16
LAS REGLAS DEL JUEGO
Herman Nuber tenía los pies dormidos, y cada vez que cambiaba de posición le producían un cosquilleo insufrible.
—Tengo los pies dormidos —se quejó ante el asistente de la Casa del Sueño.
—Siempre pasa —respondió el asistente con tono tranquilizador.
—He estado durmiendo tres años —señaló Herman—. ¿Me cortaron la circulación en los pies durante ese período?
—Es el somec, señor Nuber —dijo el asistente—. Causa esa sensación en los pies. Pero nunca le cortamos la circulación.
Herman gruñó y siguió leyendo las listas que había en la pared. Los pies le cosquilleaban un poco menos, y empezó a mecer el cuerpo. La página de noticias era aburrida. La misma lista de victorias para el Imperio, victorias que la mitad del tiempo dejaban al enemigo en posesión de un sistema estelar con escasas naves imperiales en condiciones de regresar a casa. Las páginas de chismes eran igualmente tediosas. Los grandes actores de hologramas follando para alcanzar fama y fortuna. Uno de ellos se había suicidado: una novedad, pues la gente que quería salir de circulación normalmente solicitaba viajar a las colonias.
La lista que le interesaba era, por supuesto, la página de juegos. Buscó los Juegos Internacionales, y allí estaba el aviso.
«Europa 19l4d, ahora en G1979. La gran noticia de la semana es que Herman “Italia” Nuber despierta el jueves. ¡Contrincantes, atención!».
Muy halagüeño, ciertamente, figurar en las listas del despertar. Pero era de esperar. Los Juegos Internacionales se celebraban desde hacía años, y se remontaban a mucho antes del somec. Mas nunca había habido un jugador como Herman Nuber.
Abandonó la Casa del Sueño y se vistió con desgana. Esta vigilia duraría sólo seis meses. La última vez había ganado más dinero que de costumbre con las apuestas laterales, que eran completamente ilegales pero muy seguras como inversión. Nadie se atrevía a apostar mucho en su contra, y cuando apostaba a favor de sí mismo la tasa de ganancia era de sólo el diecisiete por ciento. Pero era mejor que un banco o los bonos del gobierno.
—Herman —dijo un hombre sereno, aún más bajo que Herman Nuber.
—Hola, Grey —dijo Nuber.
—¿Buen despertar?
—Por supuesto.
Grey Glamorgan era un buen agente de negocios. Un genio financiero con excelentes conexiones, y que siempre recordaba que invertía dinero de otros. Digno de confianza. Un subalterno nato. Herman gustaba de rodearse de hombres más bajos que él.
—¿Bien? —preguntó Grey. Herman no parecía preocupado.
—Compra Italia, desde luego.
Grey asintió. Era una especie de ritual, pero las leyes del juego especificaban que sólo se podía comprar un lugar cuando el jugador estaba en vigilia. Siempre debía haber un jugador despierto ante el ordenador.
—Bien, estoy despierto —dijo Herman.
Y a menos que hubiera cambios drásticos, en ese despertar haría la gran jugada: finalizaría la partida conquistando el mundo.
La pared del ordenador ya estaba tibia cuando Herman llegó a su apartamento: otro gesto considerado de Grey. Herman se torturó como de costumbre, ignorando la pantalla, negándose a mirarla; fingiendo que el ordenador no le esperaba mientras él recorría el apartamento, cerciorándose de que todo estaba en orden. Herman no era rico, sólo tenía una fortuna mediana. No podía costearse un apartamento vacío mientras dormía. En cada ocasión depositaba sus pertenencias o las vendía, Sin embargo, algún día seré rico, pensó. Algún día llegaré a los niveles más altos de somec, con cinco años de sueño por tres meses de vigilia. Y tendré un apartamento, en vez de alquilar uno para cada vigilia.
Era el sueño de todos, por supuesto. El plan de todos. Y uno de cada siete millones de habitantes del Imperio lo conseguía. El eterno linaje de Horario Alger.
Finalmente, tras beber un zumo de naranja y haber retozado en la cama, tras haber pagado y echado a la mujer de una noche, tras usar el excusado, se permitió apoltronarse en la silla, ante el módulo del ordenador. Pero aún mantenía la pantalla muerta. Tecleó el código para Europa 19l4d.
Tenía veintidós años cuando decidió invertir algún dinero en la costosa afición de los Juegos Internacionales. Le había costado el sueldo de dos meses, y sólo había podido comprar una posición de tercer rango en Italia en el comienzo de una nueva partida. Había escogido Europa 1914 porque, aunque era la cuarta partida de ese nombre, se había especializado en estrategias del siglo veinte en los juegos menores. Ahora, en una partida de proyección interplanetaria, tendría la oportunidad de ver si era tan bueno como creía.
Lo soy, se recordó, encendiendo el holo. La esfera apareció ante él, y Herman la estudió. Primero le mostraron los patrones climáticos, luego el mapa político.
—¿Cómo está? —preguntó Grey, apareciendo en silencio a espaldas de Herman.
—Maravilloso. Nadie intentó ningún acto precipitado. Buenos cuidadores.
Italia aparecía rosada en el mapa. Herman recordó el comienzo: una Italia recién unificada, débil, que titubeaba en unirse a Alemania y Austria-Hungría. En el verdadero siglo veinte, no había surgido ningún personaje con fuerza hasta después de la guerra de 1914. Ninguno hasta ese cretino de Mussolini. Pero en Europa 19l4d, Italia tenía a Herman Nuber, y aunque era un jugador de tercer rango, había apostado mucho a sí mismo… y a Italia.
Herman tardó tres años en ganar el dinero suficiente para usar somec por primera vez. En ese ínterin se había casado, había tenido una hija y se había divorciado. No tenía tiempo para el matrimonio. A ella no le gustaba que él pasara toda la noche jugando. Pero a la larga había valido la pena. Algunas escenas emocionales dolorosas, pero al cabo de los tres años las apuestas de Herman rindieron fruto. Cuarenta a uno. Había expulsado a otros jugadores menos habilidosos, y cuando dormía bajo el somec lo hacía como dictador de Italia. Italia se había vuelto salvajemente contra Austria-Hungría, había aplastado al ejército prusiano (no, alemán, se recordó; no debía confundir los períodos) cerca de Munich y había firmado un tratado de paz. Los Estados Unidos no habían participado en la guerra, para consternación de los jugadores que habían apostado fuertemente a esa posición y habían visto cómo perdía importancia en el juego hasta volverse inútil.
Italia, pues, había sido la principal potencia del este de Europa. Pero ahora, notó Herman con una sonrisa, Italia era Europa. Todo el continente era rosado, así como la mayor parte del Asia. En su última vigilia había consumado la lucha con Rusia. Y ahora Italia se cernía sobre el Pacífico, sobre el océano Índico desde Persia, y sobre el Atlántico, dispuesta a intentarlo todo.
—Tiene un aspecto estupendo, ¿verdad? —le preguntó Herman a Grey, que permanecía callado.
—Para el jugador de Italia, sí —dijo Grey, y Herman se volvió sorprendido.
—¿Quieres decir que no la compraste?
Grey parecía incómodo.
—En verdad, me temía esto.
—¿Temías qué?
—Al parecer alguien ha estado especulando con Italia. Mi personal me presentó el informe cuando desperté hace tres semanas. Alguien estuvo comprando y vendiendo Italia en ofertas cerradas desde que te dormiste por última vez.
—¡Eso es ilegal!
—Llora, entonces. También nosotros lo hemos hecho. ¿Pedimos una investigación? ¿Todos los libros abiertos?
—¿Por qué no conseguiste a un buen sustituto para conservarla?
—La consiguieron de nuevo, Herman. La ofertaron ayer a medianoche. No es precisamente la hora punta. Pero presenté mi oferta. A decir verdad, era ridículamente alta. Pero nadie aceptó. El jugador que la consiguió ofreció el doble.
—¡Entonces debiste pujar aún más alto!
Grey meneó la cabeza.
—No pude. Como apoderado, sólo controlo el cincuenta por ciento de tu patrimonio, ¿recuerdas?
Herman jadeó contra su voluntad.
—¡Cincuenta por ciento! ¿Cincuenta por ciento, Grey? ¿Era más del cincuenta?
Grey asintió.
—Más del cincuenta líquido, al menos. Yo no podía igualarlo. No con tus fondos. Y a mí no me sobra el dinero suelto como para ponerlo de mi bolsillo.
—¿Quién es el jugador?
—Lo creas o no, Herman, es un subministro de colonización, un don nadie. Es la primera vez que participa en estos juegos. No tiene antecedentes. Y no es posible que posea el dinero para comprar ese puesto por sí mismo.
—Averigua quién maneja la organización, Grey, y compra esa posición.
Grey sacudió la cabeza.
—No tengo suficiente dinero. El que está comprando actúa en serio, y tiene más dinero que tú.
Herman se sintió débil y frío. Esto era inesperado. Siempre había especuladores en los juegos. Pero Herman siempre pagaba bien, y como había aportado tanto a su posición, cuando despertaba sólo él podía comprar Italia, mientras ofreciera al menos el quince por ciento sobre el último precio de compra. Pero ahora el precio de compra había ascendido a más de la mitad de su fortuna.
—No importa —dijo Herman—. Pide prestado. Liquida. Te daré poder sobre el noventa por ciento. Pero compra Italia.
—¿Y si no quieren vender?
Herman se levantó de un salto, irguiéndose como una torre (magnífica sensación) sobre Grey.
—¡Imposible! Sólo pueden vendérmela a mí. Especulan para esquilmarme. Bien, que lo hagan. Esta vez Italia conquistará el mundo, Grey. Y las apuestas no serán sólo del diecisiete por ciento. Se apostará a la duración de la partida. ¿Lo entiendes?
—No tienen por qué vendértela, Herman —dijo Grey—. El jugador que la posee no está bajo el somec.
—No me importa. Duraré más que ellos. Tendrán que desistir alguna vez. Paga el precio que pidan. Sin duda tienen un precio.
Grey asintió con un titubeo. Herman se volvió, y oyó los pies de Grey susurrando en la alfombra mientras se marchaba. Herman encendió la pantalla con el estómago revuelto. Italia era valiosa, pero sólo gracias a Herman Nuber. Sólo un genio podía haber tomado ese país de segunda y transformarlo en potencia mundial. Sólo Herman Nuber, el mayor jugador de la historia, demonios. Sólo tratan de esquilmarme, pensó Herman. Bien, que lo hagan.
Y luego, aunque sabía que sería un suplicio, agrandó la pantalla para obtener un primer plano de las actuales operaciones militares del Imperio Italiano. Había una escaramuza fronteriza en Corea. La India mostraba hostilidad. Los agentes italianos lograban subvertir el dominio japonés en Arabia.
Todo perfecto, murmuró Herman. En tres días daré un vuelco a esta partida. En tres días, si logro conseguir Italia.
Grey no lo visitó ni lo llamó en todo el día. Al anochecer, Herman estaba hecho una piltrafa. Había presenciado cómo el idiota que tenía Italia perdía tres perfectas oportunidades para llevar a cabo una acción rápida y decisiva. Desde luego, eso ocurría constantemente mientras Herman dormía bajo el somec, pero él estaba dormido y no tenía que presenciarlo. Y Grey aún no llegaba.
El timbre. ¿Grey? No, él podía abrir la puerta con la palma. Debía de ser la mujer. Herman activó el mecanismo para abrir la puerta. La mujer era joven y tenía una bella sonrisa. Justo lo que recetaba el médico.
Al principio, como ella era atractiva y jovial y una experta en su trabajo, Herman se olvidó de la partida, o al menos pudo concentrarse en otra cosa. Pero cuando ella intentó excitarlo de nuevo, la tensa preocupación lo abrumó, y Herman se sentó en la cama.
—¿Qué pasa?
Herman sacudió la cabeza.
—¿Estás cansado?
Una razón tan buena como cualquier otra. No tenía por qué confesarle sus penas a una edna.
—Sí, estoy cansado.
Ella suspiró, se recostó en la almohada.
—Vaya si te entiendo. Yo también me canso. Me dan inyecciones para mantenerme activa durante horas, pero es bueno tener un respiro.
Habladora. Maldición.
—¿Quieres comer algo?
—No puedo aceptar.
—¿Estás a dieta?
—No. A veces intentan drogarnos.
—No te drogaré.
—Las reglas son las reglas —insistió la mujer. La muchacha, mejor dicho.
—Eres muy joven.
—Trato de pagarme mis estudios. Soy mayor de lo que aparento. Pero también pueden alquilarme como adolescente, con lo que todos ganamos más dinero.
Dinero dinero dinero. Pagas para follar y recibes un discurso sobre el estado de la economía.
—Oye, niña, ¿por qué no te vas ahora?
—Pagaste por la noche entera —dijo ella, sorprendida.
—Bien. Estuviste maravillosa. Pero estoy cansado.
—No les gusta reembolsar el dinero.
—No quiero un reembolso.
Ella vaciló, pero cuando él decidió vestirse lo imitó.
—Una costumbre cara —le dijo.
—¿Cuál?
—Pagar por el amor y no aprovechar lo que pagaste.
—De acuerdo —dijo Herman, y añadió amargamente—. No queremos que haya amor sobrante suelto por ahí, ¿eh?
—Otro cómico —respondió ella, pero aun así conservaba los hábitos del oficio.
Era sexy, en la sonrisa y el tono de voz, y por un momento Herman se preguntó si deseaba echarla. Pero luego pensó en Italia y prefirió estar solo.
Ella le dio un beso de despedida —política de la empresa— y lo dejó a solas. Herman permaneció despierto toda la noche, observando Italia. Ese imbécil lo estropeaba todo. Habría podido capturar Arabia a las tres de la mañana. En cambio, pactó un ridículo tratado de paz que le cedía tierras a Egipto. ¡Idiota! Por la mañana Herman se había dormido, pero despertó con jaqueca y llamó a Grey.
—Demonios, ¿qué está pasando? —preguntó.
—Herman, calma —dijo Grey—. Aquí estamos trabajando.
—Sí, y yo estoy sentado viendo cómo Italia se desmorona.
—¿Anoche no tuviste una edna?
—¿Qué demonios te importa? —rugió Herman—. ¡Compra Italia, Grey!
—Este Abner Doon, el subministro de colonización, es inflexible.
—Ofrécele la luna.
—Ya tiene dueño. Pero le ofrecí todo lo demás. Se echó a reír. Sólo dijo que observaras el juego para ver la tarea de un auténtico genio.
—¡Genio! ¡Ese hombre es un retrasado mental! —Herman barbotó una descripción de las estupideces de la noche anterior.
—Mira, yo no entiendo de Juegos Internacionales —dijo al fin Grey—. Por eso me contrataste, ¿recuerdas? Así que déjame hacer mi trabajo y tú sigue la tabla de resultados.
—¿Y cuándo piensas hacer tu trabajo?
Grey suspiró.
—¿Tenemos que hablar de esto por teléfono, mientras escuchan los Niños de Mamá?
—Que escuchen.
—Vale. He tratado de averiguar quién controla al tal Doon. El hombre tiene contactos, pero todos son legítimos. No puedo hallar una cuenta bancaria, ¿te enteras? ¿Cómo llego a la gente que le paga por vender si no encuentro al que le paga a él?
—¿No puede sufrir un accidente o algo parecido?
Grey calló un momento.
—Esto es un teléfono, señor Nuber, y es ilegal sugerir actividades delictivas por teléfono.
—Lo lamento.
—Además es estúpido. ¿Quieres que pierda la licencia?
—No escuchan todas las conversaciones.
—De acuerdo, sigue rezando. Pero no cometeremos ningún delito. Ahora siéntate a mirar un holo o algo por el estilo.
Herman desactivó el teléfono y se sentó ante la terminal. Italia había lanzado una guerra insensata y estúpida en las Guayanas. ¡Las Guayanas! Como si allí ocurriera algo que tuviera importancia.
Y era un acto de agresión tan flagrante que se empezaban a formar alianzas contra Italia. ¡Qué estúpido!
Tenía que hacer algo para distraerse. Activó un juego privado, invitó gratuitamente a quien deseara participar, con especificaciones normales, y pronto tuvo una buena partida de Aquitania en marcha, con cinco jugadores. Ganó en siete horas. Patético. Todos los buenos jugadores estaban en los juegos públicos. ¿Qué le pasaba a Grey?
—No me pasa nada —insistió Grey cuando al fin acudió esa noche al apartamento—. Estoy haciendo piruetas por ti, Herman.
—Colgarte de las lianas no servirá de mucho.
Grey sonrió, tratando de apreciar el sentido del humor de Herman.
—Mira, Herman, tú eres mi principal cliente. Y eres famoso. Y eres importante. Yo tendría que ser idiota para no esforzarme. Tengo tres agencias investigando a Doon. Y lo único que hemos averiguado es que no es lo que pensábamos.
—Bien. ¿Qué pensamos ahora?
—Es rico. Más rico de lo que imaginas.
—Puedo imaginar una riqueza infinita. Confía en mí.
—Tiene contactos en todo Capitol. Conoce a todo el mundo, o al menos a la gente que conoce a todo el mundo. Todo su dinero está en cuentas e inversiones de corporaciones títeres que poseen bancos títeres que poseen industrias títeres que poseen la mitad de este condenado planeta.
—En otras palabras —dijo Herman—, es su propio jefe.
—En efecto, pero no quiere vender. No necesita el dinero. Podría perder todo lo que tú posees jugando a los naipes y aún simpatizaría con el tipo que le ganó.
Herman hizo una mueca.
—Grey, sin duda sabes hacerme sentir pobre.
—Trato de explicarte con quién te las ves. Porque este sujeto tiene veintisiete años. Es joven.
Pero algo no encajaba.
—¿No me habías dicho que no usaba somec?
—Eso es lo más descabellado, Herman. No lo usa. Nunca durmió con somec.
—¿Qué es? ¿Un fanático religioso?
—Su única religión parece consistir en arruinarte la vida, amigo, por hablarte sin rodeos. Se niega a vender. Y se niega a explicar por qué. Y mientras no use somec, no tiene que vender. Es así de sencillo.
—¿Pero qué le hice? ¿Por qué quiere hacerme esto?
—Dijo que esperaba que no lo tomaras como cosa personal.
Herman meneó la cabeza, furioso pero incapaz de hallar una razón para su furia o un modo atinado de expresarla. Tenía que haber un modo de hablar con ese hombre.
—¿Recuerdas lo que dije por teléfono?
—Serías el primer sospechoso si algo le ocurriera, Herman —advirtió Grey—. Y no ayudaría en nada. La partida terminaría mientras durase la investigación. Además, no estoy en ese negocio.
—Todos están en ese negocio. Al menos asústalo. Al menos sacúdelo un poco.
Grey se encogió de hombros.
—Lo intentaré. —Se levantó para irse—. Herman, sugiero que vuelvas a trabajar por un tiempo. Gana un poco de dinero, recobra la práctica. Conoce gente. Trata de olvidar el juego. Si no juegas como Italia en esta ocasión, podrás hacerlo en la próxima vigilia.
Herman no respondió, y Grey decidió marcharse.
A las tres de la mañana, el exhausto Herman logró dormir.
A las cuatro y media lo despertaron las alarmas del apartamento. Se levantó aturdido de la cama y caminó tambaleando hasta la puerta del dormitorio. Las alarmas eran una formalidad: ninguno de su clase sufría robos, al menos no mientras los residentes estaban en casa.
Pronto olvidó su temor al robo. Los tres hombres que entraron empuñaban pequeños sacos de cuero rellenos de un material duro. Herman no se sentía ansioso por averiguar cuán duro.
—¿Quiénes sois?
No dijeron nada, sólo se le acercaron despacio y en silencio. Herman comprendió que estaba arrinconado y no podía utilizar la puerta de enfrente ni la salida de emergencia. Trató de entrar de nuevo en el dormitorio.
Uno de los hombres extendió la mano y Herman se encontró aplastado contra la jamba de la puerta.
—No me lastiméis —suplicó.
El primer hombre, más alto que los demás, tamborileó en el hombro de Herman con la porra. Herman averiguó cuán dura era. Los golpes continuaron con creciente fuerza, pero el ritmo permaneció regular. Herman quedó petrificado mientras el dolor aumentaba gradualmente. De pronto el hombre cambió de posición, bajó la porra y se la asestó en las costillas. Herman soltó un resuello y un desgarrón le arrasó el cuerpo como si unas manos le hurgaran las entrañas.
El sufrimiento era insoportable. Era sólo el principio.
—Ni médicos ni hospital. Nada. No —dijo Herman, tratando de arrancar una voz enérgica a su pecho magullado.
—Herman —insistió Grey—, quizá tengas las costillas rotas.
—Las tengo sanas.
—No eres médico.
—Tengo el mejor equipo médico de la ciudad, y éste diagnosticó que no había nada roto. Esos bastardos de anoche conocían su oficio.
Grey suspiró.
—Sé quiénes eran esos bastardos, Herman.
Herman le miró azorado. Quiso levantarse de la cama pero el dolor lo detuvo tan bruscamente como si estuviera atado.
—Eran los hombres que contraté para sacudir a Abner Doon.
Herman gimió.
—Grey, no es posible… ¿cómo logró disuadirlos?
—Tenían un contrato de hierro. Habían trabajado ya antes para mí. No entiendo cómo Doon logró subvertirlos. —Grey parecía preocupado—. Posee un poder que yo no esperaba. A esos tipos les han ofrecido dinero antes, mucho dinero, pero siempre respetaron sus contratos. Excepto cuando los contraté para darle una lección a Doon.
—Me pregunto si habrá aprendido algo —dijo Herman.
—Y yo me pregunto —añadió Grey, con mayor pertinencia— si tú has aprendido algo.
Herman cerró los ojos, deseando que Grey cayera muerto.
—Olvida la partida. Compra Italia la próxima vez. Doon tendrá que usar somec tarde o temprano.
Herman no abrió los ojos, y Grey se marchó.
Pasaron los días, y pronto Herman pudo regresar penosamente a la habitación en la que la pantalla del ordenador cubría una pared, donde el holo del mundo de Europa 1914d rotaba lentamente. Fuera cual fuese el motivo de Doon, abundaban las pruebas de que no sabía nada sobre Juegos Internacionales. Ni siquiera aprendía de sus propios errores. La invasión de las Guayanas fue seguida por un descabellado ataque contra Afganistán, que ya era un estado cliente, lo cual impulsó a varios estados clientes a unirse a la alianza enemiga. Pero la furia de Herman se disipó al fin, y observó sombríamente la partida mientras la posición de Italia empeoraba.
Los enemigos de Italia no eran muy brillantes. Aún era posible derrotarlos, si Herman lograba intervenir.
Cuando estalló una revolución en Inglaterra, Herman perdió los estribos.
Desde el comienzo de la partida, Herman había establecido una dictadura benigna como gobierno del Imperio Italiano, con autonomía local en muchos asuntos. No era opresivo. Estaba garantizado para eliminar toda posibilidad de revolución. Las rebeliones eran reprimidas sin piedad, mientras que los territorios que no se rebelaban recibían generosas recompensas. Hacía años que Herman no se preocupaba por la política interna de Italia.
Pero cuando estalló la revolución inglesa, Herman empezó a estudiar las actividades de Doon en los asuntos internos del Imperio. Doon había introducido modificaciones absurdas, creando impuestos, enfatizando la diferencia entre ricos y pobres, entre débiles y poderosos. También había oprimido a las nacionalidades locales, obligándoles a aprender el italiano, y el ordenador había generado el inevitable resultado: resentimiento, rebelión, y por último revolución.
¿Qué estaba haciendo Doon? Sin duda veía el resultado de sus actos. Sin duda comprendía que se equivocaba en todo, o al menos en algo. Sin duda entendería que no estaba a la altura del juego y vendería Italia mientras pudiera. Sin duda…
—Grey —dijo Herman por teléfono—, ¿Doon es estúpido?
—Si lo es, es el secreto mejor guardado de Capitol.
—Su juego es increíblemente estúpido. Absolutamente estúpido. No hay un solo acierto. Cuando pudo hacer algo bien, hizo todo lo contrario. ¿Te parece propio de él?
—Doon ha construido un imperio financiero a partir de la nada, el mayor de Capitol, y lo hizo en sólo once años a partir de que llegó a la mayoría de edad. No parece propio de él.
—Lo cual significa que no está jugando…
—Sí, está jugando. Es la ley, y el ordenador dice que la respeta.
—O se propone perder deliberadamente.
El encogimiento de hombros de Grey fue casi audible.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Quiero conocerle.
—No vendrá.
—En un terreno neutral, un sitio que ninguno de ambos controle.
—Herman, no conoces a este sujeto. Si tú no controlas el terreno, él sí… o lo hará cuando se celebre la reunión. No hay terrenos neutrales.
—Quiero conocerle, Grey. Quiero averiguar qué cuernos está haciendo con mi imperio.
Y Herman continuó observando mientras la revolución inglesa era aplastada brutalmente. Brutal, pero no totalmente. El ordenador mostraba que aún había bandas armadas merodeando por Gales y las tierras altas de Escocia, y guerrillas urbanas actuando en Londres, Manchester y Liverpool. Doon también podía ver esa información. Pero decidió ignorarla. Y decidió ignorar el movimiento revolucionario que cobraba fuerza en Alemania, los salteadores que hostigaban a los granjeros de la Mesopotamia, el avance chino sobre Siberia.
Mequetrefe.
Y el tejido de un sólido imperio empezó a deshilacharse.
El teléfono sonó suavemente en el altavoz flexible de la almohada, y Herman despertó. Sin siquiera abrir los ojos, le dijo a la almohada:
—Estoy durmiendo, muérete.
—Habla Grey.
—Estás despedido, Grey.
—Doon dice que quiere verte.
—Concierta una cita con mi secretaria.
—Pero él dice que sólo se reunirá contigo si puedes ir a la estación C24b del metro dentro de treinta minutos.
—Ni siquiera está en mi sector —se quejó Herman.
—No quiere facilitarte las cosas.
Herman gruñó, se levantó y se puso un traje, pero no tenía un aspecto muy elegante cuando salió con desgana del apartamento para internarse en los corredores. El metro circulaba con menos frecuencia a esa hora de la mañana, y Herman abordó uno y siguió la ruta que conducía a la estación C24b. Estaba menos atestada que la zona de Herman, y en el andén aguardaba un joven menudo, apenas más alto que el mismo Herman. Estaba solo.
—¿Doon? —preguntó Herman.
—Abuelo —respondió el joven.
Herman lo miró desconcertado. ¿Abuelo?
—Imposible.
—Abner Doon, el potrillo de la potranca Sylvaii, hija de Herman Nuber y Birniss Humbol. Un linaje admirable, ¿no crees?
Herman estaba atónito. Al cabo de tantos años solitarios, descubrir que su joven torturador era un pariente…
—Demonios, muchacho, yo no tengo familia. ¿Qué es esto? ¿Una venganza por un divorcio de hace cien años? Le pagué bien a tu abuela. Suponiendo que estés diciendo la verdad.
Pero Doon sólo sonrió.
—En realidad, Abuelo, tus relaciones con mi abuela me importan un bledo. Ella no me agrada de todos modos, y hace años que no nos hablamos. Ella dice que me parezco demasiado a ti. Así que ahora, cuando despierta del sueño de somec, ni siquiera me busca. Yo la visito únicamente para fastidiarla.
—Parece ser tu especialidad.
—Encuentras a un nieto largo tiempo perdido y ya tratas de sembrar divisiones en la familia. Qué modo tan feo de afrontar las crisis familiares.
Doon giró sobre los talones. Como aún no habían conversado sobre el juego, Herman no tuvo más opción que seguirle.
—Escucha, muchacho —le dijo, apretando tenazmente el paso para seguir el vivo andar del joven—, no sé qué te propones con mi juego, pero evidentemente no necesitas dinero. Y evidentemente no ganarás ninguna apuesta con ese modo de jugar.
Doon le sonrió por encima del hombro y siguió caminando corredor abajo.
—Eso depende de cuál sea mi apuesta, ¿verdad?
—¿Quieres decir que has apostado a perder? Por el modo en que juegas, nadie aceptará esas apuestas.
—No, Abuelo. En realidad, estoy respetando apuestas hechas hace meses. Apuestas a que Italia estaría totalmente destruida y borrada de Europa 1914d a los dos meses de tu despertar.
—¡Totalmente destruida! —rió Herman—. Imposible, muchacho. La construí demasiado bien, incluso para un imbécil como tú.
Doon abrió una puerta tocándola con la palma.
—Entra, Abuelo.
—Nunca, Doon. ¿Por qué clase de tonto me has tomado?
—Por un tonto pequeño —dijo Doon, y Herman siguió la mirada del joven hasta toparse con los dos hombres que aguardaban a sus espaldas.
—¿De dónde salieron? —preguntó Herman estúpidamente.
—Son mis amigos. Vienen a esta fiesta con nosotros. Me gusta estar rodeado de amigos.
Herman siguió a Doon al interior.
Era un ámbito austero, funcional, de una sencillez casi de clase media. Pero las paredes estaban revestidas de madera auténtica —Herman la reconoció al primer vistazo— y el ordenador que dominaba la salida del fondo era el modelo más caro y autónomo que se podía hallar.
—Abuelo —dijo Doon—, al contrario de lo que piensas, te traje aquí esta noche porque, a pesar de que has sido pésimo padre y abuelo, siento el deseo residual de que no me odies.
—Pierdes —replicó Herman.
Los dos matones sonrieron obtusamente.
—Últimamente no estás muy conectado con el mundo real —comentó Doon.
—Más de lo que querría.
—En cambio, has dedicado tu vida y tu fortuna a construir un imperio en un mundo fantasmal que existe sólo en el ordenador.
—Por todos los cielos, muchacho, hablas como un clérigo.
—Mamá quería que fuese sacerdote —dijo Doon—. Empeñada en una patética búsqueda de su padre… tú, si no lo has olvidado. Pero esta vez buscaba a un padre que no la abandonara. Lamentablemente, Abuelo, al fin halló a ese padre sustituto en Dios.
—Al menos creí que legaría a una hija mía un poco de sensatez —repuso Herman con disgusto.
—Has legado más de lo que crees.
El mundo de Europa 1914d apareció en el holo. El rosa italiano dominaba el paisaje.
—Es hermoso —dijo Doon, y Herman se sorprendió ante la sincera admiración de su voz.
—Me alegra que lo hayas notado —replicó.
—Sólo tú pudiste haberlo construido.
—Lo sé.
—¿Cuánto crees que se tardaría en destruirlo?
Herman rió.
—¿No sabes historia, muchacho? Roma estuvo en decadencia desde el fin de la república en adelante, y los restos tardaron mil quinientos años en caer. El poder de Inglaterra se empezó a disipar en el siglo diecisiete, pero nadie lo notó porque los ingleses seguían adquiriendo bienes raíces. Permaneció independiente durante cuatrocientos años más. Los imperios no caen fácilmente, muchacho.
—¿Qué dirías de un imperio que cayera en una semana?
—Que no estaba bien construido.
—¿Y qué hay del tuyo, Abuelo?
—Deja de llamarme así.
—¿Lo has construido bien?
Herman lo fulminó con la mirada.
—Ninguno estuvo mejor construido.
—¿El de Napoleón?
—Su imperio no lo sobrevivió.
—¿Y el tuyo te sobrevivirá a ti?
—Hasta un absoluto incompetente lo mantendría intacto.
Doon rió.
—Pero no hablamos de un absoluto incompetente, Abuelo. Hablamos de tu propio nieto, que tiene todo lo que tú tuviste, sólo que en mayor medida.
Herman se levantó.
—Este encuentro no tiene sentido. Yo no tengo familia. Perdí la custodia de mi hija porque no la quería. No conozco a sus vástagos, ni quiero conocerlos. Dentro de pocos meses estaré bajo el somec, y cuando despierte tomaré Italia y la reconstruiré, sin importar el daño que le hayas causado.
Doon rió de nuevo.
—Pero Herman, no se puede reintroducir en el juego un país que ha dejado de existir. Cuando yo haya terminado con Italia, será un país estándar del ordenador y no podrás comprarlo.
—Mira, muchacho —dijo fríamente Herman—, ¿piensas retenerme aquí contra mi voluntad?
—Fuiste tú quien pidió una cita.
—Pues me arrepiento.
—Siete días, Abuelo, e Italia habrá desaparecido.
—Inconcebible.
—En realidad planeo hacerlo en cuatro días, pero algo podría ir mal.
—Los peores criminales son los que ven la belleza sólo como una oportunidad para la destrucción.
—Adiós, Abuelo.
Pero al llegar a la puerta, Herman se volvió hacia Doon y preguntó con tono de súplica:
—¿Por qué haces esto? ¿Por qué no te detienes?
—La belleza está en los ojos de quien la contempla.
—¿No puedes aguardar hasta la próxima vez? ¿No puedes dejarme Italia durante esta vigilia?
Doon sonrió.
—Abuelo, sé cómo juegas. Si tuvieras Italia durante esta vigilia, conquistarías el mundo, ¿verdad? Y la partida terminaría.
—Desde luego.
—Por eso tengo que destruir Italia ahora, mientras pueda.
—¿Por qué Italia? ¿Por qué no arruinas el imperio de otro?
—Porque, Abuelo, no tiene gracia destruir a los débiles.
Herman se marchó, y la puerta se cerró a sus espaldas. Regresó al metro y lo abordó para regresar a su sector. En casa, el rosado aún dominaba la esfera del globo. Herman se detuvo a mirarlo y de pronto una gran parte de Siberia cambió de color. Herman ya no despotricaba contra la incompetencia de Doon. Obviamente el chico estaba compensando una infancia desdichadamente religiosa, de la que culpaba al abuelo. Pero por mucho talento que tuviera, jamás podría desmembrar Italia. El ordenador era rígidamente realista. Una vez que esa simulación informática que era el populacho italiano comprendiera lo que estaba haciendo el personaje de Doon, el dictador, las invariables leyes de interacción entre gobernantes y gobernados lo derrocaría. Tendría que vender, y Herman podría comprar. Y repararía todos los daños.
Inglaterra se rebeló de nuevo, y Herman se fue a dormir.
Pero despertó jadeando, y recordó que en el sueño sollozaba. ¿Por qué? Pero mientras trataba de revivir el sueño se le escabulló, y sólo pudo recordar que era algo relacionado con su ex esposa.
Fue al ordenador y retiró el juego de la pantalla. Birniss Humbol. El ordenador proyectó una imagen de la mujer y Herman la miró a través de una secuencia de expresiones faciales. Entonces era bella, y el ordenador despertó recuerdos.
Un noviazgo que había sido extrañamente casto: quizá la religión ya corría por las venas de Birniss, y sólo había aflorado plenamente en la hija. Habían tenido su primera relación en la noche de bodas, y Herman rió al rememorarla: la mundana y sabia Birniss, tan tímida mientras confesaba al esposo que no estaba preparada. Y Herman, tierno y cuidadoso, iniciándola en los misterios. Y al final ella preguntó:
—¿Eso es todo?
—Luego será mejor —dijo él, algo herido.
—No fue tan malo como esperaba —respondió Birniss—. Hazlo de nuevo.
Lo habían compartido todo. Todo menos el juego. Y era una época crucial para Italia. Herman comenzó a acostarse tarde, a hablar menos con su esposa, e incluso a no hablar de nada salvo de Italia y los asuntos de su pequeño pero bello mundo.
No había ningún otro hombre cuando ella se divorció, y para satisfacer un arrebato de curiosidad Herman buscó el nombre en el banco de estadísticas vitales. No se sorprendió cuando el ordenador le informó de que Birniss no se había casado de nuevo, aunque no había conservado el apellido de Herman.
¿El matrimonio había tenido algo especial que le había impedido casarse de nuevo? O tal vez se tratara de que ella simplemente había confiado en un hombre, para descubrir después que el matrimonio no era lo que quería, ni el sexo, por extensión. Esa herida había envenenado a la hija; esa herida había envenenado a Doon. Pobre muchacho, pensó Herman. Los pecados de los padres. Pero el divorcio, por lamentable que fuese, había sido inevitable. Para salvar el matrimonio, Herman habría tenido que sacrificar el juego. Y jamás en la historia, real o fingida, había existido un objeto tan bello como su Italia. Se habían escrito disertaciones sobre ella, y Herman sabía que los estudiosos de historias alternativas lo aclamaban como el mayor genio que jamás hubiese jugado: Un par de Napoleón, Julio César o Augusto. Recordaba esa frase, y también la declaración de un profesor que le había suplicado una entrevista hasta que la vanidad de Herman ya no le permitió resistir: Herman Nuber, ni siquiera Estados Unidos, ni siquiera Inglaterra, ni siquiera Bizancio, pueden ser comparados con Italia en estabilidad, gracia y poder. Una gran alabanza, viniendo de un hombre que se había especializado en la historia de la Europa verdadera, con el chauvinismo del historiador por la época que estudiaba.
Doon. Abner Doon. Y cuando ese joven comprendiera que no podía igualar el talento de su abuelo como constructor, ¿qué sería de él?
Mientras dormitaba ante el ordenador, Herman se sorprendió soñando con una especie de reconciliación. Abner Doon lo abrazaba y decía: Abuelo, construíste demasiado bien. Construíste para la eternidad, perdona mi falta de modestia.
Hasta los sueños de Herman, comprendió al despertar, hasta mis sueños requieren que todos se rindan a mi alrededor. La imagen de Birniss aún estaba en la pantalla. Herman la borró y examinó Italia.
La revolución barría el imperio de un extremo al otro, incluida la Península Itálica. Herman no daba crédito a lo que veía. En una sola noche, todas las revoluciones habían estallado de golpe.
No había precedentes en la historia. ¿El ordenador estaba loco? Debía de obedecer a un mal funcionamiento. Muchos imperios habían afrontado rebeliones, pero nunca tan generalizadas, nunca una revolución universal. Hasta el ejército se había amotinado. Y los enemigos de Italia atacaban frenéticamente las fronteras para sacar partido de la situación.
—¡Grey! —gritó Herman por el teléfono—. Grey, ¿has visto lo que ha hecho?
—¿Cómo evitarlo? —preguntó Grey con fastidio—. Todos los especialistas en juegos de mi personal se han pasado la mañana hablando de eso.
—¿Cómo lo consiguió?
—Mira, Herman, tú eres el experto. Yo ni siquiera juego, ¿de acuerdo? Y tengo trabajo que hacer. ¿Te reuniste con él?
—Sí.
—¿Y?
—Es mi nieto.
—Me preguntaba si te lo diría.
—¿Lo sabías?
—Desde luego —respondió Grey—. Y tenía su perfil psicológico. ¿Crees que te habría permitido verlo a solas sin tener la certeza de que no tenía intenciones de lastimarte?
—¿Qué no tenía intenciones de lastimarme? ¿Y qué dices de esos canallas que me molieron a golpes la semana pasada?
—Represalias, Herman, eso es todo. Doon sabe tomar represalias.
—¡Estás despedido! —gritó Herman, golpeando el botón que desconectaba la conversación.
Y observó sombríamente, hora tras hora, mientras los restos leales del ejército italiano procuraban dominar el motín, la revolución y la invasión simultáneas. Era imposible, y al caer la tarde, las únicas zonas rosadas del globo eran la Galia, Iberia, Italia y una pequeña zona en Polonia.
El ordenador le informó de la desaparición del personaje de Doon, el dictador de Italia, y de que sus enemigos lo buscaban en vano para matarlo. Mientras Roma caía ante un ejército invasor procedente de Nigeria y América, Herman comprendió que la derrota y la destrucción eran inevitables. Ayer imposibles, hoy inevitables.
Luchando contra su desesperación, envió un mensaje urgente a Grey, olvidando que lo había despedido por la mañana. Grey respondió con la deferencia de siempre.
—Ofrece comprar Italia —dijo Herman.
—¿Ahora? Está en ruinas.
—Quizá logre levantarla. Aún podría. Sin duda él ya ha demostrado lo que quería.
—Lo intentaré —dijo Grey.
Pero esa noche no había color rosado en la proyección. Los otros jugadores y la estricta adherencia del ordenador a las leyes de la conducta pública no permitían al juego oportunidad alguna de resucitar Italia.
La información apareció en las listas de situación: «Irán: recién independizado; Italia: eliminada; Japón: en guerra con China e India por la dominación de Siberia…». Ningún informe especial. Nada. Italia: eliminada.
Desalentado, Herman revisó toda la información que pudo hallar en el ordenador. ¿Cómo lo había logrado Doon? Era imposible. Pero, estudiando durante horas los datos que le brindaba el ordenador, Herman comenzó a adivinar las incesantes maquinaciones que Doon había puesto en marcha, siempre postergando la revolución aquí, adelantándola allá, ora creando antagonismos, ora aplacando los ánimos, con el fin de que el estallido de la revolución fuera universal; con el fin de que cuando la derrota de Italia fuera manifiesta, no quedara el deseo de conservar algún fragmento. Había calibrado el odio mejor que el ordenador mismo; había usado más firmeza para destruir de la que nadie había empleado para construir. Y a pesar de su amargura ante la ruina de su creación, Herman tuvo que reconocer cierta majestuosidad en lo que Doon había hecho. Una majestuosidad satánica, un poder regio para destruir.
—Un cazador poderoso ante el Señor —dijo Doon, y Herman dio media vuelta para encontrarse con Doon plantado en el centro de su sala de estar.
—¿Cómo entraste aquí? —tartamudeó Herman.
—Tengo mis contactos —sonrió Doon—. Sabía que nunca me dejarías entrar, y tenía que verte.
—Pues ya me has visto —dijo Herman, dándole la espalda.
—Fue más rápido de lo que pensé.
—Me alegra saber que algo pueda sorprenderte.
Doon pudo haber dicho más, pero en ese momento el agotado Herman perdió el control. No sollozó, pero clavó los dedos en la consola del ordenador, como temiendo que al soltarla la fuerza centrífuga de la rotación de Capitol lo arrojara al espacio.
Grey y dos médicos acudieron a la llamada anónima de Doon, y los médicos desprendieron los dedos de Herman de la consola y lo llevaron a la cama. Un sedante, algunas instrucciones a Grey, y se marcharon.
No era grave: demasiadas cosas en un día, eso era todo. Se sentiría mucho mejor al despertar.
Herman se sentía mucho mejor al despertar. Había dormido sin sueños. Los sedantes habían obrado su efecto. La falsa luz solar atravesaba su costosa ventana artificial, que parecía dominar una campiña en las afueras de Florencia, aunque del otro lado sólo había un apartamento similar al suyo. Herman observó la luz del sol y se preguntó si la ilusión era fiel. Había nacido en Capitol y no sabía si la luz del sol atravesaba las ventanas de esa manera.
Bajo la luz deslumbrante, Abner Doon dormía sentado en una silla. Una oleada de sentimientos se abatió sobre Herman, pero conservó el control, y los residuos de las drogas le infundieron una extraña calma. Observó el rostro dormido del nieto y se preguntó cuánto odio habría escondido allí.
Doon despertó. Miró al abuelo, vio que estaba despierto y sonrió dulcemente. Pero no dijo nada. Se levantó y acercó la silla a la cama de Herman. Herman lo miró en silencio, preguntándose qué ocurriría. Pero la droga aún decía No me importa lo que ocurra, y a Herman no le importó.
—¿Ya está todo pagado? —murmuró, y Doon sonrió aún más.
—Eres tan joven… —dijo Doon. Y luego, tan rápidamente que Herman no tuvo tiempo de resistirse (y la droga no se lo hubiera permitido), el hombre tendió la mano para rozar la frente de Herman. Era una mano seca, y siguió las tenues arrugas que empezaban a surcar el cutis—. Eres tan joven…
¿Lo soy?, pensó Herman, que rara vez pensaba en su edad en tiempo real. Había empezado a usar somec setenta años atrás. Con su ritmo promedio de uno sobre cuatro, habían pasado sólo diecisiete años de tiempo subjetivo desde que comenzó a utilizar la droga para dormir, el don de la vida eterna. Diecisiete años. Y todos consagrados a construir Italia. Y sin embargo…
Y sin embargo, esos diecisiete años no habían sido la mitad del tiempo que había vivido. Subjetivamente, aún no tenía cuarenta. Subjetivamente, podía comenzar de nuevo. Subjetivamente, tenía tiempo de sobra para construir un imperio que ni siquiera Doon podría destruir.
—Pero no puedo, ¿verdad? —preguntó Herman, sin comprender que su pregunta respondía a sus propios pensamientos.
Aun así, Doon supo lo que pensaba.
—Yo he aprendido todo lo que tú sabes sobre construcción, Abuelo —dijo—. Pero tú nunca comprenderás lo que yo he aprendido sobre destrucción.
Herman sonrió débilmente, la única sonrisa que le permitía la droga.
—Es un campo de estudios vástamente ignorado.
—No obstante, es el único con resultados eternos. Construye bien, y tu bella creación tarde o temprano caerá, Abuelo, con o sin mi ayuda. Pero destruye por completo, con efectividad, y lo que se desmoronó no se reconstruirá jamás.
La droga tomó la furia y el odio de Herman y los transformó en lamentación y mansa pesadumbre. Le gotearon lágrimas de las pestañas cuando parpadeó.
—Italia era bella —dijo.
Don asintió.
Cuando las lágrimas empezaron a empapar la almohada, Herman gimoteó:
—¿Por qué lo hiciste, muchacho?
—Era un ensayo.
—¿Ensayo para qué?
—Para salvar a la raza humana.
La droga permitió que Herman sonriera ante esa frase.
—Vaya preparativo, muchacho. ¿Qué puedes destruir ahora, después de Italia?
Doon guardó silencio. Fue hasta la ventana y miró el paisaje.
—¿Sabes qué ocurre más allá de tu ventana?
—No —murmuró Herman.
—Los campesinos preparan aceite de oliva. Y llevan alimentos a Florencia. Una escena encantadora, Abuelo. Muy bucólica.
—¿Eso significa que es primavera? ¿U otoño?
—Nadie lo recuerda. A nadie le importa. Las estaciones son las que decimos que son, en cada mundo del Imperio, y en Capitol no nos interesan en absoluto. Lo hemos dominado todo, ¿verdad? El Imperio es poderoso, y los intentos de ataque del enemigo no son más que mosquitos fastidiosos.
La palabra mosquito no significaba nada para Herman, pero estaba demasiado agotado para preguntar.
—Abuelo, el Imperio es estable. No tan perfecto como Italia, quizá, pero fuerte y estable, y el somec mantiene viva a la élite durante siglos. ¿Qué fuerza podría tumbar el Imperio?
Herman se esforzó para pensar. Jamás había pensado en el Imperio como una nación semejante a las de los Juegos Internacionales. El Imperio era la realidad. Nada jamás lo dañaría.
—Nada puede dañar el Imperio —dijo Herman.
—No creas.
—Estás loco —respondió Herman.
—Tal vez —dijo Abner, y luego la conversación languideció y la droga decidió que Herman debía dormir.
Herman durmió.
—Quiero ver a Doon —le dijo Herman a Grey.
—Pensé que ya lo habías visto bastante el mes pasado —respondió Grey.
—Quiero verle.
—Herman, se está transformando en obsesión. Los médicos dicen que no puedo consentir que te alteres. Si te comportas razonablemente durante unos meses, podrás volver al somec y podré devolverte el cincuenta por ciento de la disponibilidad de tus bienes.
—No me gusta que me consideren un demente.
—Es sólo un tecnicismo. Para tu propia protección.
—Grey, lo único que hice fue advertir…
—No empieces con eso. Los médicos están escuchando esta llamada. Herman, este Imperio no está interesado en tus patéticas teorías sobre Doon…
—¡Lo dijo él mismo!
—Abner Doon destruyó Italia. Fue desagradable, fue cruel, fue gratuito, pero fue legal. Ahora bien, fantasear con que también se propone destruir el Imperio…
—¡No es una fantasía! —rugió Herman.
—Herman, los médicos dijeron que debo llamarlo fantasía. Para ayudarte a ver la realidad.
—¡Destruirá el Imperio! ¡Puede hacerlo!
—Hablar así es traición, Hermán. Deja de hablar así y podremos declararte cuerdo. Pero si dices esas cosas cuando seas responsable de ti mismo, los Niños de Mamá podrán ejecutarte sin más.
—Grey, cuerdo o no, quiero hablar con Doon.
—Herman, basta. Olvídalo. Era sólo un juego. Ese hombre es tu nieto. Te guardaba rencor y quiso desquitarse. Pero no permitas que te perjudique hasta ese punto.
—Grey, di a los médicos que quiero hablar con Doon.
Grey suspiró.
—Se lo diré, con una condición.
—¿Cuál?
—Si te conceden un encuentro con Doon, jamás solicitarás otro.
—Lo prometo. Sólo quiero un encuentro.
—Haré lo posible.
Grey colgó el teléfono, y Herman desconectó su extremo. Ahora el teléfono únicamente lo mantenía en contacto con la oficina de Grey. No podía efectuar otras llamadas. No podía abrir la puerta. Y su ordenador ya no le permitía mirar los juegos.
Grey tardó sólo una hora en llamar.
—¿Y bien? —preguntó ávidamente Herman.
—Dijeron que sí.
—¡Conéctame entonces! —exigió Herman.
—Ya lo intenté. Imposible.
—¿Cómo puede ser imposible? ¡Él me hablará! ¡Sé que lo hará!
—Está bajo somec, Herman. Se durmió pocos días después de destruir… después del juego. Despertará dentro de tres años.
Herman desconectó el teléfono con un sollozo.
Se necesitaron cinco años de terapia —cinco años sin somec— para que Herman admitiera finalmente que su miedo a Doon era anormal, y que Doon jamás había insinuado que se propusiese destruir el Imperio. Desde luego, Herman lo había admitido desde el principio, en cuanto supo que eso era lo que querían oír los médicos. Pero las máquinas obligaban a decir la verdad, y sólo cuando las máquinas indicaron que Herman no mentía al afirmar esas cosas los médicos lo declararon curado y el personal de Grey (Grey estaba bajo somec) devolvió a Herman la disponibilidad del cincuenta por ciento de su patrimonio. Herman se apresuró a firmar la restitución a su abogado de esa disponibilidad y se sometió al somec, tratando de recuperar los años de sueño que le habían arrebatado mientras los médicos lo curaban de sus ridículas alucinaciones.
Durante casi un siglo, las vigilias de Doon y de Herman no atinaron a coincidir. Al principio Herman no intentó buscar a Doon. La curación lo había privado, al menos por un tiempo, de toda curiosidad acerca de su nieto. Luego aprendió a evocar el extraño episodio que había cambiado su vida sin miedo ni furia; y estudió los registros de esa famosa partida. Se habían escrito muchos libros sobre ella, entre ellos el enjundioso Ascenso y caída de la Italia de Nuber. Y mientras Herman estudiaba filosóficamente la estructura que había construido y el modo en que había caído, sintió cada vez más deseos de conocer a su nieto y oponente. No de verlo otra vez, pues los médicos habían convencido a Herman de que jamás había visto a Doon después de la batalla.
Pero cuando Herman quiso buscar el plan de vigilias de Abner Doon en la Casa del Sueño, le informaron que era un asunto de seguridad estatal. Eso significaba que Doon dormía más del máximo absoluto de diez años y permanecía en vigilia menos del mínimo absoluto de dos meses. Significaba que disponía de un poder inaccesible para la mayoría de los funcionarios. Y eso agudizó su deseo de verle.
Herman sólo lo consiguió cuando alcanzó la edad subjetiva de setenta años. Habían transcurrido siglos de historia del Imperio, y Herman los estudió atentamente. Asimilaba todos los datos históricos que le brindaba el ordenador, sobre el Imperio y otras partes. No sabía bien qué buscaba, pero estaba seguro de que nunca lo había hallado. Hasta que un día sus indagaciones en la Casa del Sueño le permitieron averiguar que Abner Doon estaba despierto. No le comunicaron cuánto tiempo hacía ni cuándo se dormiría de nuevo, pero era suficiente. Herman envió el mensaje, y se sorprendió al recibir la respuesta: Doon estaba dispuesto a verlo, incluso acudiría a él.
Herman pasó horas de inquietud, preguntándose para qué quería ver a Doon. No había sentimientos filiales. La familia no significaba nada para él. Era el deseo de un gran jugador de conocer al hombre que lo había derrotado, eso era todo. El deseo de Napoleón, poco antes de su muerte de hablar con Wellington. El loco afán de Hitler de encontrarse con Roosevelt. La pasión del moribundo Julio César por conversar con Bruto, unos instantes, mientras la sangre le manaba de las heridas.
¿Qué hay en la mente del hombre que te destruyó? Ésa era la pregunta que había atormentado a Herman durante años, y ahora se preguntaba si hallaría la respuesta. Sin embargo, sería su única oportunidad. Había pagado un alto precio por sus cinco años de terapia y veía —como muy pocos— su mortalidad esperando a la vuelta de la esquina. El somec sólo la postergaba, no la eliminaba.
—Abuelo —dijo una voz amable, y Herman despertó de golpe.
¿Cuándo se había quedado dormido? No importaba. Ante él estaba el hombre bajo y ahora corpulento en quien reconocía a su nieto. Pero era desconcertante ver cuán joven era Doon. Casi igual que cuando se habían enzarzado en la lucha tantos años atrás.
—Mi legendario oponente —dijo Herman, ofreciendo la mano.
Doon aceptó los dedos tendidos, pero en vez de aferrados extendió la mano del anciano sobre la suya.
—Hasta el somec cobra su precio, ¿verdad? —Y la triste mirada de Doon indicó a Herman que, a pesar de todo, alguien más comprendía la muerte que el somec ocultaba sagazmente dentro de su promesa de vida.
—¿Para qué deseabas verme? —preguntó Doon.
Lágrimas gruesas, lentas e inexplicables asomaron a los envejecidos ojos de Herman.
—No sé. Sólo quería saber cómo andabas.
—Estoy bien —dijo Doon—. Mi departamento ha colonizado docenas de mundos en los últimos siglos. El enemigo está en fuga… pronto lo superaremos en población si él no hace lo mismo. El Imperio crece.
—Me alegro sinceramente. Me alegra que el Imperio crezca. Construir un imperio es maravilloso. —Melancólicamente añadió—: Una vez construí un imperio.
—Lo sé —dijo Doon—. Yo lo destruí.
—Oh sí, sí. Por eso quería verte.
Doon asintió y aguardó la pregunta.
—Sentía curiosidad. Quería saber por qué me escogiste. Por qué decidiste hacerlo. No recuerdo por qué. Mi memoria no es lo que era.
Doon sonrió y cogió la mano del viejo.
—Ninguna lo es, Abuelo. Te escogí porque eras el más grande. Te escogí porque eras la montaña más alta que yo podía escalar.
—¿Pero por qué destruiste? ¿Por qué no construiste otro imperio con el que rivalizar conmigo? —Ésa era la pregunta.
Sí, ésa era la pregunta, decidió Herman, sintiéndose mejor. Pero aún tenía dudas. ¿Acaso no había entablado una vez una conversación en la que Doon le había respondido? Nunca. No.
Doon parecía distante.
—¿No sabes la respuesta?
—Oh —rió Herman—, una vez estuve muy loco, y pensé que te proponías destruir el Imperio. Ellos me curaron.
Doon asintió con tristeza.
—Pero ahora estoy mejor, y quiero saber. Sólo quiero saber.
—Ataqué tu imperio, Abuelo, porque era demasiado bello. Si hubieras logrado ganar el juego, la partida habría concluido. ¿Qué habría ocurrido después? Nadie lo habría recordado largo tiempo. Pero ahora… será recordado para siempre.
—¿Qué raro, verdad? —dijo Herman, perdiendo el hilo de la conversación antes de que Doon terminara de hablar—. El mayor constructor y el mayor destructor vienen de la misma… son abuelo y nieto. Raro, ¿verdad?
—Viene de familia, ¿eh? —repuso Doon con una sonrisa.
—Estoy orgulloso de ti, Doon —dijo Herman con sinceridad—. Me alegra que si alguien tenía la fuerza para derrotarme, fuera sangre de mi sangre. Carne de mi…
—Carne —interrumpió Doon—. Luego eres religioso, a pesar de todo.
—No lo recuerdo —contestó Herman—. Algo le pasó a mi memoria, Abner Doon, y tengo muchas lagunas. ¿Fui religioso? ¿O era otra persona?
Doon, con los ojos empañados, tendió las manos hacia el viejo sentado en una silla blanda. Se arrodilló y lo abrazó.
—Lo lamento muchísimo —dijo—. No sabía que te costaría tanto. De veras que no.
Herman se limitó a reír.
—Oh, yo no tenía ninguna apuesta hecha en ese despertar. No me costó un céntimo.
Doon lo estrechó con más fuerza.
—Lo lamento, Abuelo.
—Oh, vaya. No me importa perder —respondió Herman—. A fin de cuentas, era sólo un juego, ¿verdad?