VII

NAVIDAD TRISTE

ES el día de Navidad. Llueve; el tiempo está negro, la niebla espesa da una opacidad gris al ambiente. El campo encharcado, lleno de cañas secas de maíz, se va convirtiendo en lago turbio, que burbujea al caer las gruesas gotas de agua.

El cielo de plomo se aclara a veces, toma otras un color de tinta, brilla el resplandor del sol en un monte y con tono claro y con tono oscuro llueve con idéntica furia.

En el salón de Gastizar, al anochecer, hay un aire de pesadez y de tristeza. Las dos señoritas de Belsunce se aburren más que nunca; la una lee, la otra hace una labor; madama de Aristy dice a las muchachas cada cuarto de hora.

—Id a la guardilla y ved si hay goteras.

Las muchachas suben, riendo, al desván. Las goteras cantan suavemente en los barreños como si fueran martillos que golpearan un tímpano. El desván de Gastizar muestra su armazón de vigas fuertes como el esqueleto de un animal gigantesco.

En el suelo de madera, carcomido y combado, se ven montones de maíz; calabazas largas, redondas, surcadas, rugosas, unas rosadas de un color de carne, otras verdes como la piel de un cocodrilo; ajos muy blancos, cebollas irisadas y montones de heno que exhalan un olor exquisito. Por la claraboya abierta entra el aire húmedo y templado de la tarde, y se ve cruzar la lluvia en líneas brillantes que parecen varillas de acero. El viento se divierte en jugar por entre los pilares de madera que sostienen el tejado, hace por los rincones hu… hu… como un buen gnomo que soplara en un caracol, y arrastra por el suelo briznas de hierba y de helecho seco.

En el salón, en la chimenea, al lado del fuego están Miguel Aristy, Darracq y el caballero de Larresore.

Aristy está melancólico y mira ensimismado las llamas. Larresore se exalta en frío contra un enemigo al que, desde hace algún tiempo, tiene como blanco de sus tiros: el Romanticismo.

Larresore se considera adversario personal de Hernani, de Víctor Hugo, queriendo convencerse de que este drama está muy mal, aunque se entusiasma con sus versos. Llama a los románticos eróstratos, iconoclastas, bárbaros enemigos de la tradición latina.

La señorita vieja de Belsunce, otras veces le lleva la corriente y habla con sorna de las mujeres pálidas, lánguidas y tristes.

Esta noche tradicional hay como un ambiente de frío y de tristeza en la casa. El señor de Aviraneta, que otras veces va de visita a Gastizar, hoy no ha aparecido. Se dice que el joven Lacy está tan grave, que no pasará del día.

El caballero de Larresore, a quien molesta este aire glacial, ha hecho esfuerzos inútiles para animar la conversación; ha hablado durante largo tiempo del camino de hierro entre Liverpool y Manchester, de la inauguración de esta vía y del accidente ocurrido al duque de Wellington.

En vista de que el asunto no templa los ánimos, se ha decidido a bromear sobre los sansimonianos. Tampoco ha tenido éxito.

La criada anuncia que la cena está en la mesa, y van todos al comedor.

Madama de Aristy, pálida, se acuerda de su hijo León y no prueba bocado. Miguel está ensimismado y triste, las señoritas de Belsunce, de mal humor, Darracq, indiferente. Larresore hace esfuerzos para conservar su indiferencia jovial.

Después de cenar, Larresore y Miguel se sientan cerca de la lumbre. Se oye el agua que golpea en los cristales y que entra por la chimenea a caer chirriando en las brasas.

Y luego a lo lejos, en el campo, se escuchan voces roncas que cantan un villancico.

—¿Usted no se pregunta a veces —dice Miguel a Larresore— si la vida no será una estupidez?

El caballero se queda mirando al fuego, y murmura:

—¿Y para qué hacerse esa pregunta?

—Sí; es la verdad, tiene usted razón. ¿Para qué?

Y los dos hombres callan y sigue oyéndose el azotar de la lluvia en los cristales y el murmullo del viento en los árboles.