EPÍLOGO

UN día de primavera en que estaban en el manzanal de Gastizar madama Aristy, las señoritas de Belsunce, madama Luxe, Larresore y Darracq, Miguel dijo:

—La verdad es que falta algo a nuestra torre de Gastizar sin la veleta. Yo siento la nostalgia de verla. Si pusiéramos de nuevo el dragón ¿qué les parecería a ustedes?

—¿El dragón? —dijo con asombro la señorita de Belsunce.

—¡Poner la veleta! —exclamó madama Aristy casi colérica—. ¡Qué disparate! ¡Jamás!

—¡Ah!, ¿pero tú crees…?

—Yo no creo nada; pero lo que te digo es que no se pone la veleta.

Todos afirmaron que era una imprudencia, una provocación instalar la veleta, y madama de Aristy llegó a asegurar que si se hablaba más de esto cogería el artefacto de hierro y lo echaría al río.

La gente del pueblo estuvo también de acuerdo. Era una imprudencia el poner el malvado y nefasto dragón en la torre.

Aquel viejo basilisco de la veleta de Gastizar les parecía a todos un auxiliar del destino adverso, una de aquellas esfinges de una fauna desaparecida que no anunciaban más que calamidades.

En Gastizar y en Ustaritz estaban contentos después de la caza del dragón. Ya no pasaba nada en el pueblo. La rueda de la existencia oscura seguía girando constantemente: Nacer, vivir, morir. Nacer, vivir, morir…

A veces algún romántico se preguntaba si mejor que la inmovilidad, que la vida monótona e igual, no sería tener una veleta inquietante y perturbadora como la de Gastizar en el torreón de su casa.

Madrid, febrero 1918.