él la había tratado con dulzura, y ahora que podía comparar, Finn se daba cuenta de que era un amante extraordinario. También había tenido la inteligencia de limitar la relación a algunos meses, poco tiempo para que ella se sintiera obligada a Ir más allá de una inerte amistad, pero el suficiente para proporcionarle la experiencia y confianza que necesitaba urgentemente, además de enseñarle algunas cosas sobre los adolescentes del sexo masculino.

Otra cosa que esa relación le había dado eran sólidos conocimientos en materia de condones, incluido su empleo, y las posibles excusas con que podían venirle los chicos para prescindir de ellos. Desde entonces, Finn las había oído todas y también algunas más. Tenía unos cuantos en la mesita de noche, por si acaso, y nunca salía sin guardarse uno en un bolsillo secreto de su billetero. En sus planes de futuro no entraban ni el sida ni un embarazo, y le parecía que en los de Peter tampoco. De los cinco hombres con quienes se había acostado después de hacerlo con el profesor, sólo dos habían justificado las complicaciones y los altibajos emocionales, mientras que los otros se habían mostrado pegajosos, dependientes o celosamente posesivos; en un caso, las tres cosas a la vez.

Ya hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que el sexo y el amor se confundían demasiado a menudo, y mucho se temía que esta vez fuera ella, con Peter, quien los confundía. Él aspiraba a sexo con amor, y ella, en el fondo, a ninguna de las dos. En esa etapa de su vida, en el caso de plantearse una relación, sería con un hombre que pudiera ofrecerle al mismo tiempo una estrecha amistad, una relación basada en la reciprocidad; sin embargo, Peter pedía y pedía, pero no daba nada a cambio.

Tendió el brazo hacia el teléfono de la mesita de noche y se quedó con el auricular en la mano, haciendo garabatos en una libretita. Siempre podía cancelar la cita con la excusa de un bajón. Claro que entonces seguro que Peter iría a verla con un caldo de pollo o algo así… Hizo una mueca al ver que había esbozado muy someramente en la libreta el dibujo de Miguel Ángel. Parecía mentira que la perjudicara haber encontrado la obra de un gran artista. Aún no entendía que Crawley se hubiera enfadado tanto. Empezó a dibujar todas las venas, órganos y ligamentos que recordaba, pero dejó el dibujo a medias y colgó el teléfono sin marcar ningún número. Lo menos que podía hacer era decírselo a Peter en persona. Suspiró y se levantó para empezar a vestirse. Mucho se temía que no iba a ser la gran noche de Peter. ¿Qué ropa hay que ponerse para decirle a un chico que no es su día de suerte?