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SEGUNDA OPORTUNIDAD

A los siete años Batta quedó totalmente atrapada, aunque apenas fue consciente hasta que cumplió los veintidós. Los barrotes eran tan frágiles que para la mayoría de la gente ni siquiera habrían existido.

Un padre, lisiado en un extraño accidente de metro y pensionado por el gobierno meses antes del nacimiento de Batta.

Una madre con corazón de oro, pero cuya mente no podía concentrarse en nada más de tres minutos seguidos.

Y hermanos que, en el caos y la depresión de ese hogar privado de mente y voluntad, se habrían desprendido de la urdimbre de la sociedad equilibrada si Batta no hubiera decidido (sin decidirlo) que ella sería madre y padre de ellos, de sus padres y de sí misma.

Muchas otras personas se habrían resistido a ir directamente a casa después de la escuela, sin tener jamás oportunidad de reunirse con los amigos y hacer esas locuras en los interminables corredores de Capitol que ocupaban el tiempo de la mayoría de los adolescentes de clase media. Batta simplemente regresaba de la escuela, hacía las tareas escolares, preparaba la cena, hablaba con Mamá (mejor dicho, la escuchaba), ayudaba a los otros niños con sus problemas y se aventuraba en la guarida donde Papá se escondía del mundo, fingiendo que tenía piernas o que no por no tenerlas había perdido valía. (Engendré cinco puñeteros hijos, ¿o no?, declaraba de cuando en cuando).

Pero no todo era negrura. Batta amaba el estudio; más aún, era una lumbrera. Se dio el lujo de asistir a la universidad, ante todo porque tenía una beca y su madre era partidaria de aprovechar todo lo que era gratis.

Y en la universidad conoció a un joven.

Él también era una lumbrera, aunque de otra especie. Batta no conocía a nadie como él (en realidad no conocía a nadie), pero entre ambos creció una singular amistad que abarcaba desde animalejos disecados y envueltos para regalo, tomados de Zoología Básica, hasta horas de silencio compartido, cuando estudiaban para los exámenes.

No se cogían de la mano. No intentaban besarse. No se manoseaban en la oscuridad.

Batta no sabía cómo era ni si debía desearlo (siempre imaginaba a su madre haciendo el amor con un hombre sin piernas), y se preguntaba si Abner Doon siquiera pensaba en el sexo.

Luego terminó la universidad, ambos recibieron títulos —en física, para Batta, en el servicio gubernamenal, para Abner Doon— y dejaron de verse; los meses transcurrieron, ella cumplió veintidós y de golpe comprendió que estaba atrapada.

—¿Adónde vas? Has terminado la universidad, y ya no tienes que ir a clase, ¿verdad? —se quejaba su madre.

—Quería ir a dar un paseo —respondía Batta.

—Pero, Batta, tu padre te necesita. Sabes que sólo es feliz cuando tú estás aquí.

Lo cual era cierto. Y Batta pasaba cada vez más horas en aquel apartamento de tres habitaciones, hasta que un día, casi un año después de la graduación, sonó el timbre.

—Abner —dijo Batta, más sorprendida que complacida. Casi lo había olvidado. Casi había olvidado que había asistido a la universidad.

—Batta, no te he visto por largo tiempo. Te echaba de menos.

—Bien —dijo ella, girando para que él la viera, pero sabiendo que tenía un pésimo aspecto—, aquí estoy.

—Se te ve muy mal.

—Y tú pareces un espécimen al que olvidaron diseccionar.

Rieron. Viejos tiempos, vieja magia. Él la invitó a salir. Ella se negó. Él la invitó a dar un paseo. Ella estaba demasiado ocupada. Y cuando el padre llamó por quinta vez desde que Abner había llegado, él decidió que la conversación había concluido y se marchó del apartamento antes de que ella regresara a la sala. Y ella se sintió más atrapada que nunca.

Pasaron los días, y todos los días ocurría algo nuevo a medida que los otros hijos crecían (y se casaban o no, pero de todos modos se iban de la casa), pero en los recuerdos de Batta todos los días eran iguales, y la ilusión de variedad era sólo un truco de su mente para mantenerla cuerda. Cuando Batta cumplió veintisiete, era una virgen solitaria cuyos hermanos se habían marchado y que vivía a solas con sus padres. Entonces Abner Doon regresó.

Él tampoco había ingerido somec, notó ella con sorpresa cuando lo hizo entrar en la sala (los mismos muebles desvencijados, sólo que más viejos; paredes del mismo color, sólo que más sucio; la misma Batta Heddis, sólo que más muerta) y él se sentó, mirándola atentamente.

—Creí que ya habrías tomado somec —dijo ella.

—Eso hicieron todos. Pero hay cosas que no puedes hacer mientras pasas los años durmiendo. No puedo tomar somec hasta que esté preparado.

—¿Y cuándo será eso?

—Cuando domine el mundo.

Ella rió, creyendo que era una broma.

—Y cuando averigüen que yo soy la hija perdida de Mamá, la emperatriz secuestrada por gitanos y retenida por piratas del espacio, me designarán emperatriz para reemplazarla.

—Tomaré somec este año.

Y ella no rió. Sólo le miró atentamente y vio que las preocupaciones, el trabajo y acaso la crueldad le habían tallado arrugas y una expresión singular, con ojos profundos e insondables.

—Parece como si te estuvieras ahogando —dijo Batta.

—Y tú pareces ahogada.

Abner le cogió la mano. Batta se sorprendió: él jamás había hecho eso. Pero la mano era tibia, seca, lisa y firme, tal como debía ser la mano de un hombre (no la zarpa de Papá) y Batta no se resistió.

—Comprendí lo que ocurría cuando te visité anteriormente —dijo Abner—. Estaba esperando a que estuvieras libre. El último de tus afectuosos hermanos se marchó hace una semana. Todos tus asuntos están en orden. ¿Te casarás conmigo ahora?

Tres horas después estaban a cierta distancia, en un apartamento de apariencia modesta (sólo en apariencia: los ordenadores y los muebles salían literalmente de las paredes) y ella sacudía la cabeza.

—Abner, no puedo. Tú no lo entiendes.

Él frunció el entrecejo con preocupación.

—Pensé que preferirías el contrato. Es más seguro para todos. Pero si prefieres una relación informal…

—No lo entiendes. Cinco minutos antes de que llegaras yo rezaba para que sucediera algo así, cualquier cosa con tal de largarme…

—Pues ven conmigo.

—Pero sigo pensando en mis padres. Mi madre, que no puede manejar su vida y menos la de Papá, y Papá, que hace lo posible para dominar a todos y sólo está sereno y feliz si me tiene cerca. Me necesitan.

—A riesgo de decir una obviedad, también yo.

—No tanto —dijo Batta, señalando con la mano los artilugios que indicaban que Abner era un hombre con poder y riqueza.

—¿Esto? Batta, esto forma parte de un plan mucho más grandioso. Una línea directa que comunica con el esplendor. Pero me agradaría compartirlo contigo.

—Eres un idiota romántico, como cualquier adolescente —rió ella—. Qué tontería, compartirlo conmigo. ¿Por qué crees que me amas?

—Porque, Batta, en ocasiones mi sueño no basta para darme calor.

—Las mujeres no son caras.

—Batta ni siquiera está en venta —le recordó él, y extendió los brazos para tocarla como nunca la habían tocado, y ella lo abrazó como nunca había abrazado a nadie. Durante dos horas todo fue nuevo, cada gesto, cada sonrisa.

—No —susurró ella cuando él estaba a punto de poner fin a su larga soledad sexual—. Por favor, no.

—¿Por qué diablos no? —jadeó Abner.

—Porque si lo haces, jamás podré abandonarte.

—Excelente —dijo él, y se le acercó.

Pero ella se escabulló, se levantó de la cama, empezó a vestirse.

—Tienes un pésimo sentido de la oportunidad —dijo Abner—. ¿Qué te ocurre ahora?

—No puedo. No puedo abandonar a Mamá y Papá.

—¿Tan cariñosos son contigo?

—Me necesitan.

—Demonios, Batta, son gente adulta y pueden cuidarse solos.

—Quizá podían hacerlo cuando yo tenía siete años, pero no cuando yo llegué a los doce. Confiaban en mí. Yo podía hacerlo. Y han perdido toda pretensión de ser adultos, Abner. No podría marcharme y ser feliz sabiendo que ellos se desintegrarían y que yo debería protegerlos.

—Sí puedes. Sabiendo que de lo contrario te desintegrarás. Puedo hacerte dormir con somec, Batta, ahora mismo. Podría darte cinco años de sueño y cuando despertaras ellos habrían aprendido a cuidar de sí mismos, tú irías a verles y sabrías que todo se solucionó.

—¿Tanto dinero tienes?

—Cuando obtienes el poder suficiente, en este encantador imperio —respondió Abner Doon—, el dinero se vuelve innecesario.

—Cuando yo despertara, ellos podrían estar muertos.

—Quizás. Con lo cual ya no te necesitarían.

—Me sentiría culpable, Abner. Eso me destruiría.

Pero Abner Doon era persuasivo, y poco a poco la convenció de que se tumbara en una mesa con ruedas y le puso una gorra de sueño en la cabeza y le grabó la mente. Todos sus recuerdos, toda su personalidad, todas sus esperanzas, todos sus terrores quedaron registrados y archivados en una cinta a la que Abner Doon daba vueltas en las manos.

—Cuando despiertes, te devolveré estos recuerdos, y ni siquiera sabrás que estuviste dormida.

Ella rió nerviosamente.

—Pero el somec borrará todo lo que ocurra a partir de ahora, ¿verdad?

—Verdad —respondió Doon—. Yo podría vejarte y someterte a toda clase de obscenidades, y al despertar aún pensarías que soy un caballero.

—Nunca he pensado semejante cosa —dijo Batta.

Abner sonrió.

—Ahora vamos a dormirte.

—¿Y tú?

—Ya te lo dije. Me falta un año. Seré un año mayor cuando te despierte, y comenzaremos nuestra vida en común, con o sin contrato. ¿Conforme?

Pero ella rompió a llorar, y siguió llorando hasta llegar al borde de la histeria.

Él la abrazó, la acunó, intentó averiguar por qué lloraba, intentó comprender qué le había hecho, pero ella respondía:

—Nada, nada.

Finalmente él extrajo una botella de somec (¡Pero la ley dice que nadie puede tener una provisión privada de somec!) y una aguja, y la acostó en la mesa. Ella se zafó, retirándose al otro lado de la habitación.

—No.

—¿Por qué no?

—No puedo huir de mis padres.

—¡Tienes que vivir tu propia vida!

—¡Abner, no puedo hacerlo! ¿No lo entiendes? El amor no consiste sólo en que alguien te guste. No me gustan mucho mis padres. Pero ellos confían en mí, dependen de mi. Yo soy el cimiento que los soporta, y no puedo largarme y dejar que se derrumben.

—¡Claro que sí! ¡Cualquiera podría! Lo que te han hecho es enfermizo, y tú tienes derecho a tu propia vida.

—Cualquiera podría menos yo. Yo, Batta Heddis, soy una persona que no abandona a los demás. ¡Así soy yo! ¡Si quieres a una persona capaz de hacerlo, búscate a otra!

Y ella corrió del apartamento a la estación del metro, regresó a casa, cerró la puerta, se arrojó en el sofá y sollozó hasta que su padre la llamó con impaciencia desde la otra habitación. Batta acudió a acariciarle afectuosamente la frente hasta que se quedó dormido.

Mientras sus hermanos y hermanas vivieron allí, Batta podía pretender que había variedad. Pero ahora no había modo de disimular.

Ahora ella era el centro de la vida de ambos y se desgastaba lentamente, al principio por obra del trabajo constante y la presión constante (pero se fortalecía cada vez más y pronto se adaptó a la rutina, hasta el punto de que ya no pudo concebir otro modo de vida) y luego por obra de la soledad, aunque en realidad nunca podía estar a solas.

—Batta, estoy haciendo bordado, lo hacen con algodón verdadero en las casas ricas, aunque nosotros no podemos pagarlo, evidentemente, con la pensión de tu padre, pero mira qué bonita flor estoy haciendo. ¿O es una abeja? Dios sabrá, no he visto una cosa ni la otra, pero mira qué bonita flor. Gracias, querida, es una bonita flor, ¿verdad? Las hacen con algodón verdadero en las casas ricas, pero nunca podríamos pagarlo con la pensión de tu padre, ¿verdad? Esto es sintético. Se llama bordado, mira la bonita abeja que estoy haciendo. ¿No es un primor? Gracias, Batta querida, tienes el don de hacerme sentir muy bien. Estoy haciendo bordado, sabes. Oh, cielos, creo que llama tu padre. Debo ir a verle. ¿O puedes ir tú? Gracias. Yo me sentaré aquí a bordar, si no te importa.

Y en el dormitorio, un silencio estólido. Un gruñido de dolor. Las piernas que comenzaban en la cadera y terminaban repentinamente (a un par de centímetros de la ingle) en una abrupta ladera de sábanas y mantas que descendían hasta una zona lisa y llana que nunca estaba revuelta.

—¿Recuerdas? —gruñe el padre mientras ella le acomoda la almohada y le trae las píldoras—. ¿Recuerdas cuando Darff tenía tres años y entró diciendo: Papá, tú tendrías que tener mi cama y yo la tuya, porque eres tan pequeño como yo? Niño endemoniado. Y yo lo alcé y lo abracé y quería estrangular a ese bastardo.

—No me acordaba.

—La ciencia ha logrado todo lo demás, pero no averiguó cómo curar a un hombre que ha perdido los muslos, ha perdido las piernas, ha perdido cada maldito nervio. Menos uno, gracias al cielo, menos uno.

Ella odiaba bañarlo. El metro lo había arrollado de través en la boca del túnel. Si él hubiera girado, le habría desgarrado el abdomen y habría muerto en el acto. En cambio había perdido las nalgas hasta el hueso, los intestinos eran un estropicio, no tenía control de esfínteres, las piernas eran fragmentos de hueso.

—Pero me dejaron lo suficiente —señalaba él con orgullo— para engendrar hijos.

Y así continuaba sin cesar, día tras día, y Batta se negaba a recordar a Abner Doon, rehusaba admitir que había tenido la oportunidad de escapar de esa gente (ay, si yo hubiera) para vivir su propia vida (ay, si yo hubiera) y ser feliz por un tiempo (ay, si yo hubiera… no, no, no puedo pensar así).

Luego Mamá decidió preparar una ensalada mientras Batta salía de compras y se cortó la muñeca con el cuchillo, y al parecer olvidó que el botón para llamadas de emergencia estaba a pocos metros porque murió desangrada, el rostro petrificado por la sorpresa, antes de que Batta llegara a casa.

Batta tenía veintinueve años.

Al cabo de un tiempo Papá comenzó a insinuar que el impulso sexual de un hombre no mengua por falta de uso, sino que aumenta. Ella lo ignoró apretando los dientes hasta que él también murió una noche y el médico dijo que era sólo cuestión de tiempo, que el accidente lo había destrozado, que si no hubiera gozado de cuidados tan excelentes no habría durado tanto. Tienes motivos para sentirte orgullosa, muchacha.

Treinta años.

Se sentó en la sala del apartamento, que ahora sólo ella controlaba. La pensión del padre continuaría: el gobierno era amable con las víctimas del azar en el sistema de transporte. Batta miraba fijamente la puerta y se preguntaba por qué demonios había deseado largarse. A fin de cuentas, ¿qué había fuera?

Las paredes la cercaban. La cama del dormitorio de los padres se veía tan lisa como cuando Papá pasaba acostado allí todo el día, al menos lisa desde las piernas para abajo. Cuando Batta enrolló unas mantas para que parecieran piernas y las puso bajo las sábanas, piernas donde nunca había visto piernas, sospechó que estaba perdiendo el seso.

Recogió sus escasas pertenencias (todo lo demás era de ellos, y estaban muertos), se largó del apartamento y fue a la oficina colonial más cercana porque no se le ocurría qué hacer con el resto de su desastrosa vida salvo ir a una colonia a trabajar hasta morirse.

—¿Nombre? —preguntó el hombre del mostrador.

—Batta Heddis.

—Ha tomado usted una magnífica decisión, señorita Heddis. ¿Soltera, verdad? Bien, estas colonias son el más novedoso instrumento del Imperio para librar y ganar la guerra. Pero pacíficamente, entiende usted. ¿Heddis, dijo usted? Venga por aquí, por favor.

¿Heddis, dijo usted? ¿Por qué tanta sorpresa? ¿Y tanta excitación? ¿O era alarma?

Batta lo siguió hasta una habitación a poca distancia, una habitación más recogida con una sola puerta. Había un guardia fuera, y Batta pensó aterrada que algo andaba mal, que los Niños de Mamá la acusarían de algo, y que ella era inocente, pero ¿cómo probar su inocencia a personas ya convencidas de que eran infalibles?

La espera fue interminable —dos horas— y Batta estaba hecha trizas cuando se abrió la puerta. Hecha trizas ante sí misma. Un observador imparcial que entrara por la puerta la habría visto absolutamente serena: había aprendido a demostrar calma en esos años, a pesar de la tensión.

Pero quien entró por la puerta no era un observador imparcial. Era Abner Doon.

—Hola Batta.

—Cielos —respondió ella—, Dios santo. ¿Tengo que ser castigada así?

Abner se puso tenso y la miró atentamente.

—¿Qué te han hecho?

—Nada. Sácame de aquí.

—Quiero hablar contigo.

—¡Lo olvidamos hace años! ¡Yo lo olvidé! ¡Ahora no me lo recuerdes!

Él estaba plantado junto a la puerta, obviamente horrorizado y fascinado: horrorizado porque ella hablaba apasionadamente pero con voz llana y serena, el cuerpo erguido, sin el menor asomo de turbación; fascinado porque ese cuerpo todavía era Batta, la mujer que él había amado y con quien pocos años antes había deseado compartir un sueño. Y sin embargo ahora era una extraña.

—Dormí con somec varios años —dijo Abner—. Éste es mi primer despertar. Previne a todos: un código debía activarse cuando tu nombre apareciera en las listas de colonización.

—¿Y por qué pensaste que aparecería?

—Tus padres tenían que morir algún día. Y cuando muriesen, no tendrías adónde ir. La gente que no tiene adonde ir va a las colonias. Es más educado que el suicidio.

—Déjame en paz, por favor. ¿No puedes perdonar mi error?

Él la miró con semblante ávido.

—¿Lo consideras un error? ¿Te arrepientes?

—¡Sí! —exclamó ella, alzando la voz, y ahora parecía muy agitada.

—¡Entonces, por el cielo, deshagámoslo!

Ella lo miró con desprecio.

—¡Deshacerlo! ¡No se puede deshacer! Ahora soy un monstruo, amigo Doon. Ya no soy una muchacha, sino un robot que sirve a gentes repugnantes sin una queja, no una mujer que pueda responder como tú deseabas. Nada se puede deshacer.

Él metió la mano en el bolsillo y extrajo una cinta.

—Puedes usar somec ahora y dejar que la droga te borre todos los recuerdos. Luego te meteré esto en la mente, y despertarás creyendo que no decidiste regresar a tus padres. Que decidiste permanecer conmigo. Estarás intacta. Los últimos años se esfumarán.

Ella tardó un instante en comprender. Luego exclamó con voz ronca:

—Sí, sí. Apresúrate.

Y él la condujo a una sala de grabación mental donde le registraron los recuerdos y la sometieron al somec y la droga le limpió la mente.

—Batta —murmuró una voz, y Batta despertó, desnuda y sudando sobre una mesa en un lugar extraño. Pero el rostro y la voz no eran extraños.

—Abner —dijo.

—Han sido cinco años —dijo él—. Tus padres fallecieron. De causas naturales. No fueron infelices. Hiciste la elección correcta.

Batta reparó en su desnudez, y la virgen eterna que había en ella le hizo enrojecer de vergüenza. Pero él la tocó (y el recuerdo de esa noche en que casi habían hecho el amor aún estaba fresco, pues tenía apenas unas horas, y ella ya estaba excitada y dispuesta) y Batta olvidó su vergüenza.

Fueron al apartamento de Abner, e hicieron el amor gloriosamente, y fueron jubilosamente felices durante días hasta que ella al fin admitió que algo le preocupaba.

—Abner, Abner. Sueño con ellos.

—¿Con quiénes?

—Papá y Mamá. Me has dicho que pasaron años y sé que es así. Pero aún tengo la impresión de que fue ayer, y me siento muy mal por haberlos abandonado.

—Te repondrás.

Pero Batta no se repuso. Comenzó a pensar en ellos cada vez más, y la culpa la carcomía, rasgándole los sueños, apuñalándola como un cuchillo cada vez que hacía el amor con Abner Doon, destruyéndola mientras hacía todo lo que había deseado desde niña.

—Oh, Abner —sollozó una noche, sólo seis noches después de despertar—, Abner, haría cualquier cosa para deshacer esto.

Él dejó de moverse. Quedó petrificado.

—¿Hablas en serio?

—No, no, Abner, sabes que te amo. Te amo desde que nos conocimos, desde toda la vida, te amaba aun antes de saber que existías, ¿no lo sabes? ¡Pero me odio a mí misma! Me siento como una cobarde, una traidora por haber abandonado a mi familia. Me necesitaban. Lo sé, y sé que fueron desdichados cuando me fui.

—Fueron muy felices. Nunca notaron que te habías ido.

—Eso es mentira.

—Batta, por favor, olvídalos.

—No puedo. ¿Por qué no pude hacer lo correcto?

—¿Y qué era lo correcto? —Abner parecía atemorizado.

¿Por qué está atemorizado?

—Quedarme con ellos. Sólo vivieron unos años más. Si me hubiera quedado, los habría ayudado en esos últimos años, y entonces podría enfrentarme a mí misma. Aunque fueran años desdichados, me sentiría como una persona decente.

—Pues siéntete como una persona decente. Pues sí te quedaste con ellos.

Y se lo explicó todo.

Ella se quedó acostada en silencio, mirando al techo.

—Entonces esto es un fraude, ¿verdad? La secreta verdad es que soy una infeliz solterona que se pudrió en casa de sus padres hasta que tuvieron la gentileza de morirse, una mujer sin agallas para suicidarse…

—Qué absurdo…

—Que sólo fue salvada de su destino por un hombre empeñado en jugar a Dios.

—Batta, tienes lo mejor de ambos mundos. Te quedaste con tus padres. Hiciste lo correcto. Pero ahora puedes continuar tu vida sin tener los recuerdos de lo que te hicieron, sin haberte convertido en lo que te convertiste.

—¿Tan horrible estaba?

Él pensó en mentirle, pero optó por lo contrario.

—Batta, cuando te vi en esa sala de la oficina de colonización, casi rompí a llorar. Parecías muerta.

Ella le acarició la mejilla, el hombro.

—Me salvaste del precio de mi propio error.

—Si quieres verlo así.

—Pero aquí hay una contradicción. Seamos lógicos. Llamemos a la mujer que decidió quedarse con sus padres Batta A. Batta A. se quedó y perdió el juicio, como dijiste, y eligió marcharse a las colonias y conservar su locura.

—Pero no sucedió así.

—No, escucha —insistió Batta con serenidad e intensidad, y él escuchó—. Sin embargo, Batta B. decidió no regresar con sus padres. Se quedó con Abner Doon e intentó ser feliz, pero le remordía la conciencia y eso la enloquecía.

—Pero no sucedió así.

—No, Abner, no lo entiendes. No entiendes nada. —Se le quebró la voz—. La mujer que está acostada contigo es Batta B. Es la mujer que abandonó a sus padres y no cumplió con su compromiso.

—Demonios, Batta, sé razonable…

—No recuerdo haberles ayudado. De pronto ellos… se van. Yo los abandoné.

—¡No fue así!

—En mi mente sí, Abner, y ahí es donde debo vivir. Tú me dices que los ayudé, pero yo no lo recuerdo, así que no es verdad. Esa elección, la de quedarse con ellos, fue la que adoptó la verdadera Batta. Y la verdadera Batta fue moldeada por esa experiencia. La verdadera Batta sufrió durante todos esos años, aunque fueran espantosos.

—¡Batta, fueron más que espantosos! ¡Te destruyeron!

—¡Pero me destruyeron a mí! ¡A ! ¡A la Batta que escoge hacer lo que cree que debe hacer!

—¿Qué es esto, religión antigua? ¡Tienes la oportunidad de eludir las consecuencias de tu autodestructiva noción del bien y el mal! ¡Tienes la oportunidad de ser feliz, demonios! ¿Qué importa qué Batta es cuál? Te amo y me amas, y eso también es verdad.

—Pero Abner… ¿cómo puedo ser otra cosa salvo lo que soy?

—Escucha, tú aceptaste. Al instante. Aceptaste dejarme borrar esos años, despertarte y llevarte a vivir conmigo como si esa agonía nunca hubiera ocurrido. ¡Fue voluntario!

Ella no respondió, sólo preguntó:

—¿Me grabaron los recuerdos cuando me sometieron al somec? ¿Me registraron tal como soy?

—Sí —dijo Abner, sabiendo lo que venía a continuación.

—Entonces duérmeme otra vez y despiértame con esa cinta. Envíame a una colonia.

Él la miró con dureza. Se levantó de la cama y se echó a reír, sin poderlo creer.

—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? Estás diciendo: Dios, sácame del cielo y envíame al infierno.

—Lo sé —repuso ella, y comenzó a temblar.

—Estás loca. Esto es descabellado, Batta. ¿Sabes cuántos riesgos he corrido, lo que he pasado para traerte aquí? He infringido todas las leyes concernientes al uso del somec…

—Dominas el mundo, ¿eh?

¿Se burlaba de él?

—Tiro de las cuerdas, pero si cometo un error puedo caer en cualquier momento. Y deliberadamente cometí errores por ti…

—Conque te debo algo. ¿Pero qué hay de mí? ¿No me debo algo también?

Abner se exasperó. Asestó un puñetazo en la pared.

—¡Claro que sí! Te debes una vida con un hombre que te ama más que a la obra de su vida. Te debes la oportunidad de ser cuidada, mimada, protegida…

—Me debo mi propio yo —dijo ella, temblando cada vez más—. Abner, no he sido feliz.

Silencio.

—Créeme, Abner, porque esto es lo más difícil de decir. Desde que desperté, algo andaba mal. Algo andaba muy, muy mal. Había escogido lo que no debía. No había regresado a casa de mis padres. Me he sentido mal, y todo esto teñido por esa sensación. Está mal. Yo no hubiera escogido vivir contigo, así que todo está mal. —Hablaba suavemente, pero la voz era intensa—. Yo no estaría aquí.

—Estás aquí.

—No puedo vivir una mentira. No puedo convivir con la contradicción. Debo vivir mi propia vida, amarga o no. Cada momento que paso aquí me duele. No podría ser peor. Nada de lo que he sufrido en la vida real podría ser peor que la agonía de una vida falsa. Debo tener el recuerdo de haber hecho lo que consideraba correcto. Sin ese recuerdo, no puedo conservar la cordura. Siento que se me escabulle. Ah…

Abner la estrechó, la sintió temblar.

—Lo que quieras —susurró—. Yo no sabía… Pensé que el somec podía… enmendar las cosas.

—No puede impedir que yo sea quien soy.

—Quien eres, lo sé, lo sé ahora. Pero, Batta, ¿no lo comprendes…? Si uso la otra cinta, no recordarás esto, no recordarás estos días que compartimos…

Ella rompió a llorar, y él pensó en otra cosa.

—Lo último que recordarás es que te dije que yo podía borrar todo el dolor. Y que tú dijiste sí, hazlo, bórralo… y luego despertarás con esos recuerdos y creerás que mentí.

Ella sacudió la cabeza.

—No —insistió él—. Eso creerás. Me odiarás por haberte prometido la felicidad y no dártela. No recordarás todo esto.

—No puedo evitarlo —dijo Batta, y se abrazaron y lloraron y se confortaron e hicieron el amor por última vez. Luego Abner la llevó a la sala de grabación mental, donde le limpiarían el pasado y le devolverían una vida más cruel.

—¿Es una criminal? —preguntó el asistente cuando Abner Doon cambió las cintas, pues sólo a los criminales se les borraba la mente para eliminar todo recuerdo del crimen con una cinta anterior.

—Sí —dijo Doon, para no complicar las cosas.

Y así encerraron el cuerpo de Batta en el ataúd que satisfaría sus escasas necesidades mientras el cuerpo entraba en una parsimonia que duraría hasta el despertar.

Despertaría en una colonia. Pero una colonia de mi elección, prometió Abner. Un lugar acogedor, donde ella tendría la oportunidad de rehacer su vida. Quién sabe. Tal vez su odio vuelva más soportable la situación.

Más soportable para ella. ¿Pero qué hay de mí?

No pensaré más en ella, decidió. La echaré de mi mente. Olvidaré. ¿Olvidaré?

Pamplinas.

Simplemente consagraré mi vida a realizar otros sueños, sueños más viejos y más fríos.