VIII
FRACASA EL PROYECTO
AL día siguiente el general Mina, enterado de la vuelta de Aviraneta, le invitó a comer a su casa. Don Eugenio fue obsequiado, tanto por el general como por su señora doña Juana Vega, a quien los íntimos llamaban doña Juanita.
—¿Qué impresiones trae usted de San Sebastián? —preguntó Mina.
—Malas.
Y Aviraneta contó con detalles lo que le habían dicho los militares y paisanos con quienes había hablado.
—¿Así no es posible que ellos hagan algo?
—Por ahora, nada. Si se pudiera retrasar el movimiento, ¿quién sabe?
—No, no, ya no puede ser. Ya sabe usted lo que es la gente… Ha habido quien se ha acercado a mí a decirme que no me fíe de usted… Si propongo el aplazamiento, van a creer que soy un traidor.
—¿Qué haremos? —preguntó Aviraneta.
Esperaremos a ver si le contestan a Campillo… Avíseme usted en seguida que haya contestación… ¿Usted qué cree que se necesitaría para sobornar una guarnición como la de San Sebastián?
—Yo me figuro que para empezar se necesitarían unos cuarenta o cincuenta mil duros… quizás más.
—Es mucho dinero…; pero, en fin…, ¿quién sabe?… Mendizábal es un hombre listo… comprenderá los motivos…
—Y si no tiene usted medios, ¿qué va usted a hacer, general?
—Ya no tengo más remedio que lanzarme. Salga lo que saliere.
Aviraneta dejó la casa del general y se reunió con Lacy y con Ochoa, a quienes contó su entrevista.
Dos días después, por la mañana muy temprano se presentó Campillo en la fonda de Iturri.
—Coja usted el frasquito del reactivo —le dijo a Aviraneta—; creo que hay carta. Vamos a dar un paseo.
Campillo, Aviraneta y Lacy se dirigieron a Saint Pierre de Irube y se metieron en una venta muy solitaria que se llamaba Bidegañeche (la casa en lo alto del camino). Pidieron a la dueña de la venta un cuartito y que les diera de almorzar. La dueña los subió al primer piso de la casa, que tenía una gran ventana al campo. Cerraron la puerta, y Campillo dijo que el patrón del quechemarín de Santoña había traído un pliego en blanco, doblado, como si fuera papel para hacer cigarrillos y que suponía estuviera escrito con tinta simpática.
Sacó don Eugenio la botellita del reactivo, desdobló el pliego y lo untó con un pincel por sus cuatro caras. Campillo y Lacy miraban con atención por si aparecían las letras. Al secarse el papel se destacaron claramente.
La carta era del hermano de López Campillo; decía que después de haberse enterado de las instrucciones, había comenzado sus trabajos y comunicado sus planes a un comerciante amigo suyo, quien le dijo que hablaría a los militares y le daría una respuesta en el plazo de tres días.
Al cabo de este tiempo el amigo le había dicho que después de hablar con varias personas, entre ellas con el comandante de artillería de la plaza y con algunos oficiales de la misma Arma, estaba convencido de que todos se hallaban dispuestos a entrar en el movimiento siempre que se contase con los jefes que ocupaban altos cargos. Estos eran el gobernador de la plaza, brigadier Fleires; el teniente del rey, coronel don Diego Rodríguez, y el sargento, capitán don Juan Bautista Viola. Respecto al gobernador militar de la provincia, don Vicente González Moreno, se le tenía por realista acérrimo y afiliado al Angel Exterminador.
Los oficiales subalternos estaban dispuestos a tomar parte en el alzamiento con ciertas condiciones. Estas eran: primera, que Mina asumiese la responsabilidad de lo que se hiciera; segunda, que el mismo general respondiera de que en el interior de la nación secundarían el pronunciamiento, y tercera, que se les enviara fondos para ganar a los sargentos y a los soldados.
Campillo quedó un poco extrañado de que en su país como en el resto de España no hubiese más prestigio entre los liberales que el de Mina. Se decidió leer la carta al auditor Aguado, y Lacy, Campillo y Aviraneta salieron de Bidegañeche y volvieron hacia Bayona a buscar al auditor en su casa de Saint Esprit.
Aviraneta subió al piso, y dijo al auditor que sería conveniente marchase a ver al general y le preguntase cuándo podían leerle una carta importante.
Aguado tomó un coche de los que llamaban citadinas, invitó a subir a Campillo, a Lacy y a Aviraneta, y fueron los cuatro a casa del general. Este se hallaba en la cama.
Doña Juanita, la señora del guerrillero, pasó a los visitantes a la alcoba.
Mina estaba macilento, demacrado; tenía un montón de papeles sobre la cama. Oyó leer la carta del hermano de Campillo con atención; estuvo largo rato pensativo, y dijo:
—Voy a reunir a los jefes y a Mendizábal y a exponerles el asunto. Quisiera que comprendieran su importancia… Usted, Aguado, podría ir a visitar mientras tanto al banquero Silva y explicarle el caso.
—Bien. Iremos Aviraneta y yo.
—Para la noche tendrán ustedes la contestación. Fueron Aviraneta y Aguado a la casa de Silva, un banquero judío de Saint Esprit.
La casa era una casa pequeña y estaba en una callejuela oscura y triste. Tenía un escaparate reforzado por dentro con una alambrera.
Entraron en la oficina, que era un cuarto donde escribían dos empleados. Se veía en ella una caja de caudales grande, empotrada en la pared y una porción de legajos y de papeles.
Aguado dijo lo que quería y el empleado llamó en una puerta, que se abrió chirriando y se volvió a cerrar.
El banquero era un hombre pálido de perfil judío, muy fino, muy atento.
Escuchó sonriendo lo que le decían, y dijo que hablaría a Mendizábal y que intentaría influir y hacer todo lo que estuviera de su parte.
Al salir a la calle Aviraneta y Aguado oyeron risas en un balcón, volvieron la cabeza y vieron dos muchachas de perfil aguileño y de ojos negros, las dos muy bonitas, las hijas del banquero.
Salieron de casa de Silva. Aguado se quedó en Saint Esprit, y dijo que por la noche al terminar la reunión de los caudillos en casa de Mina iría a decirles el resultado a la fonda de Iturri…
Después de cenar se reunieron en el cuarto de Aviraneta, Lacy, Ochoa y Campillo. La impaciencia hizo a Lacy abrir la ventana, y para que no se viese la luz en la calle se apagó el quinqué. A las once de la noche llegó Aguado. Ochoa fue a abrirle la puerta; Lacy cerró la ventana y encendió la luz.
—¿Qué hay? —preguntaron con ansiedad al auditor.
—El proyecto está rechazado. Los demás jefes, a quien ha expuesto Mina los propósitos de ustedes, han dicho que son inútiles. Están tan obcecados, que creen que les ha de bastar presentarse en la frontera para que toda España se les una.
—¡Qué idiotismo! ¡Qué imbecilidad! —exclamó Aviraneta—. ¡Y tener que formar partido con esta gente! Es triste.
—¿Y no han dicho más? —preguntó Ochoa con sorna.
—Algunos han asegurado que hay agentes de Calomarde que quieren desviar el movimiento.
—Puesto que los liberales españoles son tan bestias —murmuró Aviraneta con ironía—, ¡qué le vamos a hacer!
—Respecto a usted, amigo Aviraneta —siguió diciendo Aguado—, se afirma que quiere usted recoger el fruto sin haber trabajado como los demás.
—¡Qué asco de gente!
—Al salir de la reunión —terminó diciendo el auditor— he visto a Jáuregui, que me ha indicado que le diga a usted, Aviraneta, que hay siempre un puesto para usted en la Compañía Sagrada que ha formado con antiguos oficiales.
—Bueno. Dele usted las gracias si le ve.
Se marchó Aguado y después Campillo; Lacy y Ochoa se fueron a su cuarto.