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ACTOS DE MISERICORDIA

Un viento tibio y seco sopló desde el sudeste. El hielo del río se resquebrajó por la noche; grandes balsas de hielo flotaron durante todo el día corriente abajo. Motas de ceniza procedentes de la fragua aún agrisaban la nieve, pero por debajo de ella Lared oía el rumor del agua. Arrojó un fardo de heno en cada pesebre, lo desmelenó con la horquilla y examinó las ovejas preñadas. Para muchas se acercaba el momento del parto. Y aunque había sido un invierno duro, aún quedaba forraje suficiente para dos meses más. Buen año para los granos y los animales. No tan bueno para los hombres.

Las herramientas estaban prontas para las faenas estivales; llegaba el momento de remover la tierra, cavar zanjas, escardar el huerto, rastrillar los campos. Hoy hace bastante calor, pensó Lared, y dejó salir a los gansos. Muchas cosas habían cambiado desde el otoño: esta vez ni siquiera pensó en preguntarle a Papá si era el momento apropiado.

Mamá estaba encinta. Mamá tendría un bebé y Papá estaba seguro de que era suyo. Bien, quizá lo fuera. Me pregunto quién será el amante. Lared sospechó que era el calderero, pues Mamá le demostraba bastante simpatía. Pero no, él no tenía oportunidad. En realidad, ¿cuándo la tenía cualquier otro? Con las mujeres siempre de visita y Papá a poca distancia, ¿cómo podrían citarse en la casa? Y Mamá no salía a hacer recados, excepto para trabajar en compañía de otras mujeres en algún paño o para llevar grano al molino…

¿El molinero? Mamá no podía preferirlo a Papá. No, imposible.

—Esos pensamientos no son muy edificantes —dijo Jason.

Lared se volvió hacia él. Jason estaba de pie en la puerta del establo, perfilado contra el sol.

—Saldré a marcar los setos —dijo Lared—. ¿Conoces la tarea, o Papá te necesita en la fragua?

—Yo te necesito en el libro —repuso Jason—. Estás pensando en las faenas de primavera, y el libro aún no está concluido.

—Es preciso hacer las faenas de primavera en primavera. Por eso las llamamos faenas de primavera. Estamos en primavera, y pienso hacerlas. Sea cual fuere el valor de lo que pagaste a Papá y Mamá, no vale por un invierno sin alimentos. Ahora nos podemos morir de hambre, ¿sabes?

—Te acompañaré a los setos.

Cogieron hoces y caminaron entre las hileras. La nieve estaba húmeda y resbaladiza, y las cuestas que daban al sur eran puro lodo, pues allí la nieve ya se había derretido. Lared se detuvo ante una planta caída sobre el camino, quebrada por el peso de la nieve invernal.

—En rigor no es necesario marcar una como ésta, pero hazlo de todos modos —indicó Lared—. A veces los peones están cansados y no sienten gran simpatía por el propietario, así que dejan todo lo que no tenga su moño de paja, aunque sepan que deben cortarlo.

Ató un moño de paja en la rama más saliente y continuaron tronchando ramas partidas, marcando plantas que era preciso arrancar de raíz o desplazar más adentro.

—Mamá está encinta —comentó Lared—. Sé que lo sabes, pero pensé que podrías decirme algo sobre el padre.

—Es el tuyo.

—¿Es eso cierto?

—Sí. Eso afirma Justicia. Ella sabe cómo averiguarlo. En los viejos tiempos, habría impedido su nacimiento si era un bastardo. Contribuía a hacer la vida más sencilla.

—¿Para qué quiere un hijo? Ya tiene dos.

—Sin muertes prematuras antes del Día del Dolor, Lared, ¿qué habría ocurrido con el mundo si cada pareja hubiera tenido más de dos? Todas las mujeres que no son vírgenes ni demasiado ancianas están encinta. La mayoría de sus hijos sobrevivirán. Pero calcula que cien niños serán sacrificados antes del transcurso de dos años. Tendrás que lograr que esta tierra produzca mucho más, o algunos morirán.

—Tal como ocurría antes —dijo Lared—. Ahora soy un experto en cómo ocurría antes. Creo que he vivido mucho más en tu historia que en mi propia vida.

—Sé que es así. ¿Eso te ha cambiado?

—No. —Lared se detuvo para mirar en torno—. No, excepto que los setos ya no ocultan misterios. Sé que no hay nada del otro lado. Cuando era niño me intrigaba, pero ya no.

—Estás creciendo.

—Estoy envejeciendo. He vivido demasiadas vidas este invierno. Esta aldea es muy pequeña comparada con Ciudad Celestial.

—Esa es su mayor virtud.

—¿Crees que Bahía Estelar necesitaría un escriba nacido en el campo?

—Escribes tan bien como cualquiera.

—Si encuentro a un hombre que ayude a Papá con la fragua, u otro herrero que lo reemplace y le permita administrar la posada, me largaré. Tal vez no a Bahía Estelar. Hay otros lugares.

—Harás bien. Aunque creo que añorarás Bahía Chata más de lo que crees.

—¿Y tú? Cuando te vayas, ¿añorarás este lugar?

—Más de lo que crees —dijo Jason—. Le he cobrado afecto.

—Ya lo creo. Un buen sitio para hallar dolor.

Jason guardó silencio.

—Lo lamento. Llega la primavera, Papá no tiene el brazo y ya no es lo mismo aunque le ayudes en la fragua. Ahora debo encargarme de la granja, y no me interesa. Es culpa tuya. Si hubiera justicia, te quedarías aquí para sobrellevar ese peso.

—Oh, no, en absoluto —dijo Jason—. Los hijos siempre se hacen cargo cuando los padres se tambalean, y las hijas hacen lo mismo por las madres. Es lo natural ahora. Esto es justicia. Lo que tenías antes era pura misericordia. Nunca hiciste nada para merecerlo, así que no te quejes ahora que te lo han arrebatado.

Lared continuó caminando. Trabajaron en silencio hasta concluir.

Cuando regresaron a casa, Papá estaba en la gran tina de cobre, tomando un baño. Lared advirtió su enfado cuando lo vio, y no entendió por qué. Lared había visto a Papá bañándose desnudo desde que era pequeño, mientras Mamá vertía el agua caliente en la tina y él vociferaba: ¿Qué? ¿Quieres quemarme las pelotas? Entonces Lared notó que Papá intentaba ocultar el muñón. Probablemente había esperado a que Lared fuera a marcar los setos, pero Lared había llegado antes porque Jason le había ayudado.

—Lo lamento —dijo Lared.

Pero no se marchó. Si debía rehuir para siempre el baño de su padre, pronto temería entrar en la casa, y Papá se bañaría una vez por año. Lared fue a la cocina y cogió un trozo de pan viejo y lo mojó en el potaje que burbujeaba sobre el fuego.

Mamá le abofeteó la mano en un gesto juguetón.

—¿No ves que todavía no está listo?

—Ya está delicioso —dijo Lared con la boca llena.

Papá siempre mojaba el pan. Lared sabía que a Mamá no le molestaría.

Pero a Papá le molestó.

—Aparta esas zarpas de la comida, Lared —rezongó.

—De acuerdo, Papá —contestó Lared.

No valía la pena discutir. Ya lo haría de nuevo, y Papá también se acostumbraría.

Papá se levantó de la tina, goteando agua. Sala, que jugaba calladamente en las cercanías, se le acercó para mirar el muñón desnudo.

—¿Dónde están los dedos? —preguntó.

Papá, embarazado, se cubrió el muñón con la mano. Era tristemente gracioso que no intentara cubrirse los genitales, sino algo que ni siquiera estaba allí.

—Silencio, Sala —ordenó Mamá.

—Tendría que haber dedos —dijo Sala—. Es primavera.

—No habrá nuevos brotes en este tocón —repuso Papá.

Más sereno, apartó la mano y empezó a secarse con un paño de lana gruesa. Mamá fue a frotarle la espalda, y de paso alejó a Sala.

—Sigue tu camino, Sala. Lárgate.

Sala gritó como presa de un tremendo dolor.

—¿Qué pasa? No te empujé con tanta fuerza, niña.

—¿Por qué no lo hiciste? —gritó Sala—. ¿Dónde está?

Sólo cuando Justicia apareció al pie de la escalera comprendieron a qué se refería Sala. Sala corrió hacia ella.

—¡Puedes hacerlo! ¡Sé que puedes! ¿Dónde está? ¡Dijiste que me amabas! ¡Dijiste que me amabas!

Justicia guardó silencio mirando a Papá, que se cubría con la toalla. Luego, con aire desafiante, dejó la toalla en manos de Mamá y salió de la tina para acercarse a Justicia.

—¿Qué le has prometido a la niña? —preguntó—. En esta casa se respetan las promesas hechas a los niños.

Pero Justicia no respondió. Como de costumbre, Sala habló por ella.

—Ella puede reponer el brazo perdido. Me lo dijo en la mente. Soñé con ello, lo vi abierto como una flor, con los cinco dedos recobrados.

Jason se interpuso entre ambos.

—No te metas en esto, Jason. Esta mujer ha vivido como un fantasma en mi casa, todo el invierno. Quiero saber qué le prometió a mi hija.

—Ponte los pantalones —dijo Jason.

Papá miró fríamente a Jason un largo instante, luego se puso una bata.

—Justicia no prometió nada, pero Sala vio lo que Justicia desearía hacer si no tuviera el compromiso de no hacerlo.

—¿Hacerme crecer la mano? Sólo Dios puede hacerlo. Y Dios se ha ido.

—En efecto —dijo Jason.

—¿Cómo sabe Sala lo que piensa esa mujer? ¿O acaso habla cuando están solas?

—Cuando la gente como Justicia ama a alguien, no puede ocultarle los pensamientos. No quiso engañar a tu hija ni defraudarla. Lo que Sala vio está prohibido.

—Prohibiciones. Compromisos. ¿Pero si no hubiera prohibiciones ni compromisos tendría poder para curarme el brazo?

—Vinimos aquí a escribir un libro, con ayuda de Lared. Él lo terminará mañana y luego nos iremos.

Jason se acercó a Justicia y la empujó suavemente escaleras arriba. Sala se quedó al pie, llorando. Papá se puso los pantalones y Lared se sentó ante el fuego, mirando cómo las llamas intentaban escapar por el tubo de la chimenea y morían antes de conseguirlo.

Misericordia fue el primogénito; Justicia fue su hermana. La madre los había conocido bien en el vientre: los nombres eran adecuados. Misericordia no soportaba que otros sufrieran; Justicia era más severa, e insistía en que hubiera equidad a pesar del precio.

El nombre de Justicia no era meramente decorativo; fue la senda que la orientó por el desierto de la infancia. Pues en cuanto pudo caminar y articular sonidos, comenzó a explorar los recuerdos de quienes la rodeaban, o los recuerdos se le impusieron contra su voluntad. Papá, Mamá y las mil vidas que les habitaban la mente, todas las demás identidades, todos los acontecimientos que por su importancia se habían conservado en la memoria. Y en medio de todo esto Justicia debía apañárselas para recordar quién era ella, qué recuerdos le eran propios. Ella era tan pequeña, su vida tan ligera que durante mucho tiempo anduvo extraviada. Había conquistado la cordura y la identidad mediante esa necesidad de enderezar las cosas, de equilibrarlas, de premiar el bien y eliminar el mal.

También salió de la infancia con el anhelo de parecerse más a Misericordia, su compasivo hermano. En ciertos sentidos eran semejantes: ambos se espantaban ante el sufrimiento inmerecido. Pero el deseo de Misericordia era sobrellevar la desdicha él mismo, arrebatarla al sufriente. Justicia, en cambio, procuraba hallar la causa, arrancarla de raíz. Tenía que saber el porqué de todo. Era imposible para sus maestros. Misericordia se convirtió en Observador a temprana edad, porque captaba con agudeza el dolor ajeno, y pronto dominó la técnica de curarlo. Justicia, en cambio, no atinaba a concentrarse en la tarea. Su maestro le preguntó una vez: ¿Qué ocurrirá si resulta que no eres una Observadora? Hay otras tareas, y es preciso hacerlas.

Yo Observaré, respondió Justicia en silencio, porque Misericordia Observa.

Cuando dejó atrás los juegos de la infancia, aún no estaba preparada para Observar, y pasó la juventud encaramada en los árboles de la Escuela, sometiéndose a una labor que era tan fácil para Misericordia como dolorosa para ella. Habitaba la mente de Misericordia siempre que él lo permitía, tratando de descubrir por qué él era tan rápido para captar un ansia y satisfacerla, tan hábil para hallar el dolor y curarlo. Pero no halló ninguna destreza específica. Al final comprendió qué era: Misericordia amaba de inmediato a todos los que conocía, y se interesaba por su alegría más que por la propia. Justicia, en cambio, no amaba a casi nadie, sino que medía a la gente según criterios de corrección o incorrección. Pocas personas eran buenas según esas pautas, y Justicia no daba su amor con facilidad. De lo cual resultó que tuvo que aprender a ser Observadora sin ayuda del don natural, y sólo a los veinte años dejó los árboles de la Escuela para ir a los Estanques.

Para entonces, sus amigos de la infancia Observaban desde hacía años, y Misericordia ya era un maestro al que se le había confiado la Observación de un mundo durante un tercio de cada día. Aun así, Justicia no se reprochaba esa lentitud. Era tolerante consigo misma; sabía que estaba avanzando en una labor para la cual no estaba dotada, así que debía pagar un precio más alto.

Pasó su hora de prueba cierto día, y al día siguiente fue por primera vez a los Estanques para Observar sola. Fue a los jardines, se quitó la túnica para vestirse de viento, y halló un Estanque con espacio para ella. Se adentró lentamente en las aguas, luego se tendió de bruces hasta rozar los guijarros planos. Pies, vientre, pechos y rostro en el agua fría; talones, nalgas, espalda y orejas en la brisa que esparcía la pelusa de los árboles por la superficie del agua. No respiraba, pero eso ya era casi una segunda naturaleza; había pasado muchas horas de la infancia colgada cabeza abajo de una rama de árbol, aprendiendo a cerrar el cuerpo y liberar la mente para vagar entre los astros.

Como era una novicia, sólo se le permitió Observar una aldea de un mundo primitivo que aún desconocía la electricidad y el vapor. Era un villorrio a orillas de un río, y era tan pequeño que el dueño de la posada también era el herrero.

Justicia llegó a la aldea en la última hora de la noche, así que no hubo ojos despiertos que la guiaran. En su lugar, bordeó las corrientes de la vida misma, el confuso oleaje de los estólidos árboles, la frenética energía de las aves nocturnas, las bestias del alba en busca de agua o sal. Pensó, en semejante hora, que Observar sería un deleite.

Cuando el hambre despertó al primer niño de la aldea, Justicia sintió una mano en el hombro. De inmediato supo que era Misericordia. No sacó la cara del estanque, pues los Observadores jamás lo hacen. Misericordia le presionó suavemente la espalda, para decir: Esto es la vida, ahora estás viva. Ella no necesitó responderle para indicarle que oía. Pero Misericordia no había concluido. Él no podía hablarle en la mente, pues la mente de Justicia estaba cerrada a todos los pensamientos excepto los de la aldea que Observaba, así que le habló en palabras. Ella no reconocía su voz, o quizá fuese que el agua la deformaba.

—Dicen que Justicia es bella y brillante, y que lleva la equidad detrás de los ojos. Dicen que mi hermana es oscura y terrible, pues puede convivir con la verdad.

Las palabras la estremecieron, como el aliento de Misericordia en su mejilla húmeda. No se atrevía a abandonar la aldea para escrutar la mente de su hermano, aunque estuviera abierta. Pero había contundencia en esas palabras, y le causaron temor. Misericordia le decía adiós, y Justicia no comprendía.

¿O es una prueba? ¿En el primer día a solas prueban a los nuevos Observadores dándoles palabras terribles de la persona que más aman? Si es una prueba, no fallaré. Mantuvo la cara en el agua, mantuvo la mente entre los aldeanos, y Misericordia se marchó.

Justicia comenzaba a tener ojos para ver, ojos somnolientos e irritados, mientras la gente ordeñaba vacas y ovejas y revolvía potajes sobre el fuego. Todo era madera y mimbre, alfarería y cuero. Era un lugar viejo, un lugar antes perdido, donde las máquinas no ayudaban a los Observadores en su tarea. Los caballos orinaban en los pesebres, el polvo se introducía en las casas. Las orugas se arrastraban por los brazos de los niños, y había un Observador por cada localidad, pues había muchos modos de hacerse daño.

Un niño empezó a ahogarse con una salchicha. Los padres se alarmaron, sin saber qué hacer. Justicia causó un espasmo en el diafragma del niño, arrojando la salchicha a la mesa. El niño rió y quiso hacerlo de nuevo, pero Justicia dejó que la madre lo reprendiera y el niño desistió. Justicia no podía perder tiempo con esos juegos.

El remendón se cortó el pulgar junto con el cuero que estaba cortando. No estaba habituado al dolor, y gritó, pero Justicia le quitó el dolor, le hizo recoger el pulgar tronchado y ponerlo en su sitio. Era sencillo hacer crecer cada vena y cada nervio e introducirse en la mente para borrar el recuerdo. También hizo olvidar a la esposa ese grito de terror. Lo que nadie recordaba no había sucedido.

Había furia, y Justicia la aplacó. Había miedo, y ella lo disipó. Había dolor y desgarramiento, y ella los curó. La enfermedad no se arraigaba, pues ella aceleraba la capacidad del cuerpo para purificarse. Ni siquiera el hambre duraba, pues todos ansiaban trabajar con empeño por la mañana, ya que Justicia generaba vigor en toda la aldea con el alba, y pronto los peones acudían a los campos y había gente trabajando ante el banco, el tonel, la fragua y el horno.

Por la tarde el corazón de un viejo dejó de latir. Justicia realizó un chequeo. Tardaría más de tres minutos en curarlo; el viejo no tenía hijos menores de veinte años; la esposa gozaba de buena salud mental y emocional; por tanto, le permitió morir. En vez de curarlo, Justicia llevó a la casa al hijo, el posadero de treinta años con brazos de herrero. Mantuvo en blanco la mente del joven, que no reconoció al anciano, y se limitó a recogerlo y llevarlo hasta el cementerio, donde aguardaban unos amigos con un hoyo a medio cavar. Al cabo de una hora el viejo yacía en la tierra. Los hombres que habían cavado recordarían la inhumación como algo ocurrido tiempo atrás, hacía un año; pensarían que habían tenido ese año para superar la pesadumbre por la muerte del viejo.

Mientras el joven regresaba a casa, Justicia le puso en la mente todos los momentos de regocijo de su infancia, una generosa elegía; así creería que simplemente acababa de visitar la tumba del padre, que ya tenía un año, para recordarlo en el aniversario de su fallecimiento.

La viuda del muerto recogió obnubilada todas sus pertenencias y se mudó a la posada del hijo, donde le dieron una cama en la planta baja, cerca del fuego, y cerca de la carriola del nieto. La nieta dormía en el otro extremo de la habitación. Ya había pasado el momento del duelo, y a la mujer no le parecía extraño vivir con su nuera. Todos se sentían cómodos con la situación, y la vida continuaba. El abuelo era un recuerdo entrañable, no una pena sombría.

Justicia cuidaba de los vientres, para asegurarse de llenar los más convenientes y dejar vacíos a los demás; acudió en ayuda de la muchacha decidida a abandonar la virginidad, y la hizo feliz a pesar de la avidez excesiva del chico. Y al final anocheció en la aldea, y los Observadores del Sueño la tocaron suavemente para anunciarle que su turno había concluido. Buen trabajo, dijeron en silencio, y Justicia apartó la cara del estanque con el calor del orgullo y con el frío de la brisa en el rostro y el cuerpo húmedos. Era mediodía en Worthing, y la tez de la espalda, las nalgas y los muslos de Justicia era cálida y parda. Se dejó secar en la brisa, sin decir nada al resto de los Observadores con los que había compartido el Estanque.

Se internó en el jardín y aspiró el aire, que le acarició la garganta como nieve. Se desató el cabello, que se le derramó sobre los hombros. Tras cinco días de Observación, le permitirían cortarse el cabello si actuaba bien. Concluida la prueba, sería una mujer.

Halló sus ropas y se vistió. Sólo entonces su amigo Grave se le acercó para darle la noticia.

Han encontrado a Dios, dijo en silencio. En su nave estelar en el fondo del océano. Está dormido, pero podemos despertarlo si queremos. Pero una cosa es segura. No es más que un hombre.

Justicia rió. Claro que no es más que un hombre. Ya lo sabíamos. Somos sus hijos.

No, le dijo Grave. Sólo un hombre.

Y Justicia comprendió que Jason Worthing, el padre de la raza, no tenía el poder de todos ellos.

Oh, podía escrutar mentes, pero no podía poner nada en ellas, no podía cambiar nada.

Pobre hombre, pensó Justicia. Tener ojos, pero no tener manos para tocar, ni labios para hablar. Ser mudo y paralítico en la mente, pero ver. Qué tortura habrá sido. Mejor dejarle dormir. ¿Cómo vivirá entre nosotros, sus hijos, si es un tullido?

Hay quienes igual desean despertarle, dijo Grave en silencio. Para que nos juzgue.

¿Es necesario que nos juzgue?

Si tiene la fortaleza para soportar la decepción de no ser tan poderoso como nosotros, dicen, debemos despertarle para ver qué puede enseñarnos. ¿Qué otro hombre viviente conocía el universo anterior a la Observación? Él puede comparar, y decirnos si nuestra obra es buena.

Claro que lo es. Y si es demasiado débil para soportar su inferioridad, tendremos que cambiarle la memoria y enviarle a otra parte.

Grave meneó la cabeza. ¿Para qué despertarle si sólo pensamos quitarle la memoria? ¿De qué sirvieron tantos siglos de sueño?

Cuando un hombre está apenado, enfermo o débil, lo curamos.

El mundo perdería recuerdos que sólo él posee.

Entonces aprendamos sus recuerdos y curémosle.

Justicia, es nuestro padre.

Si existen casos especiales, es injusto. Lo despertamos porque está vivo, y lo curamos si está dolorido. No hay razones para determinar por anticipado si eso le haría daño o no. Además, no podríamos averiguarlo, a menos que celebráramos el juicio de la piedra…

Y Justicia descubrió lo que Grave había intentado ocultar, al menos por un tiempo: habían decidido celebrar el juicio de la piedra mientras ella Observaba, y su hermano Misericordia iba a encargarse de ello.

Justicia no esperó más pensamientos de Grave; corrió hacia el Salón de Roca. Sólo pensaba en la despedida de Misericordia, que ya entonces conocía su propósito y no se lo había contado. No porque ella estuviera en el Estanque; había aguardado a que ella estuviera allí para visitarla, para que no intentara detenerle. Pero ella debía detenerle, pues escrutar la mente de los muertos significaba la muerte o la locura. Naturalmente, Misericordia diría: Dejadme hacerlo. Aquí estoy, dejadme. Con gusto sacrificaría la mente o la vida para morar dentro de la mente de Dios.

Cuando Justicia llegó, ya era demasiado tarde. Sólo ella, de todos los que estaban Observando en ese momento, sólo ella desconocía la noticia. Todos los demás se habían reunido, aquí o en los demás Salones de Roca, y ya esperaban en el interior de la mente de Misericordia. Él yacía de espaldas en una roca plana, los brazos extendidos para sostenerlo mientras la piedra se ablandaba y el cuerpo se sumergía lentamente. La brisa hacía ondular la superficie de la roca, y Misericordia arqueó la espalda para hundir la cabeza en la piedra.

Justicia no tenía más opción que unirse a los demás, como si participara gustosamente en ese acto, porque no soportaba ser la única que no le acompañara en su sacrificio.

Al mirar debajo de la piedra, sintió dentro de sí una mente conocida. Su madre: Bienvenida, Justicia.

¿Cómo pudiste permitirlo?, gritó Justicia en su angustia.

¿Cómo podíamos no hacerlo, cuando él lo deseaba tanto y era algo necesario?

No es justo que él lo dé todo, cuando yo no doy nada.

Ah, dijo Mamá en silencio, así que se trata de equidad, a fin de cuentas. Quieres igualar a tu hermano, dolor por dolor.

Sí.

No puedes. Aunque quisieras, no podrías flotar en la piedra. Se requiere más compasión de la que tuviste al nacer. Pocos podríamos. Pero a pesar de eso puedes ayudarnos. Conoces a Misericordia mejor que nadie. Cuando la mente de Dios esté en él, sabrás mejor que nadie qué parte de él mismo es Misericordia y qué parte es Jason Worthing. Y con tu perfecto sentido de la medida, podrás indicarnos el momento en que la prueba haya finalizado, y de ti aprenderemos qué hacer.

No lo consentiré.

Pero sí no nos ayudas, quizás así permitas que Misericordia entregue su ser en vano.

Con lo cual Justicia no fue una mera testigo, sino la líder de todo el mundo, mientras Observaban la mente de Misericordia.

Misericordia moraba ahora en el fondo del mar, dentro de una cámara fría y silenciosa donde había vivido una mente. Ahora los recuerdos se hallaban en una burbuja insondable, y Misericordia tuvo que entrar en el cerebro donde esos recuerdos habían vivido y morar allí, despojarse de sus propios recuerdos y de todo lo aprendido, y ver qué hacía su mente en el espacio donde antaño había estado Jason. Si todo iba bien, se transformaría en Jason, y de él aprendería qué haría Jason al despertar, cómo reaccionaría; pero esta técnica nunca era perfecta, pues nadie había podido ahuyentar todos los recuerdos propios y dejar sólo la mente del muerto. Siempre quedaba un vestigio del flotante, y eso distorsionaba el resultado. La tarea de Justicia consistía en mesurar la distorsión y compensarla.

Pero no había distorsión. No habían contado con la absoluta abnegación de Misericordia. No había ningún recuerdo, por profundo que fuese, al que tuviera que aferrarse para sobrevivir. Ninguna parte de él podía continuar viviendo, por mucho que él deseara morir. Cuando Justicia buscó a Misericordia en el frío y líquido granito, no encontró nada. Sólo un extraño en lugar de Misericordia. Sólo Jason Worthing, un pobre tullido que veía pero no hablaba.

Ya había transcurrido mucho tiempo, y aún no había hallado al hermano. Dónde está, preguntó Mamá. Debes encontrarlo, pues no puede continuar mucho tiempo más.

Finalmente Justicia gritó desesperada: No está ahí, se ha ido.

Y apabullados ante el perfecto don de Misericordia, todos los del linaje de Worthing se retiraron de la mente de Misericordia, habiendo aprendido en Jason todo lo que necesitaban saber. Justicia abrió los ojos a tiempo para ver la solidificación de la piedra, con la cabeza de Misericordia en su interior, la espalda arqueada, las manos aferrando la superficie. Por un instante le pareció que él se movía, que estaba vivo, atrapado y tratando de salir. Pero era sólo una ilusión causada por la postura en que había muerto. La carne ya no era carne sino piedra, y Misericordia se había ido.

Justicia hurgó en sí misma buscando el equilibrio, el equilibrio perfecto que tenía que estar allí, pero no estaba.

Lared se acercó a la cama de Justicia, que fingía dormir.

—Me estabas dando sueños —dijo Lared—. No estás dormida.

Ella sacudió la cabeza despacio, y a la luz de la vela Lared vio que Justicia reprimía lágrimas en las comisuras de los ojos.

Iba a hablarle de nuevo cuando sintió una mano en el hombro. Era Jason.

—Ella Observó nuestra aldea, Jason.

—Sólo esa vez —dijo él—. Desde que su hermano flotó en la piedra, nunca más Observó.

—Pero yo recuerdo ese día. Me vi a mí mismo en su memoria, la vi entrar en mí y fue como si me comprendiera íntegramente por primera vez. Nada de lo que mostrasteis antes, nada fue…

—Todo lo demás provino de mentes inferiores a las de Justicia. Ella comprende lo que ve.

—Ella ha estado muchos meses con nosotros, pero jamás lo sospeché. Ella es Dios, no tú.

—Ella era la menor entre los dioses, si así quieres llamarlos. Pero al final fue la mayor. Fue a conocerme. Insistió en ser la que me cuidase cuando me sacaran del mar. Recuerdo que desperté, con las alarmas de la nave enloquecidas… Algo desplazaba la nave, algo desconocido para el pobre ordenador. Cuando nos posamos sobre la superficie del mar, abrí la puerta, y allí estaba Justicia, de pie en el agua ante mí, y pensé: Mi hija. Para mí habían transcurrido pocos días, desde que había dejado a Lluvia y los niños en Bosque de Aguas. Y habían llegado a esto. Ella me odió, por supuesto.

—¿Por qué? ¿Qué habías hecho?

—Era injusto. Ella lo sabía. Pero eso la transformó en la persona más atinada para juzgar lo que yo podía enseñarles. Si alguien tenía razones para desconfiar de mí, era Justicia. Ella me lo mostró todo; incluso me permitieron observar cómo Observaban, para que viera a través de sus ojos lo que estaban haciendo en el mundo. Era un mundo bello y benévolo, lleno de gente que se consagraba sólo a servir a la humanidad. Los maldije y declaré que lamentaba que no me hubieran castrado a los diez años, antes de engendrar a semejantes criaturas. Recuerdo que estaba muy contrariado. Y, como imaginarás, ellos también. No podían creer que yo aborreciera tanto lo que habían hecho. No podían comprender, aunque me escrutaran la mente, por qué estaba furioso. Así que se lo mostré. Dije: Justicia, permíteme borrarte todo recuerdo de la muerte de tu hermano. Y ella dijo…

—¡No! —gritó Justicia en la cama.

La palabra no pertenecía al idioma de Lared, pero no necesitó traducción para entenderla.

—Hipócritas, exclamé —dijo Jason—. Os atrevéis a despojar a la humanidad de su dolor, pero atesoráis vuestras agonías. ¿Quién os Observa a vosotros?

—¿Quién os Observa a vosotros? —exclamó Jason.

Nadie, respondieron. Si alguna vez olvidáramos nuestro dolor, ¿cómo podríamos preocuparnos de protegerlos de sí mismos?

—¿Alguna vez pensasteis que, por mucho que hayan despotricado contra el universo, la fatalidad, Dios o lo que fuere, quizá no os agradezcan que los hayáis privado de aquello que los hace humanos?

Y en la mente de Jason vieron las cosas que él más valoraba, los recuerdos más fuertes, y eran los momentos de temor, hambre, dolor y penuria. Y examinaron sus propios corazones, y vieron qué recuerdos habían perdurado a través de las épocas, y eran recuerdos de lucha y victoria, sacrificios como el de Misericordia cuando había flotado en la piedra haciendo una perfecta ofrenda de sí mismo, sufrimientos como el de Elias Worthing cuando vio que su esposa se arrojaba a las llamas, incluso el cruel Adán Worthing, con el terror de que su tío lo encontrara y lo castigara de nuevo. Esos recuerdos habían perdurado, mientras que la mera satisfacción no. Comprendieron que esto los volvía buenos, aun ante sus propios ojos; y como habían dejado al resto de la humanidad sin males que superar, la habían privado de la esperanza de grandeza, de la posibilidad de alegría. No se pusieron de acuerdo de inmediato. Sólo gradualmente, tras meses y semanas. Pero al fin, como podían verse a través de los ojos de Jason, decidieron que la humanidad estaría muerta mientras ellos Observaran, que los hombres y mujeres sólo recobrarían la humanidad con la posibilidad del dolor.

—¿Pero cómo podremos vivir —se preguntaban— conociendo todo el sufrimiento que vendrá, sabiendo que podemos detenerlo y a pesar de ello absteniéndonos? Es más sufrimiento del que nosotros podemos soportar; los hemos amado demasiado tiempo.

Así que decidieron no vivir. Decidieron terminar lo que Misericordia había comenzado, la ofrenda perfecta. Sólo dos personas del mundo se negaron.

—Estáis locos —dijo Jason—. Quise que dejarais de controlarlo todo, no os pedí que os matarais.

Hay vidas que no merecen ser vividas, respondieron. Tu falta de compasión te impide comprender.

Y en cuanto a Justicia, rehusó quedarse porque no era digna de morir por la causa de Misericordia. Sería concederse más de lo que merecía.

Pero tendrás que vivir entre las gentes y sus sufrimientos, le dijeron. Te destruirá ver sus penurias sin poder salvarlas.

Quizá, dijo Justicia. Pero ése es el precio de la Justicia; eso me equilibrará con Misericordia, al final.

Así Jason y Justicia abordaron una nave estelar hacia el único mundo que Justicia había conocido fuera de Worthing, mientras el Mundo de Worthing se inclinaba hacia su sol y descendía en espiral para morir en el fuego.

Justicia oyó la muerte de cien millones de almas y lo soportó; sintió el horror del Día del Dolor en Bahía Chata y lo soportó; sintió el odio de Lared cuando él supo que no actuaba a pesar de su poder, y lo soportó.

Pero ahora, tendida en la cama, se sintió traspasada por el pesar de Sala, y no pudo soportarlo. Entregó ese momento a Lared, le permitió ver su interior en pleno momento del dolor.

—Como ves —dijo Jason—, ella no es como yo. No carece de compasión. Posee más misericordia de la que ella creía.