4
EL DIABLO MISMO
Con la cercanía del invierno había tareas que hacer, de modo que los libros debían esperar, aunque el trabajo de Lared con los libros proporcionaba dinero a la familia. La llegada de la nieve no se tomaba a la ligera, y se necesitaban todas las manos para asegurar que hubiera alimento y combustible suficiente para la temporada. Especialmente ahora que sabían que no había protección; desde la llegada del dolor, toda calamidad era posible. Así que cada día, al despertar, Lared ignoraba si pasaría el día deslizando la pluma o arqueando el cuerpo entero en una faena pesada. Había días en que prefería una cosa y días en que prefería la otra, pero al margen de sus preferencias trabajaba con empeño según las necesidades cotidianas. Aunque la historia que escribía fuera dolorosa; aunque la narración estuviera contenida en recuerdos de sueños que habían sido casi insoportables.
Las primera nevisca comenzó la tarde del día en que Lared escribió la historia de Jason y su batalla con el twick. La nieve había amenazado todo el día; el cielo estaba tan oscuro que Jason encendió una vela al mediodía para alumbrar la tarea de Lared. Pero ahora esa parte estaba escrita, y Lared estaba guardando la pluma y la tinta cuando oyeron el traqueteo del carro del calderero por encima de la vibración del martillo de Papá en la fragua. Era el viejo dicho: la llegada del calderero es la llegada de la nieve. Como todos sabían, Whitey el calderero venía varias veces por año, pero siempre trataba de llegar a Bahía Chata antes de las primeras nieves.
Jason secó la tinta fresca con un paño, pues Sala subía la escalera. Era tan pequeña que usaba ambos pies para cada escalón.
—Llegó el calderero —gritó Sala—, llegó el calderero. ¡Y hoy hay nieve en el suelo!
Era motivo de regocijo que todavía algo funcionara bien en el mundo. Lared cerró la caja de las plumas, Jason guardó el pergamino. La escritura de Lared era tan menuda, elegante y parca en palabras que la primera piel de oveja aún no estaba llena.
—Buen trabajo por hoy —dijo Jason—. Hemos concluido la primera parte. La peor parte para mí, creo.
—Tengo que preparar el lecho del calderero —dijo Lared—. Se queda aquí en invierno. Sabe reparar fuelles, y puede confeccionar un saco de piel de cabra tan resistente como una vejiga.
—También yo —dijo Jason.
—Tú debes escribir un libro.
Jason se encogió de hombros.
—Por lo que veo, lo estás escribiendo tú.
Lared cogió dos fundas de los estantes del altillo, y juntos corrieron por el patio interior sin molestarse en protegerse del frío con abrigos. Ya caían los copos, unos copos pequeños que no se posaban en el suelo, sino sobre la hierba y las hojas. Enfilaron hacia el granero, que estaba atestado de la paja de todo el año. Lared se dirigió a la paja para colchones, que era la más limpia, y juntos comenzaron a rellenar las fundas.
—¿El calderero tiene dos colchones, y yo sólo uno? —preguntó Jason.
—El calderero viene todos los años, y trabaja gratis, y no paga nada. Eso lo hace pariente. —Tú nunca serás pariente porque Mamá no te tiene simpatía, dijo Lared en silencio. Sabiendo, naturalmente, que Jason lo oiría.
Jason suspiró.
—Será un invierno muy duro.
Lared se encogió de hombros.
—Algunos dicen que sí, otros dicen que no.
—Yo digo que sí.
—Los gusanos de los árboles están velludos, y las aves siguieron de largo este año, migrando más al sur. Pero quién sabe.
—Justicia y yo analizamos el tiempo al llegar, y el invierno será muy duro.
Nadie conocía el tiempo con tanta antelación, pero Lared ya no se asombraba de nada.
—Se lo diré a Papá, pues. Es tiempo de recoger leña. Hay que cortar leña, y siempre comenzamos con las primeras nieves. Es la época en que los árboles se quedan sin savia.
—Necesitas un descanso después de tanto escribir.
—Cuanto más avanzo, más fácil resulta. Las palabras acuden a la mente con mayor facilidad.
Jason lo miró extrañamente.
—¿Pero qué crees que significa?
Lared no supo cómo responder sin parecer tonto. Plegó la punta de la funda.
—No lo rellenes en exceso, porque se forman bultos.
Jason plegó el extremo de la otra funda.
—Si le pones helecho, se van las pulgas.
Lared hizo una mueca.
—¿Y dónde encontraremos helecho en la nieve?
—Supongo que es un poco tarde.
Lared se armó de coraje para preguntar:
—Doon es el diablo, ¿verdad?
—Lo era. Ahora está muerto. Al menos, me prometió que moriría.
—¿Pero lo era?
—¿El diablo? —Jason se cargó el colchón al hombro, como un minero su saco— Satanás. El adversario. El enemigo del plan de Dios. El deshacedor. El destructor. Sí. Sin duda lo era. —Jason sonrió—. Pero tenía buenas intenciones.
Lared precedió la marcha hasta la casa y luego arriba, hacia la habitación del calderero.
—¿Por qué te dejó con el twick? ¿Quería que murieses?
—No. Quería que viviese.
—¿Entonces por qué?
—Para ver cuánto valía yo.
—No mucho, si hubieras perdido.
—No mucho durante un año. Tardé tiempo en curarme, y a veces aún siento tirones en la nalga. No puedo correr distancias largas, por ejemplo. Y al sentarme me apoyo en el otro lado.
—Lo sé. —Lared lo había notado la segunda noche. Jason siempre se inclinaba hacia la izquierda en la silla—. También sé otra cosa.
—¿Sí? —Jason arrojó el colchón sobre la cama, y entre ambos lo alisaron.
—Sé cómo te sentías con los recuerdos del primo Radamand.
—¿De veras? —Eso no gustó a Jason.
—Por eso insistí en que Justicia te presentara la historia como sueños, en vez de recuerdos…
—Siempre son demasiado nítidos, para tratarse de sueños. A mí me parecen recuerdos. Algunas mañanas despierto, veo estas paredes de troncos y pienso que somos muy ricos al poseer madera de verdad. Y luego pienso que somos muy pobres por tener el suelo de tierra. A veces tiendo la mano ante la puerta de la fragua, para apoyar la palma en el lector.
Jason rió, y Lared también.
—Ante todo, pienso que Sala, Mamá y Papá me sorprenden sólo con estar allí. Es como si tus recuerdos fueran más reales que los míos. Me gusta fingir que puedo escrutarles la mente, tal como hago en tus recuerdos. Los miro a los ojos, y a veces creo saber qué se proponen. —Lared arrojó su colchón sobre el de Jason—. Pero nunca acierto.
—Ojalá yo hubiera sido como tú —dijo Jason.
—Ojalá yo hubiera sido como tú —respondió Lared.
—Lo que hizo Doon con el twick… creo que no era ésa su intención, pero me ordenó los recuerdos. La cercanía de la muerte, el padecer tanto dolor, cambia tu modo de recordar el resto de tu vida. Nada más me pareció tan real desde entonces. Yo aún no estaba limpio… aún me sentía culpable por lo que había hecho con mi madre, y por lo que recordaba haber hecho en el pasado de Radamand. Pero no importaba tanto. A partir de ese instante conté los días de mi vida. Antes de Doon y Después de Doon. Él tenía planes para mí. Limpió la mancha que Torrock había puesto en mis antecedentes, dio a conocer públicamente los delitos de Radamand, excepto el don de escrutar, y mi querido primo fue a parar a un asteroide. Y luego me hizo piloto estelar. Como mi padre.
—Justicia no me ha dado ningún recuerdo de eso.
—Nunca lo hará. Tratamos de no atosigarte el cerebro con cosas que no importan. Llegué a piloto tal como lo hacen todos, sólo que era mejor que la mayoría. Lo más difícil, sin embargo, era asegurarme de que ganaba mis batallas de modos que se pudieran atribuir a mi sagacidad, no al don. Allá iba yo, sabiendo exactamente qué se proponía hacer el enemigo, pero sin poder salvar tantas vidas como deseaba. Siempre debía esperar más de la cuenta, dejar que el enemigo actuara más de la cuenta, y mucha gente murió por salvarme la vida. Un gran dilema, Lared. Si puedo salvar cien vidas evidenciando que tengo el don, lo cual conduciría a mi muerte, ¿es mejor salvar sólo cincuenta para ocultarlo, y así vivir para salvar otras cincuenta, y otras cincuenta, y otras cincuenta?
—Eso depende de si la mía es una de las cincuenta que salvas, o una de las cincuenta que se pierden para salvarte.
Jason frunció el ceño. Tendieron la sábana de lino sobre las fundas y la fijaron por debajo.
—El calderero tiene lino, y yo tengo que dormir sobre lana.
—La lana es más tibia.
—El lino no causa picazón.
—No te agradó mi respuesta.
—No me gustó en absoluto. No depende de que tú vivas o mueras. Depende de lo que está bien. Y el bien y el mal no tienen que ver con tus preferencias personales. Nunca. Si todo se reduce a preferencias personales, no hay bien ni mal.
Lared sintió vergüenza y furia. Furia porque no le parecía bien que Jason le hiciera sentir vergüenza.
—¿Qué tiene de malo querer vivir?
—Un perro puede quererlo. ¿Eres un perro? No eres un ser humano si no valoras algo más que la vida de tu cuerpo. Y cuanto más grande sea aquello por lo que vives y mueres, más grande eres tú.
—¿Por qué vivías cuando el twick te estaba devorando?
Jason se enfadó, pero luego sonrió.
—Por la vida de mi cuerpo, por supuesto. Primero somos animales, ¿verdad? Creí que viviría para hacer algo muy importante.
—¿Cómo prepararle la cama a un calderero errante?
—Eso era exactamente lo que tenía en mente.
—Ahora hablas nuestro idioma mejor que yo.
—He hablado varios idiomas. El tuyo es una versión evolucionada de uno que hablé tempranamente en mi vida. Mi lengua natal. Todas las estructuras están allí, y las palabras han cambiado de forma previsible. Este planeta fue colonizado desde Capitol. Por Abner Doon.
—Cuando un niño es muy malo, le dicen: Abner Doon vendrá por la noche a robarte el sueño.
—Abner Doon, el monstruo.
—¿No lo era?
—Era mi amigo. Era un verdadero amigo de toda la humanidad.
—Pero dijiste que era el diablo.
—También. ¿Cómo llamarías al hombre que os dio el Día del Dolor?
Lared recordó, con la creciente intensidad de esos días, los gemidos de Clany, la sangre manando de la pierna del hombre que llevaron arriba, la muerte del viejo escribiente.
—No podrías perdonarlo, ¿verdad? —preguntó Jason.
—Jamás.
Jason asintió.
—¿Y por qué?
—Antes éramos muy felices. Las cosas andaban muy bien.
—Ah. Pero cuando Abner Doon desbarató el Imperio y robó el sueño a los durmientes, las cosas no estaban bien. La vida era vacía o desdichada para casi todas las almas vivientes.
—¿Entonces por qué la gente no se lo agradeció?
—Porque la gente siempre cree que las cosas eran mejores… antes.
Lared comprendió que había cometido un error. Había pensado, por sus sueños, que Doon era el enemigo de Jason. Ahora sabía que Jason amaba a ese hombre. Era estremecedor que Jason Worthing amara al diablo. ¿Qué estoy haciendo? Debo abandonar esta tarea de inmediato.
Jason y Justicia oyeron este pensamiento, naturalmente. Pero no respondieron. Ni siquiera para decirle que estaba libre. La única respuesta que obtuvo Lared fue el silencio. Quizá renuncie, decidió. Quizá les diga que vayan a otra aldea y busquen a otro escriba inculto e ignorante. En cuanto averigüe qué ocurrió a continuación, renunciaré.
Lared era el guardabosque de Bahía Chata, por lo que debía pasar una semana en el bosque, marcando árboles para la tala del invierno. Jason lo acompañó. Lared no se sentía contento. Había marcado árboles desde los nueve años. Eso suponía días interminables de vagar por bosques que conocía mejor que nadie en la aldea, viendo los viejos lugares modificados y desnudados por el invierno, descubriendo dónde se ocultaban los animales, pasando las noches solitarias en las chozas de barro y ramas que construía cada tarde. Ningún ruido salvo su propia respiración, y luego despertar por la mañana para ver su aliento flotar como vapor en el aire: mañanas de niebla espesa, o mañanas en que la nieve que tapizaba el terreno, ocultando las viejas sendas, obligándolo a hacer algo nuevo en el mundo con sólo salir del refugio nocturno.
Pero este año Jason iría con él, porque Papá insistió.
—Nunca hemos tenido un invierno semejante —dijo Papá—. En el pasado estábamos protegidos. Este año somos como los animales. El frío puede matarnos, podemos extraviarnos, podemos sufrir hambre, una herramienta puede lastimarnos y no habrá nadie para detener la hemorragia. No vayas solo a ninguna parte. No necesitamos a Jason para nada más. El puede ir e irá. —Papá clavó en Jason una mirada desafiante. Jason sonrió.
La tarea no requería dos hombres. Lared había venido observando los árboles todo el verano, y sabía cuáles se talarían ese año. Esos árboles casi nunca estaban lo bastante cerca para que Lared pudiera indicar a Jason cuál marcar mientras él marcaba otro. Y si trabajaban en el mismo árbol, Jason entorpecería la tarea. Al mediodía del primer día Lared dejó bien claro que no quería a Jason allí, así que Jason guardó una discreta distancia. Había poca nieve en el suelo, y sólo en ciertos tramos. Jason se dedicó a recoger musgos de árboles y piedras, guardándolos por separado en el saco de lana que había cosido mientras Lared escribía. No hablaron en toda la tarde. Pero Lared nunca olvidaba la presencia de Jason. Marcaba los árboles con rapidez y destreza, moviéndose con mayor premura que de costumbre. Se arrodillaba ante el árbol y hundía el cincel en la corteza. Lo golpeaba con el martillo y abría un surco alrededor del tronco, luego arrancaba la corteza hasta el suelo con el garfio que Papá había forjado siguiendo sus instrucciones. Anteriormente hacían dos marcas, en dos líneas paralelas alrededor del árbol. Pero eso llevaba el doble de tiempo. Con un solo corte, se podía arrancar la corteza para asegurarse de que el árbol estuviera muerto antes de la tala. Al año siguiente, nuevos brotes salían del tocón. Parte de la tarea de Lared consistía en recortar cada año esos brotes, que se ponían a secar para confeccionar tallos, mangos y bastidores para cestos de junco y de mimbre. Nada se desperdiciaba, y Lared estaba orgulloso de su habilidad y rapidez.
Trabajó con tanta concentración que el sol ya se ponía cuando se dio cuenta de que aún no había preparado la choza para la noche. Nunca había hecho tantos árboles en el primer día. Nunca había tenido la presencia vigilante de Jason Worthing. Había dejado atrás los restos de las viejas chozas destinadas al primer día. No quería retroceder. Tampoco era práctico continuar hasta las chozas del segundo día. Estaban demasiado lejos, y siempre escalaba el peñasco de Arroyo Brindy el segundo día, a plena luz. No era una tarea para la noche. Así que necesitaría la ayuda de Jason para construir una choza deprisa, sin viejos zarzos con los que empezar.
Apenas lo hubo pensado, Jason se le acercó, callado e inexpresivo, aguardando instrucciones. Lared escogió un buen árbol, con una rama larga y baja a modo de viga central, y bastante cerca de un sauce. Jason asintió y empezó a usar el cuchillo para cortar las ramas de sauce que colgaban de ese árbol. Jason sabía lo que hacía, y podía llegar a mayor altura y cortar varas más largas que Lared. Cuando Lared hubo recogido las varillas de leña para los bastidores, se puso a preparar una tosca argamasa a orillas de un arroyo. Sintió frío al cavar con una azada en la orilla enlodada y arrojar agua al suelo con el cuenco de madera. Pero lo hizo deprisa, y cuando Jason terminó de entrelazar las ramillas tejiendo zarzos, el lodo estaba listo para funcionar como argamasa.
Jason trajo los zarzos de uno en uno. Pronto aprendió el modo de trabajar de Lared: cogía un puñado de hojas caídas y con ellas recogía el lodo. Pegaban las hojas enlodadas en el zarzo y las dejaban allí. Las hojas hacían la pared más gruesa, más cálida e impermeable que el lodo solo. Juntos llevaron cada zarzo terminado hasta el árbol y lo apoyaron contra la viga. Como Jason había podido cortar ramas muy largas, los zarzos cubrían una extensión mayor que cualquier otra choza que hubiese construido Lared, dejando espacio para dos hombres en el interior.
Cortaron árboles jóvenes para fortalecer la puerta, y colgaron sobre ella la piel de oveja que Lared llevaba para tal propósito. Antes del anochecer habían encendido una fogata frente a la choza. Calentaron agua e hirvieron la salchicha para tener algo caliente en el estómago. Lared lavó el cuenco, y cuando regresó Jason ya dormía en un costado de la tienda, dejándole la mitad del espacio para tender su manta. Lared advirtió que no le molestaba la respiración de Jason. No habían cambiado una palabra en todo el día. El silencio del bosque era completo, excepto por el ulular de los búhos y el andar de algún oso.
Como de costumbre en la primera noche, Lared caviló mientras se adormecía. ¿Por qué regresar a Bahía Chata? ¿Por qué no me quedo aquí para siempre?
Esa noche soñó. Y en el sueño no era Jason Worthing. Era la primera vez que no le daban la vida de Jason como recuerdo.
Era Abner Doon.
Estaba sentado ante una mesa, y en el aire había un mundo. El mapa de un mundo, con los países marcados con diversos colores. Apretó teclas. Diferentes colores aparecieron en el globo, y el mundo giró mostrándole otras caras, y al estudiarlo Doon comprendió que se estaba forjando algo hermoso. Era un juego, sólo un juego, pero entre los jugadores había uno realmente genial. Herman Nuber, indicaba el ordenador. Herman Nuber, quien en ese momento dormía bajo el somec, era el jugador que había tomado la Italia de 1914 y la había llevado a una posición de predominio mundial, con un imperio de aliados, estados clientes y posesiones, más vasto que ningún otro anterior de la Tierra.
La Italia de Nuber era una dictadura benigna. En cada estado cliente y territorio conquistado, la rebelión era reprimida sin piedad, pero la lealtad era recompensada generosamente, los impuestos eran moderados, se respetaban las costumbres locales y las libertades y la vida era buena para la población. Las rebeliones no conseguían nada y lo perdían todo, así que el gobierno era estable, tan estable que ni siquiera los jugadores inferiores, cometiendo errores estúpidos mientras Nuber dormía bajo el somec, podían perjudicar mucho a la Italia de Nuber.
Eso era lo que había inducido a Abner a participar en el juego. No prestaba mucha atención a los Juegos Internacionales, así como no malgastaba su tiempo contemplando las interminables grabaciones en vivo, con su reproducción tediosamente completa de las vidas y amores de personas aburridas y ahitas de sexo, en tres dimensiones y a todo color. Estaba construyendo su propia red de poder, transformando el subministerio de colonización en el centro del mundo. Pero muchas personas hablaban de la Italia de Nuber. Nuber pronto despertará. Esta vez Nuber conquistará el mundo. Las apuestas eran altas, pero se relacionaban con la fecha en que finalizaría el juego, no con la posibilidad de victoria de Nuber. Claro que vencería. De todos los jugadores de la historia de los Juegos Internacionales, nadie había comenzado desde una posición tan débil para transformarla en una posición tan fuerte en tan poco tiempo. Eso se llamaba perfección. El imperio definitivo.
Naturalmente, Abner tenía que verlo.
Lo estudió atentamente varias horas, y todo lo que decían era cierto. Era la clase de gobierno que podía durar para siempre. Un nuevo Imperio Romano que hacía parecer baladí y fugaz al anterior.
Todo un desafío.
En el sueño, Lared comprendió la belleza de lo que Herman Nuber había concebido y logrado, y clamó contra el acto que planeaba Abner. Pero el sueño continuó, pues no estaba bajo su control.
Abner Doon compró Italia. Compró el derecho a jugar en el papel de ese país. Era caro, porque había especulaciones ilegales en el mercado de jugadores y el precio se había inflado, con el fin de obligar a Nuber a pagar recargos para comprarlo. Pero Abner no tenía intenciones de obligar a Nuber a pagar nada. Abner no pensaba vender Italia. Pensaba usarla como campo experimental para lo que planeaba hacer en la vida real: comprobaría si podía desbaratar el orden del mundo.
Jugó cuidadosamente, y en su sueño Lared creyó comprender todo lo que hacía Abner. Emprendió guerras insensatas y se cercioró de que estuvieran mal conducidas y peor libradas, pero sin llegar al extremo de la derrota aplastante. Sólo un desgaste, un lento deterioro del ejército, de la riqueza del imperio.
Y dentro del imperio también inició una sigilosa corrosión. Mala administración y decisiones estúpidas en la producción industrial; cambios en la función pública para promover la corrupción; impuestos injustos y antojadizos. Y las naciones conquistadas fueron acosadas. Persecución religiosa; imposición de la lengua italiana, discriminación contra ciertos grupos en empleos y educación; censura informativa; barreras para los viajes; confiscación de tierras a los campesinos y aliento a una nueva aristocracia. En síntesis, hizo todo lo posible para que la Italia de Nuber funcionara de modo parecido al Imperio. Sólo que Abner planeaba y controlaba la situación para asegurarse de que el resentimiento creciera gradualmente, demorando las rebeliones, restándoles impulso, esperando el momento oportuno. No quiero unos cuantos géiseres, pensaba Abner. Quiero un volcán que consuma el mundo.
El único elemento de la Italia de Nuber que faltaba en Capitol era el catolicismo, una fuerza vinculante, una fe común que enlazaba al menos a las clases dominantes, garantizando que mirasen el mundo desde una perspectiva común. La integridad de la Iglesia era el único elemento firme en el imperio corrupto que estaba gestando Abner.
Como el somec. Como la Casa del Sueño. La esperanza común y la fe de la clase dominante de Capitol y los Mil Mundos. Dormir, y así vivir más tiempo que los pobres diablos que no podían gozar del privilegio. La integridad incorruptible de los guardianes de la Casa del Sueño era la fe de todos. Si gracias a mis méritos obtengo el somec, me lo darán. No se puede comprar ni exigir, no se puede conseguir mediante persuasión ni fraude. Sólo mediante logros reconocidos. Era el único sostén del Imperio de los Mil Mundos, en medio de la podredumbre que erosionaba y reblandecía todo lo demás. La fe en el juicio final de la Casa del Sueño, que medía a hombres y mujeres para brindarles la inmortalidad si eran dignos de ella.
Te derrumbaré, pensó Abner Doon, y Lared tembló en el sueño.
Era sólo cuestión de tiempo, hasta que la Italia de Nuber estuviera madura. En el ínterin, Herman Nuber despertó de su sueño de tres años. Una espléndida asignación de somec, tres años de sueño por cada año de vigilia: un hombre podía vivir cuatrocientos años. Nuber se había granjeado una inmensa estima con la creación de esa Italia.
Nuber intentó comprar Italia, lógicamente, para poder jugar. Pero Abner no vendía. Los agentes de Nuber insistieron con ofertas principescas, pero Abner no pensaba dejar que Nuber salvara Italia. Nuber incluso intentó amedrentarlo, enviando matones para intimidarlo. Pero Abner ya tenía demasiado poder en Capitol. Los matones ya trabajaban para él, y Abner los envió a Nuber con instrucciones de hacerle lo que Nuber había ordenado que le hicieran a Abner. Era lo justo.
Pero no era tan justo. Nuber comprendía lo que Abner estaba haciendo con su imperio. No era tonto. Había pasado siete años de su vida de vigilia —veintiocho años en tiempo de juego— transformando Italia en un fenómeno que constaría para siempre en los anales de los Juegos Internacionales. Y Abner lo estaba destruyendo. No con torpeza, sino diestramente, con un exquisito sentido de la oportunidad. No bastaba con provocar la rebelión y la reorganización. Abner estaba provocando revoluciones y conquistas que borrarían a Italia del mapa, la destruirían tanto que no habría más esperanzas de que se volviera a levantar. Cuando Abner terminara, no quedaría nada que Nuber pudiera comprar y reconstruir.
Finalmente Abner consideró que había llegado el momento. Hizo una sola cosa, pero fue suficiente: expuso la corrupción que había introducido en el corazón de la Iglesia. El ultraje y el odio que eso causó destruyó toda pretensión de legitimidad y decencia en la Italia de Nuber. El ordenador sólo supo afrontar la situación con una revuelta instantánea y arrasadora. Todas las rencillas de cada país se sumaron a la furia de la aristocracia. Todas las clases actuaron al mismo tiempo, e Italia fue desbaratada. El imperio se fragmentó, los ejércitos se amotinaron.
En tres días todo terminó. No quedó Italia en el juego.
Hasta Abner quedó pasmado ante el desenlace. Naturalmente, los Juegos Internacionales usaban estructuras simplificadas, pero ese juego era lo más parecido a la realidad.
Lo haré de nuevo, pensó Abner. Y el plan se desplegó en su mente. Las semillas de la revolución universal ya estaban allí, pues el Imperio estaba corrupto hasta la medula y la esperanza del somec era lo único que la mantenía a raya. La tarea de Abner, pues, consistía en postergar la revolución hasta que él estuviera preparado, hasta que todo pudiera suceder de golpe, hasta que la revolución no sólo cambiara el gobierno sino que lo deshiciera todo, e incluso cortara los hilos que enlazaban un mundo con otro. El viaje interestelar debía finalizar junto con todo lo demás, o la destrucción sería en balde.
Pero el destino había favorecido los designios de Abner. Más aún, él sospechaba que las cosas habrían seguido ese curso incluso sin su intervención. Ése era el problema de manipular la realidad: no había manera de averiguar qué habría ocurrido. Quizá mi existencia no cambia nada. Pero quizá sí. De ese modo Abner comenzó el lento proceso de corromper la Casa del Sueño. Permitiendo sigilosos homicidios y manipulaciones por medio del somec. Permitiendo que los niveles de sueño se compraran con dinero o poder, permitiendo que las burbujas de memoria se modificaran o extraviaran, permitiendo que mezquinos príncipes del delito o del capitalismo pensaran que podían usar la Casa del Sueño a su antojo. Cuando al fin se revelara el mal uso de la Casa del Sueño, todo el rencor brotaría al mismo tiempo, estallarían todos los odios, e incluso los usuarios de somec se revelarían contra la Casa del Sueño, de modo que el somec mismo sería eliminado, incluso para el viaje interestelar, incluso para el único uso legítimo que tenía.
Puedo hacerlo, dijo Abner triunfalmente.
Pero era un hombre de conciencia, a su manera. Fue a visitar a Herman Nuber, cuando todo estuvo hecho. El hombre se había quedado anonadado al ver el trabajo de su vida arruinado sin un propósito comprensible.
—¿Qué te hice? —preguntó Nuber. Parecía un hombre muy viejo, o al menos muy cansado.
—Nada —dijo Abner.
—¿Ganaste mucho apostando por la caída de Italia?
—No hice apuestas. —Las sumas habrían sido nimias en comparación con lo que Abner ya controlaba.
—¿Por qué quisiste lastimarme, si no te representaba ningún provecho?
—No quise lastimarte.
—¿Y qué otra cosa esperabas?
—Sabía que te lastimaría, Herman Nuber, pero no buscaba ese resultado.
—¿Qué buscabas, pues?
—El final de la perfección —dijo Abner.
—¿Por qué? ¿Por qué odiabas mi Italia? ¿Qué mezquindad de tu corazón te impulsa a desbaratar la grandeza?
—No espero que lo entiendas —dijo Abner—. Pero si hubieras tomado este último turno, el juego habría concluido. El mundo de tu juego se habría estancado. Habría muerto. Yo no estaba contra la belleza que lograste. Simplemente me oponía a que durase para siempre.
—¿Amas la muerte?
—Por el contrario. Sólo amo la vida. Pero la vida sólo puede continuar si la otra cara es la muerte.
—Eres un monstruo.
Abner asintió en silencio. Soy el monstruo de las profundidades. Soy Poseidón, que sacude la tierra. Soy el gusano en el corazón del mundo.
Lared despertó llorando. Jason le tocó el hombro.
—¿Tan malo fue el sueño? —susurró.
Lared comprendió poco a poco que ya no estaba en el mundo de plástico de Capitol, sino bajo los zarzos inclinados de una choza del bosque, acompañado por Jason en la tenue luz que se filtraba por los bordes de la puerta de piel de oveja. El interior de la choza estaba muy tibio, lo cual indicó a Lared que había nevado durante la noche, cubriendo las paredes con una capa espesa que conservaba el calor de los cuerpos. Los zarzos estaban combados, y si no desmantelaban la choza pronto se rompería y no podrían utilizarlos para las chozas del año próximo. La urgencia de esa tarea disipó el sueño, o al menos lo relegó, permitiéndole superar su aflicción.
Esa mañana, más tarde, Lared comentó el sueño con Jason. Ahora Lared quería que el hombre lo acompañara. Era una dura faena, y si Jason usaba el garfio Lared podía efectuar el corte y continuar con el árbol siguiente, dejando que Jason siguiera sus huellas en la nieve. Sólo cuando llegaron al peñasco estuvieron juntos el tiempo suficiente para hablar.
—¿Tenemos que trepar? —preguntó Jason, mirando los salientes cubiertos de nieve.
—O volar —replicó Lared—. Hay un camino rápido, pero es demasiado peligroso en la nieve. Tomaremos esa hendedura curva.
—Me estoy haciendo viejo —dijo Jason—. No sé si podré trepar.
—Podrás —repuso Lared—. Porque no hay otra opción. No conoces el camino de regreso, y yo pienso subir.
—Eres muy tierno al cuidarme tanto —dijo Jason—. ¿Si me caigo, bajarás para ayudarme o me dejarás como ofrenda a los lobos?
—Naturalmente que bajaré. ¿Qué crees que soy? —Y su cólera estalló—: Si me envías otro sueño así, te mataré.
Jason se sorprendió. ¿Cómo podía sorprenderse, cuando conocía los sentimientos de Lared?
—Pensé que comprenderías a Abner si veías ese sueño —dijo Jason.
—¿Comprenderlo? ¡Es el diablo! ¡Es el que provocó el Día del Dolor! ¡Encontró un mundo bello y apacible y lo destruyó!
—Él está muerto, Lared. No tuvo nada que ver con el Día del Dolor.
—Si él hubiera estado aquí, lo habría hecho.
—Sí.
—Y habría venido aquí a regodearse, para ver cuánto sufrimos, como cuando fue a ver a Nuber.
—Sí.
Y Lared comprendió algo aún más terrible.
—Habría venido a vernos, como tú y Justicia.
Jason calló.
Lared se puso en pie, corrió hacia el peñasco y empezó a escalar. No por el camino seguro de la grieta, sino por el camino peligroso, el camino rápido que usaba cuando las rocas estaban secas y llevaba los pies descalzos.
—No, Lared —dijo Jason—. No por allí.
Lared no respondió, sino que avanzó más deprisa, aunque tenía que esforzarse para afirmar los dedos y le resbalaban los pies. A mayor altura sería más peligroso, pero al muchacho no le importaba.
—Lared, puedo hallar el camino seguro en tu mente, y no me causarás daño si voy por allí. Sólo te lastimarás a ti mismo.
Lared se detuvo, aferrándose a la roca.
—¡La única persona a quien un hombre bueno lastimaría a sabiendas es a sí mismo!
Jason empezó a seguirlo. Tampoco tomó el camino seguro. Paso a paso, siguió a Lared por la parte más peligrosa del peñasco.
Pero Lared no desistía. Ya no podía hacerlo: descender por allí habría sido más peligroso que continuar. Así que siguió trepando, ahora más despacio, con más cuidado, apartando la nieve de cada hendedura, tratando de despejarle el camino a Jason para que corriera menos peligro. Finalmente llegó a la cima y tendió la mano a su compañero para ayudarlo en el último tramo. Se arrodillaron juntos en el borde, mirando el bosque tendido más abajo. A lo lejos veían los campos y el humo de las fogatas de Bahía Chata. Detrás de ellos continuaba el bosque, hondo, negro y blanco como siempre.
—¿Más árboles que marcar? —preguntó Jason.
—No más sueños con Doon —respondió Lared.
—No puedo narrar esta historia sin él —dijo Jason.
—No más recuerdos de él. Lo odio. No quiero recordar que fui él. No más sueños con Doon.
Jason lo estudió un instante. Estás escrutándome la mente, exclamó Lared en silencio. Bien, como ves, hablo en serio. Yo nunca haría lo que Doon.
—¿No comprendes en absoluto por qué lo hizo?
No quiero comprenderlo.
—La humanidad es algo más que esos millones de personas. Juntos somos una sola alma, y ese alma estaba muerta.
—Él la mató.
—Él la resucitó. La dividió en fragmentos que tenían que cambiar, crecer, transformarse. Lo llamábamos el Imperio de los Mil Mundos, aunque había sólo trescientos planetas habitados. Pero Doon dio sentido a ese nombre. No todo fue destrucción. Envió grandes naves coloniales que esparcieron a la humanidad cada vez más lejos de Capitol, de modo que cuando llegó el final, cuando destruyó Capitol y las naves estelares dejaron de existir durante mil años, había de veras mil mundos, como mil capullos, cada cual habitado por mil millones de personas, cada cual buscando su propia manera de ser humanos.
¿Y cuántos se lo agradecieron? ¿Se sintieron felices? ¿Cómo la madre de Clany, quizá?
—Desde entonces han transcurrido más de diez mil años, y su nombre perdura como uno de los nombres del diablo. No, no eran felices. ¿Es feliz el manzano cuando le cortas una parte para injertarla en la raíz del manzano silvestre?
Un hombre no es un árbol.
—Lared, Abner Doon fue a la humanidad lo que tú eres al árbol. Podó, injertó, trasplantó, quemó las ramas muertas, pero él huerto mejoró.
Lared se puso de pie.
—Hay más árboles que marcar. Si nos damos prisa, podremos llegar a la choza del tercer día esta noche, y ahorrarnos un poco de trabajo.
—Prometo que no habrá más sueños de Abner Doon.
—No quiero más sueños de nada. Estoy harto.
—Si así lo quieres…
Pero Lared sabía que Jason cedía porque se imaginaba que Lared se arrepentiría. Y Lared sabía que tenía razón. No soñaría más con Abner, pero soñaría con Jason. Tenía que saber cómo aquel niño se había transformado en este hombre.
Cuando terminaron de marcar los árboles y regresaron —dos días antes que de costumbre, pues juntos habían trabajado muy bien—, Lared abrió la caja, limpió las plumas y dijo:
—Mañana escribiremos, así que dame los sueños esta noche.