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EL DÍA DEL DOLOR

En muchos lugares de los Mundos Habitados, el dolor llegó súbitamente en medio de las faenas del día. Fue como si una antigua y cómoda presencia los abandonara, una presencia en la que nadie había reparado hasta que se hubo ido, y al principio todos quedaron desconcertados, aunque supieron de inmediato que algo había cambiado en el corazón del mundo. Nadie vio la fugaz erupción en la estrella llamada Argos; pasarían años hasta que los astrónomos asociaran el Día del Dolor con el Fin de Worthing. Y para entonces el cambio estaba hecho, la aflicción había llegado y la edad de oro había concluido.

En la aldea de Lared, el cambio llegó mientras dormían. Esa noche ningún pastor los guió en sueños. La hermanita de Lared, Sala, despertó aterrorizada gritando que Abuela había muerto. ¡Abuela ha muerto!

Lared se incorporó en su carriola tratando de disipar sus propios sueños, pues en ellos había visto a Papá llevando a la abuela a la tumba. Pero eso había ocurrido tiempo atrás, ¿o no? Papá se levantó del camastro de madera donde dormía con Mamá. Nadie lloraba de noche desde que habían destetado a Sala. ¿Acaso tenía hambre?

—¡Abuela murió esta noche! ¡Murió como una mosca en el fuego!

Como una ardilla en los dientes del zorro, pensó Lared. Temblando, como un lagarto en las fauces del gato.

—Claro que ha muerto —dijo Papá—, pero no esta noche. —Cogió a Sala en sus fornidos brazos de herrero y la acunó—. ¿Por qué lloras ahora, si hace tanto tiempo que Abuela murió? —Pero Sala siguió llorando como si el dolor fuera vasto y nuevo.

Entonces Lared miró la vieja cama de Abuela.

—Papá —susurró—. Papá. —Pues allí estaba el cadáver de Abuela, aún reciente, todavía enfriándose, aunque Lared recordaba claramente que la habían sepultado tiempo atrás.

Papá dejó a Sala en la carriola, y ella se acurrucó contra el costado de paja trenzada para no mirar. Pero Lared miró mientras Papá tocaba el colchón donde yacía el cadáver.

—Aún no está frío —murmuró, y lanzó un grito de miedo y dolor—: ¡Madre!

Despertó a todos los durmientes, incluso a los viajeros que estaban en la habitación de arriba; todos bajaron al dormitorio.

—¿Lo veis? —exclamó Papá—. ¡Murió hace un año, y, sin embargo, su cadáver tibio está en la cama!

—¡Un año! —exclamó el viejo escribiente, que había llegado la tarde del día anterior, montado en un asno—. ¡Pamplinas! Anoche ella sirvió la sopa. ¿No recuerdas que bromeó conmigo, diciéndome que si mi lecho estaba demasiado frío tu esposa subiría a calentarlo, y si estaba demasiado cálido ella misma dormiría conmigo?

Lared trató de ordenar sus recuerdos.

—Recuerdo eso, pero recuerdo que lo dijo hace muchísimo tiempo, y sin embargo recuerdo que te lo dijo a ti, y yo no te conocía antes de anoche.

—¡Yo te sepulté! —exclamó Papá, y se arrodilló sollozando ante la cama de Abuela—. ¡Yo te sepulté, y te olvidé y aquí estás para afligirme!

Sollozos. Era un ruido inusitado en la aldea de Bahía Chata, y nadie supo qué hacer. Sólo los bebés hambrientos sollozaban, así que Mamá dijo:

—Elmo, ¿quieres comer algo? Te traeré algo de comida.

—¡No! —exclamó Elmo—. ¿No ves que mi madre ha muerto? —Cogió a la esposa del brazo y la apartó bruscamente. Ella tropezó con el taburete y se golpeó la cabeza contra la mesa.

Esto era peor que el cadáver tendido en la cama, rígido como un pájaro yerto. Pues jamás en su vida Lared había visto a un ser humano causando daño a otro. Papá estaba pasmado ante su propio arrebato.

—¡Thano, Thanalo! ¿Qué he hecho? —No sabía cómo consolar a su esposa, que sollozaba lánguidamente en el suelo. Ninguno de ellos había necesitado consuelo en toda su vida. Papá se volvió hacia los demás—: Estaba colérico. Nunca he sentido tanta cólera y, sin embargo, ¿qué hizo ella? Nunca he sentido tanta furia, pero ella no me ha causado daño alguno.

¿Quién podía responderle? Era evidente que algo andaba mal en el mundo; todos habían sentido rabia en el pasado, pero algo se había interpuesto entre el pensamiento y el acto, y los había calmado. Aquella noche la calma se había ido. Todos lo sentían. Nada aplacaba su miedo, nadie les decía sin palabras: Todo está bien.

Sala asomó la cabeza por encima del borde de la cama y dijo:

—Los ángeles se han ido, mamá. Ya nadie nos cuida.

Mamá se levantó del suelo y se acercó a su hija.

—No seas tonta, niña. No hay ángeles, excepto en los sueños.

Hay una mentira en mi mente, pensó Lared. El viajero vino anoche, y Abuela le habló tal como él dijo, y sin embargo mi memoria está desquiciada, pues recuerdo que el viajero habló ayer, pero que Abuela le respondió hace mucho tiempo. Algo me ha trastocado los recuerdos, pues recuerdo que lloré frente a su tumba, y sin embargo aún no la han cavado.

Mamá miró a Papá desencajada.

—Aún me duele el codo por el golpe —dijo—. Aún me duele mucho.

¡Un dolor que duraba! ¿Quién había oído hablar de semejante cosa? Y al levantar el brazo, mostró un rasponazo sangrante.

—¿Te he matado? —preguntó Papá, asombrado.

—No —contestó Mamá—. No lo creo.

—¿Entonces por qué sangra?

El viejo escribiente tembló y meneó la cabeza.

—He leído los libros de tiempos antiguos —dijo con voz trémula, y todos los ojos se volvieron hacia él—. He leído los libros de tiempos antiguos, y en ellos se habla de heridas que sangran como reses sacrificadas, y de una gran pesadumbre cuando los vivos mueren de pronto, y de un furor que despierta riñas entre las gentes. Pero eso era hace mucho, mucho tiempo, cuando los hombres aún eran animales, y Dios era joven e inexperto.

—¿Qué significa esto, entonces? —preguntó Papá. No era hombre de libros, y pensaba, aún más que Lared, que los hombres que leían libros tenían respuestas.

—No lo sé —dijo el escribiente—. Pero quizá signifique que Dios se ha ido, o que ya no cuida de nosotros.

Lared estudió el cadáver de Abuela, tendido en la cama.

—O que ha muerto —apuntó Lared.

—¿Cómo puede morir Dios? —preguntó el viejo escribiente con mordaz desdén—. Él posee todo el poder del universo.

—¿Entonces no posee el poder de morir si lo desea?

—¿Por qué he de hablar con niños sobre estas cosas? —El escribiente se levantó para ir arriba, y los demás viajeros lo entendieron como una señal para volver a acostarse.

Pero Papá no se fue a la cama; permaneció de rodillas junto al cadáver de su anciana madre hasta que rompió el alba. Y Lared tampoco durmió pues trataba de recordar una sensación que ya no tenía: había algo extraño en el modo en que sus ojos miraban el mundo, pero no lograba recordar cómo había sido antes. Sólo Sala y Mamá durmieron, y durmieron juntas en la cama de Mamá y Papá.

Antes del alba, Lared se levantó, se acercó a la madre y vio que se le había formado una costra en el brazo, y que le había dejado de sangrar. Aliviado, se vistió y fue a ordeñar la oveja, que ya casi no tenía leche. Se necesitaba hasta la última gota para preparar queso y mantequilla. Se acercaba el invierno, y esa mañana, mientras la brisa gélida le arremolinaba el pelo, Lared temió el invierno. Hasta entonces había mirado el futuro como una vaca contempla la hierba, sin imaginar sequía ni nieve. Ahora era posible que las ancianas aparecieran muertas en la cama. Ahora era posible que Papá se encolerizara y tumbara a Mamá de un golpe. Ahora era posible que Mamá sangrara como un animal. Y el invierno era algo más que una temporada de inactividad. Era el final de la esperanza.

La oveja irguió las orejas ante un ruido que Lared era demasiado humano para oír. Lared dejó de ordeñar y alzó los ojos. En el cielo del oeste vio una inmensa luz flotando como una estrella que se hubiera perdido y necesitara ayuda para regresar a casa. Luego la luz se hundió detrás de la arboleda de la otra margen del río y desapareció. Al principio Lared no supo qué podía ser. Luego recordó que en la escuela habían hablado de naves estelares, Pero las naves estelares no iban a Bahía Chata, ni siquiera a ese continente; y hacía más de una década que no iban a ese mundo. Allí no había nada que llevar a otras partes, y ninguna carencia que otros mundos pudieran suplir. ¿Para qué iba a ir allí una nave estelar? No seas tonto, Lared, se dijo. Era una estrella fugaz, pero en esta extraña mañana le has dado demasiada importancia porque estás asustado.

Al amanecer Bahía Chata despertó, y otros realizaron gradualmente el descubrimiento que la familia de Lared había hecho en la noche. Fueron a la casa de Elmo, como cada vez que hacía frío, para disfrutar de la gran mesa y la cocina. No les sorprendió que Elmo aún no hubiera encendido el fuego de la forja.

—Me escaldé esta mañana al preparar el potaje —dijo Dinno, la amiga íntima de Mamá. Mostró a los demás la tez alisada de los dedos—. Me duele como si aún estuviera en el fuego. Dios santo.

Mamá tenía sus propias heridas, pero prefirió no contar esa historia.

—Cuando ese viejo escribiente se disponía a marcharse, esta mañana, su asno le dio una coz en el vientre, y ahora está arriba. Dice que le duele demasiado para viajar. Vomitó el desayuno.

Había una veintena de lesiones menores, y al mediodía la mayoría de la gente caminaba con más cautela y realizaba sus tareas más despacio. Todos tenían alguna lesión. Omber, uno de los que cavó la tumba de Abuela, se hirió el pie con un pico, y sangró durante mucho tiempo; ahora, pálido y debilucho, jadeaba en una de las camas para huéspedes. Y Papá, obsesionado por la muerte, ni siquiera empuñaba el martillo el Día del Dolor.

—Pues temo arrojarme fuego a los ojos, o romperme la mano. Dios ya no cuida de nosotros.

Sepultaron a Abuela al mediodía, y Lared y Sala pasaron el día ayudando a Mamá en las tareas que Abuela hacía antes. Había un sitio vacío a la mesa. Muchas oraciones empezaban con la palabra Abuela. Y Papá siempre desviaba los ojos como buscando algo oculto en las paredes. Por mucho que lo intentaban, no podían evocar tiempos en que el pesar fuera algo más que un recuerdo borroso; jamás la pérdida de un ser humano había sido tan repentina, con un desgarrón tan palpable, con el suelo de la tumba tan negro y rico, fragante como el primer terrón removido durante la siembra de primavera.

Al caer la tarde, Omber murió mientras los vendajes le absorbían el resto de la sangre. Yacía junto al asombrado escribiente, quien aún vomitaba todo lo que había tragado y gritaba de dolor cada vez que intentaba sentarse. Jamás habían visto a un hombre morir en la plenitud de sus fuerzas, y eso sólo por un infortunado golpe de pico.

Aún estaban cavando la tumba de Omber cuando Clany, la hija de Bran, cayó al fuego y estuvo gimiendo tres horas antes de morir.

Nadie hablaba siquiera cuando la sepultaron en la tercera tumba del día. En una aldea de apenas trescientas almas, la muerte de tres en el mismo día habría sido calamitosa; la muerte de un hombre fuerte y una pequeña resultó demoledora.

Al anochecer no hubo nuevos viajeros; éstos se hacían más infrecuentes cuando llegaba el frío. Sin embargo, eso era lo único bueno de la noche, la ausencia de huéspedes a quienes cuidar. El mundo había cambiado, se había vuelto hostil, todo en un solo día. Al acostarse, Sala preguntó:

—¿Moriré esta noche, como Abuela?

—No —dijo Papá, pero Lared notó que vacilaba—. No, Sala, mi Sarela, no morirás esta noche. —Pero alejó la carriola del fuego y cubrió a la hija con otra manta.

Lared no necesitó que le dijeran nada. Él también alejó la carriola del fuego. Había oído los gemidos de Clany. La aldea entera los había oído. Fue imposible acallarlos. Lared nunca había temido las llamas, pero ahora le daban pavor. Que viniera el frío; era mejor que el dolor. Cualquier cosa era mejor que ese dolor nuevo y espantoso.

Lared se durmió acariciándose la magulladura que se había hecho en la rodilla al tropezar con la caja de leña. Despertó tres veces esa noche. Una vez porque Papá sollozaba en la cama; cuando Elmo vio que Lared estaba despierto, se levantó para besarlo y abrazarlo.

—Duerme, Lared —le dijo—. Duerme, todo está bien, todo está bien.

Era mentira, pero Lared se durmió.

La segunda vez despertó porque Sala tuvo otra pesadilla, también sobre la muerte de Abuela. Mamá la fue a consolar, entonando una canción cuya tristeza Lared jamás había comprendido antes.

Vi a mi amor a orillas del río,

en la otra margen.

Anchas eran las aguas.

Oí a mi amor llamarme

desde la otra margen.

Yo no sabía nadar.

Conseguí un botecillo

pero el día era frío.

Yo no tenía abrigo.

Conseguí un abrigo y me lo puse

pero era de noche.

Esperé hasta el alba.

Despuntó el sol, se fue la noche.

Vi a mi amor.

Y vi a su amante.

Lared no supo qué más pudo haber cantado Mamá. Se perdió en el sueño, que esa noche lo despertó por tercera y última vez. Estaba sentado a orillas de Aguafinal en primavera. Las balsas bajaban impulsadas por los leñadores, guardando una prudente distancia entre ellas. De pronto había fuego en el cielo, y descendía hacia el río. Lared sabía que tenía que parar el fuego, gritarle que se detuviera, pero aunque abrió la boca no pudo hablar, así que el fuego siguió bajando. La llamarada cayó en el río, quemando todas las balsas al mismo tiempo, y los hombres de las balsas gritaron con la voz de Clany, ardieron, cayeron al río y se ahogaron, y todo porque Lared no supo qué decir para detener el fuego.

Lared se despertó temblando, sintiéndose culpable de no haberlos salvado, preguntándose por qué era su culpa. Oyó un gemido en el piso de arriba. Sus padres estaban durmiendo. Lared no los despertó y subió la escalera. El viejo escribiente estaba tendido en la cama. Tenía la cara ensangrentada, y había sangre en la sábana.

—Me estoy muriendo —susurró al ver a Lared a la luz del claro de luna que entraba por la ventana. Lared asintió.

—¿Sabes leer, muchacho?

Lared asintió de nuevo. No era una aldea tan atrasada como para que los niños no tuvieran escuela en invierno, y Lared leía tan bien como cualquier adulto de la aldea, incluso a los diez años. Ahora tenía catorce y comenzaba a adquirir la fuerza de un hombre, y aún le gustaba leer y estudiaba las cartas que hallaba.

—Entonces coge el Libro del Descubrimiento de las Estrellas. Es tuyo. Es todo tuyo.

—¿Por qué yo? —susurró Lared. Tal vez el viejo escribiente le había visto echando una ojeada a los libros. Tal vez le había oído recitar los Ojos de Aguafinal a Sala y sus amigos después de la cena. Pero el escribiente callaba, aunque todavía no estaba muerto. Fuera cual fuese la razón, deseaba que Lared aceptara el libro. Un libro mío. Y un libro sobre el descubrimiento de las estrellas, justo después del Día del Dolor, justo después de ver una estrella que caía en la arboleda de la otra margen de Aguafinal—. Gracias —dijo, y estiró el brazo para tocar la mano del viejo escribiente.

Oyó un ruido a sus espaldas. Era Mamá, sus ojos muy abiertos.

—¿Por qué ha de darte sus libros? —preguntó.

El escribiente movió los labios, pero no dijo nada.

—Eres sólo un niño —dijo Mamá—. Eres perezoso y díscolo.

Sé que no merezco nada, dijo Lared en silencio.

—Él ha de tener familia… le enviaremos los libros a su familia si muere.

El escribiente se torturó al sacudir la cabeza con violencia.

—No —susurró—. ¡Dale los libros al chico!

—No mueras en mi casa —dijo Mamá angustiada—. ¡No quiero otro muerto en mi casa!

—Lamento las molestias —dijo el viejo escribiente. Y murió.

—¿Por qué subiste aquí? —le reprochó Mamá a Lared—. Mira lo que has hecho.

—Sólo vine porque él lloraba en…

—Viniste a coger sus libros, y él estaba al borde de la muerte.

Lared quiso replicar, defenderse, pero hasta su propio sueño lo inculpaba, ¿o no? Los ojos de Mamá eran ojos de oveja parturienta, y Lared no se atrevió a quedarse ni a reñir.

—Tengo que ordeñar —dijo, y bajó a la carrera y salió de la casa.

Era una noche helada, y una escarcha espesa tapizaba la hierba. Las ovejas estaban listas para el ordeño, pero Lared no. Sus dedos no tardaron en entumecerse, a pesar del calor de los animales.

No, no era el frío lo que le hacía temblar las manos. Eran los libros que le aguardaban en la habitación del viejo escribiente. Eran las tres nuevas tumbas que se perfilaban contra el claro de luna, allá donde pronto se levantaría una cuarta.

Eran, ante todo, el hombre y la mujer que vadeaban el río, inclinando las piernas para vencer la corriente. El río tenía tres metros de profundidad de orilla a orilla, pero caminaban como si el agua fuera lodo endurecido, cuya única rareza consistía en deslizarse bajo sus pies mientras ellos andaban. Lared pensó en ocultarse, pero desistió, se levantó del taburete, guardó el cubo de leche en un sitio alto para que no lo volcaran y echó a andar por el cementerio en dirección a los dos extraños.

Éstos ya habían cruzado el río y estaban mirando las tumbas nuevas. Había pesadumbre en sus ojos. El hombre era canoso pero fornido, de rostro amable y firme. La mujer era mucho más joven, más joven que Mamá, pero su rostro reposado se veía huraño. No parecían haber estado en el agua, y hasta las huellas estaban secas. Cuando se volvieron para mirarlo, Lared notó que tenían los ojos azules. Nunca había visto ojos tan azules cuyo color se notara incluso sin la luz del sol.

—¿Quiénes sois? —preguntó.

El hombre respondió en un idioma que Lared no comprendía. La mujer meneó la cabeza en silencio, pero aun así Lared sintió el repentino deseo de revelarles su nombre.

—Lared —dijo.

—Lared —repitió ella.

El nombre sonaba extrañamente deformado en su boca. Lared sintió la repentina urgencia de no contar a nadie que los había visto caminar en Aguafinal.

—No lo diré nunca —dijo.

La mujer asintió. Lared supo que debía llevarlos a casa, aunque ignoraba por qué lo sabía.

Temía a aquellos forasteros.

—No lastimaréis a mi familia, ¿verdad?

Las lágrimas aparecieron en los ojos del hombre, y la mujer de rostro huraño desvió la mirada. Un pensamiento resonó en la mente de Lared: Ya te hemos lastimado más de lo que podemos soportar.

Y entonces Lared comprendió, o creyó comprender, su sueño y la estrella fugaz del Día del Dolor, y el Día mismo.

—¿Habéis venido para llevaros el dolor?

El hombre sacudió la cabeza.

La esperanza había sido ínfima, pero aun así la decepción fue profunda.

—Si no podéis hacer eso —dijo Lared—, ¿para qué habéis venido?

De todos modos, era hijo de un posadero, así que los guió por el cementerio y por entre los establos hacia la casa, donde Mamá ya había puesto a hervir agua para el potaje de la mañana.