13
GUIJARROS BOTANDO EN EL AGUA

Bergen Bishop quería ser artista.

Cuando lo anunció a los siete años, le dieron lápices, papel, carboncillo, acuarelas, óleos, lienzos, una paleta, una exquisita selección de pinceles y un instructor que iba a su casa una vez por semana. En pocas palabras, le dieron todos los recursos que el dinero puede comprar.

El instructor no era tonto. Se ganaba la vida enseñando a hijos de ricos, así que sabía cuándo ser sincero y cuándo mentir. Las palabras este chico tiene talento habían pasado a menudo por sus labios. Pero esta vez las decía en serio, y era difícil hallar el modo de que esa frase embustera expresara la verdad.

—¡El chico tiene talento! —declaró—. ¡El chico tiene talento!

—Nadie suponía lo contrario —dijo la madre del chico, un poco sorprendida ante las efusiones del instructor.

El padre guardó silencio, preguntándose si el instructor esperaba una bonificación por declararlo con tanto fervor.

—Este chico tiene talento. Potencial. Un gran potencial —dijo el profesor por enésima vez.

Y la madre de Bergen, harta de tantos elogios, respondió:

—Querido amigo, no nos importa que tenga talento. Puede conservarlo. Regrese el martes próximo. Gracias.

A pesar de la indiferencia de sus padres, Bergen se consagró con entusiasmo al aprendizaje de la pintura. En poco tiempo adquirió una destreza técnica inusitada para su edad.

Era un chico de buen temperamento con un fuerte sentido de la justicia. Muchos jóvenes de su clase en el planeta Crove usaban a sus criados para descargar sus iras. A fin de cuentas, como los hermanos no estaban de moda, había que tener alguien con quien desquitarse. Y los criados (que eran chicos de la misma edad que sus amos) aprendían muy pronto que si se defendían tendrían que afrontar algo peor de lo que podía infligirles su joven amo.

Bergen, sin embargo, no era arbitrario. Como no era pendenciero, rara vez dirigía palabrotas o golpes a su criado, Dal Vouls. Y como era justo, cuando Dal mencionó tímidamente que él también deseaba aprender a pintar, Bergen no tuvo reparos en compartir su equipo y su instructor.

Al instructor no le molestaba enseñar a ambos al mismo tiempo. Dal era obediente, discreto y callado. Pero el instructor pensaba demasiado en sus ingresos como para no mencionar al padre de Bergen que era habitual dar un estipendio adicional cuando había dos alumnos en vez de uno.

—Dal, ¿has estado derrochando el tiempo del instructor? —preguntó Locken Bishop al criado de su hijo.

Dal guardó silencio, intimidado.

—Fue idea mía —intervino Bergen—. Que aprendiese. Para el profesor representa el mismo tiempo.

—El profesor me pide un aumento. Tienes que aprender a valorar el dinero, Bergen. O tomas las lecciones a solas, o no las tomas.

Aun así, Bergen obligó al profesor (Haré que le despidan y le desprestigiaré por toda la ciudad. ¡Por todo el mundo!) a permitir que Dal se sentara en silencio a un lado, observando. Pero Dal no acercaba el lápiz al papel durante las lecciones.

Cuando tuvo nueve años, Bergen se cansó de pintar y echó al profesor. Se dedicó a la equitación, años antes que la mayoría de los niños, pero esta vez insistió en que su padre comprara dos caballos; y Dal cabalgaba con Bergen.

Fue una infancia casi idílica. Naturalmente hubo frustraciones, ocasiones en que Dal y Bergen tuvieron desacuerdos. Pero esas ocasiones quedaron sepultadas bajo el alud de otros recuerdos, y pronto fueron olvidadas. Las cabalgatas los llevaban lejos de la casa del padre de Bergen, pero era imposible salir a caballo de las tierras del padre y regresar el mismo día.

Y como Bergen olvidaba que él era el heredero y Dal sólo un criado bajo contrato, entablaron amistad. Juntos derramaron cera caliente en la escalera, y la hermana de Bergen patinó y se dio un porrazo. Bergen cargó estoicamente con toda la culpa, pues a él sólo lo encerrarían en su habitación, mientras que a Dal lo azotarían y despedirían. Juntos se tendieron en los arbustos a observar a una pareja que cabalgaba desnuda y se puso a copular en la gravilla, al borde de un precipicio. Se maravillaron durante días pensando que eso mismo hacían los padres de Bergen a puerta cerrada. Juntos nadaron en cada estanque peligroso de la finca e iniciaron incendios en cada rincón que podían salvándose mutuamente la vida con tanta frecuencia que pronto perdieron la cuenta de quién estaba en deuda con quién.

Al cumplir catorce años, Bergen recordó que cuando niño había pintado. Un tío los visitó y dijo:

—Y éste es Bergen, el niño que pinta.

—La pintura fue sólo un capricho infantil —dijo la madre de Bergen—. Ya lo ha superado.

Bergen no estaba habituado a enfadarse con la madre. Pero a los catorce años pocos chicos aceptan la palabra infantil sin mosquearse.

—¿Eso crees, madre? —respondió Bergen—. ¿Entonces por qué todavía pinto?

—¿Dónde? —preguntó ella con incredulidad.

—En mi habitación.

—Pues muéstrame algún trabajo tuyo, pequeño artista. —La palabra pequeño era irritante.

—Los quemo. Aún no son representativos.

Ante tal respuesta la madre y el tío soltaron una risotada, y Bergen se marchó a su habitación. Dal lo siguió como una sombra.

—¿Dónde demonios están? —dijo airadamente, hurgando en el armario donde guardaban los pinceles y demás.

Dal tosió.

—Bergen, señor —dijo (a los doce años Bergen era casi mayor de edad, y la ley establecía que cualquiera que él o su padre contrataran tenía que llamarlo señor)— Pensé que ya no usabas tus elementos de pintura. Los tengo yo.

Bergen se volvió asombrado.

—Yo no los usaba. Pero ignoraba que tú sí.

—Lo lamento, señor. Pero no tuve muchas oportunidades de practicar cuando venía el instructor. Desde entonces he estado usando los materiales.

—¿Los gastaste?

—Había una buena provisión. No queda más papel, pero hay mucho lienzo. Lo traeré.

Fue a buscarlo, y lo entró en la casona en dos viajes, utilizando la escalera trasera para que los padres de Bergen no lo vieran.

—Pensé que no te importaría, señor —dijo Dal cuando lo hubo traído todo.

Bergen puso cara de desconcierto.

—Claro que no me importa. Es sólo que a mi madre se le ha metido en la cabeza que todavía soy un niño. Pintaré de nuevo. No sé por qué dejé de hacerlo. Siempre quise ser artista.

Instaló el caballete ante la ventana para ver el patio, moteado con los gráciles árboles-látigo de Crove, que se elevaban cincuenta metros hacia el cielo y en las tormentas se inclinaban totalmente, de modo que ningún granjero de los Llanos estaba a salvo del temor de que un árbol-látigo se estrellara contra su casa en el viento. Bergen comenzó con un fondo verde y azul, mientras Dal observaba. Al principio Bergen titubeó, pero pronto recobró el aplomo, y en realidad su largo abandono del arte no le había perjudicado. Sus ojos eran más perspicaces. Sus colores eran más profundos. Aun así, todavía era un aficionado.

—Quizá si hubiera más magenta en el cielo, bajo las nubes… —sugirió Dal.

Bergen se volvió hacia él fríamente.

—Aún no he terminado el cielo.

—Perdón.

Bergen siguió pintando. Todo iba bien, excepto que no podía representar adecuadamente los árboles-látigo. Le salían muy pardos y macizos, lo cual no era acertado. Si intentaba dibujarlos arqueados, le salían tiesos y sin vida. Bergen soltó un juramento, arrojó el pincel por la ventana y se levantó de un salto.

Dal caminó hasta la pintura.

—Bergen, señor —dijo—, no está mal. En absoluto. Es buena. Salvo los árboles.

—Sé que son los malditos árboles —gruñó Bergen, furioso ante su incapacidad para alcanzar la perfección en su primer intento después de años.

Se volvió al ver que Dal retocaba el lienzo, rápidos trazos con un pincel delgado.

—Tal vez así, señor —dijo Dal.

Bergen se acercó al lienzo. Allí estaban los árboles-látigo, sin duda el elemento más vital, más dinámico y más bello de toda la pintura. Bergen los miró: parecían muy naturales, pues Dal los había pintado en el lienzo con toda naturalidad. Algo andaba mal. Era Bergen quien aspiraba a ser artista, no Dal. No era correcto ni justo que Dal supiera pintar árboles-látigo.

Bergen, sulfurándose, farfulló una frase y lanzó un golpe, pegándole a Dal en el costado de la cabeza. Dal quedó aturdido. No por la fuerza del golpe, sino por el hecho de recibirlo.

—Nunca me habías golpeado —dijo extrañado.

—Lo lamento —se disculpó Bergen.

—Lo único que hice fue pintar los árboles-látigo.

—Lo sé. Lo lamento. No tengo por costumbre abofetear a los criados.

La sorpresa de Dal se convirtió en furia.

—¿Criados? Claro, olvidé que era un criado. Vi que ambos intentábamos realizar la misma tarea y que yo lo hacía mejor que tú. Olvidé que era un criado.

Bergen se amilanó ante este giro de los acontecimientos. Había hablado sin pensar: sólo se enorgullecía de ser un amo que no perdía los estribos.

—Pero Dal —dijo cándidamente—, eres un criado.

—En efecto. Y lo recordaré en el futuro. No ganaré ninguna partida. Me reiré de tus bromas aunque sean imbéciles. Dejaré que tu caballo sea siempre un poco más rápido. Te daré la razón aunque digas sandeces.

—¡Nunca quise que nadie me tratara así! —repuso Bergen, enfurecido ante aquella reacción injusta.

—Así es como los criados tratan a los amos.

—No quiero que seas un criado. ¡Quiero que seas mi amigo!

—Creí que lo era.

—Eres un criado y un amigo.

Dal rió.

—Bergen, señor. Un hombre es criado o amigo. Son direcciones opuestas en el mismo camino. O te pagan por el servicio, o lo prestas por amor.

—¡Pero a ti te pagan por tus servicios, y pensé que los prestabas por amor!

Dal sacudió la cabeza.

—Yo prestaba servicios por amor, y pensé que tú me brindabas alimentación y vestimenta por amor. Contigo me sentía libre.

—Eres libre.

—Tengo un contrato.

—Si me pides que lo rompa, lo haré.

—¿Lo prometes?

—Por mi vida. ¡No eres un criado, Dal!

Entonces se abrió la puerta y entraron la madre y el tío de Bergen.

—Oímos gritos —dijo la madre—. Pensamos que había una riña.

—Peleábamos con almohadas —contestó Bergen.

—Entonces, ¿por qué la almohada está en la cama?

—Terminamos y la puse en su lugar.

El tío rió.

—Vaya, Selly, estás criando a una perfecta sirvienta.

—Por Dios, Nooel, no bromeaba. Todavía pinta.

Se acercaron a la pintura y la miraron con atención.

Nooel se volvió hacia Bergen y extendió la mano.

—Pensé que era mera jactancia, puro cacareo de adolescente. Pero tienes talento, muchacho. El cielo es un poco tosco, y es preciso trabajar en los detalles. Pero si alguien es capaz de pintar esos árboles-látigo, ciertamente tiene futuro.

Bergen no consideró justo adjudicarse el mérito.

—Dal pintó los árboles.

Selly Bishop se ofuscó, pero a pesar de ello sonrió tiernamente a Dal.

—Qué simpático, Dal. Así que Bergen te deja jugar con sus pinturas.

Dal callaba, pero Nooel le clavaba los ojos.

—¿Hay un contrato? —preguntó.

Dal asintió.

—Lo compraré —ofreció Nooel.

—No está en venta —se apresuró a decir Bergen.

—En realidad —intervino dulcemente Selly—, no es mala idea. ¿Crees que podrás desarrollar ese talento?

—Vale la pena hacerlo.

—El contrato no está en venta —dijo Bergen con firmeza.

Selly miró fríamente a su hijo.

—Todo lo que se compró se puede vender.

—Pero un hombre conserva lo que ama, Mamá, al margen del precio que le ofrezcan.

—¿Lo que ama?

—Tienes una mente obscena, Selly —dijo Nooel—. Obviamente son amigos. A veces eres la peor zorra del planeta.

—Eres muy amable, Nooel. En este planeta es todo un logro. A fin de cuentas, está la emperatriz.

Ambos rieron y se marcharon de la habitación.

—Lo lamento, Dal —comentó Bergen.

—Estoy acostumbrado —respondió Dal—. Hace tiempo que tu madre y yo no nos llevamos bien. Y no me importa… sólo me importa una persona.

Se miraron unos instantes. Sonrieron. Luego cambiaron de tema, pues a los catorce años hay pocas emociones delicadas que se puedan manifestar abiertamente por demasiado tiempo.

Cuando Bergen cumplió veinte años, el somec llegó a ese nivel de la sociedad.

—Es una maravilla —dijo Locken Bishop—. ¿Sabes lo que eso significa? Si nos aprueban, podemos dormir cinco años seguidos y luego tener cinco años de vigilia. Viviremos un siglo más de lo que hubiéramos vivido.

—¿Pero nos aprobarán? —preguntó Bergen.

Sus padres rieron a carcajadas.

—Es cuestión de méritos, y el chico pregunta si aprobarán a su familia… Claro que sí, Bergen.

Bergen sintió una serena furia, como habitualmente le ocurría con sus padres últimamente.

—¿Por qué? —preguntó.

Locken captó el tono mordaz. Cobró un aire autoritario y señaló el pecho de Bergen.

—Porque tu padre brinda empleo a cincuenta mil hombres y mujeres. Porque si yo fuera a la quiebra, medio planeta sufriría el impacto. Y porque soy el que paga más impuestos en todo el Imperio, con excepción de cincuenta hombres.

—En otras palabras, porque eres rico —dijo Bergen.

—¡Porque soy rico! —respondió Locken airadamente.

—Entonces, si no te importa, esperaré a ganarme el somec por mis propios méritos, no por los de mi padre.

Selly rió.

—Si yo esperara a ganarme el somec por mis propios méritos, nunca me lo darían.

Bergen la miró con odio.

—Y si hubiera justicia en el mundo, evidentemente no te lo darían.

Para sorpresa de Bergen, sus padres no replicaron. Fue Dal quien le habló esa noche, cuando ambos se reunieron para dar retoques a sendas piezas de arte: la de Dal, una miniatura al óleo; la de Bergen, una vista inmensa, casi tamaño natural, de los edificios de la finca tal como él creía que debían ser, con una vivienda mucho más pequeña y cobertizos de tamaño más funcional. Y sus árboles-látigo eran bellísimos.

Semanas después, Bergen pagó los honorarios del examen, y obtuvo tan altas calificaciones en inteligencia básica, creatividad y ambición que recibió el derecho a ingerir somec durante tres años, con cinco años de vigilia. Sería un durmiente. Y lo consiguió sin dinero.

—Felicitaciones, hijo —dijo su padre, orgulloso de la independencia de Bergen.

—Por lo que veo, lo has planeado para despertar dos años antes que nosotros. Tiempo para tus correrías, supongo —comentó Selly con mordacidad.

Dal sólo dijo una cosa cuando se enteró de que Bergen usaría somec.

—Libérame primero.

Bergen quedó sorprendido.

—Lo prometiste —le recordó Dal.

—Pero no tengo edad. No podré hacerlo hasta dentro de un año.

—¿Y crees que tu padre lo hará? ¿O que tu madre lo permitiría? Mi contrato les autoriza a prohibirme pintar, o a quedarse con todo lo que yo produzca. Podrían obligarme a limpiar establos. Podrían obligarme a talar árboles con las manos desnudas. Y tú no regresarás hasta dentro de tres años.

Bergen estaba francamente consternado.

—¿Qué puedo hacer?

—Persuadir a tu padre de que me dé la libertad. O permanecer despierto hasta que seas mayor de edad y puedas liberarme tú mismo.

—No puedo rechazar el somec. Debes usarlo cuando te lo dan. Sólo hay un número de vacantes por año.

—Entonces convence a tu padre.

Se necesitó un mes de acoso constante para que Locken Bishop accediera a liberar a Dal de su contrato. Y el contrato incluía una estipulación.

—El setenta y cinco por ciento de lo que ganes por encima de albergue y comida nos pertenecerá durante cinco años, o hasta que nos hayas pagado ochenta mil.

—Papá —protestó Bergen—, eso es una extorsión. Yo lo habría liberado dentro de once meses. Y ochenta mil es diez veces lo que pagaste por el contrato… y no se lo pagaste a él.

—También lo alimenté durante veinte años.

—Y él trabajó por ello.

—¿Trabajó? —interrumpió Selly—. Sólo jugó. Contigo.

Dal habló una vez que todos se hubieron callado.

—Si os doy ese dinero, no podré ganar lo suficiente para presentarme al examen de méritos para el somec.

Locken apretó las mandíbulas.

—Eso no importa. O aceptas o sigues bajo contrato.

Bergen se apoyó la cara en las manos. Selly sonrió. Dal asintió.

—Pero lo quiero por escrito.

Lo dijo con suavidad, pero el efecto fue eléctrico. Locken se puso de pie, irguiéndose sobre Dal, que estaba sentado.

—¿Qué has dicho, mozalbete? ¿Esperas que un Bishop pacte un contrato por escrito con un mero criado?

—Lo quiero por escrito —murmuró Dal, afrontando con firmeza la furia de Locken.

—Tienes mi palabra, y eso basta.

—¿Y quiénes son los testigos? Tu hijo, que estará dormido durante tres años, y tu esposa a la que no se puede dejar a solas con un criado de quince años.

Selly jadeó. Locken enrojeció, pero retrocedió un paso. Y Bergen quedó horrorizado.

—¿Qué? —preguntó.

—Lo quiero por escrito —insistió Dal.

—Quiero que te largues de esta casa —replicó Locken, pero en la voz le temblaba una emoción nueva: agravio y traición.

Bergen pensó: Si Dal hablaba en serio, y lo cierto es que Mamá no lo niega, es lógico que Papá se sienta agraviado.

Pero Dal miró a Locken con una sonrisa.

—¿Creías que el territorio dónde pisabas te pertenecería siempre? —dijo.

Ahora Bergen se resistía a comprender.

—¿A qué se refiere, papá? ¿A qué se refiere Dal?

—A nada —se apresuró a decir Locken.

Dal rehusaba callarse.

—Tu padre —le reveló a Bergen— practica los juegos más extraños con niños de cinco años. Siempre insistí en que te invitara a participar, pero se negaba.

El alboroto duró una hora. Locken se golpeaba el muslo con el puño izquierdo, mientras Selly lo atacaba con saña para que los demás no le recordaran sus propias indecencias. Sólo Bergen estaba honestamente apenado.

—Tantos años, Dal. ¿Esto pasó durante tantos años?

—Para ti yo era un amigo, Bergen —dijo Dal, olvidándose del señor—. Pero para ellos era un criado.

—Nunca me lo contaste.

—¿Qué podías hacer tú?

Y cuando Dal se marchó al cabo de esa hora, tenía el convenio por escrito.

Cuando Bergen despertó de su primer período de somec, un amable asistente de la Casa del Sueño le comunicó las novedades. Su padre había muerto a los pocos días de la partida de Bergen, y un amante había asesinado a la madre dos años después. Después del emperador, Bergen poseía ahora el mayor patrimonio de Crove.

—No lo quiero.

—Te recuerdo que ese patrimonio —dijo el amable asistente— incluye privilegios de somec equivalentes a cinco años de sueño por cada año de vigilia.

—¿Sólo tendría que vivir un año de cada seis?

—El Imperio reconoce así el valor de las grandes fuerzas de la economía.

—Pero yo quiero pintar.

—Pues pinta. Pero a menos que desees visitar las tumbas de tus padres, los administradores de tus empresas están haciendo una espléndida labor, según los auditores del gobierno, y puedes dormirte de nuevo para completar los dos años que te corresponden.

—Hay alguien a quien deseo ver.

—Como quieras. Podemos dormirte de nuevo en cualquier momento dentro de los próximos tres días. Después de eso tendrás que concluir tu año de vigilia, y habrás perdido dos años de sueño.

Bergen pasó los dos primeros días tratando de hallar a Dal Vouls. Al fin lo consiguió, cuando recordó que Dal aún estaría sometido al contrato de su padre. Los albaceas pudieron localizarlo porque en ocasiones él enviaba giros para satisfacer la cláusula del setenta y cinco por ciento.

Dal abrió la puerta y la cara se le iluminó al reconocerlo.

—Bergen —dijo—. Entra. Han pasado tres años, ¿verdad?

—Así es, Dal. Pero para mí es como si hubiera sido ayer. Fue ayer. ¿Cómo te ha ido?

Dal señaló las paredes del apartamento. Allí colgaban cuarenta o cincuenta pinturas y dibujos. Durante veinte minutos la conversación se limitó a Me gusta esto y ¿Cómo lograste aquello?. Luego Bergen, totalmente abrumado, se sentó en el suelo (no había muebles) y ambos charlaron.

—¿Cómo va todo?

—Las ventas son lentas. Aún no soy famoso. Pero la gente compra. Lo mejor de todo es que el emperador ha decretado que todas las oficinas del gobierno se trasladen a Crove. Se cambiará incluso el nombre del planeta. Se llamará Capitol. Si las cosas andan bien, todo maldito planeta orbitará políticamente en torno a Crove. Y eso significa clientela. Significa gentes que sepan de arte en vez de esos bastardos de la milicia y el comercio que han acaparado el dinero en este mundo desde el principio de los tiempos.

—Has aprendido a hablar con frases largas desde que te vi por última vez.

—Me he sentido más libre.

—Te traje un obsequio. —Bergen le entregó el documento que lo liberaba del contrato.

Dal lo leyó y rió, lo releyó y lloró.

—Bergen —dijo—, no tienes idea. No tienes idea de lo difícil que ha sido.

—Puedo imaginarlo.

—No pude presentarme al examen. Por Dios, apenas he podido sobrevivir. Pero ahora…

—Hay más —dijo Bergen—. El examen cuesta tres mil. Te los traje. —Entregó el dinero a su amigo.

Dal retuvo el dinero unos segundos, luego lo devolvió.

—Tu padre ha muerto, pues.

—Sí —dijo Bergen.

—Lo lamento. Debió de ser un shock para ti.

—¿No lo sabías?

—No leo los periódicos. No tengo radio. Y nunca me devolvieron mis giros.

—El albacea entendió que un contrato es un contrato. Y puedes estar seguro de que mi padre no iba a liberar a los criados bajo contrato en su testamento.

Rieron amargamente en memoria de aquel hombre, a quien Dal había visto por última vez tres años antes, y a quien Bergen había visto sólo ayer.

—¿Tu madre?

—Esa zorra murió en celo —replicó Bergen con rencor.

Dal le tocó la mano.

—Lo siento —murmuró.

Y esta vez fue Bergen el que rompió a llorar.

—Gracias a Dios que eres mi amigo —dijo finalmente Bergen.

—Y tú el mío —respondió Dal.

Se abrió la puerta y entró una mujer con un niño que no tenía más de un año. Se sorprendió al ver a Bergen.

—Tienes compañía —dijo—. Hola. Soy Anda.

—Yo soy Bergen.

—Mi amigo Bergen —los presentó Dal—. Mi esposa Anda. Mi hijo Bergen.

Anda sonrió.

—Dal me dijo que eras brillante y hermoso, y que debíamos poner tu nombre a nuestro hijo. Tenía razón.

—Ambos sois muy amables.

La conversación fue agradable después, pero no fue lo que Bergen había esperado. No podían compartir los alardes, las bromas, las deliciosas procacidades e insultos que Bergen y Dal habían conocido durante años, no en presencia de Anda. Y se despidieron con la amistad en el aire, pero Bergen sentía una oquedad en el estómago. Dal había rechazado el dinero para el examen, y sólo había aceptado su libertad. Compartiría esa libertad con Anda.

Bergen regresó a la Casa del Sueño y usó el resto del somec que le habían adjudicado.

Cuando despertó la vez siguiente las cosas habían cambiado. Crove se llamaba ahora Capitol, y había un auge de construcción de viviendas. Y las compañías de Bergen estaban muy involucradas.

Se construía a tontas y a locas, y Bergen comenzó a comprender que no bastaba con levantar edificios. Capitol sería el centro del comercio y del gobierno de cientos de planetas. Miles de millones de personas. Al final quizá se transformara en una sola e inmensa ciudad. De modo que empezó a hacer planes de acuerdo con ello.

Indujo a sus arquitectos a planificar una estructura que abarcara más de cien kilómetros cuadrados y albergara a cincuenta millones de personas, industria pesada, industria liviana, transportes, distribución y comunicaciones. El techo del edificio tenía que ser resistente, no sólo para afrontar el despegue y aterrizaje de las naves de aterrizaje, sino para soportar el peso de las enormes naves estelares. Tardarían largo tiempo en diseñarlo. Les puso como plazo su próximo despertar, al cabo de cinco años de sueño.

Luego pasó el resto del año tratando de convencer a los burócratas de que adoptaran ese proyecto como plan maestro para todo el planeta. Todas las ciudades se diseñarían del mismo modo, y al crecer la población, las ciudades se conectarían piso por piso y cañería por cañería para formar una ciudad continua e ininterrumpida, con un puerto espacial como tejado y con raíces en las profundidades de la corteza rocosa. Cuando concluyó su tiempo de vigilia, Bergen había vencido. Casi todos los contratos fueron para las compañías de Bergen Bishop.

Sin embargo, no se olvidó de Dal. Lo encontró junto a sus pinturas, que ahora alcanzaban cierta celebridad. Pero fue difícil conversar.

—Bergen. Los rumores vuelan.

—Me alegro de verte, Dal.

—Dicen que descortezarás el planeta hasta el núcleo rocoso y pondrás acero encima.

—Aquí y allá.

—Dicen que todo estará entrelazado.

Bergen le quitó importancia.

—Habrá enormes parques. Vastas franjas de tierra virgen.

—Mientras el aumento de población no las haga necesarias. ¿Correcto? Siempre queda esa reserva.

Bergen se ofendió.

—Vine a hablar de tus pinturas.

—Muy bien —dijo Dal—. Echa un vistazo. —Y entregó a Bergen la pintura de un monstruo de acero que se extendía como pus por la campiña.

—Esto es repulsivo —dijo Bergen.

—Es tu ciudad. La tomé de los bocetos del arquitecto.

—Mi ciudad no es tan fea.

—Lo sé. Es tarea del artista realzar la belleza, y también la fealdad.

—El Imperio necesita una capital en alguna parte.

—¿Tiene que haber un imperio?

—¿Por qué te has vuelto tan amargo? —preguntó Bergen, francamente preocupado—. La gente ha descortezado planetas durante años. ¿Qué te ha afectado?

—Nada me ha afectado.

—¿Dónde está Anda? ¿Dónde está tu hijo?

—¿Quién sabe? ¿A quién le importa?

Dal se acercó a un lienzo con una puesta de sol y lo atravesó con el puño.

—¡Dal! —gritó Bergen—. No hagas eso.

—Yo la pinté. Yo puedo destruirla.

—¿Por qué se marchó?

—No aprobé el examen de méritos. Un tipo que podía conseguirle somec le ofreció matrimonio. Ella aceptó.

—¿Cómo suspendiste el examen?

—Ellos no pueden medir mis pinturas. Y cuando tienes veintiséis años, los requerimientos son más estrictos. Mucho más.

—Veintiséis… pero si sólo tenemos…

—Tú tienes sólo veintiuno. Yo tengo veintiséis y envejezco deprisa. —Dal fue hasta la puerta y la abrió—. Lárgate de aquí, Bergen. Estoy muriendo rápidamente. Dentro de un par de tus años seré un viejo inútil, así que no te molestes en buscarme más. Lárgate y estropea el planeta mientras todavía puedas ganar dinero con ello.

Bergen se marchó, herido e incapaz de comprender por qué Dal le odiaba de repente. Si Dal hubiera aceptado el dinero que Bergen le había ofrecido dos años antes, se habría presentado al examen cuando todavía podía aprobarlo. Era culpa suya, no de Bergen. No era justo que lo hiciera responsable.

Durante tres vigilias, Bergen no buscó a Dal. El recuerdo del rencor de Dal era demasiado doloroso. En su lugar, Bergen se concentró en la construcción de sus ciudades. Medio millón de hombres trabajaban en las obras, una docena de ciudades que se levantaban simultáneamente en la llanura. Quedaron muchas tierras intactas, pero las ciudades se elevaron a tal altura que los vientos cesaron y los árboles-látigo perecieron. ¿Cómo podían haber sabido que las semillas debían recorrer una distancia no mayor de un metro en su caída del árbol al suelo, y que sin vientos fuertes para arquear los árboles las semillas caían de demasiada altura, se secaban y morían? En cincuenta años los árboles-látigo quedarían extinguidos. Y ya era tarde para remediarlo. Bergen lamentó la pérdida de los árboles. Lo sentía de veras. Las ciudades ya se estaban colmando de habitantes. Las naves estelares ya descendían para aterrizar en el único puerto espacial de la galaxia que tenía solidez y tamaño suficientes para albergarlas. No había modo de echarse atrás.

En su cuarta vigilia, sin embargo, Bergen se enteró de que lo habían promovido: un año de vigilia, diez años de sueño con somec. Comprendió que si Dal aún no usaba somec sería un cuarentón, y que en su próxima vigilia sería un viejo. Bergen tenía menos de treinta años. Y de pronto lamentó haberse alejado tanto tiempo de Dal. El somec creaba un efecto extraño. Te aislaba de los demás. Cada cual flotaba en su propio tiempo, y Bergen comprendió que pronto las únicas personas que podría tratar serían aquellas que tuvieran su mismo esquema de sueño y vigilia.

No le importaba perder a la mayoría de sus viejos amigos. A fin de cuentas, había sobrevivido a la pérdida de sus padres después del primer sueño. Pero Dal era otra cosa. Hacía tres años de vigilia que no veía a Dal, y lo echaba de menos. Se habían profesado mucho afecto hasta entonces.

Para hallarlo, sólo tuvo que preguntar a un hombre de excepcional buen gusto si había oído hablar de Dal Vouls.

—¿Un cristiano oyó hablar de Jesús? —rió el hombre.

Bergen no había oído hablar de Jesús ni de los cristianos, pero entendió la respuesta. Y halló a Dal en un gran taller de pintura, en un paraje abierto donde los árboles ocultaban las ocho ciudades que crecían aquí y allá en el horizonte.

—Bergen —dijo Dal sorprendido—. Creí que nunca te vería de nuevo.

Bergen miró azorado al hombre que había sido su amigo de la infancia. Para Bergen habían transcurrido sólo cuatro años, pero veinte para Dal, y la diferencia era anonadante. Dal estaba barrígón, y ahora era un hombre rechoncho con barba y sonrisa picara. (¡Éste no es Dal!, gritó algo dentro de Bergen). Dal era un tipo próspero y afable, y parecía feliz, pero Bergen no podía dejar de considerar a aquel extraño un anciano al que debía mostrar respeto.

—Bergen, no has cambiado.

—Tú sí —respondió Bergen, tratando de sonreír como si estuviera alegre.

—Entra. Mira mis pinturas. Prometo apartarme. Mi esposa dice que podría tapar un mural, de tan gordo que estoy. Yo le contesto que tengo que estar corpulento para poder guardar todo el dinero en un solo cinturón. —Dal rió estentóreamente, y una mujer madura apareció en un balcón interior del taller.

—¡Desinflas mis tortas, quiebras copas y ahora gritas con tal fuerza que los nidos de las aves se caen de los aleros! —gritó ella, y Dal fue hacia ella como un oso enamorado, la abrazó y la trajo consigo.

—Bergen, mi esposa Treve. Mi amigo Bergen, que regresa como una fulgurante sombra del pasado para anudar mis últimos cabos sueltos.

—Hasta que te compremos ropa nueva —se quejó Treve—, tú no tendrás cabos sueltos.

—Me casé con ella —dijo Dal— porque necesitaba que alguien me recordara lo mal artista que soy.

—Es insufrible. El mejor del mundo. ¡Pero Rembrandt regresa de nuevo para atormentarnos! —Y Treve le asestó un afectuoso golpe en el brazo.

No lo soporto, pensó Bergen. Este no es Dal. Es demasiado jovial. ¿Y quién es esa mujer que se toma tantas libertades con mi digno amigo? ¿Quién es este gordinflón risueño que se las da de artista?

—Mi obra —dijo Dal—. Ven a ver mi obra.

Entonces, mientras caminaba en silencio entre las paredes de las que colgaban los cuadros, Bergen supo con certeza que era Dal. Sí, la voz que oía era jovial y madura. Pero las pinturas —los trazos, las pinceladas, los retoques— eran de Dal. Habían nacido en el dolor de la esclavitud en la finca Bishop; pero ahora mostraban una pátina de serenidad que las pinturas de Dal jamás habían tenido antes. Sin embargo, al mirarlas, Bergen comprendió que esa serenidad había estado allí desde siempre, aguardando algo que le permitiera aflorar.

Y ese algo obviamente era Treve.

Durante el almuerzo, Bergen le confesó tímidamente a Treve que él era, en efecto, el hombre que construía las ciudades.

—¡Muy eficiente! —dijo ella, engullendo un bocado.

—Mi esposa detesta las ciudades —dijo Dal.

—Por lo que recuerdo, a ti tampoco te gustan.

Dal sonrió, y entonces se acordó de tragar lo que estaba masticando.

—Bergen, amigo mío, yo estoy por encima de esas preocupaciones.

—Entonces —intercaló la esposa— esperemos que esas preocupaciones tengan la solidez suficiente para soportar un gran peso.

Dal rió y la abrazó.

—No menciones mi peso cuando como, Mujer Delgada. Arruinas el almuerzo.

—¿Las ciudades no te molestan?

—Las ciudades son feas —dijo Dal—. Pero pienso en ellas como vastas plantas para eliminar aguas residuales. Cuando se tienen quince mil millones de personas en un planeta que sólo debería albergar a cincuenta, hay que poner las cloacas en alguna parte. Así que tú construíste enormes bloques de metal y éstos matan los árboles que crecen a su sombra. ¿Puedo detener la marea con una mano?

—Claro que puedes —dijo Treve.

—Ella cree en mí. No, Bergen, no lucho contra las ciudades. Las gentes de las ciudades compran mis cuadros y me permiten vivir en este lujo, realizar brillantes pinturas y yacer con mi bella esposa.

—Si soy tan bella, ¿por qué no pintas un retrato mío?

—Soy incapaz de hacerte justicia —repuso Dal—. Pinto Crove. Lo pinto tal como era antes de que lo mataran y llamaran al cadáver Capitol. Estas pinturas durarán siglos. Quizá la gente que las vea diga: Éste es el aspecto de un verdadero mundo. Sin corredores de acero y plástico y madera artificial.

—No usamos madera artificial —protestó Bergen.

—Lo haréis —respondió Dal—. Los árboles están casi extinguidos. Y es tremendamente caro transportar madera entre las estrellas.

Entonces Bergen hizo la pregunta que se proponía hacer desde que había llegado.

—¿Es verdad que te han ofrecido somec?

—Prácticamente me clavaron la aguja en el brazo. Tuve que ahuyentarlos con un cuadro.

—¿Entonces es verdad que lo rechazaste? —preguntó el incrédulo Bergen.

—Tres veces. Ellos insisten. Te dejaremos dormir diez años, te dejaremos dormir quince años. ¿Pero quién quiere dormir? No puedo pintar cuando duermo.

—Pero Dal —protestó Bergen—, el somec es como la inmortalidad. Yo entraré en el plan de diez años por uno, y eso significa que cuando cumpla cincuenta habrán transcurrido trescientos años. ¡Tres siglos! Y viviré quinientos años más después de eso. Veré el ascenso y caída del Imperio, veré la obra de mil artistas que vivieron con cientos de años de diferencia, habré roto las cadenas del tiempo…

—Las cadenas del tiempo. Buena frase. Estás extasiado con el progreso. Te felicito y te deseo suerte. Duerme y duerme y duerme, y saca provecho de ello.

—La plegaria del capitalista —añadió Treve, sonriendo y sirviendo más ensalada en el plato de Bergen.

—Pero, Bergen, mientras vosotros voláis, como guijarros botando sobre el agua, rozando la superficie aquí y allá sin mojaros, mientras os dedicáis a eso, yo nadaré. Me gusta nadar. Me moja. Me fatiga. Y cuando muera, lo cual ocurrirá antes de que tú cumplas los treinta, quedarán mis pinturas.

—La inmortalidad indirecta es un artículo de segunda, ¿no crees?

—¿Mi obra es de segunda?

—No —respondió Bergen.

—Entonces come mi comida, mira de nuevo mis pinturas, y vuelve a construir ciudades enormes hasta que un tejado cubra el mundo entero y el planeta brille en el espacio como una estrella. También hay cierta belleza en eso, y tu obra vivirá después de ti. Vive a tu antojo. Pero dime, Bergen ¿tienes tiempo para nadar desnudo en un lago?

Bergen rió.

—Hace años que no lo hago.

—Yo lo hice esta mañana.

—¿A tu edad? —preguntó Bergen, y se arrepintió de sus palabras.

No porque a Dal le molestaran, pues ni siquiera les prestó atención. Bergen se arrepintió de sus palabras porque eran el fin de toda esperanza de amistad. Dal, que había pintado bellos árboles-látigo en el cuadro de Bergen, era ahora un hombre mayor, y envejecería más en los próximos años, y sus vidas nunca se cruzarían de nuevo. Era Treve quien bromeaba con él como una amiga. Entretanto yo construyo ciudades, comprendió Bergen.

Cuando se despidieron esa noche, aún alegres, aún amigos, Dal preguntó con seriedad:

—Bergen, ¿todavía pintas?

Bergen meneó la cabeza.

—No tengo tiempo. Admito que si tuviera tu talento, Dal, encontraría tiempo. Pero no tengo ese talento. Nunca lo tuve.

—Eso no es cierto, Bergen. Tú tenías más talento que yo.

Bergen lo miró a los ojos y comprendió que Dal hablaba en serio.

—No digas eso —respondió con fervor—. Si creyera eso, Dal, ¿piensas que podría pasar mi vida del modo en que lo he hecho?

—Amigo mío —dijo Dal con una sonrisa—. Me has puesto muy, muy triste. Abrázame en memoria de los niños que fuimos.

Se abrazaron, y Bergen se marchó. Nunca se encontraron de nuevo.

Bergen vivió para ver cómo Capitol se cubría de acero de polo a polo, hasta que incluso los océanos se redujeron hasta ser meras lagunas.

Una vez abordó un crucero de placer y vio el planeta desde el espacio. Relucía. Era hermoso. Parecía una estrella.

Bergen vivió el tiempo suficiente para ver algo más. Un día visitó una tienda que vendía pinturas raras y antiguas. Y allí vio un cuadro que reconoció de inmediato. La pintura se estaba descascarando; los colores se habían desleído. Pero era obra de Dal Vouls, y en la pintura había árboles-látigo, y Bergen preguntó al dueño de la tienda:

—¿Quién permitió que esta pintura se estropeara tanto?

—¿Qué se estropeara tanto? Amigo mío, ¿usted no sabe qué antigüedad tiene? ¡Setecientos años! Está muy bien preservada. Obra de un gran artista, el más grande de nuestro milenio, pero nadie fabrica pinturas o lienzos que permanezcan impolutos más de unos siglos. ¿Qué quiere usted, milagros?

Y Bergen comprendió que en su búsqueda de inmortalidad había recibido más de la que ansiaba. Pues no sólo los amigos quedaban atrás y fallecían, sino que sus obras, y todas las obras de los hombres, se desmoronaban mientras él vivía. Algunas ya se habían reducido a polvo, otras mostraban las primeras fisuras. Pero Bergen había vivido tiempo suficiente para ver un espectáculo que el universo suele ocultar a la humanidad: la entropía.

Al universo se le acaba la cuerda, dijo Bergen mirando la pintura de Dal. ¿Valió la pena pagar este precio para averiguarlo?

Compró la pintura. Se hizo jirones antes de que él muriera.