Capítulo 40
El despacho de Barrie Kornitzer en la Universidad de Columbia estaba en un edificio sin interés de finales de la década de 1880, medio escondido detrás de la biblioteca Low Memorial. Para los cánones de la Columbia, era un despacho lujoso, con estanterías de roble hechas a medida, alfombras persas y varios cuadros antiguos de pintores estadounidenses, entre ellos una primera versión de Mirando hacia el este desde Denny Hill de Ralph Earl, un bodegón de Charles V. Bond y un paisaje agrícola de Edward Hicks. El escritorio del despacho principal era un mueble de palisandro estilo Guillermo IV, con doble pie y el tablero forrado de cuero negro. Se rumoreaba que había sido del quinto presidente de la universidad, Benjamin Moore. Otro rumor que corría sobre el escritorio era que se lo habían prestado a Kornitzer porque la universidad le tenía miedo. Kornitzer podía presumir de ser la principal autoridad del mundo enhacking informático y tenía las patentes y derechos de los mejores programas de encriptado del mundo, además de ser asesor confidencial de varios presidentes de Estados Unidos y del mismísimo Bill Gates. También había sido compañero de colegio de Michael Valentine, a quien le unía una gran amistad.
Después de graduarse, los dos habían tomado caminos muy distintos. Kornitzer se había pasado varios años haciendo autoestop por Estados Unidos y Europa, dando clases de inglés para la aviación militar iraní y haciendo de pastor de ovejas en Escocia, antes de instalarse en Seattle, donde había trabajado durante una temporada en una tienda de comics. Después se había ido a Stanford y había vendido su colección de febeos, que incluía el primer número de Superman, para pagarse los estudios universitarios. Había vivido casi toda la carrera dentro de un coche, en uno de los aparcamientos de la facultad. Después de licenciarse con muy buenas notas en filología clásica, había rechazado varias ofertas de trabajo prestigiosas, entre ellas dar clases en Oxford, y había empezado otra carrera. Varios años después, al acabar derecho, había aprobado los exámenes de ingreso en el colegio de abogados, pero nunca ejerció. A mediados de la década de 1970 se había unido al Lakeside Programming Group de Bill Gates, en Seattle, y había ayudado a poner en marcha Microsoft. Cierto tiempo después había vuelto a trabajar por su cuenta movido por sus intereses personales, que incluían meterse en todas las bases de datos importantes del planeta.
A mediados de la década de 1990, cuando su horizonte más probable era la cadena perpetua, su viejo amigo Michael le había rescatado, y al final Kornitzer había aterrizado en la Columbia, donde se suponía que su trabajo era legal. Como bastantes de los primeroshackers, había sentado cabeza haciendo de «asesor» para las mismas organizaciones en las que antaño se cebaba: AT amp;T, FBI, CIA, Chase Bank, Bank of America y, su favorita, Wal-Mart. Según Kornitzer, Wal-Mart era la compañía más peligrosa del mundo porque ponía en práctica con verdadero celo las ideas de su fundador, Sam Walton, de conquistar el mundo con grandes almacenes.
En 1983, siempre fiel a su capacidad de innovación, Wal-Mart se había gastado mucho dinero en un sistema privado por satélite capaz de realizar un seguimiento de los camiones de reparto y de las operaciones con tarjeta de crédito, además de transmitir no sólo datos de venta, sino señales de audio y vídeo. En 1990 ya era el mayor comprador de bienes de consumo de todo Estados Unidos, y en 2002 se expandía por China antes de que China pudiera hacer lo propio por América. Según Kornitzer, Spielberg se había inspirado en Sam Walton paraPinky y cerebro. En opinión de mucha gente, Barrie Kornitzer estaba como una cabra. Otros, en cambio, pensaban justo lo contrario: que no podía estar más cuerdo y que era un visionario socioeconómico-tecnológico.
Kornitzer era rico, calvo, más que gordo, obeso, y siempre llevaba trajes de pana marrón y corbatas de amebas. El único ordenador de su despacho era un humilde Dell, pero estaba conectado a un Bull NovaScale 9000 del Laboratorio de Sistemas Informáticos de la Columbia, situado a unas manzanas, al otro lado de la biblioteca Low Memorial. Según Kornitzer, el Bull era uno de los ordenadores más potentes del mundo. Barrie Kornitzer era soltero y, que Valentine supiera, nunca había tenido relaciones sexuales con nadie, fuera hombre, mujer, animal, vegetal o mineral. Otra cosa que le constaba a Valentine era que su amigo llevaba una década sin comer nada que no fueran latas de judías con tomate, y que se negaba a consumir alimentos mínimamente sospechosos de contener restos de vida consciente. Quizá estuviera cuerdo, pero raro sí que era, y mucho.
—Bueno, ¿qué problema tienes? —preguntó Kornitzer desde detrás del escritorio deslizando suavemente una mano por el teclado, mientras con la otra alisaba su ceja izquierda.
—Muchos datos inconexos.
—¿Sin nada que los ligue?
—Bueno, tengo varias cosas, pero nada muy concreto.
—¿Como qué?
Kornitzer empezó a tomar notas en una libreta amarilla. Finn observó que la mano que no usaba para escribir seguía acariciando el teclado. Era como si estuvieran regidas por distintas entidades, como si a Kornitzer le hubieran cortado el cerebro por el medio con una espada. Se acordó de un libro que había visto en Columbus, en el despacho de su madre: El origen de la conciencia en el colapso del cerebro bicameral, de un tal Julian Jaynes. No había llegado a leerlo, aunque le encantaba la pomposidad del título. Quizá fuera lo que le pasaba a Kornitzer: que tenía un «cerebro bicameral». También una cara como de Neanderthal, que no le impedía resultar peculiarmente atractivo.
—Arte.
—¿De algún tipo en especial?
—Robado. Botín de guerra. En la Segunda Guerra Mundial.
—¿Algo más?
—Nombres. Gente. Gente asesinada.
—Eso ya es más interesante. Dime qué nombres.
Valentine los enumeró. Finn añadió algunos que se había dejado. Kornitzer se quedó mirando la libreta y empezó a hacer dibujitos en los márgenes, mientras seguía moviendo la otra mano en el teclado.
—Mmm —murmuró. Se apoyó en el respaldo de su sillón de cuero de ejecutivo y contempló el paisaje de la pared de enfrente, por encima de la cabeza de Finn—, Eres muy guapa —dijo sonriendo.
—¿Cómo? —dijo Finn.
—Que eres muy guapa —repitió Kornitzer.
Finn se puso un poco nerviosa, pero al mirar a Valentine el único apoyo que encontró fue una sonrisa. Estaba sola ante el peligro.
—No te creas que es ningún piropo. Me limito a hacer una constatación. No te importa, ¿verdad? Cuando intento pensar a fondo en algo, me va bien.
—Ah…
—Es que no veo muchas mujeres guapas. Parece que este tipo de trabajo no las atrae. —Hizo una pausa—. Y es raro, porque está claro que históricamente las mujeres siempre han sido las mejores criptoanalistas.
—Pues no sé… —dijo Finn.
—Es verdad. —Kornitzer asintió con la cabeza y miró a Valentine, sonriente. Parecía un niño—. ¿A que yo nunca miento, Michael?
—Que yo sepa, no.
El hombre rechoncho parpadeó como si saliera de una especie de trance y clavó la mirada en el techo.
—¿Algo más que me puedas contar?
—Pues no mucho más —contestó Valentine—. Bueno, sí, que parece que haya como mínimo dos series de hechos, dos vectores, y que no se aprecia ninguna relación entre ambos. Por un lado, está el Club Carduss, o sociedad, o lo que sea, ligado a la academia Greyfriars; por el otro, las obras de arte robadas. Si lo miras desde una perspectiva puramente fáctica, el único elemento en común parece James Cornwall y, por lo que hemos podido averiguar, ese hombre no fue víctima de ningún asesinato.
Kornitzer se encogió de hombros.
—Lo pasaremos por el MAGIC, a ver qué pasa.
—¿El MAGIC? —preguntó Finn.
—Multiple Arc-Generated Intelligence Comparison —explicó Kornitzer—. Es un software que empezaron a crear las compañías de seguros para ayudar a sus actuarios y sus analistas de riesgo a predecir problemas. Compara información, analiza porcentajes de comparación, equivalencias y diferencias, y luego lo aúna todo para ofrecer una imagen más clara de la situación. Puede extraer un par de miles de millones de entradas de un motor de búsqueda como Google y analizarlas en cuestión de segundos. Para analizar todos los buscadores, incluidos los que no están en línea, porque son privados o del gobierno, necesita unos cinco minutos.
—Ah —dijo Finn, que no había entendido nada.
—Lo adapté para que los de la Agencia de Seguridad Nacional pudieran comparar contenidos de llamadas telefónicas y la frecuencia de determinadas frases o palabras durante un periodo de tiempo para localizar a terroristas.
—Como un cribador de inteligencia —intervino Valentine.
—Sí, algo así.
Kornitzer sonrió con placidez al otro lado de la mesa y cruzó cómodamente las manos sobre su barrigón. Finn se rió. Parecía la oruga de la versión de Walt Disney de Alicia en el país de las maravillas.
—No suena muy mágico, la verdad —dijo.
Kornitzer sonrió de nuevo.
—Lástima que por aquí no haya más gente como tú —dijo pensativo—. A todo el mundo les parecen fríos los ordenadores, como si todo fuera blanco o negro, pero qué va; el hardware puede que sí, pero el software trasluce inevitablemente la mano de su autor. A veces, hasta tiene sus caprichos.
A Finn le pareció haber percibido un leve acento británico, pero no estaba segura.
—Deusex machina —dijo Valentine risueño.
—Dios como máquina.
Kornitzer sonrió.
—Estáis los dos como cabras —dijo Finn.
—Gracias —dijo Kornitzer—, A veces me gusta que valoren mi locura. —Miró un segundo a Valentine—. La mayoría de la gente tiene demasiado miedo para decirme que estoy completamente loco. —Le brillaron los ojos tras los gruesos cristales de sus gafas—. Se creen que les vaciaré la cuenta corriente o que les diré a sus mujeres con quiénes las están engañando.
—Alguna vez has hecho las dos cosas —dijo Valentine.
—Sí, es verdad —dijo Kornitzer—, pero nunca por rencor. Gajes del oficio, que dicen los superhéroes. —Movió tristemente la cabeza antes de volverse para mirar por la ventana. La vista era un mar de edificios universitarios—, A veces tengo ganas de volver a los viejos tiempos: Superman, Lois Lane, Batman y Robin… —Suspiró—, Mi preferido era la Flecha Verde. Mi sueño era hacer flechas especiales con poderes y coger a los malos. Lástima que no me acuerde de cómo se llamaba de verdad.
—Oliver Queen —murmuró Michael Valentine—, Su ayudante era Veloz.
—No sabía que fueras un fan de Flecha Verde.
—No, no lo soy, pero te recuerdo que tengo una libreria.
—Hombre, yo no lo llamaría así… —dijo Kornitzer riéndose.
Finn les interrumpió.
—Me encanta escucharos recordar los viejos tiempos como dos carrozas; a este paso pronto estaréis hablando de Woodstock, pero resulta que ha habido unos asesinatos, o sea que…
—¿Por qué no vais a dar una vuelta por el campus? —sugirió Kornitzer—, En la esquina de la Ciento catorce y Broadway hay un Starbucks. Pedidme uncappuccino doble de café, con leche desnatada y sacarina. Debería conseguiros algo en más o menos media hora. Es lo que tardaré en introducir los datos.
—Vale. —Valentine asintió con la cabeza y se levantó—. Un cappuccino con leche desnatada y sacarina en media hora.
—Doble de café.
—Doble de café.
—En estas cosas hay que ser exacto.
Kornitzer sonrió a su amigo y se concentró en la pantalla plana y el teclado.