XVI
Hace días cayó una nevada muy copiosa y ha quedado París blanco durante mucho tiempo.
Cuando se ha iniciado el deshielo, han salido muchas brigadas de obreros, dispuestos a limpiar las calles.
Ahora se siente uno ya acostumbrado a la pompa del barrio elegante. Estuve a dar una vuelta por el que antes vivía, y, parte por el mal aspecto que da a los paisajes urbanos el deshielo, parte también porque aquello no es de lujo, me dio una impresión bastante parecida a la de los Cuatro Caminos de Madrid. Verdad es que todas las afueras de las grandes ciudades se parecen.
Voy a empezar la semana próxima a fabricar una novela más, para lo cual vendrá a mi casa una chica mecanógrafa, a la que iré dictando capítulos y borradores. Es una muchacha catalana que copia bastante bien, aunque no lo haga con mucha rapidez. De todas maneras siempre resultará que, usando ese sistema, se aligerará bastante mi trabajo.
Creo que he llegado ya al tomo ochenta. Paso del metro de producción, como solía decir aquel Roso de Luna, espiritista, que hablaba del metro de producción para medir las dimensiones del trabajo intelectual. Es cómico, evidentemente, es preciso haber tenido extraordinaria afición a escribir, para haber escrito tanto, ante la indiferencia del público, pero ya sabe que uno es de suyo individualista y cuando escribe, como cuando hace otras cosas, piensa por serlo muy poco en el público y en sus opiniones.
Debería de haber llegado ya a la época de dejarlo, de colgar la pluma en la espetera, como diría un clásico; pero... ¿de qué se vive, si se deja de escribir? Todo ello resulta una mala broma, y es ponerse a la misma altura de la paciente mula que da vueltas y más vueltas a la noria sin detenerse a descansar, a espantarse las moscas con la cola. No hay más remedio que seguir, seguir dando vueltas hasta el final.
De América me escriben varios para decirme que debería de ir allá, pero unos y otros coinciden en insistir en lo mismo, en hablarme que debería dar conferencias, cosa que a mí no me hace ninguna gracia. Si uno es escritor, malo o bueno, lo lógico sería que le dijesen: «Venga usted y escriba». Pero no deberían decir, como me dicen: «Venga usted y hable». Lo mismo le podrían indicar a uno: «Venga usted y baile». ¿Por qué no?
Sobre mi actuación de conferenciante encuentro entre mis papeles un recorte que ignoro de qué periódico es, ni de qué lugar, pero lo incluiré aquí por si tiene algo de verdad. Dice así:
«Baroja, conferenciante, no podía desvirtuar a Baroja, novelista, y los honrados profesores de la Sorbona se habrán quedado un poco sorprendidos ante la desaliñada e inquietante manera con que este vasco, tan representativo de Vasconia, ha hablado de su vida, de sus recuerdos y de sus aficiones literarias.
Arremete en su conferencia contra los críticos, contra la Academia, contra los políticos, contra Galdós, contra la generación del 98. Y cuando ha barrido a cintarazos de ingenio todo lo existente y ha hecho tabla rasa del pasado inmediato, se vuelve mirando a lo porvenir y tilda de locura y superchería el cubismo, el dadaísmo, la metapsíquica y demás inquietudes actuales. Se burla de Spengler, y compara nuestro tiempo a un avestruz que se traga todo lo que le echen.
Desembarazado de todo, en cueros vivos, Baroja afirma su personalidad y ¡terrible cosa! se encuentra a sí mismo, se halla fuerte y petulante, precisamente porque se nutre de contradicciones, de la inseguridad de la época. Esta desintegración de las cosas, paradojas de la vida actual, son precisamente las que abastecen su despensa. Entre el neorófago y ovífago, el que vive a expensas del pasado y el que busca su nutrición en el huevo, en la célula aún no desarrollada, este tipo de hombre camaleónico que se alimenta del aire, es más, que hace el vacío a su alrededor para poder respirar a sus anchas, era, hasta que apareció Baroja, un ser presente fabuloso. Los sensatos y ecuánimes profesores franceses se habrán quedado de una pieza. Y según un comentarista, no hallan más razón que atribuirlo todo al espíritu jesuítico «¡ Tableau!».
En realidad, metiéndonos un poco en el fondo de las cosas, lo que le ocurre a Baroja es que aspira fervorosamente a ser un hombre sensato, ¡y no lo logra!».