10
A IMAGEN DE DIOS
Papá ya había dejado la cama, pero eso no alegraba a nadie. Estaba intratable, y trajinaba por la casa con la muleta bajo el brazo, encorvándose como un árbol en el viento, rezongando sin cesar. Lared comprendía que estuviera irritable, pero eso no facilitaba las cosas. Gradualmente Lared prefirió quedarse arriba, en la habitación de Jason, trabajando en el libro, mientras los demás recurrían a otras estrategias para eludirlo. Las mujeres dejaron de ir a trabajar a la posada; el calderero empezó a ir de casa en casa; pronto sólo quedaron Mamá, Sala y Justicia en la desierta planta baja de la posada. Y hasta Mamá lo eludía, obligándolo a estar cada vez más solo, cada vez más furioso y avergonzado, pues culpaba a su mutilación de la actitud esquiva de los demás.
Excepto Sala. Ella lo perseguía. Si Mamá le ordenaba barrer, Sala barría cerca de la cama de Papá, donde él yacía meditabundo; si jugaba con sus muñecos, los hacía bailar a los pies de Papá mientras éste descansaba junto al fuego. Papá la observaba y guardaba silencio un rato. Pero luego intentaba hacer algo —echar un leño en el fuego, moler los guisantes para el potaje— y ella se apresuraba a coger el otro extremo del leño, a apartar los guisantes duros que él derramaba; entonces él se enfadaba, diciéndole que era una torpe y que se alejara. Ella se marchaba, y al poco regresaba en silencio, y siempre permanecía cerca.
—Si no quieres problemas —le susurró Mamá una vez—, aléjate de él.
—Perdió el brazo, Mamá —respondió Sala, con un tono que sugería que lo había olvidado en alguna parte.
Un anochecer, cuando el calderero regresó a la posada para cenar, y Lared bajaba la escalera, Sala le dijo a Papá en voz alta:
—Papá, soñé dónde está tu brazo.
Nadie habló, pues todos esperaban un estallido de furia. Pero Papá los sorprendió; la miró con calma y preguntó:
—¿Dónde está?
—Los árboles lo tienen. Así que debes hacer como los árboles. Cuando pierden la punta de la rama, les crece de nuevo.
—Sarela —susurró Papá—, yo no soy un árbol.
—¿Acaso no lo sabes? Mi amiga puede arborizarte y enmaderarte. —Y Sala miró a Justicia.
Justicia miró en silencio la mesa, como si no hubiera entendido una palabra. Por un largo tiempo todos se quedaron mirando a Justicia. Entonces Sala se puso a berrear.
—¿Por qué está prohibido? —chillaba—. ¡Es mi papá!
—Basta —dijo Mamá—. Siéntate a comer y deja de lloriquear, Sala.
Papá se sentó gravemente a la cabecera de la mesa, dejando a un lado la muleta.
—Comed —ordenó. Y se llevó la cuchara a la boca, una y otra vez, para terminar la comida cuanto antes.
Jason no estaba a la mesa, pero desde luego no fue coincidencia que entrara en ese momento. Enfiló hacia Papá llevando unas tenacillas y una barra de hierro.
—Esto debe transformarse en una guadaña —le dijo.
Mamá contuvo el aliento, y el calderero fijó los ojos en el plato. Papá, sin embargo, se limitó a estudiar la barra de hierro.
—Es demasiado corta para una guadaña.
—Entonces debes encontrar una barra que sirva.
Papá sonrió hurañamente.
—¿Entre todos tus talentos, Jason, también se cuenta el de herrero? —Papá tocó el brazo de Jason, que era fuerte como el de cualquier hombre, pero delgado en comparación con el de Papá.
Jason se tocó el brazo y rió.
—Bien, tenemos la oportunidad de comprobar si un hombre tiene un brazo como el tuyo a fuerza de martillear, o martillea bien porque tiene el brazo.
—Tú no eres herrero —dijo Papá.
—Entonces quizá pueda, con ambas manos, servir de mano izquierda de un herrero.
Era un regateo, y Papá era hábil para regatear.
—¿Y tú qué ganas?
—Poco, excepto la buena compañía y una tarea digna. Lared está escribiendo cosas que yo nunca supe. No me necesita.
Papá sonrió.
—Conozco tus intenciones, Jason. Pero veamos si funciona. —Se volvió a Sala—. Quizá pueda tener dos brazos donde antes tenía uno.
Se levantó de la mesa y se puso su abrigo y sus bufandas; Jason lo ayudó, y no recibió una sola reprimenda, pues sabía exactamente cuándo Papá necesitaba ayuda y cuándo no, y hasta qué punto dársela.
Lared los vio partir, pensando: Yo debería ser el que lo acompañe en la forja. Pero he de escribir el libro de Jason, así que él ocupa mi lugar al lado de mi padre. Pero no podía sentir furia, celos ni pesadumbre. Nunca había ansiado ser herrero. Casi era un alivio que otro permaneciera con Papá junto al fuego.
A la media hora oyeron el grato sonido del martillo vibrando en la fragua, y a Papá maldiciendo a todo pulmón. Esa noche Papá anduvo por la casa refunfuñando contra los zopencos que no sabían manipular nada, contra esa guadaña que sólo serviría para cortar heno. Papá estaba nuevamente interesado en algo, y la vida sería soportable para la familia.
Y por la noche, Lared soñó un antiguo recuerdo de un niño que yacía en el lecho descubriendo el corazón de los hombres.
Juan roncaba suavemente a su lado, el aliento agrio por el queso de esa noche, pero Adán se alegró de que durmiera. Mientras Juan permanecía despierto, Adán no podía ir a explorar. Ahora podía viajar con la mente sin temor de que Juan lo distrajera.
Adán había descubierto ese poder pocas semanas antes. Mientras perseguía a una ardilla para matarla con una piedra y mientras se acercaba sigilosamente al animal, le repetía en silencio: Quieta, quieta. Con él las ardillas se mantenían quietas más tiempo que con los demás. Él pensaba que era a causa de su sigilo. Pero esta vez la ardilla ni siquiera movió los bigotes, y cuando Adán le arrojó la piedra y erró, la ardilla no trepó al árbol. Permaneció quieta, y esperó hasta que Adán se le acercó, la levantó y la golpeó contra el árbol. No se movió en ningún momento.
Se divertía con los chicos en la balsa. Se empujaban unos a otros al agua y jugaban al hombre ahogado; Adán había progresado, y una vez que Andrajoso nadaba bajo el agua, le hizo creer que arriba era abajo, hasta que el aire le quemó los pulmones. Luego le permitió emerger. Andrajoso salió del agua gritando de terror, y se negó a sumergirse de nuevo. Pero una vez que Adán hubo hecho lo mismo con varios de ellos, todos se atemorizaron, dijeron que había un monstruo en el agua y se negaron a seguir nadando.
No le importaba. Adán buscó otras diversiones. Ahora permanecía despierto de noche, y salía a explorar la mente de los aldeanos de Ciudad Worthing. Primero Enoc Tonelero, al que Adán hacía algo cada vez que el hombre se acercaba a la esposa. La noche anterior lo había dejado blando como una hoja justo antes del final. Esa noche permaneció con él una hora, sin dejarle terminar, hasta que su esposa, ya satisfecha, le suplicó que desistiera y se durmiera. Oh, Enoc Tonelero juró y perjuró por Jason, y no pudo dormir por la tensión que sentía en la entrepierna.
Luego Adán halló a la esposa de Molinero, que tenía gatos. La noche anterior Adán hizo que el gato favorito de la mujer le gruñera y la arañara, y ella se durmió llorando. En los viejos tiempos, Adán se habría regodeado en la trituración del gato, pero ahora hallaba más placer en estar dentro de la mente de la esposa de Molinero mientras ella gritaba y sollozaba: ¿Qué te he hecho? ¿Qué te he hecho?.
Y Andrajoso… siempre era divertido hacerle cosas, pues durante mucho tiempo había actuado con prepotencia en todos los juegos que compartían. Obligó a Andrajoso a levantarse, quitarse la bata, ir a la casa de María la Fácil, detenerse ante la entrada y masturbarse, hasta que el padre de María abrió la puerta y lo echó, maldiciendo y dándole puntapiés. Oh, fue una noche sensacional.
En el fondo de su mente cada persona a la cual hacía cosas se transformaba en un cadáver seco, y él lo sumaba a una creciente pila de cadáveres ante la puerta. ¿Está bien así, papá? ¿Está bien?
Hizo creer a Ana Panadera que tenía arañas en los senos, y ella se los rascó y arañó hasta que le sangraron, y su esposo tuvo que sujetarle las manos a la espalda.
¿Está bien así?
Samuel Barbero fue a su tienda y limó las navajas para quitarles el filo.
¿Está bien así?
Veddy Calle Arriba amamantaba a su bebé, y de pronto el niño se negó a respirar, por mucho que ella hiciera.
Basta.
Se negó a respirar por mucho…
—Basta.
Adán abrió los ojos, y Papá estaba en la puerta. Juan se agitó en la cama, junto a Adán.
—¿Basta de qué, Papá? —preguntó Adán.
—Lo que tienes viene de Jason. No es para esto.
—No sé de qué hablas.
En la casa de los Calle Arriba, el bebé respiró de nuevo y Veddy lloró de alivio.
—Tú no eres hijo mío.
—Sólo estoy jugando, Papá.
—¿Con el dolor ajeno? Si lo haces de nuevo te mataré. Debería matarte ahora.
Elias empuñaba un cáñamo nudoso. Sacó a Adán de la cama, le subió la túnica hasta la cabeza y empezó a azotarlo.
El pequeño Juan gritó:
—¡Basta, Papá! ¡Papá, no!
—Eres demasiado blando, Juan —dijo Papá, jadeando por el esfuerzo.
Adán se retorcía mientras la cuerda le pegaba en la espalda, el vientre, la cadera, la cabeza, hasta que Adán hizo lo que nunca se había atrevido a hacer, y obligó a su padre a estarse quieto.
Elias se quedó quieto.
Adán se liberó de la manaza del padre y lo miró maravillado.
—Soy más fuerte que tú —dijo.
Se echó a reír a pesar del dolor de los golpes. Arrebató la cuerda de la mano del padre y le alzó la bata. Tanteó al padre con la cuerda.
—No —susurró Juan.
—Contén la lengua o habrá para ti también.
—No —repitió Juan en voz alta.
Por toda respuesta Adán azotó el vientre del padre. Elias ni siquiera frunció la boca.
—¿Ves, Juan? No duele.
—¿Por qué Papá no se mueve?
—Le gusta.
Pateó la entrepierna del padre con todas sus fuerzas. Ni un sonido; pero el golpe le hizo perder equilibrio, y Elias cayó de espaldas y quedó inmóvil en el suelo, muy semejante a los cadáveres de la pila. ¿Qué haces, papá, acostado en la pila? ¿Quieres arder como mamá? ¿Estás seco? Adán pateó y golpeó y Juan gritó llamando al tío Mateo. Y de pronto Adán voló por la habitación y se estrelló contra los cueros que colgaban de una pared.
El tío Mateo estaba en la escalera.
—Busca tu ropa —dijo Mateo.
Adán trató de ordenarle que se estuviera quieto como Elias, pero no lograba hallar la mente del tío Mateo. De pronto sintió que se quemaba por dentro, así que se arañó el vientre para dejar salir el fuego. Sintió que los ojos se le derretían y le goteaban en las mejillas, y gritó aterrado y trató de ponérselos en su sitio. Luego las piernas se le empezaron a desmigajar como mazapán, y se encorvó acercándose al suelo; se arqueó y vio cómo trozos de su rostro se desprendían y se marchitaban en el piso, orejas y nariz y labios y dientes y lengua, los ojos como gelatina, y ahora miraba desde esos ojos su rostro vacío, sólo piel sin rasgos con un agujero en vez de boca, y de pronto vio que la boca se llenaba desde dentro, y por allí salieron el corazón, el hígado, el estómago y las entrañas mientras el cuerpo se le vaciaba hasta quedar ligero y vacío como un saco de harina en primavera…
Tendido en el suelo, suplicó piedad, perdón y la recuperación de su cuerpo.
—Adán —murmuró Juan desde la cama—. ¿Qué te ocurre?
Adán se tocó la cara y la tenía entera; abrió los ojos y pudo ver.
—Lo lamento —susurró—. Nunca lo haré de nuevo.
Elias lloraba sentado, apoyado contra la pared.
—Ah, Mateo —sollozó—, ¿qué he hecho? ¿Qué monstruo he engendrado?
Mateo meneó la cabeza.
—¿Qué daños has causado a Adán que no hayas causado a Juan? El niño es como es… come lo que le das, pero transforma el alimento en sí mismo.
Entonces Elias comprendió algo, y sonrió a pesar del dolor.
—Yo tenía razón. Eres uno de nosotros, tal como dije.
—Por favor, no lo hagas de nuevo —susurró Adán.
—Tú y tu padre —dijo Mateo—. Ninguno de vosotros sabe para qué es vuestro poder. ¿Crees que Jason nos engendró para vivir siempre en una granja, Elias? ¿O para hacer travesuras crueles con gente que no puede defenderse? Os vigilaré a ambos. No admitiré que causéis más daño. Ambos habéis causado suficiente daño en vuestra vida. Ahora es tiempo de que os dediquéis a curar.
Adán vivió en la posada de Mateo dos años más. Un día, cuando no aguantó más, huyó con las manos vacías, robó un bote y navegó hasta Linkeree. Durante el camino escrutó con la mente, buscó en la Posada de Worthing hasta hallar al hijo de su tío, el pequeño Mateo, un bebé que aprendía sus primeras palabras. Obligó al bebé a hablar en voz alta.
—Adiós, tío Mateo.
Y luego lo mató.
Esperó la represalia de Mateo, pero no llegó. Estoy fuera de su alcance, se dijo Adán. Al fin estoy a salvo. Puedo hacer lo que quiera.
Enfiló hacia Ciudad Celestial, la capital del mundo. Adán estaba seguro en todos los caminos. ¿Quién podía dañarlo? Y nunca tenía hambre, pues muchos se desvivían por darle comida. En Ciudad Celestial aguardó y observó. Pues algo había aprendido del tío Mateo: no usaría su poder en juegos. Había leído la piedra del centro de la Granja de Worthing, como la habían leído todos los niños de ojos azules: De las estrellas, el de ojos azules. De este lugar, el hijo de Jason. Soy el primero que deja el Bosque de Aguas. Soy el hijo de Jason. No me contentaré con una parcela de terreno, ni con una posada. El mundo me pertenece.
Y poco a poco, el mundo acudió a él.
Acudió a él bajo la forma de una niña que ya no era tan niña, la nieta de Elena de Noyock. Ésta recorría el palacio, siempre a hurtadillas, ocultándose en un rincón, bajo una escalera, junto a una cortina. No le faltaban cuidadores. Algunos criados quizá tuvieran la obligación de vigilarla. Pero no importaba. Nadie se interesaba mucho en ella, pues tenía un hermano menor, y los gobernantes de Noyock eran sucedidos por el varón de más edad. Elena de Noyock era una mera regente de su nieto Ivvis. ¿Qué era Uwen, la hija, la invisible? Cuando Adán fue a vivir al palacio de Elena, reparó en ella, decidió que no era nadie y la ignoró.
Así transcurrió un año, durante el cual Adán se volvió indispensable para Elena de Noyock. Ascendió rápidamente, pero sin despertar sospechas, actuando simplemente como un joven de genio. Elena lo envió a realizar delicadas negociaciones, pues Adán siempre parecía obtener todo lo obtenible en cualquier situación. Elena le hizo escoger a sus criados y sus guardias, pues aquellos que él escogía eran leales e industriosos; nunca se dejaba engañar. Y cuando Adán le describía los planes de sus enemigos, la información siempre resultaba ser correcta. Elena prosperó. Noyock prosperó. Ante todo, Adán prosperó. Todos lo miraban mientras se abría paso por las cámaras y porches de Ciudad Celestial. Lo miraban con envidia, odio, admiración o temor.
Excepto Uwen. Uwen lo miraba con amor. Cuando Adán se dignaba reparar en ella, también reparaba en eso. Veía en la memoria de Uwen que a veces ésta se acercaba de noche a su habitación, cuando él estaba acostado sobre su estera en la oscuridad. De noche ella lo estudiaba, cuando estaba solo y cuando no estaba solo, lo estudiaba y se preguntaba cómo ese hombre de ninguna parte había logrado ser tan poderoso, tan célebre, cuando ella, hija de un señor, nieta de Elena de Noyock, nunca había llamado la atención. ¿Cómo lo haces?, se preguntaba. ¿Cómo sabes lo que sabes? ¿Cómo dices lo que dices?
Pero cuando Adán notó que Uwen hacía estas preguntas, Uwen ya tenía la respuesta. Adán era el hombre encantado. Adán era el hombre de madera del bosque. Conocía los viejos cuentos. Adán era el Hijo de Dios. Una noche, cuando él subía las escaleras para ir a acostarse, ella estaba apoyada en la barandilla del piso superior. Ya no se ocultaba. Había decidido que era tiempo de hacerse ver.
—¿Qué hacías, Adán Aguas? —preguntó Uwen—. Para ganarte la vida. Antes de venir aquí. —Se sentó en la barandilla, sobre el profundo hueco de la escalera.
—Buscaba a niñas que deseaban morir, y las empujaba por el hueco de la escalera —replicó Adán.
—Yo tengo catorce años —dijo Uwen—, y conozco tu secreto.
Adán enarcó las cejas.
—Yo no tengo secretos.
—Tienes un gran secreto. Y tu secreto es que conoces los secretos de los demás.
Adán sonrió.
—¿De veras?
—Escuchas todo el tiempo, ¿verdad? Así es como yo descubro los secretos. Escucho. He visto que prestas muchísima atención a todos los que entran en nuestra casa. Mamá dice que eres muy sabio, pero yo creo que sólo escuchas.
—No queremos que la gente piense que soy sabio, ¿verdad?
Uwen se encaramó a la baranda como una maleza creciendo en una empalizada.
—Pero tú, cuando escuchas —continuó—, también oyes lo que la gente no dice.
Adán sintió un escalofrío de temor. En todas sus maniobras para elevarse entre las jerarquías de diplomáticos y burócratas de Ciudad Celestial, nadie había adivinado su secreto. Cuando Adán les hablaba, muchos daban un respingo y decían: ¿Quién te lo contó? ¿Cómo lo supiste? Pero nadie había dicho: Oyes lo que la gente no dice. Adán ya imaginaba la muerte de Uwen. Molestaría a su abuela, pero no demasiado. Esa niña no era muy útil mientras no pudieran desposarla en un matrimonio de conveniencia política. Nadie la amaba demasiado. Adán no sentía ninguna deuda con Elena de Noyock. Él había obtenido tantos beneficios como ella, de modo que estaban a la par; ni siquiera le debía la vida. Y ahora esa vida estaba en peligro. Pues si la gente sospechaba que en vez de controlar una red de informadores, como todos creían, Adán Aguas hurgaba en la mente para obtener secretos, todos los que había extorsionado lo buscarían para matarlo, y Adán moriría en menos de un día. Mi vida o la tuya, Uwen.
—¿Y cómo es eso? —preguntó Adán.
—Te tiendes de espaldas en la cama —dijo Uwen—, y escuchas. A veces sonríes, a veces frunces el ceño, y entonces te despiertas y escribes cartas, o haces visitas, o hablas con la abuela. El gobernador de Gravesend quiere esto y nada más; El banco de Wien ha perdido todo el oro en la construcción de la carretera, y ahora comprará a buen precio. Eso te da poder. Un día gobernarás el mundo.
—¿No sabes que si dices esas cosas alguien podría creerte, y entonces mi vida correría peligro?
Podría hacer que la barandilla se rompiera ahora, pero quizá la caída no la mate.
—Yo no cuento secretos. Nunca contaré el tuyo, si haces una cosa.
Podría hacerla estallar en llamas de adentro afuera. Sería contundente, aunque un poco llamativo.
—Eras una niñita simpática, Uwen, pero al crecer te estás transformando en un estorbo.
—Me estoy transformando en una mujer sumamente interesante. Y por si planeas matarme, lo tengo todo por escrito. Todas mis pruebas.
—No tienes ninguna prueba. No hay nada que probar.
—Como siempre dice la abuela, en política las insinuaciones lo son todo. Es muy fácil ser creída si afirmas que un joven poderoso es en realidad un monstruo.
La barandilla crujió y se empezó a rajar.
—Te amo —dijo Uwen—. Cásate conmigo, deshazte de mi hermano, y Noyock será tuya.
—No quiero Noyock —repuso Adán.
La barandilla se empezó a inclinar.
—No te atreverás —dijo Uwen—. Soy la segunda en la línea del trono de Noyock. Puedo ayudarte.
—No entiendo cómo.
—Sé cosas.
—Yo sé todo lo que tú puedas saber.
—Yo sería la única persona a quien podrías contar la verdad. ¿Nunca has deseado contarle la verdad a alguien? Hace cinco años que estás en Ciudad Celestial, y estás a punto de obtenerlo todo. ¿Qué harás luego contigo mismo?
La barandilla se enderezó.
—Mejor apártate de ahí —dijo Adán—. No es seguro.
Ella desenlazó las piernas de los barrotes, bajó a saltos y caminó hacia Adán, que estaba apoyado en la pared. Llegó hasta él, se apoyó en su cuerpo y preguntó:
—Entonces, ¿te casarás conmigo?
—Jamás —dijo Adán, abrazándola, estrechándola.
—Tú quieres casarte con el poder, ¿verdad? —insistió ella, levantándose la falda y llevándole la mano hacia las nalgas desnudas.
—Tú no eres la heredera, sino tu hermano Iwis.
Uwen le alzó la túnica y empezó a palparle la ingle.
—No tengo por qué tener un hermano.
—Aunque no tuvieras hermanos, Noyock no es lo bastante fuerte para mis propósitos. Nunca tendrás suficiente poder.
Adán escrutó a los criados para asegurarse de que ninguno de ellos tuviera el menor deseo de subir al tercer piso del palacio de la duquesa Elena de Ciudad Celestial.
Ella se enfadó.
—¿Entonces por qué me dejaste vivir?
Adán la alzó, poniéndole las manos entre los muslos, y la llevó a la habitación de Uwen.
—Porque me gustas.
Adán fue muy cuidadoso con ella. Sentía todo lo que ella sentía, sabía qué le agradaba y qué no, cuándo estaba preparada y cuándo no, cuándo necesitaba pasión, cuándo necesitaba ternura. Adán era el único amante que ella tenía en la memoria; las otras mujeres que había poseído estaban demasiado atiborradas de rostros, nombres que surgían en el momento del placer. Uwen sólo lo tenía a él. Nunca necesitaría a nadie más.
—Me amas —susurró ella.
—Puedes creer lo que necesites —respondió Adán.
Adán no tenía prisa. El resultado final era previsible. Ciudad Celestial no era como la Granja de Worthing. Aquí nadie podía enfrentarse con él, nadie tenía poder para igualarlo ni superarlo. Cada vez que lo retaban a duelo, sabía que podía ganar, y ganó hasta que no hubo más retos. Cuando alguien se interponía, podía quitarlo de en medio. Podía adular a casi todos, y si se cansaba de eso, podía intimidar, seducir o abatir.
Excepto con Zoferil de Stipock. Zoferil era una mujer de honor y de profunda fe, la única monarca del mundo que jamás había mentido y jamás lo haría. Cuando no podía decir la verdad, callaba, y cuando decía la verdad sus palabras eran cuchillos que penetraban en el corazón de los presentes. La temían todos, incluidos aquellos que poseían ejércitos más numerosos, pues sabían que la gente de Stipock amaba a Zoferil tanto como ella amaba a su pueblo, y moriría por ella, así como Zoferil por su gente; era imposible persuadirla de participar en un acto indigno, y así permanecía al margen de todas las conspiraciones, una amenaza constante, pues si su ejército intervenía en una guerra trastocaría todo equilibrio. Sin ella como aliado, siempre existía el riesgo de que fuera un enemigo. La gente de todas las naciones decía que Jason debía amar la tierra de Stipock, porque le había dado a Zoferil.
—Tendré el poder y el amor de Zoferil —dijo Adán—. Es mía.
—Es una vieja y nunca la amarás —repuso Uwen.
—Pero con Stipock y Noyock en mis manos, el resto del mundo estará a mi disposición.
—Noyock no es tuyo, es de la abuela.
Adán no necesitaba discutir. No necesitaba decir: Ella es mía, y tú eres mía, y tu hermanito Iwis es mío. Todo era suyo; Uwen lo sabía, eso era todo, y eso le daba cierta sensación de libertad, pues al menos tenía conciencia de que le pertenecía.
Elena de Noyock envejecía, y su nieto Iwis tenía sólo doce años; ante la perspectiva de una muerte inminente, había que nombrar un regente, y naturalmente escogió a Adán. Murió poco después, cuando su nave se perdió en el mar. Adán fue un regente escrupuloso que protegió al magíster de todo daño, enseñándole a ser un hombre virtuoso. En la corte del Rey Celestial todos observaban cómo el joven crecía, un modelo de lo que de debía ser un gobernante; y en un mundo donde los regentes a menudo respetaban la fuerza más que la ley, Adán sorprendió a todos entregando el poder al joven Iwis dos años antes de lo requerido, pues el niño ya estaba preparado para ser magíster. El mundo admiró la gracia con que Adán pasó a ocupar su puesto de mero consejero. Nadie pensó que fuera otra cosa que una feliz coincidencia que esto ocurriera justo cuando la hija mayor de Zoferil, la única que le quedaba, alcanzó la mayoría de edad. Nadie salvo Uwen.
—Si puedes liquidar a los hermanos de Gatha, ¿por qué no al mío? —preguntó Uwen—. ¿Por qué no conservaste el poder cuando lo tenías?
—¿No sabes que a veces me gusta ganar las cosas por propio mérito, y no por coacciones secretas?
—A mí nunca me obligaste a nada.
—No tuve necesidad.
—Ella no es tan bella como yo. ¿Qué tiene Gatha para que desees casarte con ella y no conmigo?
—Por lo pronto, es virgen.
Uwen lo pateó, y Adán rió mientras iba a reunirse con Zoferil.
—Todos mis hijos varones han muerto en estos años —le dijo Zoferil a Adán—. Yo esperaba que vivieran para ser hombres como tú. Adán, es tiempo de que mi hija se despose, y el deseo de su corazón es igual al mío: que tú seas mi hijo, para ayudarla a gobernar Stipock cuando yo me vaya.
—Diría que sí de inmediato —respondió Adán—, pero no puedo engañarte. No soy lo que parezco.
—Pareces ser el mejor, el más sabio y el más honorable de los hombres —dijo Zoferil.
—No. En todos estos años, he engañado al mundo y me he disfrazado.
—¿Acaso no eres Adán Aguas?
—Mi verdadero nombre es Worthing. Creo que conoces el nombre.
—El hijo de Jason —jadeó Zoferil.
—Pensé que debías saberlo antes de entregarme a tu hija.
—Tú —susurró ella—. Durante mil años el rito secreto de los hombres y mujeres de Stipock ha invocado el santo nombre de Worthing, el hijo de Jason. Cuando vi tus ojos color cielo, me llamaron la atención. Cuando vi tu purísima virtud, tuve esperanzas. Ahora, Adán Worthing, ahora te conozco, y te ruego que tomes a mi hija y mi reino, si nos consideras dignos.
Lo coronó con la corona de hierro, y le puso el martillo de hierro en la mano, y él juró que jamás saldría una espada de las fraguas de Stipock, como lo habían jurado todos los filócratas de Stipock antes que él. Todo el mundo lo miraba con amor o envidia, y las gentes de Stipock lo honraron como si hubiera nacido entre ellas.
Adán conservaba un vestigio de piedad. Esperó hasta la muerte de Zoferil antes de quitarse la máscara.
Luego, tomando como excusa un patético complot de Wien y Kapock, envió los ejércitos de Stipock y las flotas de Noyock a ensangrentar y aterrorizar a todos los reinos del mundo. Los enemigos no podían hacerle frente, pues sus ejércitos siempre eran sorprendidos por la retaguardia; sus propios guardias los traicionaban para asesinarlos; al cabo de tres años, por primera vez desde que Jason había llevado la Torre Estelar al firmamento, todo el mundo fue gobernado desde Ciudad Celestial, y Adán se designó Hijo de Jason, el verdadero Rey Celestial.
Aún entonces quedaban algunos que lo amaban. Pero a través de años de desgobierno comprendieron qué clase de hombre era. ¿Cómo podía perseguir el poder, cuando ya no había más poder en todo el mundo? Exploró los secretos de la muerte y el dolor torturando y matando mientras saboreaba la experiencia en la mente de la víctima. Abatió a grandes hombres y mujeres, y empobreció a grandes familias. Buscó placer en las virtuosas hijas de casas nobles y las vendió como prostitutas. Cobró impuestos excesivos para que la hambruna azotara tierras donde las cosechas habían sido favorables; cuando los desesperados suplicaban comida a cualquier precio, los compraba como esclavos para construir monumentos. Era como si ansiara demostrar que tenía tanto poder que ni todo el odio del mundo le impediría ejercerlo a su antojo. Su esposa Gatha lloraba al ver en qué se había transformado; su amante Uwen lo instigaba, pues amaba los placeres del poder aún más que Adán. En Ciudad Celestial, Uwen hizo construir una Torre Estelar del mismo tamaño y la misma forma según las descripciones de la de Jason, y la forró de plata, y cinco mil cadáveres quedaron sepultados debajo. Y los que hablaban o actuaban contra cualquiera de ambos eran ingeniosamente sacrificados para que el mundo los viera y oyera sus gemidos. Soy Dios Mismo, dijo al fin Adán, y nadie se atrevió a contradecirlo.
Pero Adán vivía atemorizado, pues había despachado un ejército a una aldea del Bosque de Aguas, y habían matado a todos los habitantes y le habían llevado las cabezas, y él había examinado cabeza por cabeza, y ninguna tenía ojos azules como el cielo, y ninguno de los rostros pertenecía a Elías, Mateo ni Juan; ninguno de los rostros parecía guardar un parentesco. En alguna parte del mundo había alguien que podía escrutarle la mente. Alguien que, como Mateo, podía ocultar sus pensamientos. De noche soñaba con Mateo derritiéndole la cara, despertaba gritando y escrutaba las mentes circundantes, tratando de averiguar si alguien había visto a un hombre de ojos azules, o había oído hablar de alguien que tuviera un poder que rivalizara con el suyo.
Ay de mí, pensaba Adán. No habrá placer para mí en el mundo, mientras no encuentre y liquide a mis parientes.
—El hijo de Jason —refunfuñó Lared— ¿en eso terminaron todos tus planes?
—Tienes que admitir que como experimento biológico dio maravillosos resultados. Mi don pudo generar más poder del que yo soñaba. Yo no puedo controlar los pensamientos ni actos ajenos. Sólo puedo escrutar la mente y los recuerdos. Y no creas que Adán era tan monstruoso como dice el sueño. Esto te llegó a través de muchas personas que lo odiaron. Él fue el diablo, el Abner Doon del mundo de Worthing. Sospecho que vivía en tiempos crueles, y únicamente difería de otros monarcas en que logró mayor éxito en el ejercicio del poder. Sospecho que no inventó esos tormentos, aunque tampoco se negó a usarlos. Era muy mal hombre, pero para las pautas de su época no era aberrante. Aunque tal vez me equivoque. Descríbelo como lo soñaste, y tu historia no contará mentiras.
—¿Y los demás? ¿El padre, el tío, el hermano?
—Oh, el padre murió de desesperación poco después de su partida. Su hermano… ya conoces la historia. Su hermano se hizo calderero y sanador y amante de los pájaros. En cuanto a Mateo, su hijo, el pequeño Mateo, no murió. En los treinta años del ascenso al poder de Adán, el pequeño Mateo creció y tuvo un hijo llamado Amós, y heredó la posada cuando murió su padre. Después de la muerte de Juan Calderero, que aconteció el año de la boda entre Adán y la hija de Zoferil, Mateo y Amós fueron a vivir a Hux, cerca del lugar donde el Río Oeste se despeña de la Cima del Mundo. Se hicieron mercaderes.
Amós miró las calles y tejados de Hux desde la ventana de su torre. Siempre vivía en una torre y trabajaba en una torre, y dejaba semillas para las aves en el antepecho de cada ventana. Los pájaros acudían durante todo el invierno y todo el verano, y él jamás los defraudaba. A veces, mientras los pájaros revoloteaban alrededor de la torre, él podía creerse digno de su tío Juan Calderero, que yacía en una tumba de Worthing.
—Tú recuerdas al tío Juan —dijo Amós.
—No por mí misma —replicó Fe, su hija menor. Así era ella, siempre quisquillosa con la precisión de las palabras.
—Recuerdas mis recuerdos de él.
—Nunca debió permitir que ellos tuvieran poder sobre él. Debió haberlos cambiado.
Ah, Fe, suspiró Amós. ¿De todos mis hijos, serás la primera que no pueda sobrellevar la carga que hemos asumido?
—¿No? ¿Y qué les habría hecho entonces?
—Los habría detenido. Habría evitado que le hicieran daño. No tenía por qué permitir que lo lastimaran a él.
—Ellos pagaron con la vida —dijo Amós—. Los decapitaron y llevaron las cabezas a Ciudad de Stipock, para que el Hijo de Jason las examinara.
—Y él es otro a quien deberíamos detener —dijo Fe—. ¿Por qué hemos de permitir que un hombre así…?
Amós se llevó el dedo a los labios.
—Juan Calderero fue el mejor de nosotros. Paciencia infinita. Ninguno de nosotros la tiene. Pero debemos intentarlo.
—¿Por qué?
—Porque el Hijo de Jason también es uno de nosotros.
Observó el rostro de Fe. No la había visto tan sorprendida desde la infancia, pero este secreto era el más doloroso y arriesgado, y los niños no lo aprendían hasta alcanzar la mayoría de edad. ¿Pero tú eres mayor, Fe? ¿O deberemos someterte al juicio de la piedra para seguridad del mundo? Hemos de ser crudelísimos con nosotros mismos, para ser bondadosos con el mundo.
—¡El Hijo de Jason! ¿Cómo puede ser uno de nosotros? ¿De quién es hijo? Tú tienes siete hijos y siete hijas, y el abuelo tiene tres y ocho, además de ti. Yo conozco a todos mis hermanos, a todos mis sobrinos, y…
—Y contén la lengua. ¿No sabes que todos tus hermanos vigilan a sus pequeños, para cerciorarse de que no nos oigan? No podemos dedicar demasiado tiempo a esto. Tengo mucho que explicar, y hay poco tiempo.
—¿Por qué poco tiempo?
—Porque Adán y sus hijos duermen —dijo Amós— pero pronto despertarán, y debes tomar una decisión antes de que despierten.
—¿Qué quieres que decida?
—Contén la lengua, Fe, y escúchame.
Fe contuvo la lengua, incluso mientras buscaba respuestas en la mente del padre.
—Niña tonta, ¿no sabes que puedo cerrar la mente? ¿No sabes que esto nos diferencia de Adán y sus hijos? Él no puede impedir que le escrutemos la mente, pero nosotros sí. En todos los poderes lo igualamos, pero además también podemos cerrar la mente. Eso nos vuelve más fuertes.
—¿Entonces por qué no derrocamos a ese bastardo? —exclamó Fe—. ¡No tiene derecho a gobernar el mundo!
—No, no tiene derecho. ¿Pero quién conoce a uno mejor? ¿Quién ocupará su lugar?
—¿Por qué es necesario que el mundo tenga un gobierno?
—Porque sin gobierno no hay libertad. Si las gentes no siguen la senda designada, ni obedecen una ley, ni se unen para decir la misma palabra, al menos de vez en cuando, no hay orden en el mundo, y donde no hay orden no hay poder para predecir el futuro, pues nada es fiable, y donde no se puede conocer ni conjeturar el futuro, ¿quién puede planear? ¿Quién puede elegir? No hay libertad, porque no hay gobierno. ¿Debo repetir las lecciones que te enseñé desde la infancia?
—No, Papá, no es preciso que me enseñes nada.
—Si ya lo has aprendido, ¿por qué eres tan boba? ¿Por qué derribaste a Vel cuando reñía contigo en la calle?
Fe cobró un aire desafiante.
—Apenas la toqué.
—Le hiciste recordar, apenas por un instante, el pesar que ella sintió ante la muerte de la madre. Tomaste la peor hora de su vida y se la devolviste, sólo porque dijo algo que te desagradó. Le hiciste lo peor del mundo en nombre de una venganza mezquina. Dime, Fe, ¿cuál es la diferencia entre tú y el Hijo de Jason, para que pienses que tú deberías gobernar en su lugar?
—Cien mil muertos, ésa es la diferencia.
—Él mató a más porque tenía más poder. Con más poder, ¿no harías lo mismo? Aquí hay más cosas en juego de las que piensas, Fe. Cuando Papá y yo vinimos aquí, comprendimos por primera vez cuánto poder poseíamos, como Adán debió de comprenderlo cuando fue a Ciudad Celestial hace más de una generación. Podíamos lograr que la gente nos prestara dinero y luego olvidara nuestra deuda; podíamos obligar a nuestros deudores a pagarnos primero; podíamos comprar propiedades cuyos dueños ni pensaban en vender. Podíamos ser muy ricos.
—Sois ricos.
—Pero nadie es más pobre por nuestra riqueza. No robamos a nadie. Sólo abrimos nuevas tierras donde no había nada y hallamos oro escondido en la tierra, y dimos seguridad y prosperidad a la ciudad, de modo que todos sus habitantes prosperaron. No hay pobres en Hux, Fe. Tú nunca la conociste de otro modo, pero te aseguro que es nuestro logro. Un logro de todos los días.
Fe entornó los ojos.
—¿Qué ganáis?
—Juan Calderero no me reprocha su muerte —dijo Amós—. Los pájaros de Juan Calderero aún me visitan.
—Eso no es una razón.
—Claro que sí. Él vivió su vida y no causó daños.
—Y mira lo que consiguió.
—La muerte. Pero hemos aprendido de él.
—Sí… no dejar que se te acerquen.
—No. No dejar que se enteren. El tío Juan pudo haberlos curado por su propia satisfacción, y jamás habría sido blanco del resentimiento si no hubieran sabido que él los curaba. Así los habitantes de Hux ven la contaduría de Mateo y Amós y sólo ven una empresa próspera donde siempre corretean niños de ojos azules. Pero ignoran que sus hijos sobreviven a la infancia gracias a nosotros, que sus vacas dan leche y no enferman ni mueren gracias a nosotros, que sus matrimonios perduran y sus contratos se respetan porque en esta casa siempre hay dos o tres o cinco o más escuchando, observando, cerciorándose de que esta ciudad esté a salvo del dolor…
Fe meneó la cabeza y sonrió.
—Os conozco. Creéis que vosotros sois los hijos de Jason.
Amós meneó la cabeza. Todos los demás hijos habían asentido, habían comprendido. No habían hecho nada para merecer el don; era una mayordomía; se les encomendaba el cuidado de la ciudad, y debían preservarla.
—En toda la historia de este mundo —prosiguió Amós—, nunca hubo un lugar más dichoso que esta ciudad de Hux, bajo nuestro cuidado. Las madres ya no temen el parto, porque saben que vivirán. Los padres están dispuestos a amar a sus hijos, porque saben que los hijos llegarán a la edad adulta.
—Y sin embargo, dejáis que el Hijo de Jason gobierne el mundo.
—Sí. Tu mismo deseo de destruirlo, Fe, me indica que tienes más lazos con él que conmigo. Hija, en este día te pregunto: ¿Guardarás el secreto y respetarás el pacto? ¿Usarás tus dones sólo para curar, nunca para la venganza, el castigo ni el daño?
—¿Qué hay de la justicia? —preguntó Fe.
—La justicia es el equilibrio perfecto —dijo Amós—, pero sólo el corazón perfectamente equilibrado puede ser justo. ¿Tú lo tienes?
—Distingo entre el bien y el mal.
—¿Aceptas el pacto?
No era preciso que respondiera. Amós supo la respuesta en cuanto ella le cerró la mente. Cuando Fe respondió que sí, sólo consiguió empeorar las cosas.
—¿Crees que puedes mentirme?
Ella irguió la cabeza con aire desafiante.
—El Hijo de Jason es una herida en el mundo, y yo la sanaré. Si eso es respetar el pacto, entonces lo respetaré.
—Y arrastrarás al mundo a una nueva guerra.
Fe se levantó.
—El mundo está sumido en el dolor y sólo piensas en nuestra pequeña ciudad. ¿De qué vale la felicidad de Hux cuando todo el mundo está sometido?
—Lleva tiempo. Nuestros hijos crecen… luego habrá suficientes para llegar más lejos, lograr más…
—No formaré parte de esto. Puedo desafiar al Hijo de Jason, y lo reemplazaré.
—¿De veras? —preguntó Amós—. Espero que no. Pero, por el bien del mundo, Fe, debemos ponerte en la piedra.
Ella no entendió a qué se refería.
Pero lo supo cuando la llevaron al descampado, hacia las colinas, hasta un lugar donde la roca viva era lisa como las sábanas del lecho de una virgen.
—¿Qué me hacéis? —preguntó, pues siendo violenta temía un acto de violencia.
Debemos saber quién eres, dijo Amós en silencio.
—¿No me conocéis, después de tantos años?
Conocemos tus recuerdos, y conocemos nuestros recuerdos, pero no conocemos tu futuro. ¿Cómo saber cuánto mal puedes albergar? Las semillas de la destrucción están allí. ¿Echarán raíces, y desmigajarás la roca del corazón del mundo?
—¿Qué me haréis?
Bien, te convertiremos en alguien que no eres, y aprenderemos quién eres. Te haremos flotar en la piedra, donde estás aislada de la vida; te haremos parte de la piedra, para que te aísles de tu propia carne; y luego veremos cuánto hay en ti de Adán Worthing.
—¿Moriré?
Yo mismo entré en la piedra, y salí entero. Lo hacemos porque sólo en la piedra podemos dejar aparte nuestros recuerdos para permitir que la mente de otro entre en la nuestra; yo floté en la piedra, y traje a cada uno de los hijos de Adán Worthing, uno por uno, a mi mente, para juzgarlos.
—¿Y perdieron?
Perder habría consistido en no conocerlos plenamente. Yo no perdí. Ahora los conocemos por dentro y por fuera.
—¿Eran buena gente?
Son tan buenos como yo, pues su memoria entera cabía en mi mente sin enloquecerme. Así que ahora flotarás en la piedra y te despojarás de ti misma para entrar en la roca viva, y admitirás otra mente dentro de la tuya.
—¿La de quién?
Tú eliges, Fe. Puedes tomar la mía. O puedes tomar la de Adán Worthing. La que más te agrade. La que consideres menos capaz de destruirte.
—¿Cómo lo sabré? No os conozco tanto.
Por eso flotamos en la piedra. Es algo más que evocar recuerdos ajenos. Es transformarse en otro, y medir su vida con tu propia alma. Si esa persona es demasiado distinta de ti, morirás.
—¿Cómo lo sabes? ¿Quién flotó en la piedra y murió?
Elias. Él fue el primero. Cuando Adán huyó, cuando Adán asesinó y huyó, Elias flotó en la piedra y lo buscó. Y lo encontró. El joven Adán era tal monstruo que mató al anciano.
—Pero Papá… ¿no dijiste que también habías flotado en la piedra por Adán?
No. Sólo por sus hijos.
—¿Y por mí? ¿Flotarás en la piedra por mí?
Fe, lo haría por ti si creyese que sobreviviría.
—¿Crees que eres tan distinto de mí? ¿Soy tan monstruosamente maligna como el Hijo de Jason?
Creo que sus recuerdos pueden morar en tu corazón mejor que en el mío. Creo que si tuvieras un recuerdo perfecto de cada acto, cada elección y cada sentimiento que he experimentado en mi vida, niña, enloquecerías y nunca hallarías tu propio yo en la piedra, y morirías.
—Entonces introduciré a Adán en mí. Pero no soy tonta, Papá. Sé lo que eso significa. Si puedo ser Adán Worthing, entonces soy indigna, según vosotros. Y si no puedo soportarlo, quedaré justificada, pero entonces me volveré loca y moriré.
Por eso la opción es tuya.
Ella hurgó en la memoria de su padre para coger el recuerdo del juicio de la piedra: él le abrió la memoria para que ella viera. Luego, sin ninguna vestimenta que se interpusiera entre ella y la piedra desnuda, Fe se recostó e hizo exactamente lo que recordaba que había hecho su padre.
Fue Papá quien trabajó la piedra. Él sabía volverla fría y blanda como el agua, y Fe se hundió en la piedra líquida y flotó en la fría faz del mundo.
Mientras se sumergía en la piedra, liberándose de sus recuerdos, los demás la guiaron hacia Adán Worthing. Fueron suaves con Adán, para que él no supiera lo que estaban haciendo. No serían suaves con ella.
Así, Fe se transformó en Adán Worthing, desde la infancia en adelante, desde el primer terror en el cuarto de la Posada de Worthing, hasta cada acto malvado, cada paso en el poder, cada hombre y mujer destruidos, cada matanza en el campo de batalla, cada sacrificio gratuito de inocentes.
Y cuando estuvo hecho, y Fe hubo soportado el peso de ese pasado atroz como si fuera propio, y no perdió los cabales, Fe lloró de vergüenza y dejó que la regresaran a sí misma, deseando haber muerto en la piedra.
Los otros la miraron con frialdad y se alejaron. Sólo su padre se quedó, y sollozaba.
—No pude hacerlo —dijo en voz alta.
Ella vio el fracaso en aquella mente sin protección: cuando quedó claro que ella podía soportar ser Adán Worthing, el deber de Amós era permitir que la piedra líquida se solidificara y la apresara; matarla, y dejar sus recuerdos encerrados en la roca, antes que permitirle vivir para que hubiera otro Adán en el mundo.
—No es verdad —dijo Fe—. No es justo. Yo puedo soportar a Adán, pero también te soportaría a ti. No soy igual a él, aunque soy parecida. Papá, no lamentarás haberme dejado con vida.
Pero lo lamentaba. Todos lo lamentaban, y Fe apenas pudo soportar la vergüenza de estar con vida. No soy como él, se repetía una y otra vez. Se equivocan en cuanto al juicio de la piedra.
Pero no se equivocaban. A pesar de sus protestas, Fe sabía que el juicio era justo. Al cabo de varios meses de vivir como paria en la casa del padre, comprendió que toda la maldad de la vida de Adán moraba cómodamente en su corazón, y aún dejaba espacio. Espacio para más.
¿Pero dónde está escrito, dónde se dijo que yo no puedo cambiar?
Los otros no deseaban hablarle. Nunca le contaban anécdotas sobre su trabajo de curación en Hux. Pero no podían impedirle observar, ni permitir que la mente de Fe vagara por la ciudad y viera cómo cada herida, cada pena, cada temor era curado. Así es como se hace, pensó; mi instinto me impulsaba a destruir, pero así se sana un corazón roto.
Y cuando recobró la confianza en sí misma, fue a ver a Adán Worthing.
Fue a ver a Adán Worthing, pero no con la mente, sino en persona. Había cerrado la mente a los demás; ellos ignoraban adónde había ido. No importaba: no la echarían de menos aunque muriese. Por su parte, ella no permitiría que Adán supiera dónde estaban los demás, ni siquiera que existían. Pero aunque lo averiguara, aunque sus actos pusieran en peligro a todos, no se detendría. Pues había aceptado a Adán Worthing dentro de sí, y sabía dónde estaba herido, y esperaba curarlo, si él podía resistir la curación.
Temió que ellos la siguieran para detenerla, pero luego comprendió amargamente que quizá se hubiesen alegrado de su partida. Navegó por el Río Oeste hasta Linkeree, luego por mar hasta Ciudad de Stipock. Viajó sin problemas de los muelles a la ciudad, de la ciudad al castillo, del castillo al palacio que se erguía sobre el rojo peñasco que dominaba el mar. Sabía qué decir para que cada guardia y cada criado la dejara pasar. Y al fin estuvo en la antesala de la corte del Hijo de Jason. Se sentó a esperar mientras las gentes iban y venían para ser recibidas en audiencia por el Hijo de Dios.
—Llegas demasiado tarde —le dijo una mujer de rostro fatigado.
—¿Para qué? —preguntó Fe.
—Para detenerlo. Debiste venir hace años.
La mujer estaba consumida, y las ropas elegantes no ocultaban el deterioro. Estaba agonizando.
—Y él podría curarte, si quisiera.
—Él no sabe curar. —La mujer irguió la barbilla con orgullo—. Pero tuve de él lo que tuve, y fue mejor que lo que ofrece el mundo.
—Uwen —dijo Fe.
—Él sabe que vienes —respondió Uwen.
—¿Lo sabe?
—Lo ha sabido durante años. Siempre aguardaba. Yo lo notaba. Sabía observar. Siempre miraba al sur desde Ciudad Celestial, o al norte desde aquí, hacia la aldea que destruyó en el Bosque de Aguas. Vienes de allí, ¿verdad? Puedes confiar en mí. No revelaré una palabra. —Sonrió—. Él ya conoce tu corazón. Tiene esa capacidad. Conoce tu corazón.
Luego su llegada no era una sorpresa. No importaba. Conocía a Adán mejor que Adán mismo. No le temía.
—Entraré ahora —le dijo a Uwen.
—¿Has venido a matarle?
—No.
—¿Me amará, cuando hayas terminado?
—Te estás muriendo, ¿verdad?
Uwen se encogió de hombros.
Fe le escrutó la mente, halló la enfermedad y la sanó.
Uwen no dijo nada, sólo se miró las manos. Fe se levantó y entró en el salón. Los guardias ni siquiera pensaron en detenerla. Ella se encargó de que no lo hicieran.
Se arrodilló ante el trono del encanecido Hijo de Jason.
—Te estaba esperando —dijo Adán.
—No me hice anunciar, y creo que no nos conocemos —repuso Fe.
—Ella viene con ojos tan azules como los míos, tan azules como los ojos de mis hijos, y cuando escruto esos ojos no veo nada. Una vez hubo un hombre que me ocultaba los pensamientos. Lo mataría si pudiera. Y te mataré si puedo.
A sus espaldas, Fe oyó los pasos de los soldados, el susurro del metal saliendo de la funda.
Paralizó a los soldados haciéndoles evocar recuerdos del temor a la muerte.
—Te conozco —le dijo al Hijo de Jason.
Lo paralizó con el recuerdo del tío Mateo de pie en la puerta, la imagen que él más temía: el hombre que podía detenerlo, aplastar su poder como una ardilla, anularlo. Y mientras él permanecía en trance, Fe hurgó en sus recuerdos y los alteró.
Algunas cosas serían posibles, otras no. No podía alterar su voraz apetito de poder, ni el temor al fracaso: eso era más profundo que la memoria, formaba parte de la personalidad. Pero podía hacerle recordar cómo dominar esos apetitos y temores en vez de dejarse dominar por ellos. Ahora, en su nueva memoria, Adán no había matado, aunque había sentido la tentación; no había seducido, ni atropellado, ni torturado, aunque había tenido la oportunidad. Y cuando encontró demasiada sangre para poder limpiarla, Fe insertó razones por las cuales esos actos no eran un mero ejercicio de poder. Razones por las cuales cada acto había sido necesario, y en última instancia bueno para la gente.
Cuando Fe hubo terminado, Adán ya no era un tirano irresistible y abrumado por tantos crímenes que apenas reparaba en ellos y destruía por puro hábito. Ahora era un monarca que sólo temía sus propios deseos, y contenía su afán de crueldad con el mismo temor que otrora le había despertado su perdido recuerdo del tío Mateo.
No, perdido no. Pues los recuerdos más nítidos vivían en la mente de Fe. La piedra le había devuelto su yo, pero nada podía arrebatarle el pasado de Adán.
Estaban rodeados de gente, cortesanos y burócratas que habían acudido a maravillarse ante el espectáculo del tirano de ojos azules y la muchacha que le plantaba cara, desafiante, los ojos fijos, hora tras hora, en absoluto silencio, respirando apenas. ¿Qué poder ejercía sobre el Hijo de Jason? ¿Qué muertes resultarían de ello? ¿Quiénes sufrirían?
Pero cuando Fe hubo terminado, Adán sonrió y dijo:
—Ve en paz, prima.
Y Fe dio media vuelta y se alejó, y nunca más la vieron, pues Adán les prohibió buscarla.
Fe no había hecho un buen trabajo. Durante años hubo extrañas lagunas en la memoria de Adán, y a veces se rebelaba contra la vida de contención que creía haber llevado. Pero en general estaba curado, y el Mundo de Worthing lo supo poco a poco. El monstruo que habitaba en el Hijo de Jason había sido domado; el mundo podía soportar su gobierno.
Cuando Fe regresó a Hux, Amós la aguardaba. La recibió a las puertas de la ciudad y la acompañó hasta los huertos que dividían la colina en pulcras hileras y columnas.
—Bien hecho —dijo.
—Tenía miedo de que me detuvierais —repuso ella.
Amós meneó la cabeza.
—Todos habíamos depositado nuestra esperanza en ti, hija. Sólo tú lo comprendías tanto como para sanarlo. Si hubieras fracasado, no habríamos tenido ninguna esperanza, salvo matarlo, y eso nos mancharía para siempre.
—¿Entonces fue parte de vuestros planes desde el principio?
—Naturalmente —dijo Amós—. Ya no hay accidentes en el mundo.
Fe reflexionó, tratando de descubrir por qué le entristecía que los accidentes y sufrimientos hubieran concluido. Es el Adán que hay en mí, decidió al fin. Olvidó el asunto y trabajó con los demás para extender cada vez más la influencia curativa de Worthing. Curaré el mundo, y ya no habrá accidentes.
—La historia es algo tediosa a partir de ahí, Lared. Las historias sobre buenas gentes haciendo buenas obras nunca son muy emocionantes. Durante muchos siglos los descendientes de Adán usaron sus poderes para conocer las necesidades y deseos de sus súbditos, y se cercioraron de que tuvieran un buen gobierno y fueran bien tratados; entretanto, sin que lo supiera la familia de Adán, los descendientes de Mateo y Amós vigilaban una zona cada vez más vasta, liberándola del dolor, borrando el recuerdo del pesar, curando a los enfermos, aplacando a los coléricos, permitiendo que el cojo caminara y el ciego viera. Luego, en el Gran Despertar, se dieron a conocer al linaje de Adán, y ambos grupos unieron sus tareas, y unos se casaron con otros. Cuando me despertaron y me sacaron del fondo del mar, cada alma viviente de Worthing descendía de mí. Conquistaron el mundo mediante el matrimonio.
»Cuando llegaron las naves estelares de los otros mundos, ellos lo tomaron como el gran desafío para el cual se había creado ese poder. Comenzaron a cuidar de los mundos humanos. Las naves vinieron a mundos como el tuyo, y revelaron lo que habían hallado en el Mundo de Worthing, la colonia perdida, y cómo ésta significaba el fin del dolor. Fue entonces cuando comenzó aquí el ritual del fuego y el hielo, Lared. Y desde ese día, nada ha cambiado en el universo de los hombres, nada.
Lared derramó lágrimas sobre el papel.
—Hasta ahora —dijo—. Tus hijos pudieron haber esclavizado a toda la humanidad, pero en cambio decidieron ser bondadosos… ¿Por qué lo estropearon? ¿Por qué se detuvieron? ¿Por qué te alegras de ello?
—Lared. No lo entiendes. Mis hijos sí esclavizaron a la humanidad. Sólo que la hicieron más feliz que otros amos.
—No éramos esclavos. Y mi padre tenía dos brazos.
—Escribe la historia que conoces hasta ahora, Lared. Tenemos que acabarla pronto… el invierno toca a su fin, y te necesitarán en el bosque y en los campos. Termina el libro, y me marcharé tal como deseabas.
—¿Cuánto queda después de esto?
—Un sueño más —dijo Jason—. La historia de un hombre llamado Misericordia y su hermana Justicia. Cuenta cómo entre ambos deshicieron la trama del universo. Quizá, cuando termine, ya no me odies.