VIII
Parece que la guerra española ya se va acabando. A fines de enero se vio que el Gobierno rojo renunciaba a defender Barcelona; se comprendía que todo lo que viniera después iba a ser rápido.
Esto ya no puede durar mucho, será cuestión de días o semanas. Ya veremos lo que viene más tarde. Terminado el conflicto español, sostenido y prolongado por los intereses extranjeros que en él han jugado, de una y otra parte, veremos la cuestión europea qué cariz toma. Porque ahora la nuestro, limitado, que habrá de señalarse como preliminar de lo otro más general, ya es cosa acabada, es decir, que queda libre la escena para que pueda empezar un drama de mayores proporciones. ¿Quién será capaz de saber qué es lo que nos espera a los europeos¿ Parece que nada bueno.
Si esto sigue así, la vida individual y la vida de la cultura se van a venir ruidosamente abajo. Con una inseguridad tan grande como la que por todas partes y en todas las cosas se descubre, el mundo no puede hacer científicamente nada serio. Unicamente en los Estados Unidos, con libertad y con dinero, la ciencia podrá seguir avanzando; la democracia trae el gobierno de las masas, y el régimen absolutista, la estupidez y la pedantería. Con la democracia manda el pueblo, que es una superalma general, y el individuo se hunde. Se ve que el principio del siglo XX, que parecía abrir un camino hacia algo verdadera mente magnífico, era más bien una terminación, un ir a parar a una hondonada mísera.
No cabe duda de que el siglo XIX, bueno o malo, produjo grandes esperanzas, pero hay que reconocer que la mayoría de sus esperanzas no se han realizado; porque el siglo XX no ha producido nada más que desastres. En lo único que ha sido fecundo, ha sido en la ciencia.
Si uno fuera joven y cambiara con los años, acaso pudiera acomodarse al ambiente del practicismo bajo que se va formando en el mundo, pero yo a veces llego a creer que nada cambia, ni mejora, ni empeora. Yo mismo me encuentro igual, pasados los ochenta años, al chico de catorce o quince años, con las mismas ilusiones, las mismas curiosidades y las mismas fobias de antes, la curiosidad por los rincones y los sitios misteriosos, y el mismo entusiasmo lejano por la aventura, sin creer en ella.
La aventura es algo como la gimnasia del espíritu. Meterse en una aventura significa tener confianza en sus propias fuerzas, sentirse capaz de salir triunfante de los peligros que toda empresa atrevida lleva en sí, demostrarse a sí mismo que no sólo tiene confianza sino certidumbre. Es decir, que la decisión del auténtico aventurero no está basada en un juicio ridículo y halagüeño sobre su persona, sino en el conocimiento de su espíritu y de sus nervios.
Muchos poemas antiguos son como novelas de aventuras. "La Odisea", por ejemplo, "la Eneida", el "Orlando furioso"... La novela moderna tiene mucho de novela de aventuras fracasada; lo que la diferencia de la antigua es que el escritor actual duda de todo, y, sobre todo, del éxito.