Capítulo 22
La desnudez de la última planta de Ex Libris no tenía nada que envidiar al saturamiento de los pisos inferiores. De regreso de la casa de Gatty, subieron en silencio en el montacargas, que Valentine abrió con llave. Al salir, Finn se encontró con quinientos metros cuadrados que parecían salidos de una película de Fellini: varias salas intercomunicadas, todas enormes y todas con el techo muy alto. La primera tenía las paredes de falso ladrillo y planchas de latón pintadas de rojo chino, con una gran mesa central cuyo tablero estaba compuesto por una enorme losa de mármol negro de Georgia. Desde ahí salieron a un pasillo muy ancho, pintado de verde oscuro, con esculturas fluorescentes de John Kulik y un suelo reluciente de baldosas negras y alfombras chinas redondas. El tercer sector, que sólo podía ser una sala de estar, también tenía alfombras chinas en el suelo. En la pared del fondo había un gigantesco óleo surrealista de Sidney Goldman, con desnudos y monjas. Finn se sentó en uno de los tres sofás y miró a su alrededor. Valentine desapareció por una esquina y volvió al cabo de unos minutos con una bandeja en la que había dosbagels rellenos enormes y dos cervezas de cuello largo.
—¿Blatz?
—De Wisconsin. —Valentine sonrió—. Me aficioné cuando iba al colegio, en Madison.
—Mi padre daba clases en la Universidad de Wisconsin —dijo Finn después del primer trago de cerveza.
Mordió un trozo de bagel y mientras masticaba se quedó mirando a Valentine, que se sentó delante de ella.
—Sí, es verdad. —Valentine asintió con la cabeza y bebió de la botella, sin tocar el bagel que tenía en la bandeja—. Fue donde le conocí.
—¿Cómo?
—Era mi profesor de antropología.
—¿Cuándo?
—A finales de los sesenta y principios de los setenta.
—Mi padre debía de ser muy joven.
—Sí, los dos lo éramos. Yo más que él.
Valentine se rió.
Finn dio otro mordisco al bocadillo y bebió otro trago de cerveza. Al mirar los muebles y los cuadros del salón, pensó en el solar de Nueva York donde estaba sentada y en Valentine. Le cansaba todo tanto… Empezó a darle vueltas la cabeza. No podía más.
—Esta casa no se la ha comprado vendiendo libros, señor Valentine.
—Haz el favor de tutearme y de llamarme Michael. En cuanto al comentario, me parece un poco pasivo-agresivo, señorita Ryan.
—La verdad, no es que me guste mucho la psicología barata, pero tú te dedicas a algo más que a vender libros y a investigar.
—Sí.
—Eres una especie de secreta, ¿no?
—¿Secreta?
—Un espía.
—No exactamente.
—¿Y mi padre? ¿Qué era?
—Profesor de antropología.
—Cuando murió, mandaron el cadáver a Columbus para el entierro.
—¿Ah, sí?
—Fue un entierro con el ataúd cerrado. La verdad es que entonces no le di más vueltas, aparte de la rabia que me dio no poder verle la cara.
Valentine no dijo nada.
—Tardé bastante, pero al final empecé a pensar en sus viajes: siempre a países inestables y peligrosos. Y me pareció muy raro que por un simple infarto sellaran el ataúd.
Valentine se encogió de hombros.
—Se murió en la selva. Puede que tardaran un poco en llevar sus restos hasta la civilización…
—O que le faltaran las uñas, o que le torturaran, o hasta que el cadáver del ataúd no fuera el de mi padre.
—¿Qué quieres decir, que sospechas que tu padre era un espía?
—Soy de Columbus, Ohio, y tengo un pensamiento lineal. Mis profesores siempre me lo han dicho. Líneas rectas, ¿sabes? Poner los hechos en fila, como en el dominó, y ver adonde llevan. En este caso, mi madre me dio tu número de teléfono; está claro que no eres el típico librero plasta, y además fuiste alumno de mi padre. Probablemente más que un alumno. ¿Me equivoco? Matan a mi novio, a mí me atacan, encuentran muerto a mi ex jefe con una daga en la boca y tú ni te inmutas… Michael, por favor.
—Hablas igual.
—¿Que quién?
—Que tu padre. Hacía lo mismo: enumerar los hechos con los dedos.
Valentine sonrió. Al mirar hacia abajo. Finn se dio cuenta de lo que había estado haciendo con las manos y se sonrojó. Al mismo tiempo se acordó de cuando su padre explicaba algo durante la cena: primero un dedo, luego otro, luego otro… La clase magistral solía acabarse con el último dedo.
Cerró los ojos. De repente estaba exhausta. Lo que le apetecía de verdad era buscar una cama y no moverse de ella más o menos en un mes. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Veinticuatro horas? ¿Treinta y seis? Algo así. Como un rayo. Como ir en coche y empotrarse en un poste de teléfono en cuestión de un segundo. La vida no era así. O se suponía que no era así. Finn lo había hecho todo bien: sacar buenas notas, cepillarse los dientes en sentido vertical y horizontal, portarse bien con los demás, no salirse de las líneas al colorear… Vaya, que…, que no tenía… por qué pasarle esto.
Abrió los ojos.
—Mira, Michael, estoy harta de mentiras. No quiero más juegos. No quiero hacer de Holmes y Watson. Estamos hablando de mi vida, o puede que de mi muerte, de que me asesinen. Quiero saber la verdad. Y quiero saber de una vez quién eres.
—No sé si te gustará.
—Tú prueba.
—¿Sabes algo de tu abuelo, del padre de tu padre?
—¿Qué tiene que ver él en todo esto?
—Mucho.
—Era una especie de empresario. Mi padre nunca hablaba de él. Evidentemente era irlandés. —Finn suspiró—. Pero, bueno, eso ya es historia antigua.
—La historia antigua es lo que somos y de donde venimos. Ya sabes lo que dicen: «Olvidar la historia es estar…».
—«Condenado a repetirla.»—Sí, es una frase muy conocida, pero ¿sabes quién la dijo?
—No.
—Jorge Santayana, un filósofo español, nacido a mediados del siglo XIX y muerto en 1952. De hecho, tu abuelo le conoció personalmente.
—¿Siempre das tantos rodeos?
—Tu abuelo nació en Irlanda, pero no se llamaba Ryan. Se llamaba Flynn, Padraic Flynn. Tiene su lógica, porque Flynn en gaélico es O'Flionn, que quiere decir «pelirrojo».
¡Vaya! —exclamó Finn—, ¿O sea que en realidad me llamo Finn Flynn?
Se cambió legalmente el apellido al salir con ciertas prisas de Cork. Tenía que irse de la ciudad porque había participado en la Insurrección de la Semana Santa de 1916. Desembarcó en Canadá. Y no era empresario, sino contrabandista. Se enriqueció transportando alcohol a remo desde Windsor, por el río Detroit.
—Muy interesante, pero ¿adonde quieres llegar?
—Cuando desembarcaba en el lado americano, se encontraba con mi abuelo, Michelangelo Valentini, que también se había cambiado el nombre; se puso Mickey Valentine, pero todos le llamaban Mickey Hearts. Tuvo su época de fama, como tu abuelo. Patrick Ryan se retiró después de la Ley Seca y se fue a vivir a Ohio. A Mickey Hearts le pegaron un tiro durante las guerras de gángsters de los setenta, en Nueva York, cuando se hicieron con el poder Gotti y su pandilla de locos.
—Bueno, vale, los dos tenemos antepasados delincuentes, pero ¿por qué me lo explicas? Suponiendo que sea verdad, lo cual empiezo a dudar…
—Te lo explico porque ni mi abuelo ni el tuyo querían que sus hijos acabaran delinquiendo. En su caso se justificaba porque eran pobres y no tenían ninguna otra salida, pero sus hijos tenían la libertad que les ofrecían los estudios. ¿Sabes que los dos fueron a Yale? Durante la guerra, mi padre trabajó para la justicia militar y tu padre para la OSS.
—No lo sabía —dijo Finn—; de todos modos sigo sin ver la relación con el asesinato de Crawley o el de mi novio Peter.
—Pues yo empiezo a pensar que hay mucha, al menos tangencialmente.
—Entonces acaba de explicarlo.
—Al final de la guerra, mi padre entró en la CIA y el tuyo se hizo profesor de antropología, profesión que en los primeros tiempos, en los años cincuenta y principios de los sesenta, le hizo viajar mucho, sobre todo por el sureste de Asia y Centroamérica. La verdad es que daba el tipo: gafas de concha, calvo, con barba pelirroja, muy sonriente, americana de tweed con parches en los codos… Hasta fumaba en pipa. A nadie le llamaba la atención. Escribió artículos sobre los Hmong y los Montagnards de Vietnam y Camboya cuando la mayoría aún no sabía ni localizar esos países en el mapa. También predijo la revolución cubana y señaló a Fidel Castro como peligro potencial varios años antes de que subiera al poder.
—¿Qué quieres decir, que era un espía?
—No, oficialmente no, pero mi padre le contratóde freelance (uno de los mejores del sector), y tu padre, a su vez, me contrató a mí. Él era especialista en obtener información de la gente. Yo me abri a la historia y… a otras especialidades.
—¿Como las actividades ilegales?
—Bueno, un trasfondo ya lo tenía. Entonces mi abuelo aún estaba vivo: mi padre y él llevaban años distanciados, como el tuyo de tu abuelo, pero yo siempre había tenido curiosidad por mis raíces, y Mickey Hearts era de mi sangre, me gustara o no.
—Vaya, que entre el asesinato y el robo de obras de arte no hay mucha diferencia.
—En los últimos veinte años, el robo de obras de arte me ha reportado ingresos importantes: encontrarlas, recuperarlas, autentificarlas… Trabajo para clientes privados, compañías de seguros y museos. Para cualquiera que me necesite.
—Incluido el corretaje para los ladrones.
—A veces no me queda más remedio; si no lo hiciera, saldría perdiendo el arte.
—Ars gratta artis —se burló Finn—. El arte por el arte. Y por un pastón. —Volvió a sacudir la cabeza—. Nos hemos alejado mucho de mi padre.
—No tanto, ni de él ni de tu madre.
—¿Mamá? ¡Si es una mujer inofensiva!
—Podría sorprenderte. Estuvo igual de metida que tu padre.
—¿Metida en qué exactamente?
—A tu padre no le mataron porque intentara desestabilizar a ningún dictador de ninguna república bananera, sino por haber descubierto que el dictador en cuestión, que se llamaba José Montt, se cargaba sistemáticamente a la población rural y saqueaba yacimientos arqueológicos por todo el centro de Guatemala. El asesino propiamente dicho era el cabecilla de uno de los escuadrones de la muerte de Monti, la Mano Blanca. Se llamaba Julio Roberto Alpírez. Con el material arqueológico que saqueaban, ganaban unos cien millones de dólares al año. Tu padre se interpuso en su camino y agravó la situación poniendo el grito en el cielo.
—¿Qué fue de Alpírez? —preguntó Finn con la voz tensa y la cara aún más blanca de lo normal.
—Murió —contestó Valentine.
—¿De qué?
—Lo maté yo —dijo Valentine sin alterarse—. Tenía un piso en Ciudad de Guatemala, en la Zona Cuatro, detrás de la antigua iglesia de San Agustín, que está en la avenida Cuatro Sur. —Valentine bebió un sorbo de la botella que tenía encima de la mesa y miró a Finn sin parpadear, pero ella se dio cuenta de que no la veía—. Fui a su casa y lo encontré dormido. Se había emborrachado con un malta de doce años. Le até las manos y los pies con cinta adhesiva, le desperté con un cigarrillo encendido, hablé con él unos minutos, le enrollé en el cuello una cuerda muy fina de piano, la estiré muy fuerte y le corté la cabeza. Desde entonces ya no saquearon más yacimientos.
»Tu padre había sido mi profesor, mi maestro y mi amigo, y mi familia tiene una larga historia de creer en el poder de la venganza. —Valentine se acabó la cerveza y se levantó—. Bueno, me voy a dormir, que es tarde. Te aconsejo que también te acuestes. Tu habitación está al fondo del pasillo.
Sonrió a Finn, se volvió y salió.