15
SEGMENTO DE VIDA
Arran lloraba tendida en la cama. El sonido del portazo aún vibraba en el apartamento. Rodó sobre el lecho, miró el techo y se enjugó las lágrimas con los dedos.
—Qué diablos —dijo.
Una pausa dramática. Luego, al fin (¡al fin!) sonó un fuerte timbrazo.
—Hemos terminado, Arran —dijo la voz de una persona oculta.
Arran gruñó, se sentó en la cama, se desató la cámara grabadora de la pierna desnuda y la arrojó con gesto cansado contra la pared. La cámara se hizo trizas.
—¿Sabes cuánto cuesta ese equipo? —rezongó Triuff.
—Te pago para que lo sepas —respondió Arran, poniéndose una bata.
Triuff encontró el cinturón y se lo alcanzó.
Mientras Arran lo anudaba, Triuff exclamó, exultante:
—Lo mejor. Cien mil millones de admiradores de Arran Handully se mueren por pagar una suma suculenta por mirar. Y tú les das lo que quieren.
—Diecisiete días —dijo Arran, mirando con furia a la otra mujer—. Diecisiete apestosos días. Y tres de ellos con ese bastardo de Courtney.
—Él pagó para ser un bastardo. Es su imagen pública.
—Pues es muy convincente. Si me das sólo tres minutos con él la próxima vez, me las pagarás.
Arran salió del apartamento, descalza y vestida únicamente con la bata. Triuff la siguió, y el taconeo de sus zapatos altos parecía repetir en los oídos de Arran: Dinero, dinero, dinero. Excepto cuando decía: Maldita seas, maldita seas, maldita seas. Magnífica agente. Miles de millones en el banco.
—Arran —dijo Triuff—, sé que estás muy cansada.
—Ja.
—Pero mientras tú grababas tuve tiempo de hacer ciertos negocios…
—Mientras yo grababa, tuviste tiempo de fabricar un planeta —gruñó Arran—. ¡Diecisiete días! Mi trabajo es actuar, no batir marcas. Soy la actriz mejor pagada de la historia, según declaraste en tus últimos comunicados de prensa. ¿Entonces por qué me deslomo diecisiete días cuando sólo estoy despierta veintiuno? Cuatro malditos días de paz, y luego la maratón.
—Un pequeño negocio —continuó Triuff, impávida—. Un pequeño negocio que te permitirá retirarte.
—¿Retirarme? —Sin pensarlo, Arran aminoró el paso.
—Retirarte. Imagina… despierta durante tres semanas, limitándote a aparecer como invitada en los programas de otros pobres diablos. Te pagarán por divertirte.
—¿Las noches para mí?
—Apagaremos la grabadora.
Arran frunció el ceño. Triuff corrigió:
—¡Incluso puedes sacarla del apartamento!
—¿Y qué debo hacer para ganar tanto? ¿Tener un romance con un gorila?
—Ya se ha hecho —dijo Triuff—, y no está a tu altura. No, esta vez queremos brindarles realidad total. ¡Total!
—¿Qué vamos a ofrecerles ahora? Ya veo, querrás que defeque en un inodoro de cristal.
—Llegué a un acuerdo —dijo Triuff— para instalar una grabadora en la Casa del Sueño.
Arran Handully jadeó y miró a su agente.
—¿En la Casa del Sueño? ¡Ya nada es sagrado! —Arran se echó a reír—. ¡Habrás gastado una fortuna! ¡Una verdadera fortuna!
—En realidad, sólo fue necesario un soborno.
—¿A quién sobornaste? ¿A Mamá, la emperatriz?
—Casi. Mejor, en realidad, pues Mamá no tiene poder para sonarse la nariz sin el consentimiento del Gabinete. Es Farl Baak.
—¡Baak! Y yo que pensaba que era un hombre decente…
—No fue un soborno. Al menos, no se trata de dinero.
Arran entornó los ojos.
—Triuff, te dije que estaba dispuesta a representar idilios de veinticuatro horas diarias. Pero yo elijo a mis amantes fuera de cámara.
—Podrás retirarte.
—¡No soy una ramera!
—Y él dijo que ni siquiera dormiría contigo, si no querías. Sólo pidió veinticuatro horas contigo dentro de dos vigilias. Para hablar. Para trabar amistad.
Arran se apoyó en la pared del corredor.
—¿De veras ganaré tanto dinero?
—Olvidas, Arran, que todos tus adoradores están enamorados de ti. Pero nadie ha hecho jamás lo que harás tú. Desde media hora antes de despertar hasta media hora después de iniciar el sueño.
—Antes de despertar y después del somec. —Arran sonrió—. Nadie ha visto eso en el Imperio, excepto los encargados de la Casa del Sueño.
—Y podemos anunciarlo como realidad absoluta. Ninguna ilusión: ¡Vea todo lo que le ocurre a Arran Handully durante tres semanas de vigilia!
Arran reflexionó un momento.
—Será un infierno —dijo.
—Puedes retirarte después —le recordó Triuff.
—Bien —convino Arran—. Lo haré. Pero te advierto. Ningún sujeto como Courtney. Ningún latoso. ¡Y ningún niñito!
Triuff la miró compungida.
—Arran… ¡Lo de los niñitos fue hace cinco hologramas!
—Pues yo recuerdo cada momento. Vino sin manual de instrucciones. ¿Qué demonios hago con un niño de siete años?
—Y fue tu mejor actuación hasta el momento. Arran, no puedo evitarlo… tengo que sorprenderte. Cuando afrontas dificultades muestras tus mejores talentos. Por eso eres una artista. Por eso eres una leyenda.
—Por eso eres rica —observó Arran, y se marchó deprisa, enfilando hacia la Casa del Sueño. Su horario comenzaba dentro de media hora, y después de eso cada momento de vigilia era un momento menos de vida.
Triuff la siguió hasta donde pudo, dándole instrucciones de último momento sobre qué hacer al despertar y qué esperar en la Casa del Sueño, aclarándole que recibiría instrucciones sin que el público de los holos lo notara, y finalmente Arran entró en la sala de grabación mental y Triuff tuvo que quedarse fuera.
El amable personal la condujo con gran deferencia a la silla de felpa donde aguardaba el casco de sueños. Arran suspiró, se sentó, se dejó poner el casco y trató de pensar cosas agradables mientras las cintas registraban su patrón cerebral —sus recuerdos, su personalidad— y lo grababan para devolvérselo al despertar. Luego se levantó y caminó perezosamente hasta la mesa, quitándose la túnica. Se recostó con un gruñido de alivio y apoyó la cabeza, sorprendiéndose de que la mesa, que parecía tan dura, fuese tan blanda.
Pensó (siempre pensaba lo mismo, pero no lo sabía) que debía haber hecho lo mismo veintidós veces, porque había usado somec veintidós veces. Pero como el somec borraba todas las actividades cerebrales durante el sueño, incluida la memoria, nunca podía recordar nada de lo que ocurría después de la grabación. Era gracioso. Podían obligarla a hacer el amor con todos los empleados de la Casa del Sueño y ella jamás se enteraría.
Pero, mientras los tiernos y amables hombres y mujeres empujaban la mesa hasta los instrumentos de control, comprendió que tal cosa era impensable.
La Casa del Sueño es el único lugar donde no se hacen bromas, donde jamás se comete ningún acto sorprendente ni ultrajante. Algún lugar del mundo tiene que ser seguro.
Entonces rió para sus adentros. Eso es, hasta mi próximo despertar. Y luego la Casa del Sueño estará abierta a todos los millones de infelices del Imperio que jamás podrán usar somec, que han vivido sus míseros cien años uno tras otro, mientras los durmientes rebotan por los siglos como guijarros en un lago, tocando el agua cada pocos años.
Y luego el dulce joven de encantadora barbilla hendida (lo bastante guapo para ser actor, notó Arran) le insertó una aguja en el brazo, disculpándose por la molestia.
—Está bien —dijo Arran, pero luego sintió un agudo dolor en el brazo, que se propagó como fuego a cada parte del cuerpo; una violenta oleada de calor que le hizo sudar por todos los poros. Soltó un grito de dolor y sorpresa. ¿Qué sucedía? ¿Trataban de matarla? ¿Quién podía querer su muerte?
El somec penetró en el cerebro y anuló la conciencia y la memoria, incluido el recuerdo del dolor que acababa de sufrir. Cuando Arran despertara de nuevo, no recordaría el dolor del somec. Sería otra vez una sorpresa, como siempre.
Triuff hizo terminar las siete mil ochocientas copias del último segmento, en su mayoría versiones abreviadas que eliminaban todas las horas de sueño y todas las funciones corporales excepto comer y follar, y las escasas versiones completas que admiradores realmente fervorosos (y ricos) de Arran Handully podrían ver en proyecciones privadas y selectas de diecisiete días. Había admiradores (chiflados, pensaba Triuff, pero gracias a Mamá por su existencia) que alquilaban copias privadas de los segmentos completos y los veían dos veces en una sola vigilia. ¡Vaya, eso era admiración!
Una vez que entregó las películas a los distribuidores (y el dinero del anticipo se depositó en las cuentas de crédito de la corporación Arran Handully), Triuff fue a la Casa del Sueño. Era el precio de ser agente: levantarse semanas antes de la estrella, volver al somec semanas después. Triuff moriría siglos antes que Arran. Pero Triuff se lo tomaba con mucha filosofía. A fin de cuentas, como se decía siempre, pude haber sido maestra de escuela, y ni enterarme de lo que era el somec.
Arran despertó sudando. Como todos los durmientes, creía que la transpiración era obra de las drogas para despertar, sin sospechar que había sufrido esa incomodidad durante los cinco años de sueño que acababan de transcurrir. Sus recuerdos estaban intactos, y se los habían insertado hacía sólo unos instantes. De inmediato comprendió que tenía algo sujeto al muslo derecho: la cámara grabadora. Ya la estaban filmando, junto con la habitación. Por un breve instante se rebeló, lamentando su decisión de prestarse al plan. ¿Cómo podría seguir actuando durante tres semanas enteras?
Pero la regla inquebrantable entre los actores de segmentos de vida era: El espectáculo nunca se interrumpe. Todos los actos se grababan, y no había modo de editar una grabación. Si había que eliminar un solo detalle durante la acción, era mejor arrojar el segmento a la basura. Los admiradores no soportaban un segmento de vida que saltara de una escena a otra: siempre tenían la sensación de que les ocultaban algo sabroso.
Así, casi por reflejo, adoptó el papel de la tierna pero mordaz Arran Handully, cuya trágica belleza todos los admiradores conocían y amaban y pagaban por mirar. Lanzó un suspiro seductor. Tiritó cuando el aire frío acarició el cuerpo sudado, y transformó ese temblor en una excusa para abrir los ojos, parpadeando delicadamente (seductoramente) ante las luces deslumbrantes.
Se levantó despacio, miró en torno. Uno de los omnipresentes asistentes aguardaba con una túnica; Arran se la dejó poner, moviendo apenas el hombro para alzar apenas un pecho (que no tiemble, nada es más desagradable que ver carnes trémulas, se recordó); y luego se acercó al tablón de noticias. Un rápido recorrido por las noticias interplanetarias, y luego un atento examen de los acontecimientos de Capitol durante los últimos cinco años, para ponerse al corriente de quién le había hecho qué a quién. Luego miró los informes sobre juegos. Habitualmente ojeaba las páginas sin leerlas —los juegos la aburrían— pero esta vez miró atentamente unos minutos, frunciendo los labios y manifestando consternación o euforia ante ciertos resultados.
En realidad estaba leyendo el horario de los próximos veintiún días. Algunos nombres eran nuevos, por supuesto: actores y actrices recién llegados a un nivel donde podían pagar por figurar en una película de Arran Handully. Y también había nombres familiares, personajes que sus admiradores esperaban. Doret, su amiga íntima y compañera de cuarto siete películas atrás, que aún la visitaba en ocasiones para ponerse al corriente; Twern, el chico de siete años, ahora de quince, uno de los más jóvenes usuarios de somec; viejos amantes y viejos amigos, restos de riñas de antiguas películas. ¿Quiénes serían recalcitrantes y quiénes querrían hacer las paces? En fin, suspiró. Ya tendré oportunidad de averiguarlo.
Un nombre le llamó la atención. ¡Hamilton Ferlock! Sonrió involuntariamente, sorprendió esa reacción sincera y decidió que no causaría daño: el personaje de Arran Handully podía sonreír así ante una victoria en un juego. Hamilton Ferlock. Tal vez el único actor masculino de Capitol que pertenecía a la misma categoría que ella. Habían comenzado en la misma época, y él había sido su amante en las primeras cinco filmaciones, cuando ella sólo contaba con algunos meses de somec entre vigilia y vigilia. ¡Y ahora actuaría en este segmento!
Envió una silenciosa bendición a su agente. Triuff lo había hecho bien. Se vistió para abandonar la Casa del Sueño y dirigirse hacia su apartamento. Al caminar notó que habían vuelto a decorar el corredor, para crear la ilusión de que hasta los pasillos que ella recorría tenían clase. Tocó uno de los paneles nuevos y contuvo una mueca. Plástico. Bien, el público nunca sabrá que no es madera, y esto reduce los gastos.
Abrió la puerta del apartamento, y Doret chilló de deleite y corrió a abrazarla. Arran decidió enfurruñarse por un imaginario desliz de Doret. Doret se sorprendió, pero luego, como la actriz consumada que era (Arran sabía admitir el talento de sus colegas), captó la sutil señal de Arran e improvisó una bella escena, confesando a borbotones que le había robado un amante a Arran varias vigilias atrás, y Arran al principio fue severa, pero finalmente la perdonó. Terminaron la escena llorando abrazadas, y luego quedaron desconcertadas. Demonios, pensó Arran. Triuff de nuevo. Nadie entró para interrumpir la escena. Tenían que continuar después del clímax, lo cual significaba preparar un clímax aún mayor en las tres horas siguientes.
Arran estaba exhausta cuando Doret se marchó. Habían luchado rasgándose la ropa, y al final Doret la había amenazado con un cuchillo. Sólo cuando Arran logró arrebatarle el arma Doret se marchó y Arran tuvo la oportunidad de relajarse un momento.
Veintiún días sin interrupción, recordó Arran. Y Triuff me obliga a extenuarme el primer día. Despediré a esa zorra, lo juro.
Era el vigésimo día, y Arran estaba harta. Cinco fiestas, un par de orgías y un nuevo amante cada noche bastaban para agotar a cualquiera, y Arran había recorrido varias veces toda la gama de las emociones. Cada vez que lloraba trataba de darle un matiz distinto, constantemente improvisaba frases nuevas que decir a sus amantes, que gritar en una riña, que utilizar como insulto para un visitante con demasiados humos.
La mayoría de los invitados tenían talento, y Arran no había tenido que cargar con todo el peso. Pero aun así era abrumador.
Sonó el timbre y Arran tuvo que levantarse para abrir la puerta.
Allí estaba Hamilton Ferlock, con su aire inseguro. Cinco siglos de actuación, pensó Arran, y aún no ha perdido ese semblante cándido y aniñado. Gritó su nombre (seductora, histriónicamente) y lo rodeó con sus brazos.
—¿Sabes? —dijo—, esta vigilia ha sido increíble, Hamilton. Estoy muy fatigada.
—Arran —murmuró él, y Arran notó sorprendida que él comenzaba su parlamento como si la amara. Oh, no, pensó. ¿No nos habíamos despedido con una riña la última vez? No, no, ése era Ryden. Hamilton se fue porque… Ah, sí. Porque se sentía insatisfecho.
—Bien, ¿hallaste lo que buscabas?
Hamilton enarcó una ceja.
—¿Buscaba?
—Dijiste que tenías que hacer algo importante en tu vida. Que vivir conmigo te estaba transformando en una sombra enamorada. —Buena frase, se felicitó Arran.
—Una sombra enamorada. Bien, es cierto —respondió Hamilton—. Pero he descubierto que las sombras sólo existen donde hay luz. Tú eres mi luz, Arran, y sólo existo cuando estoy cerca de ti.
Con razón le pagan tanto, pensó Arran. Una línea sensiblera, pero son hombres como él los que mantienen al público femenino.
—¿Yo soy una luz? Pensar que has regresado al cabo de tanto tiempo…
—Como una polilla a la llama.
Y luego, como era de rigor en todas las escenas de reencuentro feliz (¿Ya he tenido algún reencuentro feliz en esta vigilia? No) se desvistieron despacio e hicieron el amor lentamente, en una de esas cópulas que eran más emotivas que excitantes, que inducían a hombres y mujeres a llorar y tomarse las manos en el teatro. Él fue tan tierno, y el abrazo fue tan placentero, que Arran tuvo que esforzarse para seguir actuando. Estoy cansada, se dijo. ¿Cómo lo hace para lograr tal perfección? Es mejor actor de lo que yo recordaba.
Luego él la abrazó y hablaron suavemente. Él siempre estaba dispuesto a hablar después, al contrario de la mayoría de los actores, que pensaban que debían actuar con hosquedad después del sexo para conservar su imagen viril entre sus admiradoras.
—Fue magnífico —dijo Arran, notando con alarma que no estaba actuando—. Ojo, mujer. No estropees la filmación cuando ya has invertido veinte malditos días.
—¿De veras? —preguntó Hamilton.
—¿No lo notaste?
Hamilton sonrió.
—Después de tantos años, Arran, yo tenía razón. Estando tú, no hay mujer en el mundo a quien valga la pena amar.
Ella rió pícaramente y desvió el rostro con embarazo. Eso congeniaba con su personaje, y por lo tanto resultaba seductor.
—¿Entonces por qué no regresaste antes? —preguntó Arran.
Hamilton rodó y quedó tendido de espaldas. Calló unos instantes, y ella le frotó el estómago con los dedos. Hamilton sonrió.
—Me mantuve alejado, Arran, porque te amaba demasiado.
—El amor nunca es razón para mantenerte alejado —dijo Arran—. Ja, que mis admiradores citen esa gansada durante un par de años.
—Lo es —insistió Hamilton—, cuando es real.
—¡Razón de más para quedarte conmigo! —Arran frunció los labios—. Me abandonaste, y ahora finges que me amabas.
De pronto Hamilton giró y se sentó en el borde de la cama.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—¡Demonios! —exclamó Hamilton—. Olvida este maldito espectáculo, ¿quieres?
—¿Espectáculo? —preguntó ella.
—El maldito personaje de Arran Handully, que representas para divertirte y enriquecerte. Te conozco, Arran, y te estoy diciendo que te amo. Te lo digo yo, no un actor. Te digo que te amo. No para el público. No para la filmación. ¡Para ti! ¡Te amo!
Y con un retortijón en el estómago, Arran comprendió que la apestosa de Triuff había persuadido a Hamilton de que usara una jugarreta sucia. Era la regla tácita del negocio: no mencionar jamás que se está actuando. Por ninguna razón. Y ahora, el máximo desafío: confesar ante el público que eres una actriz y aun así lograr que te crea.
—¡No para la filmación! —repitió, devanándose los sesos para hallar una réplica.
—¡Eso dije! —Hamilton se levantó y se alejó, regresó, la señaló—. Todos estos romances estúpidos, esas relaciones falsas. ¿No estás harta?
—¿Harta? Esto es la vida, y nunca me hartaré de vivir.
Pero Hamilton se obstinaba en usar trucos sucios.
—Si esto es la vida, Capitol es un asteroide. —Una línea torpe, rara en él—. ¿Sabes qué es la vida, Arran? Siglos de actuar en un holo tras otro, como hice yo, tirándome a toda actriz que pudiese elevar los honorarios, para ganar el dinero suficiente para comprar somec y los lujos de la vida. Y de pronto, hace unos años, comprendí que los lujos importan un bledo, y que no me interesaba vivir para siempre. La vida era tan desabrida, una mera sucesión de mujerzuelas bien pagadas.
Arran logró verter unas lágrimas de rabia. El espectáculo nunca se interrumpe.
—¿Me estás llamando mujerzuela?
—¿A ti? —dijo Hamilton, desconcertado. El hombre sabe actuar, pensó Arran, aunque lo maldecía por haberla puesto en semejante aprieto—. ¡A ti no, Arran, ni lo pienses!
—¿Qué puedo pensar, cuando vienes aquí y me acusas de ser falsa?
—No —dijo él, sentándose de nuevo en la cama, rodeándole el hombro desnudo.
Ella se acurrucó contra Hamilton, como lo había hecho tantas veces años atrás. Le miró el rostro y vio sus ojos llenos de lágrimas.
—¿Por qué lloras? —preguntó con voz vacilante.
—Lloro por nosotros —dijo él.
—¿Por qué? ¿Por qué hemos de llorar?
—Por todos los años que hemos perdido.
—No sé cómo te fue a ti, pero mis años han sido muy plenos —rió ella, con la esperanza de que él hiciera lo mismo.
Hamilton no rió.
—Éramos el uno para el otro. No sólo como actores, Arran, sino como personas. Tú no eras muy buena al comienzo… y yo tampoco. He visto las grabaciones. Cuando estábamos con otros, éramos tan falsos como principiantes chapuceros. Pero esos segmentos se vendieron y nos hicieron ricos, nos dieron la oportunidad de aprender el oficio. ¿Sabes por qué?
—No estoy de acuerdo con tu evaluación del pasado —replicó Arran glacialmente, preguntándose qué demonios pretendía Hamilton al insistir en esas referencias a las grabaciones.
—Se vendían por nosotros. Porque éramos convincentes cuando nos decíamos que nos amábamos, mientras hablábamos de naderías durante horas. Disfrutábamos de veras de nuestra compañía.
—Ojalá pudiera disfrutar ahora de tu compañía. Primero me dices que soy falsa y luego que no tengo talento.
—¡Talento! Vaya broma —dijo Hamilton. Le tocó la mejilla suavemente, obligándola a mirarlo—. Claro que tienes talento, y yo también. Además tenemos dinero, y fama, y todo lo que el dinero puede comprar. Incluso amigos. Pero dime, Arran, ¿cuánto hace que no amas de veras?
Arran recordó a sus amantes recientes. ¿Alguien con quien dar celos al personaje de Hamilton? No.
—Creo que nunca amé a nadie de veras.
—Eso no es verdad. No es verdad, a mí me amaste. Hace siglos, Arran, me amabas de veras.
—Quizás —dijo ella—. ¿Pero qué tiene que ver eso con el presente?
—¿No me amas ahora? —preguntó Hamilton, y aparentó tanta sinceridad que Arran sintió la tentación de olvidarse del personaje y reír con deleite, celebrando su magnífica actuación. Pero ese hijo de perra le estaba poniendo las cosas difíciles, y decidió hacerle lo mismo.
—¿Amarte ahora? —preguntó—. No eres más que otro par de gónadas ansiosas, amigo mío. —Con eso dejaría turulatos a sus admiradores. Y, de paso, quizá desbaratara la perversa bromita de Hamilton.
Pero Hamilton no perdió la compostura. Con aire ofendido, se alejó de ella.
—Lo lamento —dijo—. Supongo que me equivoqué.
Para alarma de Arran, comenzó a vestirse.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Me marcho —dijo él.
Se marcha, pensó Arran, presa del pánico. ¿Se marcha ahora? ¿Sin dejar que la escena alcance un clímax? ¿Tanta preparación, tantas convenciones rotas, y se marcha sin un clímax? ¡Aquel hombre era un monstruo!
—¡No puedes irte!
—Estaba en un error. Lo lamento. Me siento avergonzado.
—No, no, Hamilton. No te marches. ¡Hace tanto que no te veo!
—Nunca me has visto —respondió él—. O no habrías podido decir lo que has dicho.
Se está vengando porque yo también lo puse en un brete, pensó Arran. Quisiera matarlo. Pero es un actor sensacional.
—Lamento lo que dije —murmuró Arran con aire contrito—. Perdóname. No hablaba en serio.
—Sólo quieres que me quede para que no te arruine la maldita escena.
Arran, desesperada, quiso desistir. ¿Por qué demonios hago esto? Pero si abandonaba el personaje arruinaría todo el segmento, así que siguió adelante. Se arrojó en la cama.
—¡Claro que sí! —sollozó—. Márchate ahora, cuando te deseo tanto.
Silencio. Arran se quedó tendida, esperando la reacción.
Pero Hamilton no dijo nada. Prolongó la pausa. Ni siquiera se movía.
—¿Hablas en serio? —preguntó al fin.
—Sí —murmuró Arran, hipando entre las lágrimas. Un cliché, pero siempre surtía efecto.
—No como actriz, Arran, por favor. Como tú misma. ¿Me amas? ¿Me deseas?
Ella rodó hacia un costado, se apoyó en un codo y dijo entre sollozos:
—Te necesito como al somec, Hamilton. ¿Por qué te mantuviste alejado tanto tiempo?
Él pareció aliviado. Se le acercó despacio. Y se restableció la tranquilidad. Hicieron el amor cuatro veces más, entre cada uno de los platos de la cena, y para introducir cierta variedad dejaron que los criados mirasen. Ya lo hice en otra ocasión, recordó Arran, pero fue hace cinco segmentos, y éstos son otros criados. Desde luego los criados, actores principiantes y mal pagados, lo usaron como excusa para conseguir un poco de tiempo en escena, y lo transformaron en una orgía entre ellos, realizando todos los actos sexuales concebibles en sólo una hora y media. Pero Arran apenas reparó en ellos. Esos imbéciles pensaban que el público buscaba cantidad. Si un poco de sexo es bueno, mucho es mejor, creen. Arran sabía que no era así. Provócalos. Hazles suplicar. Deja que encuentren allí cierta belleza, no sólo vibración, no sólo lujuria. Por eso Arran era una estrella, y por eso ellos hacían el papel de criados en los segmentos de vida de otra gente.
Esa noche Hamilton y Arran durmieron abrazados.
Por la mañana, Arran despertó y notó que Hamilton la miraba fijamente, con una extraña mezcla de amor y dolor en el semblante.
—Hamilton —murmuró, acariciándole la mejilla—. ¿Qué quieres?
Él la miró con mayor intensidad.
—Cásate conmigo —susurró Hamilton.
—¿Lo pides de veras? —preguntó ella con su voz de niña.
—De veras. Podemos sincronizar nuestras vigilias, siempre.
—Siempre es mucho tiempo —dijo Arran.
Esa frase servía para todo.
—Y lo digo de veras. Cásate conmigo. Hemos ganado bastante dinero a través de los años. No tenemos por qué permitir que esos bastardos sigan espiando nuestras vidas. No tenemos por qué usar estas malditas cámaras. —Le tocó la cámara sujeta al muslo.
Arran gruñó para sus adentros. Hamilton aún no había terminado con sus tretas. Desde luego el público no entendería de qué se trataba. El ordenador que generaba el holograma a partir de la filmación estaba programado para eliminar la cámara de la imagen. El público nunca la veía. Y ahora Hamilton la mencionaba. ¿Qué se proponía, causarle un colapso nervioso? Vaya amigo.
Bien, puedo seguirle el juego.
—No me casaré contigo —dijo.
—Por favor —rogó él—. ¿No ves cuánto te amo? ¿Crees que alguno de esos farsantes que paga para hacerte el amor siente la menor pizca de emoción por ti? Para ellos representas la oportunidad de ganar dinero y fama, de hacerse ricos. Pero yo no necesito dinero. Tengo fama. Sólo te quiero a ti. Y todo lo que puedo darte soy yo mismo.
—Qué tierno —dijo ella fríamente, y se levantó para ir a la cocina.
El reloj indicaba las once y media. Habían dormido hasta tarde. Arran sintió alivio. Al mediodía tendría que ir a la Casa del Sueño. En media hora la farsa habría terminado. Ahora debía buscar un clímax.
—Arran —dijo Hamilton, siguiéndola—. Arran, hablo en serio. ¡No estoy en mi papel!
Eso es obvio, pensó Arran, pero no lo dijo.
—Eres un embustero —repuso rudamente.
Él se quedó de una pieza.
—¿Por qué iba a mentir? ¿No te he demostrado que digo la verdad? ¿Qué no estoy actuando?
—Que no estás actuando… —ironizó ella (pero seductoramente, sin salirse del papel), y le dio la espalda—. No estás actuando. Bien, ya que hemos decidido ser francos, y abandonar toda simulación y todo arte, te seguiré el juego. ¿Sabes qué pienso de ti?
—¿Qué?
—Creo que ésta es la triquiñuela más barata y sucia que he visto jamás. Venir aquí, hacer todo lo posible para inducirme a creer que me amabas, cuando en realidad sólo me estabas explotando. ¡Peor que todos los demás! ¡Eres detestable!
Hamilton parecía compungido.
—¡Yo jamás te explotaría! —exclamó.
—¡Cásate conmigo! —dijo Arran imitándole la voz—. ¡Cásate conmigo, me dice! ¿Y después qué? ¿Qué ocurriría si esta pobre muchacha de veras se casara contigo? ¿Qué harías? ¿Me obligarías a quedarme siempre en el apartamento? Ahuyentarías a mis amistades, sí, incluso a mis amantes, me obligarías a abandonarlos. Cientos de hombres me aman, pero tú, Hamilton, tú quieres poseerme para siempre, con exclusividad. ¡Qué golpe sensacional sería! Nadie querría mirar de nuevo mi cuerpo —dijo, contoneando el cuerpo de tal modo que nadie en el mundo quisiera mirar otra cosa—, excepto tú. Y afirmas que no quieres explotarme.
Hamilton se le acercó, intentó tocarla, trató de rogarle, pero ella se enfureció y lo maldijo.
—¡Aléjate de mí! —gritó.
—Arran, no puedes hablar en serio —musitó Hamilton.
—Nunca hablé más en serio en toda mi vida.
Él la miró a los ojos con detenimiento. Al final habló de nuevo.
—O eres tan actriz que la verdadera Arran Handully se ha perdido, o no hablas en serio. Sea como fuere, ya no hay razones para quedarme aquí.
Arran observó con admiración cómo Hamilton recogía su ropa y, sin siquiera molestarse en vestirse, se marchaba cerrando la puerta despacio. Una salida magnífica, pensó Arran. Un actor menor no habría resistido la tentación de decir una última frase. Pero no Hamilton. Si Arran sabía estar a la altura, esa escena grotesca podría ser, a pesar de todo, un genuino clímax para ese segmento de vida.
Arran representó la escena, al principio mascullando que Hamilton era un hombre insufrible, y luego preguntándose si alguna vez regresaría.
—Ojalá regrese —susurró, y de pronto rompió a llorar, exclamando que no podía vivir sin él—. ¡Por favor regresa, Hamilton! —exclamó con voz plañidera—. Lamento haberte rechazado. Quiero casarme contigo.
Pero entonces miró el reloj. Casi mediodía. Gracias a Mamá.
—Pero es hora —dijo—. Hora de ir a la Casa del Sueño. ¡La Casa del Sueño! —Una nueva esperanza le vibró en la voz—. ¡Eso es! ¡Iré a la Casa del Sueño! Dejaré pasar los años, y cuando despierte, allí estará él, aguardándome. —Mantuvo el clímax unos minutos, se cubrió con una túnica y echó a correr a grandes zancadas por los corredores que llevaban a la Casa del Sueño.
Antes de la grabación mental, charló animadamente con la encargada.
—Él me estará aguardando —dijo sonriendo—. Todo estará bien. —El casco de sueños se encendió y Arran siguió hablando—. ¿Crees que aún tengo esperanzas? —preguntó a la mujer que le quitaba el casco.
—Siempre hay esperanzas, claro que sí. Todos tienen esperanzas —respondió la mujer.
Arran sonrió, se levantó y se dirigió a la mesa de sueños. No recordaba haberlo hecho antes, aunque sabía que debía haberlo hecho. Luego pensó que en esta ocasión podría ver la grabación, ver qué le sucedía cuando el somec le entraba en las venas.
Pero como no recordaba anteriores inyecciones de somec, no comprendió la diferencia cuando la asistente le clavó una aguja con suavidad, apenas un milímetro bajo la superficie de la palma de la mano.
—Es muy aguda —dijo Arran—, pero me alegra que no duela.
Y en vez del dolor caliente del somec, sintió una suave somnolencia y se adormiló susurrando el nombre de Hamilton. Susurrando el nombre, pero maldiciéndolo entre dientes. Tal vez sea un gran actor, se dijo, pero le arrancaría la cabeza por haberme hecho pasar un momento tan espantoso. En fin. Será un éxito de taquilla. Bostezó y se durmió.
La grabación continuó unos minutos más, mientras los asistentes correteaban de aquí para allá en un ajetreo de actividades sin sentido. Al final se detuvieron como si hubieran terminado, con el cuerpo desnudo de Arran sobre la mesa. Una pausa para que la cámara registrara el final, y entonces:
Un timbre. Se abrió la puerta y entró Triuff, riendo de alegría.
—Vaya segmento —dijo, desatando la cámara de la pierna de Arran.
Cuando Triuff se marchó, los asistentes clavaron la verdadera aguja en el brazo de Arran, y el calor le quemó las venas. Aunque ya estaba dormida, Arran gritó de dolor, y el sudor empapó la mesa en pocos minutos. Era desagradable, doloroso, espantoso. No convenía que las masas vieran cómo era realmente el somec. Que pensaran que el dormir era agradable, que pensaran que los sueños eran dulces.
Cuando Arran despertó, quiso averiguar si la filmación había funcionado. Ciertamente ella se había esforzado, y quería ver si las predicciones de Triuff se habían cumplido y ella podía retirarse.
Se habían cumplido.
Triuff esperaba fuera de la Casa del Sueño, y abrazó a Arran.
—¡Arran, no lo creerías! —exclamó, riendo a carcajadas—. Tus últimos tres segmentos habían batido récords por su desparpajo. ¡Pero éste fue sensacional!
—¿Y bien? —preguntó Arran.
—¡Más del triple del total de esos tres segmentos sumados!
Arran sonrió.
—¿Entonces puedo retirarme?
—Sólo si te interesa —dijo Triuff—. Tengo unos buenos contratos…
—Olvídalo.
—No es mucho trabajo, sólo unos días cada uno…
—He dicho que lo olvides. A partir de ahora no me sujetaré ninguna cámara a la pierna. Actuaré como invitada. Pero no grabaré.
—Bien, bien. Eso les dije, pero me obligaron a prometerles que te lo preguntaría de todos modos.
—Y probablemente te pagaron una bonita suma, además —replicó Arran.
Triuff se encogió de hombros y sonrió.
—Eres grandiosa —dijo—. Nadie ha tenido tanto éxito.
Arran meneó la cabeza.
—Quizás —dijo—, pero sudé la gota gorda. Me hiciste una jugarreta sucia al permitir que Hamilton rompiera con todas las convenciones.
Triuff meneó la cabeza.
—No, no, no, Arran. No fue así. Fue idea suya. Yo le dije que amenazara con matarte… un verdadero clímax, ya sabes. Y luego hizo lo que hizo. Bien, nadie salió perjudicado. Es una escena exquisita, y como él rompió con las convenciones, y tú también lo hiciste al final… el público creyó que era real. Bellísimo. Desde luego, ahora todos intentan romper las convenciones, pero ya no funciona. Todos saben que es sólo otro truco. Pero la primera vez, contigo y Hamilton… —Triuff hizo un gesto expansivo—. Fue magnífico.
Arran echó a andar por el corredor.
—Bien, me alegro de que funcionara. Pero aún espero la oportunidad de cantarle las cuarenta a Hamilton.
—Oh, Arran, lo lamento —dijo Triuff.
Arran se detuvo y se volvió a su agente.
—¿Por qué?
Triuff parecía realmente triste.
—Por Hamilton. Menos de una semana después de que te durmieran… en fin, fue tristísimo. Todos hablaron de ello durante días.
—¿Qué? ¿Le ocurrió algo?
—Se colgó. Apagó las luces del apartamento para que los Vigilantes no pudieran verlo, y se colgó de una lámpara con el cinturón de una bata. Murió enseguida, y fue imposible revivirlo. Fue terrible.
Arran se sorprendió al sentir un nudo en la garganta. Un verdadero nudo.
—Hamilton murió —murmuró.
Recordó todas las escenas que habían representado juntos, y sintió una oleada de genuino afecto. Ni siquiera estoy actuando, comprendió. Quería de veras a ese hombre. El dulce y maravilloso Hamilton.
—¿Alguien sabe por qué lo hizo? —preguntó.
Triuff meneó la cabeza.
—Nadie tiene la menor idea. Y lo más increíble… ¡Aquello era una escena que jamás habían dado en una película, un verdadero suicidio! ¡Y él ni siquiera lo grabó!