21
EL CALDERERO
La noche descendió sobre el bosque con la rapidez de un búho, y Juan Calderero apenas tuvo tiempo de apilar hojas bajo el arce azul. Se tendió y miró a través de las ramas. De vez en cuando una estrella brillaba en el cielo cambiante, y Juan Calderero se preguntó cuál de ellas sería la estrella con que soñaba.
Y mientras dormía esa noche, el sueño se repitió, y de nuevo despertó sudando y temblando en el frío de la aurora. La estrella había descendido hacia él surcando la noche, con gran estruendo, hasta hacerse mayor que el sol y engullirlo. Era tan caliente que él apenas podía respirar, así que sudó hasta quedar seco como papel de lija. Despertó temblando y boqueando, y los pinzones posados en una raíz prominente lo observaban.
Sonrió y extendió las manos hacia los pinzones. Ellos retrocedieron traviesamente y luego se acercaron, jugando con él como si formara parte de una danza de apareamiento. Los dos se le posaron en la mano. Mirando al macho, Juan Calderero ladeó la cabeza. El pinzón macho ladeó la cabeza también. Juan Calderero parpadeó. El pinzón parpadeó. Con una risa suave, Juan Calderero extendió el brazo y los pinzones echaron a volar, trazando rápidos y cerrados círculos sobre el claro. Y en alas de los pinzones Juan Calderero voló desbocadamente, sintiendo la vertiginosa caída de los órganos de los pájaros en vuelo, la euforia del rápido ascenso, los giros cada vez más cerrados, hasta que las alas quedaron agotadas por el esfuerzo. Luego unos minutos de resuello y reposo, los pinzones en una rama, Juan Calderero en el suelo, sintiendo la fatiga y el ligero dolor en el hombro de las aves como si fueran propios. Un vuelo raudo, luego un dulce dolor. Juan Calderero sonrió, se retiró de la mente de los pájaros.
Se levantó y recogió sus herramientas de calderero, las mazas y cinceles de madera, el crisol, y los trozos y retazos de hojalata que transformaría en un nuevo mango de cuchara para la señora Barrena, la sartén de la señora Herrero o el suavizador para Samuel Barbero. Llevaba los trozos de metal sujetos a la ropa y al cayado, y mientras andaba tintineaban con un canturreo que lo anunciaba a las mujeres de la ciudad mucho antes de que él estuviera a la vista. El calderero está en el pueblo, oía decir, y sabía que los negocios marcharían bien. Tenían que marchar bien. No había otro calderero entre Hux y Linkeree, ni en todo el ancho Bosque de Aguas, y Juan Calderero era listo y no iba a la misma localidad dos veces en el mismo año. Pero ahora se acercaba el invierno, y Juan Calderero regresaba a casa. A Worthing, el pueblo más anónimo del bosque, adonde nadie acudía a él para pedirle hojalata. En Worthing querían un invierno mágico. Lo que él les daría le supondría un invierno de dolor.
Al cabo de una hora Juan Calderero cogió la carretera, sabiendo que estaba a medio kilómetro del pueblo. Rara vez usaba las carreteras, pues en esos tiempos los salteadores asesinaban a los viandantes para robarles su fortuna. Y aunque conocía a muchos salteadores, y a menudo les había reparado herramientas y había pernoctado con ellos, sabía que si lo veían en la carretera lo matarían antes de advertir que era Juan Calderero, el hombre del bosque, o Juan Pájaro, el mago de los pinzones.
Y había sitios del bosque donde su nombre era desconocido, pero a los que había acudido una vez, cubierto de hojalata. Cabañas donde no había humo en la chimenea porque los moradores estaban demasiado enfermos para cortar leña. Cuando él aparecía en la puerta una anciana moribunda alzaba débilmente un cuchillo, o un niño procuraba empuñar un hacha para proteger a sus padres febriles. Entonces Juan Calderero susurraba una palabra, y los pinzones volaban desde sus hombros para posarse en el lecho de los enfermos. Cuando él se marchaba, la gente dormía apaciblemente y había leña en el hogar.
Despertaban recobrados y sanos, y pronto olvidaban a Juan Calderero, cuyo nombre desconocían. Pero en ocasiones, al arropar al hijo dormido por la noche, una madre recordaba las manos del sanador, y cuando un hombre miraba a la esposa por la mañana mientras el sueño aún le cerraba los ojos, pensaba en el hombre fornido, amigo de los pájaros, que la había tocado y permitido dormir.
Samuel Barbero miró por la ventana de su local de la plaza mayor y vio los destellos de luz en la hojalata de Juan Calderero. Regresó a la silla donde Martín Posadero, cubierto de jabón, aguardaba un afeitado.
—El calderero está en el pueblo.
Martín Posadero se irguió en la silla.
—Demonios, y el muchacho es el único que está en la posada.
—Demasiado tarde, de cualquier modo. Ya ha entrado. —Samuel acarició la navaja—. Mejor regresar a casa afeitado que con la barba crecida, ¿no crees, Martín?
Martín gruñó y se reclinó en la silla.
—Pues hazlo deprisa, Samuel, o te costará más que el par de monedas que esperas ganar.
Samuel se puso a rasurar la cara de Martín.
—No sé por qué no te agrada, Martín. De acuerdo, es un hombre frío…
—Si es un hombre…
—Es tu primo, Martín.
—Eso es mentira. —Martín estaba enrojeciendo bajo los restos de jabón de afeitar—. Su padre y mi padre eran primos, pero aparte de eso juro que no hay ninguna relación, excepto que obtiene alojamiento gratis en mi posada.
Samuel sacudió la cabeza mientras afilaba la navaja.
—¿Entonces por qué, Martín, tu hijito Amós tiene sus ojos?
Martín Posadero saltó de la silla y se volvió salvajemente hacia el menudo barbero.
—Mi hijo Amós tiene mis ojos, Samuel, azules como los míos, azules como los de su madre. Dame esa toalla. —Se enjugó la cara rápidamente, dejándose algunas manchas de jabón, incluida una en la punta de la nariz que le daba un aspecto ridículo.
Samuel contuvo la sonrisa mientras el corpulento posadero salía del local. Al oír el portazo, Samuel se echó a reír, sacudiendo su obeso cuerpo.
—Azules como los míos, dice. Azules como los de mi esposa. —Se apoltronó en la silla, aún tibia con el calor de Martín Posadero, y rió y transpiró hasta dormirse.
Amós, hijo de Martín, estaba sentado en el alto taburete del salón de la posada, atendiendo el mostrador, lo cual significaba un par de horas hojeando el libro de contabilidad de su padre mientras contenía las ganas de salir. Era distinto en invierno, cuando el fuego rugía y todos estaban dentro, bebiendo, cantando y bailando para mantener el calor. Éstos eran los últimos días cálidos antes de las lluvias frías, y luego llegarían el invierno y la nieve alta, y él ya no podría nadar hasta el deshielo. Ardía en deseos de quitarse la ropa y zambullirse en el Río Oeste. En cambio, hojeaba las páginas del libro de contabilidad.
Un tintineo lo distrajo y al volverse vio a un hombre alto de pie en la puerta, bloqueando la luz. Era Juan Calderero, el huésped invernal de la torre sur, el hombre de quien nadie hablaba y a quien todos conocían. Amós le tenía miedo, ciertamente, como todos en Worthing. Y ahora le tenía aún más miedo porque por primera vez en su vida tenía que verlo a solas, sin que su padre le apoyara la mano en el hombro para calmarle y protegerle.
Juan Calderero se acercó al desconcertado niño. Amós lo miró fijamente. Juan Calderero le estudió los ojos azules. No eran de un azul común. No eran los ojos de todos los habitantes rubios del bosque. Un azul profundo, puro, insondable, rodeado de un blanco diáfano y sin venillas. Ojos que no parpadeaban ni sonreían ni hablaban de amistad, pero ojos que veían. Como los de Juan Calderero. En cierto modo le entristecía que ese chico, su primo Amós, tuviera los mismos ojos. Amós tenía un don. No el don de Juan Calderero, quizá, pero un don, y Juan Calderero sacudió la cabeza y extendió la mano.
—La llave —dijo.
El niño buscó entre las llaves colgadas y se la dio al calderero.
—Trae mis cosas del armario —dio el calderero, enfilando hacia la escalera de la torre sur.
Amós bajó lentamente del taburete y se dirigió al armario donde guardaban los sacos del calderero. Estaban cubiertos de polvo después de todo un verano, pero no eran pesados, y Amós los llevó sin dificultad a la habitación del calderero.
Subió un buen tramo de escaleras —dos pisos con habitaciones ocupadas y un piso con habitaciones que ese año permanecían vacías— y por último una escalera de caracol y una corta escalerilla hasta una trampilla en el techo, y estuvo en la habitación del calderero.
La torre sur era el sitio más alto de la ciudad, con ventanas con postigos y sin vidrio, de modo que cuando estaban abiertas el viento soplaba por doquier y se veían bosques por todas partes. Amós nunca había estado allí con las ventanas abiertas. Sólo había subido a hurtadillas para jugar en alguna ocasión. Una vez lo habían pillado y le habían dado una zurra. Miró hacia el oeste y vio el Monte Aguas irguiendo su cumbre nevada en el corazón de Bosque de Aguas. El Río Oeste refulgía al norte y al oeste, y hacia el norte se veía el horizonte rojo de las Montañas Celestiales. Desde esa torre se veía todo el mundo del que Amós había oído hablar, excepto Ciudad Celestial, donde vivía el Rey Celestial, y en todo caso eso no formaba parte del mundo.
—Desde aquí ves toda la comarca. —Sobresaltado, Amós se apartó de la ventana para ver al calderero sentado en un taburete, en un rincón alejado. El calderero continuó—: Desde aquí puedes fingir que el pueblo no existe.
El calderero sonrió pero Amós aún tenía miedo. Estaba solo en una torre alta con el calderero, con Juan Calderero el hombre mágico. Demasiado asustado para irse, pero sin deseos de quedarse, permaneció en silencio junto a la ventana y observó el trabajo del calderero.
Juan Calderero parecía haberse olvidado de la presencia del chico mientras calentaba el crisol sobre el fuego del hogar. En pocos minutos la hojalata estuvo blanda, y con unas tenacillas de madera la puso sobre el agujero de una sartén. Trabajando deprisa antes de que se enfriara el metal, martilleó con la maza de madera hasta que la hojalata quedó perfectamente unida a la sartén. Luego calentó otro fragmento y lo puso del otro lado, y cuando hubo terminado se lo mostró al chico. No había indicios de que la sartén hubiera estado agujereada, excepto que esa parte brillaba más que el resto. Pero Amós siguió callado. Y Juan Calderero también, mientras frotaba y alisaba la sartén hasta que la pieza entera relució como nueva.
Luego el calderero se levantó de golpe y avanzó hacia el chico. Amós retrocedió intimidado, de espaldas contra otra ventana. Pero Juan Calderero se limitó a recoger los sacos que Amós había subido y extrajo de ellos ropas que colgó de los ganchos de los montantes de las ventanas. Cogió algunas botellas, herramientas y un pincel y los dejó en la mesilla de noche. Amós lo observaba en silencio.
Por último el calderero terminó su actividad, se sentó en el borde de la cama, bostezó y se apoyó en el cabezal. En pocos instantes se dormirá, pensó Amós, y podré irme. Pero el calderero no cerraba los ojos, y el joven prisionero se preguntó si el hombre mágico dormía alguna vez. ¡No se dormiría, y él nunca podría escapar!
Un pájaro entró por la ventana. Era rojo y brillante, y revoloteó como una estría de color hasta posarse en el pecho del calderero.
—¿Conoces este pájaro? —preguntó el calderero en voz baja. Amós calló—. Pájaro Rojo. El cantor más dulce.
Como para demostrarlo, el pájaro voló hasta el antepecho y se puso a silbar y gorjear, ladeando la cabeza tan cómicamente que Amós sonrió contra su voluntad. Juan Calderero se puso a silbar con el pájaro, y el hombre y el ave se alternaron en melodías cada vez más rápidas. Cuando terminaron, Amós se desternillaba de risa.
Juan Calderero había conquistado al niño.
—Ahora puedes bajar —le dijo con una sonrisa. Amós dejó de reír y se dirigió deprisa a la trampilla—. Ah, Amós —dijo Juan Calderero. El chico asomó la cabeza—. ¿Te gustaría sostener un grajo en la mano? —El chico se quedó mirando—. La próxima vez —dijo el calderero, y el chico se marchó.
—¡No me gusta! Y, por todos los diablos, no tengo por qué aguantarlo.
—Quieto —murmuró Samuel Barbero— o te cortaré el gaznate.
—Me cortarás el gaznate aunque me quede quieto —bramó Martín Posadero—. Ningún hombre del pueblo lo aguantaría, pero yo he de hacerlo.
Samuel afiló la navaja ruidosamente.
—¿Por qué haces tanto ruido, Samuel Barbero?
Samuel acercó la cara a la de su cliente.
—¿Alguna vez te afeitaron con una navaja roma, Martín?
El posadero gruñó y calló. Al fin Samuel Barbero cogió la toalla húmeda y la pasó por la cara de Martín. El corpulento posadero se levantó de un salto, arrojó un par de monedas y dijo:
—No me agradan tus insinuaciones.
—No hago insinuaciones —respondió dócilmente el barbero, pero Martín creyó captar una nota de burla.
—¡Por el asno de mi padre, no me vengas con eso! —rugió Martín, agarrando el delantal del barbero.
—Ten cuidado —dijo el barbero.
—¡Todo este pueblo de patanes, blandengues y cobardes hace insinuaciones, y no pienso soportarlas!
—El delantal —señaló el barbero.
—¡No me importa si el hombre es pariente mío o no! ¡No lo aguantaré un día más en mi casa con mi hijo!
Se oyó un rasguido de tela y un trozo del delantal blanco quedó en la mano de Martín. Samuel Barbero puso cara de consternación. Martín hundió la mano en el morral y sacó una moneda.
—Hazlo arreglar.
—Oh, gracias —dijo el barbero.
Martín lo fulminó con la mirada.
—¿Por qué he de ser el único que mantenga a ese tipo cuando todo el pueblo se beneficia? Todos quieren un sanador, pero nadie quiere un hombre mágico bajo su techo.
—Él es tu primo…
De pronto el barbero se encontró aferrado por los brazos más fuertes de Worthing, contemplando el rostro más airado de Worthing, recibiendo el aliento de un hombre que, al igual que Samuel, no se cepillaba los dientes con frecuencia.
—Si oigo una vez más la palabra primo —jadeó Martín—, te haré tragar ese apestoso suavizador y luego afilaré con él la navaja dentro de tu gorda barriga.
—¿Te estás volviendo loco? —preguntó Samuel, tratando cortésmente de no aspirar cerca de la boca de Martín.
—¡No! —respondió el posadero, arrojándolo hacia atrás—. ¡Me estoy volviendo a casa! Y el calderero cogerá sus latas y se largará de mi posada. —Martín hizo una pausa, satisfecho con el ritmo de esta frase, y salió pisando fuerte de la barbería.
Fingió no oír las risas de Samuel mientras cruzaba la plaza para dirigirse a su edificio, el más viejo de Worthing. El letrero de Posada de Worthing necesitaba pintura.
—Recoge tus latas y lárgate de mi posada —mascullaba al caminar—. Recoge tus puñeteras latas —rezongó con voz más fuerte.
Un perro callejero se apartó del camino.
Amós estaba sentado sobre el mostrador cuando su padre entró hecho una furia. Saltó al suelo e irguió el cuerpo. Trató de no gimotear ni escabullirse cuando su padre tendió las manazas, lo alzó y lo plantó sobre el mostrador.
—No volverás a… —dijo su padre, e hizo una pausa para tragar saliva—. A la torre sur, para ver de nuevo a ese calderero. —Ahora fue Amós el que tragó saliva—. ¿Entendido? —Amós tragó con más fuerza. Martín sacudió al chico con brusquedad, haciéndole oscilar la cabeza—. ¿Entendido?
—Oh, sí, claro que sí —replicó el chico, aún moviendo la cabeza.
—¡Ver todos los días al hombre mágico es demasiado!
Amós no respondió de inmediato y su padre lo sacudió de nuevo. Amós se apresuró a asentir.
—Sí, Papá.
Ambos se volvieron y encontraron a Juan Calderero de pie en la puerta.
Hubo una pausa incómoda mientras Martín trataba de deducir cuánto habría oído Juan Calderero. Decidió no correr riesgos.
—Espero que no hayas interpretado mal —dijo, en una voz no acostumbrada a la docilidad—. Es sólo que el chico ha descuidado sus tareas.
El calderero asintió, enfiló hacia la puerta y se volvió hacia el posadero.
—La señora Tonelero desea verme. Es por su hijo. Necesito un ayudante.
Martín Posadero retrocedió un paso.
—Estoy muy atareado, Juan. Lo lamento, quizá la próxima vez, ya sabes cómo es este negocio, ahora no tengo tiempo libre…
—Pero el chico puede venir —dijo serenamente Juan Calderereo, y salió de la posada.
Martín lo siguió con los ojos unos instantes y luego, sin mirar al hijo, ordenó:
—Ya oíste al hombre. Ve a ayudarle.
Amós salió antes de que su padre cambiara de opinión.
La casa de la señora Tonelero estaba a oscuras, y cuatro o cinco chiquillos se agrupaban en un rincón de la sala cuando Juan Calderero y Amós llegaron a la puerta. Juan golpeó cortésmente la jamba de la puerta. Los niños no se movieron. Se oyó un estruendo cuando una mujer corpulenta con un delantal sucio bajó la escalera. Se paró en seco al ver a Juan, y le hizo una seña para que entrara. Señaló la escalera, y le concedió bastante espacio antes de seguirlo arriba.
El hijo yacía desnudo y de costado. El tumor le había distendido tanto el vientre que el resto del cuerpo parecía un añadido superfluo. La cama estaba sucia de sangre y orina, y el hedor era espantoso. El niño gemía.
Juan Calderero se arrodilló junto a la cama y apoyó las manos en la cabeza del niño. El niño tiritó y cerró los ojos.
Sin apartar los ojos del rostro del niño, Juan susurró a la madre:
—Mujer, baja a traer agua y dile a Amós que me la suba. Cuando te quiera de vuelta aquí, enviaré a Amós a buscarte.
La mujer se mordió el labio y bajó torpemente la escalera. Encontró a los chiquillos apiñados al pie de la escalera y los ahuyentó con un sopapo que aterrizó en la cara de alguno. Regresó con agua y se la entregó a Amós. Entonces, al ver que los ojos del chico eran tan azules como los del hombre mágico, retrocedió. Pero como él era pequeño y ella lo conocía, le preguntó:
—¿Calinn se pondrá bien?
Amós no lo sabía. Así que subió la escalera, dejando que la mujer esperara estrujándose el delantal.
Calinn, acurrucado dentro de sí mismo, oyó vagamente los ruidos que lo rodeaban, notó vagamente que alguien tocaba una cabeza a lo lejos, que alguien decía palabras y que oídos lejanos las oían. Pero no prestó atención. Estaba en un corredor con una sola puerta, y detrás de esa puerta aguardaba su cuerpo, y su cuerpo era un monstruo que lo desgarraba. Había tardado semanas en cerrar esa puerta, pues Calinn había descubierto que para anular el dolor tenía que anularlo todo, sonidos, olores, visiones, y toda la gente que venía a tocarlo, a tocar su horrendo vientre. ¿Y ahora debía abrir la puerta porque otra persona le susurraba palabras nuevas y le tocaba la cabeza?
Se quedó quieto, y sintió que su lejana boca se abría y emitía un gemido lejano. Se estremeció.
Juan Calderero cerró los ojos y examinó al niño a través de las manos. Curiosamente, no encontró dolor, prácticamente ninguna sensación. Susurró:
—¿Dónde está el dolor, Calinn, dónde lo ocultas?
Siguió buscando pero no halló nada.
Amós entró con el cubo de agua. Juan hundió la mano de Calinn en el agua. Buscó la sensación pero no la halló.
—Levanta el cubo, Amós, y viérteselo en la cabeza.
En su escondrijo, Calinn sintió el torrente de agua en la cabeza, y con esa sensación notó que el cuerpo-monstruo se abalanzaba contra la puerta, haciéndola temblar. El asustado Calinn jadeó y se apoyó en la puerta con todas sus fuerzas.
Juan Calderero sintió el hilillo de sensación, lo apresó, lo siguió, cuidando de que no se esfumara, procurando que lo guiase adonde quería ir. Al fin se halló dentro de una habitación pequeña, y al otro lado de la habitación había una puerta. Fue hacia ella. De pronto sintió que algo procuraba alejarlo de la puerta a tirones y empellones. Empujó a un lado al pequeño guardián y cogió el picaporte.
(Dejando el cubo en el suelo, Amós observó. Extrañas sombras cruzaban el rostro del calderero mientras sus manos aferraban la cabeza del niño moribundo. De pronto Calinn extendió las manos flojas y arañó el rostro del calderero, sin mucha fuerza, pero con la suficiente para rasgarle la piel y arrancarle finos regueros de sangre. Amós no sabía si debía ayudar. Entonces ese cuerpo grotesco se contrajo en un espasmo, la boca se abrió y desde allí surgió un alarido largo, agudo, desvalido. Pareció durar una eternidad, cada vez más fuerte, hasta que sonó tan alto que no se lo pudo oír más y se replegó en silencio mientras Amós observaba cómo se contraía el vientre distendido).
Cuando Juan abrió la puerta el monstruo se abalanzó, y fue terrible. También él oyó el grito del niño, pero no a lo lejos, como Amós. Lo sintió a su lado mientras forcejeaba con el dolor, lo asía, lo tragaba, lo desgarraba, lo sometía y seguía cada una de sus huellas hasta que su mente aferró todo el cáncer del niño.
Entonces empezó a matar la enfermedad. Una tarea prolongada y ardua, pero perseveró hasta matarla por completo. Cuando estuvo seguro, comenzó a sanar el gran boquete, y Amós vio cómo la piel se cerraba en la cintura ahora delgada de Calinn, y se alisaba hasta quedar tensa y firme. El cuerpo del niño empezó a relajarse. El niño cerró la boca y se acostó de espaldas, durmiendo en calma por primera vez en incontables siglos. Juan apartó las manos de la cabeza de Calinn y miró a Amós. Tenía dolor en el rostro, y la voz era un susurro cuando pidió al ayudante que recogiera las sábanas.
Juan se levantó y alzó al niño mientras Amós recogía con desgana las sábanas hediondas y las apilaba en el suelo.
—Da la vuelta al colchón —susurró Juan, y Amós obedeció—. Ahora busca sábanas limpias, y llévate las sucias.
La señora Tonelero se mordisqueaba los dedos, pues se los había puesto en la boca al oír el grito de Calinn. No se los sacó hasta que vio que Amós bajaba la escalera con sábanas en los brazos. Amós se las entregó y pidió un juego limpio.
—Y llene otro cubo. Dice que ahora debe lavar el suelo.
—¿Puedo subir?
—Pronto, creo.
Amós subió la escalera, y al cabo de unos minutos asomó la cabeza para llamarla. La señora Tonelero subió la escalera, impulsada por la esperanza y frenada por el miedo. Cuando entró en el cuarto del niño, la ventana estaba abierta, la cortina corrida, y el sol entraba para mostrarle a Calinn sentado en la cama, sin rastros de dolor en la carita severa, el estómago liso. La madre se sentó en el borde de la cama y lo estrechó. El niño la abrazó y susurró:
—Mamá, tengo hambre.
Ninguno de los dos vio que Juan Calderero y Amós se marchaban.
Pero esa noche tres niños fueron a la puerta de la posada y dieron a Martín Posadero dos bonitos cubos y un pequeño tonel.
—Para el hombre mágico —dijeron.
Llegaron las lluvias frías, y en una semana Bosque de Aguas se puso amarillo, luego marrón y finalmente se convirtió en una maraña de ramas desnudas y enclenques con escasas salpicaduras de verdor. Había nieve en Monte Aguas.
Amós ahora pasaba los días cerca de la posada, cortando leña para trocearla en pedazos pequeños, limpiando habitaciones, haciendo recados en el pueblo, y en sus momentos libres corría escaleras arriba para encontrarse con Juan Calderero en la torre sur.
En los pocos días sin lluvia, las ventanas de la torre permanecían abiertas de par en par, y a veces una docena de pájaros se reunían en los antepechos y la habitación. Habitualmente eran los pequeños pájaros del bosque, particularmente aquellos dos pinzones que parecían ser los amigos más íntimos del calderero, pero en ocasiones aparecía algún depredador —búhos por la noche, halcones por la tarde— y una vez acudió una gran águila de Monte Aguas. Las alas se extendían desde la cama hasta la pared, tan poderosas que Amós sintió miedo y se quedó en un rincón. Pero Juan Calderero acarició el cuello del ave, y cuando el águila echó a volar, su pata izquierda, antes un poco torcida, estaba recta de nuevo.
Y cuando la lluvia repiqueteaba contra los postigos cerrados, Amós se sentaba a hablar con Juan Calderero. No porque Juan Calderero escuchara siempre. A menudo Amós le hacía una pregunta y el calderero despertaba de su modorra, rogándole que se la repitiera. Pero cuando escuchaba, demostraba respeto por las ideas de Amós. Y un día Amós le pidió que le enseñara a curar a la gente.
Después de sanar a Calinn Tonelero, Juan rara vez había llevado a Amós consigo en sus visitas, quizá porque no deseaba que el mote de hombre mágico afectara también al niño. Pero Amós había observado atentamente esas pocas veces, y creía que empezaba a entender.
—A veces he visto cómo lo hacías.
Juan lo miró con intensidad.
—¿De veras?
—Sí. Primero los tocas. En la cabeza, el cuello, o la espalda.
—Tocándolos no los curas.
Amos asintió.
—Lo sé. Y dices palabras, y a veces la gente cree que son palabras mágicas.
—¿Lo son?
—No —respondió Amos—. Dices cosas para calmarlos, para que se relajen un poco.
Juan sonrió, pero sin satisfacción.
—Eres buen observador.
Amos sonrió con orgullo.
—Y luego encuentras el dolor y lo curas.
Juan Calderero cogió el brazo del niño con brusquedad.
—¿Cómo lo sabes? —dijo con enfado.
—Simplemente lo sé. Te observo, y tú cierras los ojos y piensas. Y cuando sienten mucho dolor, los sanas. El dolor te indica dónde se encuentra.
Juan se inclinó y susurró:
—¿Alguna vez sentiste el dolor?
Amos sacudió la cabeza.
—Quiero que me enseñes ahora.
Juan Calderero se reclinó aliviado y extendió los brazos a lo largo del antepecho de las ventanas.
—Me alegra —dijo.
—¿Entonces, me enseñarás? —preguntó Amos.
—No.
Y luego Juan Calderero lo envió abajo.
Fue un invierno prematuro, crudo y largo. Durante tres meses no hubo calor suficiente para derretir el hielo, y el viento no amainaba nunca. A veces soplaba desde el norte, a veces del noroeste y a veces del noreste, pero cada cambio de viento traía nieve y granizo, y cada brisa se filtraba por las rendijas de las paredes. Al cabo de la primera semana la aldea quedó cercada por la nieve, y nadie se atrevió a internarse en el bosque, ni siquiera con zapatones de nieve, hasta el deshielo.
Al cabo de un mes, la gente empezó a morir. Primero fueron los muy viejos, los muy pequeños y los muy pobres. Luego fueron los no tan viejos y los no tan pequeños, y la muerte llamó incluso a las sólidas casas de los ricos. Avisaron a Juan Calderero.
Todos los días aguardaban a la puerta de la posada, arropados en varias capas de lana. Cada día el calderero salía de madrugada y llegaba a horas tardías de la noche. No podía ayudar a todos. El frío era más veloz que él, y la gente moría antes de que él pudiera sanarla. Y cada vez que un grupo de personas desfilaba por la calle llevando un cadáver tieso, aumentaba el resentimiento hacia el hombre mágico que había permitido la muerte de un ser querido. Las tumbas para los muertos se volvían menos profundas a medida que el suelo se volvía más duro, y acabaron por depositar a los muertos en el hielo y a taparlos con nieve, apisonándola para que los lobos no la escarbaran.
En un pueblo de trescientas personas, la muerte de quince afectó a casi todos los hogares, y había pesadumbre en toda Ciudad de Worthing. Y aunque los salvados por Juan Calderero superaban en número a las víctimas, cada vez que la gente visitaba el cementerio y miraba los montículos de nieve se volvía hacia la alta torre sur de la Posada de Worthing. Cada día caía un poco más de nieve, y no se derretía, y a veces caía algo más que un poco, y pronto fue imposible despejar las calles. Muchas familias usaban el segundo piso para entrar y salir de la casa.
Entonces, desde las profundidades del bosque donde no había más semillas ni más insectos, y desde parajes del sur a los que este duro invierno había llevado nieve por primera vez desde que se tenía memoria, llegaron los pájaros. Al principio sólo algunos gorriones y pinzones, maltrechos y helados, se posaron en el tejado de la Posada de Worthing. Luego muchas aves grandes y pequeñas, cientos o miles, se posaron en los techos, barandas y antepechos de toda Worthing. El miedo vencido por el frío y la enfermedad, los pájaros se quedaban quietos mientras los niños los acariciaban, y no echaban a volar a menos que los empujaran.
De noche, la gente empezó a notar que detrás de los postigos de la torre sur las luces permanecían encendidas hasta tarde, y una ventana se abría de cuando en cuando para dejar salir pájaros y permitir que entraran otros. Al fin comprendieron que de noche Juan Calderero, el hombre mágico, usaba su don para sanar a las aves.
—Hay algunos —le dijo Samuel Barbero a Martín Posadero— que opinan que no está bien que el calderero dedique tiempo a sanar pájaros cuando hay gente muriendo.
—Hay algunos —replicó Martín Posadero— que meten las narices donde no les incumbe. No me afeites, la barba me da calor por la noche. Sólo recórtame el cabello.
Las tijeras chasquearon rápidamente.
—Hay algunos —continuó Samuel Barbero— que creen que las gentes son más importantes que las aves.
—Pues los que piensan así —respondió Martín— pueden visitar al calderero y contarle su puñetera opinión.
Samuel dejó de cortar.
—Pensamos que un hombre de su propia sangre sabría explicárselo mejor que un extraño.
—¡Extraño! ¿Cómo puede cualquier hombre de Worthing ser un extraño para Juan Calderero? Ha estado en todas las casas, ha vivido aquí desde niño, y de pronto yo soy su íntimo amigo y todos los demás son extraños. Yo no tengo pleitos con él ni con sus pájaros. Él no se mete en nada. Ayuda a la gente, y me deja en paz. Y yo también pienso dejarle en paz.
Samuel no se inmutó.
—Pero hay algunos…
Martín se puso de pie.
—Hay algunos que se van a tragar una tijera si no cierran el pico.
Se sentó de nuevo. Las tijeras siguieron cortando. Pero esta vez Samuel Barbero no se rió.
Al día siguiente comenzaron a matar pájaros. Mateo Tonelero encontró gorriones en su despensa, picoteando el trigo almacenado para el invierno.
Como su esposa estaba enferma y él no había obtenido comida suficiente para resistir todo el invierno, y su buen amigo el herrero había muerto el día anterior porque el calderero no llegó a tiempo, Mateo Tonelero recogió a las aves, las puso en el suelo y las mató a pisotones, una a una. Enfermas y ateridas de frío, las aves no atinaron a escapar.
Con sangre en las botas, Mateo Tonelero salió a la calle y atrapó gorriones, pinzones, petirrojos y cardenales de los antepechos y barandas y los estrelló contra la pared de la casa. La mayoría reventaron y murieron.
Ahora se desgañitaba maldiciendo, y sus hijos mayores salieron a matar pájaros y también maldecían, y al poco otros hombres y mujeres de otras cosas pillaban a los lentos e incautos pájaros y los partían, estrangulaban o pisoteaban.
De golpe todos pararon, y el silencio se difundió por las calles, y todos vieron a Juan Calderero, que estaba de pie en un montículo de nieve en el centro de la plaza. El hombre contempló la nieve ensangrentada por los cuerpos de cientos de pájaros, y luego a la gente con las manos cubiertas de sangre.
—Si queréis que sane a vuestros enfermos —exclamó—, ni un pájaro más morirá en Worthing.
Le respondieron con silencio. Le respondieron con odio, pues los había avergonzado.
—Si otro pájaro muere en Worthing, todas esas personas pueden morir.
En cuanto entró en la posada, el silencio se rompió.
—Actúa como si los pájaros fueran más importantes que las personas.
—Se ha vuelto loco.
—Más le vale sanar a la gente.
Pero todos entraron en sus casas, continuaron con sus tareas y no murieron más pájaros. Los que habían muerto ese día fueron devorados por las águilas y los buitres, e incluso los depredadores comieron pájaros que otros habían matado, hasta que no quedó rastro de las muertes de ese día.
Al anochecer murieron dos personas más, y los deudos miraron con odio hacia la torre sur donde una luz ardía en el temprano crepúsculo mientras entraban y salían los pájaros.
Juan Calderero despertó al oír que golpeaban la trampilla. Aún no clareaba, y cuando levantó las mantas varios pájaros que se habían cobijado en su cuerpo volaron hacia todos los rincones de la habitación. Juan levantó la trampilla, por donde asomó la cabeza de Martín Posadero.
—Es el chico, Amos, está congelado, y tan enfermo que no sabemos qué hacer.
Juan se puso sus pantalones, una camisa y un abrigo y siguió al posadero escaleras abajo.
En el último escalón Martín Posadero se detuvo de golpe y el calderero tropezó con él. Martín se apartó, mirando al suelo, y Juan Calderero vio los cadáveres de dos gorriones. Los habían estrangulado con cordeles. De un cordel pendía un papel con el nombre Pequeño Juan Granjero. El otro decía Doña Fogonero.
—Pequeño Juan y Doña Fogonero murieron ayer —susurró Martín Posadero.
Juan Calderero no dijo una palabra.
—Cuando averigüe quién fue, le retorceré el pescuezo —masculló Martín Posadero.
Juan Calderero no dijo una palabra.
—¿Verás a mi muchacho?
Juan Calderero lo siguió hasta el ala norte de la posada, y entraron en un cuartucho donde ardía un fuego. Sobre el fuego hervían marmitas y el vapor impregnaba el cuarto, pero Amós tenía la frente helada y las manos moradas. No respondió cuando el padre le habló. La madre del chico estaba cerca del fuego, llenando ollas y poniendo hojas en el agua hirviendo.
—¿Ves cómo está? —preguntó Martín Posadero—. ¿Lo curarás?
Juan Calderero se sentó junto al niño, posó sus manos sobre la cabeza y susurró. Al cabo de un momento se volvió sorprendido.
—¿Pasa algo malo? —preguntó Martín Posadero.
Juan cerró los ojos y tocó la cabeza del chico. Lo cambió de posición y le palpó el cuello, la espalda, probando diversos lugares. No sentía nada. Amós estaba cerrado como un muerto, pero respiraba. Juan nunca se había topado con una mente cerrada.
Amos abrió los ojos y miró a Juan Calderero. El calderero miró a Amos.
—¿Ya has encontrado el dolor? —preguntó el niño.
Juan Calderero negó con la cabeza.
—Deprisa, por favor —dijo el niño, cerrando los ojos.
El calderero cogió la mano del niño e inclinó la cabeza. Se levantó y caminó hacia la puerta del cuarto. Martín Posadero le aferró la manga.
—¿Se pondrá bien?
Juan Calderero meneó la cabeza.
—No lo sé.
—¿No lo has curado? —insistió Martín.
—No puedo —respondió Juan, y salió del cuarto.
Martín lo siguió.
—¿Cómo que no puedes?
—Se ha cerrado a mí —dijo Juan, caminando hacia la escalera de la torre sur—. No puedo hallarlo.
—¿No puedes hallar qué? Puedes sanar a todos los de esta aldea, pero no puedes hacer nada por mi hijo…
Pasaron junto a los pájaros muertos, y Martín se detuvo a mirarlos.
—Son los pájaros muertos, ¿verdad? Oí tu amenaza. ¡Otro pájaro muerto y todos morirán! —bramó Martín mientras el calderero subía la escalera—. ¡Baja, hombre mágico! ¡No te dejaré asesinar a mi muchacho!
El calderero bajó la escalera. Martín se abalanzó sobre él.
—Mi hijo no mató a tus malditos pájaros. ¡Yo no los maté! Si vas a castigar a alguien, castiga a quien los mató.
—No estoy castigando a nadie —susurró Juan.
—¡Mi hijo agoniza y tú vas a salvarlo! —gritó Martín.
—No puedo —jadeó Juan—. Es su don. Él se me ha cerrado.
Martín apoyó la mano en el abrigo de Juan.
—¿Su don? ¿A qué te refieres?
—Los ojos. Un don acompaña esos ojos. El mío consiste en sentir cosas y repararlas. El suyo en ser la única persona del mundo que me puede cerrar la mente.
—¿Quieres decir que tu magia no funciona con él?
Juan asintió y se volvió para subir la escalera. Martín le cogió el brazo y lo obligó a darse media vuelta.
—¡Pamplinas! ¡Puedes curar a quien desees! ¡Has vivido treinta años gratuitamente bajo mi techo, has hecho que mi hijo te adore y desprecie a su propio padre! ¡Cura a ese muchacho o juro que te mataré!
Juan Calderero lo miró a los ojos.
—Lo curaría si pudiera. No puedo.
Se liberó de la mano de Martín, dio media vuelta y subió. Tras cerrar la trampilla, se sentó en el borde de la cama, apoyó los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos. Algunos pájaros se le acercaron y un pinzón se le posó en el hombro.
Una multitud se estaba reuniendo abajo, y algunos gritos estallaban sobre el rumor de las voces. El calderero deslizó la cama sobre la trampilla y apiló sobre el lecho todas las cosas pesadas que poseía. Varios hombres podrían con ese peso, pero por esa escalerilla no podían subir varios a la vez, así que tardarían en forzar la entrada.
Cuando comenzaron a golpear el suelo de la habitación, Juan Calderero se puso dos camisas más, otro par de pantalones y sus dos abrigos. Guardó en el saco herramientas, ropa y comida, se colgó del cuello los zapatones para nieve. Luego abrió la ventana oeste de la torre.
El techo principal de la posada bajaba en un declive abrupto de cinco metros. Juan se plantó en el antepecho y saltó con el saco atado a la muñeca.
Apenas había saltado de la ventana cuando oyó que la muchedumbre que estaba fuera de la posada empezaba a gritar. Cayó sobre la blanda nieve del techo y se deslizó despacio hasta el borde.
La distancia hasta el suelo era aún mayor, pero la nieve era alta. Cuando le cubrió la cabeza, por un instante temió ahogarse, pero no tardó en sacar las manos a la superficie. Utilizando el saco para comprimir la nieve, se encaramó a la superficie y se puso los zapatones. Entonces lo vio la multitud.
La muchedumbre rodeó la esquina sudoeste de la posada y se puso a gritar. Algunos intentaron seguirlo, pero la nieve era demasiado profunda y uno de ellos estuvo a punto de perecer. Las piedras que ansiaban arrojarle estaban sepultadas, de modo que sólo pudieron hacer bolas de nieve a las que añadieron trozos de carámbanos. El calderero recibió algunos proyectiles mientras se alejaba, pero ninguno lo lastimó, y en pocos minutos se había internado en la arboleda.
En cuanto se perdió de vista, los pájaros empezaron a llamar. La turba miró al tejado de la Posada de Worthing. Todos los pájaros se habían reunido allí, hasta que el techo dejó de ser blanco para ser gris, con motas rojas y azules. Los pájaros se quedaron en el techo, formando una ensordecedora algarabía durante media hora, y la gente se marchó a su casa, temiendo que les acechara alguna venganza por haber expulsado al calderero. Luego el techo de la Posada de Worthing pareció remontarse a jirones en el aire, y en pocos minutos los pájaros desaparecieron. Volaron como una nube baja hasta Monte Aguas, donde las pocas personas que miraban dejaron de verlos.
Esa noche cesó el viento. El silencio fue tan repentino y total que muchos habitantes de Worthing despertaron y caminaron hasta la ventana para ver qué sucedía. La nieve comenzó a caer de nuevo, lenta y blanda y recta. La gente se volvió a acostar.
Por la mañana, medio metro de nieve nueva cubría las calles de Worthing, y algunos hombres iniciaron el ritual de abrir senderos. Pero como aún caía una nieve espesa, desistieron y decidieron aguardar a que cesara la nevada.
No cesó. Antes del anochecer la nieve nueva tenía casi dos metros de altura, y algunas personas de las casitas alejadas del centro de Worthing oyeron cómo sus tejados crujían bajo el peso acumulado. Los más timoratos recogieron sus pertenencias y enfilaron hacia la posada de Worthing, donde dócilmente preguntaron si podían pasar la noche. Martín Posadero los recibió con carcajadas de desprecio, pero les permitió tender mantas cerca del fuego del comedor y durmieron bien.
Esa noche nevó con mayor intensidad, y aún no soplaba viento que barriera la nieve de los tejados. Los techos de las casitas se derrumbaron bajo el peso, pero la nieve sofocó los gritos de los que quedaron atrapados bajo las vigas, y ni siquiera sus vecinos se enteraron.
Por la mañana quedaban pocos techos de Worthing que hubieran resistido la tensión. El alba encontró a muchos arrastrándose en medio de un amasijo de maderas y nieve para llegar a la superficie, mientras los blancos copos seguían cayendo con tal intensidad que la torre de la Posada de Worthing no se veía desde el otro lado de la plaza. Y en muchas casas ya no quedaba quien pudiera salir a la superficie.
Al mediodía la nieve se redujo a algunos copos perezosos. A las dos el cielo se despejó y salió el sol, brillando pálidamente hacia el sur. A las dos y media los primeros supervivientes llegaron a la Posada de Worthing.
Aparecieron por una ventana del segundo piso, y Martín Posadero los ayudó a entrar. A las tres, una veintena de personas se había reunido en el comedor de la posada, donde algunas mujeres lloraban a los hijos que no habían podido hallar en sus casas desmoronadas y los hombres permanecían de pie junto al mostrador, demasiado aturdidos para hablar o pensar.
El viento arreció. Sopló desde el norte, suavemente al principio, pero los hombres aguzaron el oído.
—Ventisqueros —exclamó uno de ellos, y sin pensarlo se lanzaron hacia la improvisada puerta del segundo piso.
—¡En parejas! —gritó Martín Posadero, mientras salían calzados con zapatones de nieve hacia las casas de Ciudad de Worthing. No necesitaban esa advertencia. Ninguno de ellos quería estar solo si caía en un ventisquero.
Pronto regresaron los primeros, conduciendo a una mujer y a un par de sus hijitos. Luego llegaron más, pero eran los que estaban cerca, los fáciles de hallar, y el viento soplaba con creciente intensidad. Cada vez regresaban menos, y algunos exploradores volvieron sin haber hallado a nadie. Luego llegaron dos de ellos con un hombre.
Era Mateo Tonelero, y estaba muerto. Había perdido el conocimiento al derrumbarse el techo y se había congelado durante el día. Los presentes, más de sesenta, contemplaron el cadáver en el comedor de la posada. Un brazo se le había congelado apuntando hacia arriba, y ahora descendía hacia el suelo a medida que se deshelaba. Las madres tapaban el rostro de los hijos, pero los hijos insistían en ver. Y entonces un gemido tremendo se oyó en la escalera.
Era la señora Tonelero y sus hijos. Una cuadrilla acababa de rescatarlos y bajaban por la escalera. Sin dejar de gritar, la señora Tonelero se arqueó sobre el cadáver del esposo y cayó al suelo. Besaba el cadáver, tratando de dar calor a sus manos, sollozaba y gritaba su nombre. Cuando se convenció de que Mateo había muerto, guardó silencio, echó la cabeza hacia atrás y soltó un alarido. El alarido pareció eterno. Los presentes tuvieron la sensación de que era el alarido de todos, y cuando al fin ella calló aún había voces que se hacían eco del grito. Entonces oyeron la voz de Martín Posadero escaleras arriba.
—Basta. Está oscuro. Solamente lograrás perderte. —Hubo una respuesta ininteligible, y la voz de Martín insistió, más fuerte—: ¡No saldrás esta noche!
Luego hubo otro silencio y la gente se replegó hacia los rincones del comedor.
Martín bajó y les asignó habitaciones en la posada.
—Somos demasiados para dormir en el comedor, aunque con este viento estaríamos más calientes todos apiñados.
Todos cogieron los pocos trastos que habían rescatado de las casas desmoronadas y se fueron a dormir. Cuando Martín vio el cadáver de Mateo Tonelero, ordenó a dos hombres que lo llevaran a la cámara fría. Uno de ellos rió.
—A la cámara fría. ¿Es que hay otra?
A la mañana siguiente brilló el sol, y el viento se convirtió en una brisa suave. A las diez empezó a soplar desde el sur, y Samuel Barbero comentó:
—Esto nos descongelará un poco, Martín.
Martín asintió, y pronto los supervivientes recorrían la nieve de dos en dos, tratando de entrar en las casas que empezaban a asomar a medida que el sol y la brisa despejaban la nieve.
Pero la cosecha de ese día fue lúgubre. Sólo se hallaron tres personas con vida. Frente a la posada, en cambio, empezó a crecer una pila de cadáveres. Al anochecer había más cadáveres fuera de la posada que personas vivas en su interior. Contaron setenta y dos vivos y ochenta muertos, y aún ignoraban el destino de la mitad de los habitantes de Worthing.
El trajín del día se hacía notar. Había pocos llantos, si bien había mucho por lo que llorar. Los supervivientes iban de habitación en habitación para hacerse compañía, mascullando algún comentario, pero siempre pensando en la pila de cadáveres ordenadamente entrecruzados. La magnitud del desastre impedía las penas individuales. De trescientos habitantes de Worthing, sólo sobrevivían setenta y dos. Quedaba poca esperanza de hallar a los demás. Quedaba poca esperanza de que la totalidad de esos setenta y dos sobrevivieran, pues los niños que habían pasado una noche y un día en la nieve tosían con violencia. Los padres los miraban impotentes, o luchaban contra su propia enfermedad.
Samuel Barbero se encontraba ayudando a Martín y a su esposa en la cocina. Revolvía la sopa perezosamente, silbando. Cuando la sopa hirvió, la apartó del fuego y la dejó a un lado.
—Algo es algo —comentó Samuel—. No nos quedaremos sin comida. Hay de sobra para alimentar a todo el que siga vivo en Worthing este invierno.
La esposa de Posadero lo miró fríamente y siguió troceando carne. Martín Posadero gruñó, mientras llenaba un pichel con cerveza del gran tonel:
—En primavera habrá pocas manos para sembrar, y en otoño pocas para cosechar. Algunos de los que hemos pasado la vida en este pueblo, regresaremos a los campos o nos moriremos de hambre.
—Tú no —dijo Samuel Barbero—. Siempre te queda la posada.
—¿Y de qué sirve si no tengo huéspedes, ni comida que darles cuando vengan? —murmuró Martín.
Cuando llevaron la cena al comedor, un hombre acarreaba el cuerpo de una mujer que acababa de morir. Se apartaron para dejarlo pasar.
—¿Nadie lo ayuda a llevarlo? —preguntó Martín.
—Él no quiso —murmuró una mujer, y la multitud se reunió alrededor de la comida mientras Samuel, Martín y la señora Posadero servían. Había más que suficiente, y mientras las mujeres y los niños regresaban al cuenco de sopa para servirse más, los hombres llenaban los picheles en el tonel de cerveza, asegurando que ésta calentaba la sangre más que una mera sopa.
Martín estaba atendiendo a los bebedores cuando sintió un tirón en la manga.
—Aguarda, sólo tengo dos manos —rezongó Martín, pero no le respondió una voz de hombre.
—Papá —dijo Amos.
—¿Qué haces fuera de la cama? —Martín se apartó del barril, y los hombres se apresuraron a llenar los picheles con el líquido que ahora brotaba sin cesar—. Regresa a la cama si quieres seguir viviendo.
Amos meneó la cabeza débilmente.
—No puedo, Papá.
Martín lo alzó en brazos.
—Entonces te llevaré yo. Me alegra verte mejor, pero debes quedarte en cama.
—Juan Calderero está aquí, Papá.
Martín se detuvo y bajó a su hijo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó.
—¿No lo ves? —respondió Amos, y miró hacia la escalera del segundo piso.
Allí estaba Juan Calderero, apoyado contra la pared, a pocos escalones de la multitud. Algunos lo habían advertido y retrocedían mascullando.
—Ha regresado para salvarnos —susurró Amos.
La multitud calló cuando todos vieron al calderero. Retrocedieron aún más, y él bajó la escalera tambaleándose y cayó de rodillas en el suelo. Tenía la barbilla cubierta de hielo, adherido a la barba de cuatro días, y las manos tiesas. Parecía no poder moverse con normalidad, como si no tuviera sensibilidad en los brazos o las piernas. Sin mirar a nadie, se levantó y avanzó torpemente. La multitud le abrió paso, hasta que estuvo solo en el centro del salón. Agitó las manos.
Los murmullos se intensificaron, y el hombre cuya esposa acababa de morir bajó entonces del segundo piso.
Atravesó el corredor que Juan Calderero había abierto en la muchedumbre y se encaró con el hombre mágico. Se quedaron así, frente a frente, y la multitud calló.
—Si hubieras estado aquí —masculló el hombre—, Inna estaría curada.
Al cabo de una larga pausa, el calderero asintió. Entonces el viudo hizo una mueca, y le temblaron los hombros, y empezó a gritar en nombre de la multitud. Y en nombre de la multitud alzó la mano y abofeteó al calderero. La multitud estaba en silencio, sólo se oían los jadeos de Amós en un rincón.
El hombre alzó la mano de nuevo, y golpeó con más fuerza. Algunas personas se le acercaron. Golpeó otra vez, y otra, y otra, hasta que el calderero cayó de rodillas.
—¿No puedes detenerlo, Papá? —susurró Amós alarmado. Martín no apartaba los ojos del hombre que estaba de pie en el centro del salón—. Detenlo, Papá, le van a hacer daño.
El hombre retrocedió un paso y Juan Calderero permaneció de rodillas. El hombre se agachó y pateó al calderero en la cara. El calderero cayó hacia atrás y quedó despatarrado en el suelo.
—¡Hombre mágico! —gritó su torturador—. ¡Hombre mágico! ¡Hombre mágico!
La multitud pronto recogió el estribillo, y formó un estrecho círculo alrededor del calderero. Hombre mágico. Hombre mágico. Hombre mágico. Y el calderero rodó, se arrodilló penosamente, el rostro sangrante, la nariz rota, un ojo hinchado que empezaba a amoratarse. Pero abrió el otro ojo y miró con firmeza al hombre que lo había pateado. El hombre retrocedió. Juan miró a otro hombre, luego giró lentamente y con un ojo azul escudriñó un instante los ojos de la hilera frontal de la multitud. El cántico murió, y se hizo el silencio mientras Juan Calderero se levantaba con esfuerzo.
Estiró una pierna y procuró ponerse en pie, pero perdió el equilibrio y se ayudó con el brazo. Lo intentó de nuevo, pero las piernas no lo sostenían. Sin inmutarse, probó con la otra pierna. Falló otra vez. Y en el nuevo intento no pudo sostenerse, cayó de costado, los ojos abiertos, el cuerpo trémulo.
Por un instante la turba se quedó quieta, como una bandada de buitres que no sabe si la presa ha muerto. Luego algunos se acercaron al tembloroso calderero. Empezaron a patearlo en silencio. Lo patearon cruelmente hasta que se cansaron, retrocedieron y fueron reemplazados por otros. El calderero no lanzó una sola queja.
Al final la multitud se dispersó. Muchos abandonaron el salón, otros se quedaron junto al fuego, otros fueron a servirse más cerveza. El cuerpo de Juan Calderero estaba en medio del salón. Tenía el cráneo roto, y la piel despellejada, y lo rodeaba un gran charco de sangre. Huellas sanguinolentas rodeaban el cadáver, siguiendo a aquellos que habían pisado la sangre, hasta borrarse con la distancia. El rostro del calderero no era un rostro, los ojos no eran ojos, los labios no eran labios, y las manos rotas y astilladas se extendían sobre el suelo como raíces.
Al cabo de un rato Martín Posadero dejó de mirar el cadáver del primo y se volvió hacia su hijo. Amós miró al padre inexpresivamente. Pero los ojos eran tan azules como los del calderero, y eran fríos y penetrantes, y Martín se sintió acusado, condenado, avergonzado. No pudo sostener la mirada de su hijo. Miró al suelo hasta que su esposa se llevó a Amós a la cama.
Luego Martín subió el cadáver del primo, y cuando regresó pasó la noche lavando la sangre del suelo. Cada huella. Por la mañana no quedaban vestigios.
Todos los habitantes de Worthing vivieron en la posada hasta que llegó el deshielo de primavera. El tiempo cambió con brusquedad, y de pronto llegaron días calurosos y secos. A medida que la nieve se derretía, la gente regresaba a las casas, pero pronto se toparon con una tarea más urgente. Los cuerpos de la plaza empezaban a pudrirse.
Aún no se podía cavar en el suelo, así que tomaron aceite de lámpara, lo vertieron sobre los cuerpos y les prendieron fuego. La pestilencia era horrible, y el fuego ardió durante días, aunque le arrojaron leños para que ardiera con más fuerza. Y mientras ardía, entraron en las casas y hallaron los cadáveres de los que habían estado perdidos todo el invierno y también los arrojaron al fuego, hasta quemar todos los cadáveres de la aldea. Podrían haber arrojado el cadáver de Juan Calderero al fuego, pero los pájaros habían acudido durante el invierno y lo habían limpiado a picotazos, así que sólo quedaban los huesos. Amós recogió en silencio esos huesos y cuando el suelo estuvo blando lo sepultó, pero no puso ninguna lápida.
La aldea no se reconstruyó. Quedaban pocas casas habitables, pero eran suficientes para los escasos moradores. La gente marchó a arar los campos, y luego a plantar, y luego a escardar. De noche algunos de ellos se consagraban a su oficio, aunque Samuel Barbero abrió algunos tajos a la luz de las velas y las cansadas e inexpertas manos de Calinn Tonelero fabricaban pocos barriles sin filtraciones.
La mayoría prefería vivir lejos del centro de la aldea, y cuando iba a la plaza siempre eludía el lugar donde se había alzado la pira. Las cenizas cubrieron el suelo hasta que se las llevaron los vientos y las lluvias de primavera.
De vez en cuando se veía a una familia que con un carromato cargado, pasaba frente a la posada por el camino de Linkeree, o en sentido contrario, hacia Hux. Para el verano Worthing poseía sólo cuarenta habitantes, y éstos estaban agotados, apenados y resentidos. Nadie cantaba en la Posada de Worthing.
Un día, cuando Martín Posadero regresó del campo, no halló a su hijo Amos, quien todavía era un niño, pero que como todos los niños de Worthing se había olvidado de reír a voz en cuello y jugar en las calles al atardecer. Él y su esposa registraron todas las habitaciones de aquel lado de la posada, luego el patio, y finalmente Martín Posadero subió la escalera de la torre sur. Como había sospechado, habían arrancado los listones que tapiaban la trampilla de la torre sur.
Subió la escalerilla y alzó la puerta. Todas las ventanas estaban abiertas y el bosque se extendía por doquier. Martín halló al hijo sentado junto a la ventana oeste, mirando el sol que se ponía cerca de Monte Aguas. No dijo nada, pero al rato su hijo se volvió para decirle:
—A partir de ahora dormiré en esta habitación.
Martín Posadero regresó abajo.