VENGANZAS

Flora y Julia contaban algunas venganzas de mujeres, que habían sufrido antes de la revolución tropiezos con amantes, que las habían abandonado. Una de ellas propuso a uno, que había sido su novio, que matara a su antiguo novio, pero aquél no aceptó la idea. Así fue buscando hasta que halló uno más decidido, y obtenida la venganza, huyó del pueblo con su vengador.

Gentes de baja condición habían llegado al punto de ostentar elevadas jerarquías de mando.

Habían visto a un gitano que se paseaba vestido de coronel, llevando como distintivo un gorro de piel de cabra, del que colgaba la cola del mismo animal.

También había alcanzado el mismo grado de coronel un bandolero andaluz, el cual, así como su escolta, llevaba pañuelo en la cabeza, polainas, chaquetilla corta y trabuco.

Tal vez en los primeros revolucionarios hubiese un ideal y fuesen seres que deseaban de buena fe un mundo mejor, pero los que después lucharon no pasaban de ser una caterva de ladrones y de asesinos.

Así fue raro que en el momento final supieran tener un gesto gallardo. La mayoría abjuraban de su pasado, rezaban y hasta comulgaban. Se dio el caso de un malagueño, un tal Millán, que, después de haber firmado más de cinco mil sentencias de muerte, y después de haber cometido las mayores barbaridades e injusticias con la disculpa de que el pueblo lo quería, lloraba y gemía cuando fue apresado, besando los pies y las manos de todo el que iba a verle, y dando vivas a Cristo Rey. De la muerte de esas gentes, pasaba Elorrio, a pensar en la del Empecinado y había bastante diferencia.

En aquel bandolero coronel, al que los revolucionarios del pueblo, después de haber estado en presidio, le habían nombrado su jefe, y que aparecía vestido como un majo a la antigua, con traje de alamares y calañés, revivía el tradicionalismo que buscaban unos y otros, y el bandolero podría haber cantado aquella copla que terminaba diciendo:

Viva mi jaca castaña, la perla del contrabando.

Este señor contó lo que había visto en la revolución de Barcelona. Había salido de su casa, donde estaba en peligro, y marchado a casa de su madre que vivía cerca de un cuartel. Este cuartel estaba defendido por militares. Lo atacaban fuerzas del gobierno republicano y gente del pueblo, la mayoría anarquistas.

Los revolucionarios iban triunfando y el cuartel no se podía defender. Entonces, un coronel del ejército republicano propuso una tregua a los del cuartel. Habló con ellos y quedaron de acuerdo en que se rindieran y les respetarían la vida. Entonces se decidió que salieran los defensores, y aparecieron varios oficiales heridos y unos pocos soldados. Los anarquistas se echaron sobre ellos, pero el coronel gritó que no los mataran. Forcejearon unos y otros, y los anarquistas agarrando a guardias civiles y a soldados hicieron un hueco, entraron por él y empezaron a matar a los rendidos y dejaron en las calles cuarenta o cincuenta muertos. Al volver a su casa se encontró con un fraile capuchino con la cabeza, casi abierta, llena de sangre y sonriendo. Este señor no pudo proteger a este fraile que cayó prisionero y se lo llevaron.

El fraile era americano. Cuando se curó lo procesaron, lo condenaron a muerte y luego le conmutaron la pena por treinta años de presidio, y después lo enviaron a América. ¿De dónde saldría esta crueldad tan fea, tan repulsiva de la guerra civil?

La curiosidad del escritor español y la del diplomático inglés no debieron quedar muy satisfechas con el relato de aquella serie de barbaridades, en la que no había ningún caso que mereciese la pena de recordarse, pues todo era anodino, vulgar, dentro de la barbarie y de la crueldad.

Al terminar el banquete, los militares alemanes mandaron traer champagne y brindaron por las dos españolas que les habían hecho el honor de acudir al banquete.

Flora y Julia volvieron muy alegres a su casa.

Aquí París
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