20
LA POSADA DE WORTHING
En la oscuridad, Pequeño Pedro estaba echado en la cama y contemplaba el techo, las anchas vigas que sostenían el pesado tejado de paja. Fuera caía la lluvia, canturreando sobre la paja varias capas más arriba. Una brisa cálida entraba por la ventana abierta. Estaba húmedo y brumoso. Pequeño Pedro imaginó la carretera polvorienta abriendo un millón de bocas para beber la lluvia. Ese pensamiento le hizo reír.
Alzó las piernas haciendo volar la manta. Se quedó tendido y sintió cómo se le posaba en cada parte del cosquilleante y desnudo cuerpo, y observó el derrumbe de los bolsones de aire. Pateó de nuevo, y otra vez, pero esta última dejó las piernas alzadas y se sostuvo aferrándose las caderas con las manos. La manta se posó arriba formando una tienda, a medio metro de la cama. Pequeño Pedro vio una luz tenue entrando por la ventana. De pronto una ráfaga de viento introdujo lluvia en la habitación. Pequeño Pedro sintió la fresca rociadura, y cuando bajó los pies la cama estaba húmeda y deliciosamente fría. La lluvia tamborileaba ahora en la ventana, y Pequeño Pedro levantó su cuerpecito de once años para cerrar los postigos.
La lluvia golpeó sus hombros flacos. Cuando hubo cerrado los postigos, caminó hacia el centro de la habitación y se sacudió como un perro. Ahora sentía frío. Corrió, saltó sobre la cama y se cubrió con la manta, pero enseguida la pateó de nuevo. Estaba empapada. Malhumorado, se levantó, la arrojó sobre la silla y se plantó con las manos en jarras, escrutando el pequeño cuarto.
No quedaban mantas, desde luego. Tendría que usar una de esas túnicas de lana. Su madre le obligaba a ponerse una antes de acostarse, pero en cuanto ella se iba Pedro se la quitaba y se quedaba desnudo bajo las mantas. Incluso en invierno. Pero quedarse desnudo sin las mantas encima sería tentar al destino. ¿Y si su madre entraba antes de que él despertara? Se pondría furiosa. Aunque ella y Papá a menudo dormían sin ropa, en esas noches. Rió para sus adentros. Si Mamá supiera que él fisgoneaba en esas noches. La primera vez había clavado en el techo los deslumbrantes ojos azules, los puños tensos a ambos costados del cuerpo. Ahora escuchaba con calma, turnándose para oír a Mamá y a Papá. Si supieran eso le darían una tunda. Así que nunca lo sabrían. Nadie lo sabía excepto su amigo Mateo, y éste nunca lo contaría. Y, desde luego, el oscuro hombre del sótano.
Ese hombre oscuro estaba allí la primera vez que Pequeño Pedro escuchó. Su padre hablaba con su madre en la cocina. Pedro se esforzaba por oír, y de repente algo se abrió, y Pedro oyó claramente a ese hombre corpulento. Le oyó aunque no movía los labios. Luego comprendió que también oía a su madre y entre ambos le creaban confusión en la mente. En cuanto aclaró las cosas, comprendió que no les oía las palabras sino los pensamientos. Se tapaba los oídos e igualmente los percibía. Escuchó a su primo Guy, y a su primo Juan. Eran muy diferentes, y sus pensamientos eran tan graciosos que casi rió en voz alta. Trató de escuchar a personas que no estuvieran en la habitación. Eso era más difícil, pero pronto pudo oír a cada huésped de cada habitación de la posada del padre.
Y entonces reparó en el hombre oscuro, su tío Elías, sentado en un rincón de la habitación, tallando madera. Elías tenía cejas pobladas, y el pelo blanco contrastaba con el cutis tostado por el sol. Elías alzó los ojos, y ambos cruzaron la mirada. Pedro tenía miedo de los ojos del hombre oscuro, tan azules y profundos. Era antinatural. Papá decía que los ojos del Pequeño Pedro eran iguales, pero Pedro no le creía.
El hombre oscuro siguió mirando su talla, y Pedro le escuchó la mente. Oyó una gran tormenta, vio relámpagos y se asustó. En ese momento la mente del hombre oscuro se cerró con un chasquido. Pedro no oyó nada, y vio que los ojos azules de Elías, ahora ardientes, observaban a todos los que estaban en la habitación. Y finalmente esos ojos terribles se detuvieron en Pequeño Pedro. Pedro quedó petrificado de terror. Por largo tiempo el hombre oscuro lo tuvo clavado allí, hasta que Pedro vio que formaban la palabra no con los labios. Y luego siguió tallando.
Desde esa ocasión Pedro escuchaba en la noche, y a veces buscaba al hombre oscuro que vivía en un cuarto solitario del sótano. Pero nunca oía nada, no podía hallar a su extraño tío, que podía cerrar la mente. Y cuando se cruzaban por casualidad en la casa, el hombre enorme y oscuro lo miraba con fiereza, hasta que Pedro no podía contenerse y echaba a correr. Nunca hablaban, nunca reconocían su mutua existencia, pero Pedro observaba cada movimiento del hombre oscuro, y supo que el hombre oscuro también le observaba.
Una vez Pedro lo había visto en el patio, donde se hallaban las tumbas: el viejo Elías se había detenido ante la lápida en la que sólo aparecía una palabra: Débora. Allí habían sepultado a la esposa de Elías un mes después de su llegada a la posada. Pequeño Pedro no entendía por qué el hombre oscuro tenía esa mirada de furia, en vez de una mirada de pesadumbre. Su tío miraba hacia arriba, escudriñaba el cielo; y Pequeño Pedro sintió un ardor de odio en las tripas, y supo que venía de Elías. Huyó, como de costumbre, pero nunca olvidó ese ardor.
Odiaba a su tío Elías. Y esa noche decidió matarlo.
Se sentía más tibio ahora que estaba seco. Tocó la manta; aún estaba demasiado húmeda para cubrirse con ella. No importa, pensó, tengo mucho que hacer antes de dormirme.
Pequeño Pedro se acostó, pero sin mantas. Estiró el cuerpo y se relajó. Dejó vagar la mente.
En la habitación contigua, sus padres dormían. Su padre tenía un sueño en el que volaba por el aire, y el suelo era un océano pardo. Pedro sintió la tentación de seguir los vagabundeos de su padre, pero cuando escuchaba sueños a menudo se dormía. Un poco defraudado, deslizó la mente hacia la habitación donde dormían Guy y Juan. Guy, con doce años, era el único que seguía viviendo en casa: Juan se había iniciado como aprendiz de carpintero en Switten un año atrás, y regresaba sólo una vez por año. Guy mismo iría a Linkeree en la primavera. En esos momentos Guy se dedicaba a forzar el baúl donde Juan guardaba sus pertenencias mientras no estaba. Pedro sintió ganas de reír. Juan, que lo había sospechado, había puesto una gran cabeza de ciervo en el baúl, nada más. Sus objetos de valor se hallaban en otra parte, en la habitación de Pedro, porque Juan le tenía confianza.
Pedro oyó la reacción del consternado y avergonzado Guy ante el engaño. Escuchó que Guy planeaba una venganza para cuando Juan regresara. Pedro sabía que Guy pronto olvidaría; lo hacía siempre.
Pedro se puso a escuchar fuera de la posada. Al lado, en el establo, oyó a Billy Lee, el viejo palafrenero, maldiciendo a la yegua favorita del patrón porque esa noche había mordido a un ayudante. Al mismo tiempo la cepillaba con firmeza, y de vez en cuando le acariciaba la nariz y le palmeaba el muslo. Aunque las palabras eran coléricas, la única emoción que Pedro detectaba en el viejo era amor por la gran bestia. Pero Billy Lee terminó su tarea y dejó a la yegua, y la mente de Pedro vagó por la ciudad, buscando los sueños y conversaciones de sus vecinos.
Despertó de golpe, con frío y miedo. Se había adormilado. Se apresuró a escuchar dentro de la casa. Nadie estaba despierto. El cielo todavía estaba oscuro, aunque la lluvia había cesado. Aún podía hacerlo. Calmándose, se tendió de nuevo y se dispuso a matar al oscuro hombre del sótano.
Hoy había descubierto ese poder. Caminaba entre las malezas cerca del establo, observando las nubes en el atardecer. Tropezó, y de pronto un enjambre de avispas se levantó zumbando. Corrió, pero lo picaron varias veces. Los brazos y las piernas se le hinchaban, la cara le dolía, pero una furia tenaz se imponía al dolor. Vio una de las avispas revoloteando a poca distancia, e instintivamente captó la estructura del insecto y la estrujó mentalmente, rompió los pequeños músculos y desgarró el diminuto cerebro. La avispa se detuvo en pleno vuelo y cayó entre las malezas.
Aún furioso, Pedro se volvió hacia la horda que zumbaba ante el nido destruido. Una por una, con creciente celeridad, las destruyó, y luego, jadeando de agotamiento, fue a ver los cuerpos desparramados alrededor del nido. Lo inundó una extraña sensación. Tiritó con un escalofrío que lo recorrió de pies a cabeza. Las había matado con la mente. Rompió a reír, encantado con su poder. Al volverse, vio que el hombre oscuro lo observaba desde su caballo manchado. No le había oído acercarse.
Por un largo minuto sus ojos quedaron mutuamente trabados. Y esta vez, con la fuerza de su poder, Pequeño Pedro rehusó ceder ante esas cejas pobladas y esa mirada penetrante. Resistió, temeroso pero firme, hasta que Elías, sin expresión, desmontó con un rápido movimiento, cogió las riendas y condujo el caballo hacia el establo.
Pedro estaba agotado, como un trapo exprimido. Pisoteó las avispas. Volvió a sentir el dolor de las picaduras y se encaminó tambaleándose hacia la pared de la casa. Entonces pensó en usar el poder para sanarse. Imaginó su propio cuerpo, lo sostuvo en la mente y comenzó a aplacar el dolor, a eliminar el veneno. En quince minutos no quedaban rastros de la hinchazón. Era como si nunca le hubieran picado.
Su mente podía curar y su mente podía matar. Esa noche mataría al hombre oscuro que dormía en el sombrío sótano. Lenta y cuidadosamente, Pequeño Pedro imaginó el cuerpo de Elías en la mente. Cada detalle debía ser perfecto. Lo imaginó tendido de espaldas, respirando despacio, los ojos cerrados, la boca fruncida.
Dentro del enorme pecho Pedro halló el corazón, bombeando rítmicamente. En la mente de Pedro el corazón empezó a latir despacio, a contraerse, a deformarse. Desencadenó el colapso de los pulmones. Se desplazó hacia el hígado, lo obligó a descargar bilis en la sangre. Y en la mente de Pedro el corazón se detuvo. Lo había conseguido.
De pronto Pedro voló por el aire y se estrelló contra la viga. Luego se estrelló contra el suelo. Su mente giró. No sabía qué estaba pasando. La fuerza de los golpes le impedía respirar. Lo alzaron de nuevo y lo mantuvieron en el aire. La espalda se le arqueó dolorosamente, hasta que los talones le tocaron la cabeza. Quería gritar, pero no tenía voz. Su cuerpo voló, chocó contra la pared, cayó al suelo hecho un guiñapo.
No se atrevía a moverse. Sintió un ardor en el estómago, una gran náusea. Eructó y resolló, pero no pudo vomitar. Un gran dolor le desgarró la cabeza. Luego un frío le inundó el cuerpo. Tiritó a más no poder. La tez le hervía. Grandes ampollas le crecieron en la piel; de pronto, se quedó ciego. Calambres desgarradores le atenazaron los músculos. El suelo semejaba mil cuchillos que le cortaban la piel desnuda. Lloró, más allá del pánico, clamando misericordia con la mente.
Lentamente el dolor se retiró, la picazón se disipó. Estaba en las frías sábanas de su cama. Sollozó histéricamente, resollando y temblando, dolorido por el gran esfuerzo. Recobró la vista. Las primeras luces del alba entraban por la ventana. Y en la puerta estaba Elías, el hombre oscuro, un rostro terrible. Había hecho eso con la mente.
—Sí. —El pensamiento le vibró en el cerebro, haciéndole latir la cabeza.
Pedro miró con temor a Elías, que se acercaba a la cama.
—Jamás volverás a usar este poder, Pequeño Pedro.
Pedro gimoteó.
—Este poder es maligno. Trae dolor y sufrimiento, Pedro, el que has padecido esta noche. Jamás volverás a usar este poder. Ni para matar, ni para curar, ni para lavar la frente de un mundo seco, por mucho que lo desees. ¿Comprendes, Pequeño Pedro?
Pedro asintió.
—Dilo.
Pedro se esforzó por articular las palabras.
—Nunca lo usaré de nuevo —dijo al fin.
—Nunca, Pedro. —Los ojos azules se suavizaron—. Ahora duerme, Pequeño Pedro.
Manos frescas acariciaron el cuerpo de Pedro, llevándose el dolor, y dedos fríos le extrajeron el terror de la mente. Y durmió, y soñó largo tiempo con su tío Elías.
Elías, tío de Pedro, había muerto. Rodeaban la fosa donde habían depositado el ataúd, y cantaban un himno lento. El padre de Pedro, ya anciano, y a punto de reunirse con el hermano, leyó palabras del Libro Santo.
Elías había muerto con una tos violenta que lo desgarró por dentro. Sentado junto al lecho del moribundo, Pequeño Pedro le había mirado los ojos largo tiempo, sin hablar. Y luego había dicho:
—Cúrate, Elías, o déjame curarte.
Elías se negó.
Y ahora estaba muerto, y gruesas paladas de tierra húmeda se derramaban sobre el ataúd. Había muerto voluntariamente: había tenido el poder para conservar la vida y se había negado a usarlo.
Pedro trató de recordar el temor que le tenía, pero eso era tiempo atrás. Después de aquella noche aterradora, los ojos de Elías no habían vuelto a asustarlo. El azul profundo ya no era feroz, sino que rebosaba ternura.
Al principio Pedro dejó de usar el poder por temor a Elías. Pero gradualmente el miedo se disipó. Dejó atrás la pubertad y adquirió estatura de hombre, alcanzando más altura que Elías, que no era tan corpulento como él había creído. Y comenzó a ver a Elías como un igual: otro hombre aquejado por la misma maldición. Comenzó a preguntarse qué le había ocurrido a Elías, cómo había descubierto el poder. Pero jamás se atrevió a preguntárselo.
Ahora, solo ante la tumba de Elías —la ceremonia había terminado y los demás se habían ido—, agradecía la lección que Elías le había dado aquella noche. Oh, en ocasiones Pedro sentía remordimiento al recordar sus noches de fisgoneo. Pero así como antes había abandonado su poder por miedo, ahora lo desechaba por gratitud, por respeto a Elías, por amor.
Pedro se arrodilló y cogió un terrón de la tumba. Lo apretó en la mano formando una pelota. El terrón se endureció como acero. Pedro se dirigió hacia el camino que llevaba a Ciudad de Worthing, arrojando la pelota al aire y atajándola, hasta que se le desmenuzó en las manos. Se sintió muy triste al contemplar aquellos granos de polvo. Se sacudió las manos en los pantalones y continuó la marcha.