16
La historia del Príncipe heredero
¡Qué agradables eran los tranvías antiguos!
Tiempo de apariencias, AHMET RASIM
Érase una vez un Príncipe que vivía en la ciudad en la que ahora nos encontramos y que descubrió que la cuestión más importante de la vida era si el ser humano podía ser él mismo o no. Aquel descubrimiento era toda su vida y toda su vida era aquel descubrimiento. Esta breve definición de su breve vida la dictó el propio Príncipe cuando, ya hacia el final de sus días, tomó un secretario para que escribiera la historia de su descubrimiento. El Príncipe dictaba y el Secretario escribía.
Por aquel entonces —hace cien años—, nuestra ciudad aún no era un lugar por cuyas calles erraran como gallinas estupefactas millones de desempleados, por cuyas cuestas fluyera la basura y los albañales por debajo de sus puentes, de chimeneas color de la pez de las que brotara humo negro, ni en el que la gente que espera en la parada de autobús se diera despiadados codazos. Por aquel entonces los tranvías a caballo eran tan lentos que uno podía subirse mientras estaban en marcha, los transbordadores del Bósforo marchaban tan despacio que algunos pasajeros se bajaban en un muelle, caminaban hasta el siguiente bajo los tilos, los castaños y los plátanos charlando y riéndose, se tomaban un té en el café de ese muelle y volvían a subirse al mismo barco, que por fin les había alcanzado, y continuaban su camino. Por aquel entonces todavía no se habían talado los nogales y los castaños y no se habían convertido en postes eléctricos en los que pudieran pegar sus anuncios clínicas de circuncisiones y sastrerías. Donde terminaba la ciudad no comenzaban los vertederos y las colinas peladas cubiertas de postes eléctricos y telegráficos, sino bosques, praderas y arboledas donde cazaban tristes y crueles sultanes. En una de aquellas verdes colinas, que luego destruirían las cloacas, las calles adoquinadas y los edificios de pisos que envuelven la ciudad, vivió veintitrés años el Príncipe en un pabellón de caza.
Dictar, para el Príncipe, era una forma de ser él mismo. Creía que sólo podría serlo mientras siguiera dictando al Secretario, sentado a una mesa de caoba. Sólo dictándole al Secretario podía vencer las voces de los demás que le resonaban en los oídos a lo largo del día, las historias de otros que se le metían en la cabeza mientras caminaba arriba y abajo por las habitaciones del pabellón, los pensamientos de otros de cuyo influjo no podía librarse mientras paseaba por el jardín rodeado de altos muros. «¡Para que un hombre pueda ser él mismo tiene que encontrar en su interior sólo su propia voz, su propia historia, su propio pensamiento!», decía el Príncipe y el Secretario lo escribía.
Pero eso no quiere decir que el Príncipe oyera sólo su propia voz mientras dictaba. Todo lo contrario, cuando comenzaba a narrar una historia pensaba en la historia de otro; justo en el momento en que iba a desarrollar una idea propia se le clavaba en la mente otra idea que otra persona había expuesto; cuando se dejaba llevar por su propia ira, el Príncipe sabía que también estaba sintiendo la ira de otro. Pero asimismo sabía que el hombre sólo puede alcanzar su propia voz oponiendo voces a aquellas que siente en su interior, inventando historias contra aquellas historias, «luchando contra los aullidos de los otros», como decía el propio Príncipe. Y pensaba que lo que dictaba era un campo de batalla en el que aquella lucha se resolvería a su favor.
Mientras luchaba en aquel campo de batalla con ideas, historias y palabras, el Príncipe paseaba arriba y abajo por las habitaciones del pabellón, cambiaba la frase que había dicho mientras subía una escalera, mientras bajaba otra que comenzaba donde terminaba la anterior, y luego le hacía repetir al Secretario la frase que le había dictado mientras subía de nuevo la primera escalera o mientras se sentaba o se tumbaba en el sofá que había justo enfrente de su mesa. «Lee, vamos a ver», decía el Príncipe y el Secretario leía con voz monótona la última frase que su señor le había dictado:
—El príncipe Osman Celâlettin Efendi sabía que en estas tierras, en estas tierras malditas, el problema más importante era que el hombre pudiera ser uno mismo y que mientras dicho problema no se resolviera de manera adecuada, todos estábamos condenados a la ruina, a la derrota y a la esclavitud. Decía Osman Celâlettin Efendi que todos los pueblos que no encontraran la forma de ser ellos mismos estaban condenados a la esclavitud, todas las razas a la decadencia, todas las naciones a la inexistencia, a la nada, a la nada.
—¡Hay que escribir «a la nada» tres veces, no dos! —decía el Príncipe mientras bajaba las escaleras o mientras las subía o mientras daba vueltas alrededor de la mesa del Secretario. Y lo decía con una voz y un gesto tales que en cuanto lo había dicho se convencía de que estaba imitando los gestos que adoptaba, los airados pasos que daba e incluso la pedagógica voz que le salía a Fransuá Efendi el Francés, que le había enseñado francés en su niñez y en su primera juventud, en sus clases de dictée y, de repente, le atacaba una crisis que «detenía toda su actividad intelectual» y «empalidecía todo el color de la imaginación». El Secretario, acostumbrado a aquellas crisis por la experiencia de los años, dejaba la pluma, adoptaba una expresión helada, inexpresiva y vacía que se ponía sobre la cara como una máscara y esperaba que pasasen el ataque y la furia del «no puedo ser yo mismo».
Los recuerdos de los años de niñez y juventud del príncipe Osman Celâlettin Efendi eran contradictorios. El Secretario se acordaba de haber escrito muy a menudo tiempo atrás escenas felices de una niñez y una juventud entretenidas, alegres y agitadas que habían pasado en los palacios, los pabellones y las mansiones en Estambul de la dinastía otomana, pero todo aquello se había quedado en los viejos cuadernos. «De entre sus treinta hijos era a mí a quien mi padre, el sultán Abdülmecit Jan, quería más puesto que mi madre, Nurucihan Efendi, era la esposa a la que más amaba y su favorita», le había explicado años antes en cierta ocasión el Príncipe. «Como de entre sus treinta hijos era a mí a quien mi padre, el sultán Abdülmecit Jan, quería más, mi madre, su segunda esposa Nurucihan Efendi, era la favorita de su harén», le había dicho en otra ocasión también años atrás mientras le dictaba aquellas escenas de felicidad.
El Secretario había escrito cómo el agá negro del harén se había desmayado al darle el pequeño Príncipe un portazo en la cara cuando huía de su hermano mayor Reşat, que lo perseguía, abriendo y cerrando puertas y subiendo escalones de dos en dos por los apartamentos del harén del palacio del Dolmabahçe. El Secretario había escrito cómo, la noche del día en que entregaron a su hermana Münire Sultán, de catorce años, a un estúpido bajá de cuarenta y cinco, ella había tomado en brazos a su querido hermano pequeño y le había dicho llorando que lo lamentaba sólo porque estaría alejada de él, de él, y cómo el blanco cuello de la camisa del Príncipe se quedó empapado con las lágrimas de su hermana mayor. El Secretario había escrito cómo, durante una fiesta dada en honor de los franceses y los ingleses que habían llegado a causa de la guerra de Crimea, había bailado con una niña inglesa de once años con el permiso de su madre y cómo, además de bailar, el Príncipe y la niña habían contemplado largo rato las páginas de un libro con ilustraciones de trenes, pingüinos y piratas. El Secretario había escrito cómo, en la ceremonia celebrada con motivo de la botadura de un barco con el nombre de su abuela, Bezmiâlem Sultán, el Príncipe se había comido dos kilos y medio de delicias turcas de rosa y pistacho y así había ganado la apuesta que le había permitido darle un pescozón a su estúpido hermano mayor. El Secretario había escrito cómo había sido castigado junto con sus hermanos y hermanas mayores cuando se supo en Palacio que en la tienda de Beyoğlu a la que habían ido en el coche oficial habían ignorado todos aquellos pañuelos, frascos de colonia, abanicos, guantes, paraguas y sombreros y habían comprado el delantal que llevaba el joven dependiente, al que le hicieron quitárselo, porque pensaron que podrían usarlo en sus representaciones teatrales. El Secretario había escrito cómo el Príncipe lo imitaba todo en su niñez y primera juventud, a los médicos, al embajador inglés, los barcos que pasaban ante su ventana, a los grandes visires, los sonidos de las puertas que crujían y los de las agudas voces de los agás del harén, a su padre, los coches de caballos, el golpeteo de la lluvia en las ventanas, lo que leía en los libros, a los que lloraban tras el féretro de su padre, las olas y a su profesor de piano, el italiano Guateli bajá, y el Príncipe le advirtió que todos aquellos recuerdos, que repetiría en años posteriores con los mismos detalles pero con palabras de ira y odio, debían ser pensados en un contexto de pasteles, caramelos, espejos, cajas de música, montones de juguetes y libros y besos, besos que le habían dado docenas de mujeres de los siete a los setenta años.
Mucho después, en los tiempos en que tomó a su servicio un Secretario para dictarle su pasado y sus pensamientos, el Príncipe diría de aquellos años de felicidad: «Los felices años de mi infancia duraron mucho. La estúpida felicidad de mi infancia duró tanto que viví hasta los veintinueve años justos como un niño estúpido y feliz. Un imperio que permite que un príncipe heredero que algún día habrá de subir al trono pueda llevar hasta los veintinueve años la vida de un niño estúpido y feliz está, por supuesto, condenado a desplomarse y a desmoronarse, a desaparecer». Hasta los veintinueve años el Príncipe hizo lo que habría hecho cualquier príncipe que fuera el quinto en la línea de sucesión al trono, se divirtió, les hizo el amor a las mujeres, leyó, se dedicó a acumular propiedades, se interesó superficialmente por la música y la pintura, sintió una curiosidad aún más superficial por el ejército, se casó, tuvo tres hijos, dos de ellos niños y, como todo el mundo, se ganó amigos y enemigos. «Así que tenía que llegar a los veintinueve años para librarme de todo ese peso, de todas esas cosas, de esas mujeres, de los amigos y de mis estúpidas ideas», le dictaría después el Príncipe. Al llegar a los veintinueve años, como consecuencia de una serie de inesperados acontecimientos históricos, ascendió de repente desde el quinto puesto en la sucesión al trono al tercero. Pero, según el Príncipe, sólo los necios podían mantener que los hechos habían sido «inesperados»; no cabía concebir nada tan natural como que se muriera su tío, el sultán Abdülaziz, ya enfermo y con el alma tan podrida como sus ideas y su voluntad, y que su hermano mayor, que ocupó su lugar, fuera depuesto tras volverse loco poco tiempo después de subir al trono. Después de dictar aquello mientras subía las escaleras del pabellón, el Príncipe decía que su hermano Abdülhamit, que ahora ocupaba el trono, estaba tan loco como su hermano mayor y, mientras bajaba las escaleras por el otro lado, le dictaba, quizá por milésima vez, que el príncipe que aún había delante de él en la línea sucesoria, y que, como él, esperaba el momento de ocupar el trono en otra mansión, estaba más loco todavía que sus hermanos mayores, y el Secretario, después de pasar por escrito aquellas peligrosas palabras por milésima vez, anotaba pacientemente la explicación de por qué se habían vuelto locos los hermanos mayores del Príncipe, por qué tenían que volverse locos, por qué los príncipes otomanos no podían sino volverse locos.
Porque, de hecho, cualquiera que se pasara la vida entera esperando ascender al trono de un imperio estaba condenado a volverse loco; porque cualquiera que viera que sus hermanos mayores se volvían locos esperando ese mismo sueño tenía que volverse loco ya que se encontraría atrapado en el dilema de enloquecer o no; porque uno no se vuelve loco porque quiera sino porque no quiere y lo convierte en un problema; porque cada príncipe que durante todos esos años de espera pensara, aunque sólo fuera una vez, cómo sus ancestros, sus antepasados, habían estrangulado a sus hermanos en cuanto habían ascendido al trono, ya no podía seguir viviendo sin volverse loco; porque cada príncipe que, como debía conocer la historia del Estado que habría de gobernar y por lo tanto se veía obligado a leer historias de sultanes que mataban a sus hermanos uno a uno, leyera en cualquier libro de historia cómo su antepasado Mehmet III, en cuanto se convirtió en sultán, ordenó ejecutar uno a uno a sus diecinueve hermanos, algunos niños de pecho, estaba condenado a volverse loco; porque como en cierto momento de esa insoportable espera cuyo único final era el envenenamiento, el estrangulamiento o el asesinato disfrazado de suicidio, la locura significaba decir «abandono», resultaba la salida más fácil así como el más profundo y oculto deseo de todos aquellos príncipes que esperaban la subida al trono como si esperaran la muerte; porque volverse loco era una buena oportunidad para librarse de los informadores del sultán que lo mantenían bajo control, de las conspiraciones y trampas de los miserables políticos que llegaban hasta el Príncipe atravesando aquella red de informadores y de todos aquellos insoportables sueños del trono; porque cada príncipe que echara un vistazo al mapa del imperio que algún día soñaba regir se veía obligado a asomarse al umbral de la locura cada vez que comprendiera lo extensos, lo inmensos, lo infinitos que eran los países de los que sería responsable poco después y que tendría que gobernar solo, sí, solo, y en realidad, habría que considerar loco a cualquier príncipe que no sintiera aquella sensación de inmensidad o no comprendiera lo enorme de aquel imperio con cuya responsabilidad cargaría algún día. Justo en ese momento de la enumeración de las distintas razones para enloquecer, el príncipe Osman Celâlettin Efendi decía: «Si yo hoy estoy algo más cuerdo que todos esos estúpidos, idos y necios que han gobernado el Imperio Otomano, ¡la única razón es esa enloquecedora sensación de inmensidad! Pensar en la infinitud de la responsabilidad que algún día llevaré sobre mis hombros no me ha vuelto loco como a todos esos abúlicos, débiles y miserables, no; justo al contrario, meditar cuidadosamente en esa sensación me ha hecho recobrar el juicio; y como soy capaz de controlarla cuidadosamente con toda mi voluntad y toda mi decisión, he descubierto que el problema más importante de la vida es si uno puede ser él mismo o no».
En cuanto pasó de ser el quinto a ser el tercero en la línea de sucesión se entregó a la lectura. Pensaba que cada príncipe que no considerara su futura ascensión al trono como un milagro debía formarse a sí mismo y creía de manera optimista que podría lograr aquel objetivo con la lectura. De cada libro, que leía con avidez, pasando las páginas como si se las tragara, extraía «ideas útiles» para el progreso y, como se había forjado apasionados sueños de que aquellas ideas se harían realidad dentro de poco en el futuro y feliz Estado Otomano y quería creer en aquellos sueños a los que se aferraba para no volverse loco y librarse lo antes posible de cualquier cosa que le recordara su antigua vida estúpida e infantil, dejó a su mujer, a sus hijos, sus antiguas posesiones y costumbres en un palacete a orillas del Bósforo y se trasladó a un pequeño pabellón de caza en el que viviría veintidós años y tres meses. Un pabellón de caza en una colina que cien años después se llenaría de calles adoquinadas y vías de tranvía, terribles y oscuros edificios de viviendas que imitaban diversos estilos occidentales, institutos masculinos y femeninos, una comisaría, una mezquita y tiendas de ropa, de alfombras, floristerías y establecimientos de lavado en seco. Tras los muros levantados por el Príncipe para protegerse de la estupidez de la vida exterior y por el sultán para mejor vigilar a aquel peligroso hermano suyo, se veían enormes castaños y plátanos cuyas ramas desnudas envolverían cien años después cables telefónicos y de cuyos troncos se colgarían revistas de mujeres desnudas. El único ruido que se oía en el pabellón, aparte de los graznidos de las bandadas de cornejas, lo bastante locas como para no haber abandonado el lugar cien años después, era el alboroto de la instrucción y las bandas de música de los cuarteles en las colinas de enfrente y eso sólo los días en que el viento soplaba en dirección al mar. El Príncipe hizo escribir multitud de veces que los primeros seis años que había pasado en el pabellón habían sido la época más feliz de su vida.
—Porque en esa época únicamente leía —decía el Príncipe. Porque únicamente soñaba lo que leía. Porque en esos seis años sólo viví con las ideas y las voces de los autores que leía. Pero tampoco a lo largo de esos seis años pude ser yo mismo —añadía el Príncipe cada vez que recordaba con amargura y nostalgia aquellos felices años. Yo no era yo y quizá por eso era feliz, pero la misión de un sultán no es ser feliz, ¡es ser él mismo! —dictaba y luego pronunciaba otra frase que le había hecho escribir en los cuadernos al Secretario quizá miles de veces—: Ser uno mismo no sólo es la misión del sultán, sino de todos, de todos.
El Príncipe le hizo escribir que una noche, cuando estaban finalizando aquellos seis años, sintió claramente aquella realidad que llamaba «El mayor descubrimiento y el objetivo de mi vida».
—Como hacía a menudo por las noches, de nuevo imaginaba que me sentaba en el trono otomano y que estaba reprendiendo furioso a un imaginario cretino con la intención de resolver una importante cuestión de Estado. Y le estaba diciendo «Como decía Voltaire» a aquel cretino imaginario cuando de repente me quedé helado considerando la situación en la que había caído. La persona que veía en mi imaginación sentada en el trono otomano como trigésimo quinto sultán no era yo sino que parecía Voltaire, no era yo sino que parecía alguien que imitara a Voltaire. En ese instante, por primera vez, me di cuenta del horror que implicaba el que el sultán que había de gobernar la vida de millones y millones de súbditos y reinar sobre países que en el mapa parecían enormes e infinitos no fuera él mismo, sino otro.
En posteriores ataques de ira el Príncipe contó otras historias relativas al momento en el que por primera vez se había dado cuenta de aquella realidad, pero el Secretario sabía que el momento del descubrimiento siempre giraba en torno a la misma intuición: ¿era correcto que un sultán que había de gobernar la vida de millones de personas permitiera que le corrieran por la mente las ideas de otros? ¿Acaso no era necesario que un príncipe que algún día gobernaría uno de los mayores imperios del mundo actuara sólo según su propia voluntad? ¿Se podía considerar sultán a alguien cuya mente ocupaban las ideas de otros como interminables pesadillas, o sólo era una sombra?
—Después de entender que no debía ser una sombra sino un auténtico sultán, no otro sino yo mismo, decidí que necesitaba librarme de todos los libros que había leído no sólo a lo largo de esos seis años, sino durante toda mi vida —decía el Príncipe cuando comenzaba a narrar los siguientes diez años de su existencia. Para ser yo mismo y no otro, debía liberarme de todos esos libros, de todos esos autores, de todas esas historias, de todas esas voces. Lograrlo me llevó diez años.
Y así el Príncipe comenzaba a dictarle al secretario cómo se había librado uno a uno de todos los libros que le habían influido. Había quemado todos los volúmenes de Voltaire que había en el pabellón porque, según lo leía, según lo recordaba, el Príncipe se convertía en un francés más inteligente que él, más ingenioso, ateo y bromista, pero que le impedía ser él mismo, escribía el Secretario. Había ordenado que se llevaran del pabellón todos los volúmenes de Schopenhauer porque a causa de aquellos libros el Príncipe se había identificado con una persona que meditaba durante horas y días sobre su propia voluntad y por fin había descubierto que aquel pesimista con el que se identificaba no era un príncipe que algún día habría de ocupar el trono otomano, sino el mismísimo filósofo alemán, escribía el Secretario. Y los tomos de Rousseau, en los que tanto dinero se había gastado para conseguirlos, también había hecho que se los llevaran del pabellón después de hacerlos pedazos porque le convertían en un salvaje que intentaba continuamente atraparse en flagrante delito. «Ordené que quemaran a todos aquellos pensadores franceses, Deltour, De Passet, Morelli, que mantenía que el mundo era un lugar comprensible, y Brichot, que opinaba justo lo contrario, porque al leerlos me veía como un catedrático polemista y sarcástico que intenta refutar las estúpidas observaciones de los pensadores que le han precedido y no como debía verme, como un futuro sultán», decía el Príncipe. Había ordenado quemar Las mil y una noches porque los sultanes que paseaban disfrazados, con los que el Príncipe se había identificado gracias a ese libro, ya no eran el tipo de sultán que él debía ser. También había quemado Macbeth porque cada vez que lo leía se veía a sí mismo como un cobarde sin voluntad dispuesto a mancharse las manos de sangre por conseguir el trono y lo peor era que, en lugar de avergonzarse de ser así, sentía un orgullo poético. Alejó del pabellón el Mesnevi de Mevlâna porque cada vez que se sumergía en las historias de aquel confusísimo libro se identificaba con un santo que creía optimista que las historias confusas eran la esencia de la vida. «Quemé al jeque Galip porque cuando lo leía me veía como un triste enamorado —explicaba el Príncipe. Y a Bottfolio porque al leerlo me consideraba un occidental que quisiera ser oriental, y a Ibn Zerhani porque al leerlo me consideraba un oriental que quisiera ser occidental, porque no quería considerarme ni oriental, ni occidental, ni apasionado, ni loco, ni aventurero, ni nada que hubiera salido de los libros». Después de aquellas palabras el Príncipe repetía apasionadamente el estribillo que a lo largo de seis años le había hecho escribir al Secretario innumerables veces en tantos cuadernos: «Sólo quería ser yo mismo, sólo quería ser yo mismo, quería ser sólo yo mismo».
Pero sabía que no era nada fácil. Después de librarse de una serie de libros y una vez que ya no oía los ecos de las historias que aquellas obras le habían seguido contando durante años, al Príncipe le resultaba tan insoportable el silencio del interior de su mente que, aunque de mala gana, enviaba a alguno de sus hombres a la ciudad a comprar nuevos libros. En un primer momento se burlaba de los autores de aquellas obras que devoraba en cuanto abría el paquete; luego, furioso, quemaba los libros ceremoniosamente pero, como seguía oyendo sus voces en su mente y como, aunque no quisiera, imitaba a sus autores, decidía que sólo podría librarse de ellos leyendo otros libros y, sintiendo con amargura que sólo un clavo arranca otro clavo, enviaba a alguno de sus hombres a Beyoğlu o a Bâbiâli, a las librerías en que vendían libros extranjeros, donde los esperaban ansiosos. «Después de que el príncipe Osman Celâlettin Efendi decidiera ser él mismo, combatió con los libros exactamente diez años», escribió un día el Secretario, pero el Príncipe lo corrigió: «No escribas “combatió” sino “peleó”». Después de pelear diez años con los libros y con las voces que se oían en ellos, el príncipe Osman Celâlettin Efendi comprendió que sólo podría ser él mismo creando sus propias historias, elevando su propia voz contra las voces de aquellos libros y tomó un Secretario a su servicio.
—Durante esos diez años el príncipe Osman Celâlettin Efendi no sólo peleó con los libros y sus historias, sino con todo lo que comprendía que le impedía ser él mismo —añadía a gritos el Príncipe mientras bajaba desde lo alto de las escaleras, y el Secretario anotaba cuidadosamente aquella frase y las que la seguían, pronunciadas por el Príncipe con convicción y entusiasmo por milésima primera vez y con la misma determinación que la primera a pesar de haberlas repetido ya en miles de ocasiones. El Secretario también escribió que a lo largo de esos diez años el Príncipe no sólo había peleado con los libros, sino también con los objetos que lo rodeaban y que lo coartaban tanto como los libros. Porque todos aquellos muebles, las mesas, los sillones, las mesitas lo distraían proporcionándole una comodidad o una incomodidad necesarias o innecesarias; porque todos aquellos ceniceros y candelabros retenían su mirada y el Príncipe no podía concentrarse en las ideas que le permitirían ser él mismo; porque los óleos de las paredes, los floreros de las mesas y los blandos cojines de los sofás lo transportaban a estados espirituales que no pretendía; porque todos aquellos relojes, cuencos, plumas y viejas sillas estaban cargados de referencias y recuerdos que le impedían al Príncipe ser él mismo.
El Secretario escribió que durante aquellos diez años el Príncipe había peleado, además de con todos los objetos que había apartado de su vista, rompiendo algunos, quemando otros y tirando el resto, con los recuerdos que siempre lo convertían en otro. «Me hacía perder la cabeza el encontrar de repente en medio de lo que pensaba o lo que imaginaba un detalle del pasado, pequeño, simple, sin importancia, que aparecía años después como un asesino despiadado que quisiera matarme o como un loco que hubiera perseguido durante años una venganza incomprensible», decía el Príncipe. Porque era algo horrible que alguien que debía pensar en la vida de millones y millones de pobres gentes tras ascender al trono otomano se encontrara de repente en medio de sus reflexiones con un cuenco de fresas que había comido de niño o con una frase estúpida dicha por algún inútil agá del harén. Un sultán, cuya obligación era ser él mismo y que debía concentrarse solamente en sus propios pensamientos, en su propia voluntad y en los resultados de sus decisiones, no, sólo un sultán no, cualquiera, debía oponerse a la agradable y caprichosa música de los recuerdos que le impedían ser él mismo. «Para luchar contra los recuerdos que mancillaban la pureza de sus reflexiones y de su propia voluntad, el príncipe Osman Celâlettin Efendi ordenó secar todas las fuentes de olor de su pabellón, destruir todos los objetos y ropa que le eran familiares, perdió toda relación con ese arte estupefaciente llamado música y con el piano blanco que jamás había tocado e hizo pintar de blanco todas las paredes del pabellón», escribió en cierta ocasión el Secretario.
—Pero lo peor de todo, más insoportables que todos los recuerdos, objetos y libros, eran las personas —añadía el Príncipe recostado sobre un sofá que aún no había tirado y después de haberle hecho leer al Secretario lo que había escrito. Llegaban de cualquier manera: aparecían de repente en los momentos más inesperados, a las horas más inconvenientes trayendo consigo asquerosos cotilleos y rumores inútiles. Querían hacerte un favor y sólo conseguían perturbar tu paz espiritual. Su cariño, más que tranquilizador, resultaba asfixiante. Hablaban para demostrar que tenían algo en la cabeza. Te contaban historias para convencerte de que eran personas interesantes. Te molestaban para demostrarte que te querían. Quizá todo aquello no fuera tan importante, pero el Príncipe, que se moría por ser él mismo y que sólo quería quedarse a solas con sus reflexiones, después de cada visita de aquellos imbéciles, de aquellos innecesarios, desapasionados y vulgares cotillas, durante largo tiempo sentía que no podía ser él mismo.
—El príncipe Osman Celâlettin Efendi pensaba que el mayor obstáculo para que un hombre pueda ser él mismo es la gente que lo rodea —escribió en cierta ocasión el Secretario. El mayor placer de la gente es conseguir que los otros se le parezcan —escribió en otro momento. Y también escribió que el mayor temor del Príncipe era que en el futuro, cuando ascendiera al trono, se vería obligado a relacionarse con esa gente.
—Uno se deja influir por la compasión hacia los que son dignos de pena, hacia los pobres y los miserables —decía el Príncipe. Nos dejamos influir por los que son vulgares y no tienen personalidad porque acabamos por ser como ellos, vulgares y sin personalidad. Pero también nos influyen los que sí tienen personalidad y son dignos de respeto porque, sin darnos cuenta, acabamos por imitarlos y, de hecho, estos últimos son los más peligrosos —decía el Príncipe. ¡Pero escribe que los alejé a todos de mí, a todos! ¡Escribe también que toda esa lucha la comencé no sólo por mí, no sólo para ser yo mismo, sino por la liberación de millones de hombres!
Porque una noche del decimosexto año de aquella «increíble batalla a vida o muerte» que había iniciado para liberarse de la influencia de cualquiera, mientras luchaba con los objetos familiares, los queridos olores y los libros que tanto habían influido en él, una noche en la que contemplaba a través de las persianas «occidentalizadas» la nieve que cubría el jardín y la luz de la luna, el Príncipe había comprendido que la guerra que mantenía no era en realidad la suya, sino la de millones de desdichados cuyo destino estaba unido al del Imperio Otomano, que se estaba desmoronando. Como el Secretario escribió quizá decenas de miles de veces en múltiples cuadernos en los últimos seis años de vida del Príncipe: «Todos los pueblos que no pueden ser ellos mismos, todas las civilizaciones que imitan a otras, todas las naciones que se contentan con las historias de otras» están condenados a desplomarse, a desaparecer, a ser olvidados. Y así, el decimosexto año desde que se retiró al pabellón de caza para esperar su ascensión al trono, en los días en que comprendió que sólo podría combatir las historias que oía en su interior elevando la voz de las suyas propias, en la época en que estaba a punto de tomar un Secretario a su servicio, el Príncipe entendió que la lucha que había vivido durante dieciséis años como una experiencia personal y espiritual era en realidad «una lucha histórica a vida o muerte», «la última fase de un combate por mudar o no de piel como sólo era posible contemplar una vez cada mil años», «el más importante hito histórico de una evolución que, dentro de algunos siglos, será considerada con razón por los historiadores como un cambio de rumbo decisivo».
Tiempo después de aquella noche en la que la luna brillaba sobre el jardín cubierto de nieve recordándole lo extenso y lo terrible del tiempo infinito, en los días en que hacía sentarse ante una mesa de caoba frente al sofá al viejo, fiel y paciente Secretario que había tomado a su servicio y comenzaba a contarle su historia y a hablarle de su hallazgo, el Príncipe recordaría que en realidad había descubierto aquella «extremadamente importante dimensión histórica» de su historia muchos años antes. ¿Acaso no había visto con sus propios ojos, antes de encerrarse en el pabellón de caza, cómo cambiaban las calles de Estambul cada día que pasaba imitando una ciudad imaginaria de un país extranjero inexistente? ¿No sabía que los desdichados y los infelices que llenaban esas mismas calles cambiaban de forma de vestir observando a los viajeros occidentales, examinando las fotografías extranjeras que caían en sus manos? ¿No había oído él mismo cómo los tristes que por las noches se reunían alrededor de las estufas de los cafés de los suburbios en lugar de contarse los cuentos tradicionales que habían heredado de sus padres se leían la basura de los periódicos que escribían columnistas de segunda saqueando Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo después de islamizar los nombres de los personajes? Aún peor, ¿no había frecuentado él mismo librerías de armenios donde se editaban encuadernadas aquellas infamias con la excusa de que le servían para matar el tiempo? ¿No había sentido el Príncipe cada vez que se miraba al espejo, antes de demostrar la decisión y la voluntad necesarias para encerrarse en el pabellón, en los tiempos en que se arrastraba por la vulgaridad con todos aquellos infelices, amargados y desdichados, que su cara iba perdiendo lentamente su antiguo significado misterioso tal y como les ocurría a dichos infelices? «Sí, lo sentía —escribía el Secretario después de cada una de aquellas preguntas porque sabía que el Príncipe quería que lo escribiera así. Sí, el Príncipe sentía que también su rostro cambiaba».
Antes de que se cumpliera el segundo año desde que comenzara a trabajar con el Secretario —a lo que hacían el Príncipe lo llamaba «trabajar»—, el Príncipe ya le había dictado al Secretario todo lo que se refería a los sonidos que producía de niño imitando todo tipo de barcos, a las delicias turcas que se había comido, a todas las pesadillas que había tenido y a todos los libros que había leído a lo largo de sus cuarenta y siete años de vida, a la ropa que más le gustaba y a la que más le disgustaba, a las enfermedades que había sufrido y a las especies animales que conocía y lo había hecho, según aquella frase que repetía tan a menudo: «Valorando cada frase, cada palabra, a la luz de la gran verdad que he descubierto». Cada mañana, cuando el Secretario ocupaba su lugar ante la mesa de caoba y el Príncipe en el sofá que había frente a ella, o en el espacio a su alrededor que le servía para pasear, o en las escaleras que subían al piso superior desde aquel mismo espacio, o en las que bajaban desde el piso superior, quizá ambos supieran que el Príncipe no tenía ninguna nueva historia que dictar. Pero lo que ambos buscaban era aquel silencio. Porque «sólo cuando ya no queda nada que contar, el hombre se ha acercado bastante a ser él mismo —decía el Príncipe. Sólo cuando a uno se le ha agotado ya lo que tenía que contar, cuando oye en su interior el profundo silencio que se produce al callarse todos los recuerdos, los libros, las historias y la memoria, puede ser testigo de cómo se eleva su propia voz, que le hará ser él mismo, desde las profundidades de su espíritu, desde los infinitos y oscuros laberintos de su yo».
Uno de esos días en que esperaban que aquella voz se elevara lentamente desde lo más profundo de un pozo sin fondo de cuento, el Príncipe comenzó a hablar del amor y las mujeres, cuestión que hasta entonces apenas había abordado diciendo que se trataba de «lo más peligroso». Durante un periodo cercano a los seis meses habló de sus viejos amores, de las relaciones que no podían llegar a considerarse amorosas, de su «intimidad» con las mujeres del harén, a las que recordaba con tristeza y compasión excepto a un par de ellas, y de su mujer.
Lo que tenían de terrible aquellas intimidades, según el Príncipe, era que, sin que te dieras cuenta, incluso una mujer vulgar sin excesivas características particulares podía invadir gran parte de tus pensamientos. En los años de su primera juventud, en los de su matrimonio, en los primeros tiempos de su vida en el pabellón después de haber dejado a su mujer y a sus hijos en un palacete del Bósforo, o sea, hasta los treinta y cinco años, al Príncipe no le importaba demasiado puesto que aún no había descubierto la necesidad de «ser él mismo» ni tenía el objetivo «de no dejarse influir por nada». Incluso, ya que «esta imitadora y miserable sociedad» le había enseñado, como a todo el mundo, que olvidarlo todo por el amor de una mujer, de un muchacho o de Dios, que «disolverse en el amor» era algo de lo que vanagloriarse y sentirse orgulloso, el Príncipe presumía de «estar enamorado», como hacían por entonces las multitudes en las calles.
Cuando descubrió, después de haber estado encerrado en el pabellón seis años leyendo sin cesar, que el problema más importante en la vida era si el hombre podía ser él mismo o no, el Príncipe decidió de inmediato que debía ser prudente con respecto a las mujeres. Era cierto que notaba que algo le faltaba sin la presencia de mujeres. Pero también era cierto que cada mujer con la que intimara destruiría la pureza de sus pensamientos y se instalaría lentamente en el centro de su imaginación, cuya única fuente deseaba que fuera él mismo. En cierto momento pensó que podría inyectarse en la sangre el antídoto contra aquel veneno llamado amor intimando con cuantas mujeres le fuera posible, pero como se aproximaba a ellas con el único y utilitario propósito de acostumbrarse al amor hasta el hartazgo, aquellas mujeres no despertaron demasiado interés en él. Tiempo después comenzó a verse sobre todo con la señora Leyla, que era, según hizo escribir, «la más ramplona, la más sosa, la más inocente y la menos peligrosa» de todas las mujeres a las que conocía, precisamente porque estaba convencido de que, gracias a esas características, no se enamoraría de ella. «El príncipe Osman Celâlettin Efendi pudo abrirle sin miedo su corazón a la señora Leyla porque creía que no se enamoraría de ella», escribió el Secretario una noche, porque ya trabajaban también de noche. «Pero como era la única mujer a la que podía abrirle sin miedo mi corazón, me enamoré de inmediato de ella —añadió el Príncipe. Fue uno de los períodos más terribles de mi vida».
El Secretario escribió sobre los días en que el Príncipe y la señora Leyla se veían en el pabellón y discutían: la señora Leyla abandonaba la mansión de su padre el bajá en un coche de caballos acompañada por sus hombres y, tras un viaje de medio día, llegaba al pabellón, donde se sentaban a una mesa especialmente dispuesta para ellos, parecida a las descritas en las novelas francesas que leían, comían hablando de música y poesía, como los refinados personajes de dichas novelas, e inmediatamente después de comer iniciaban una encendida discusión que inquietaba a los cocineros, a los criados y a los cocheros, que les escuchaban a través de las puertas entreabiertas, porque había llegado la hora del regreso. «No había ninguna razón clara para nuestras discusiones —explicó en cierta ocasión el Príncipe. Simplemente me sentía furioso con ella porque por su causa no podía ser yo mismo, porque por su causa mi pensamiento había perdido su pureza, porque por su causa ya no podía oír esa voz que llegaba de las profundidades de mi ser. Y eso continuó así hasta su muerte como resultado de un error del que nunca comprendí y nunca llegaré a comprender si fui yo el culpable».
El Príncipe hizo escribir que tras la muerte de la señora Leyla se sintió triste y liberado. Aunque el Secretario, que siempre lo escuchaba silencioso, siempre respetuoso, siempre atento, hizo algo que nunca había hecho en aquellos seis años e intentó forzar aquella cuestión del amor y la muerte sacando varias veces el tema a relucir, el Príncipe sólo retornaba a él como quería y cuando quería.
Por ejemplo, una noche dieciséis meses antes de su muerte, mientras el Príncipe le explicaba que si no conseguía ser él mismo, que si resultaba derrotado en el combate que desde hacía quince años mantenía en aquel pabellón, las calles de Estambul se convertirían en las de una desdichada ciudad que ya no podría ser «ella misma», mientras le explicaba que tampoco podrían ser nunca ellos mismos los desgraciados que caminaban por las plazas, parques y calles que imitaban las plazas, parques y aceras de otras ciudades, y mientras le explicaba cómo, aunque hacía muchísimos años que no daba un paso fuera del jardín del pabellón, conocía una a una las calles de su querida Estambul y cómo mantenía vivas en su imaginación cada acera, cada farola, cada tienda como si cada día pasara por delante de ellas, a medianoche abandonó de repente su habitual tono furioso y con una voz triste y entrecortada le dictó cómo en la época en que la señora Leyla acudía con su coche de caballos al pabellón él se pasaba la mayor parte del tiempo imaginando cómo el coche avanzaba por las calles de Estambul. «El príncipe Osman Celâlettin Efendi, en aquella época en que luchaba por ser él mismo, pasaba la mitad del día imaginando por qué calles pasaría y qué cuestas subiría aquel coche tirado por dos caballos, uno blanco y otro negro, en su trayecto desde Kuruçeşme hasta nuestro pabellón y después de la habitual comida y la subsiguiente discusión pasaba el resto del día imaginando el camino de regreso del coche que llevaba a la llorosa señora Leyla a la mansión de su padre el bajá, pasando la mayor parte de las veces por las mismas calles y las mismas cuestas», escribió el Secretario con su siempre cuidadosa y pulcra caligrafía.
En otra ocasión, sólo cien días antes de su muerte, en aquellos días en que, para aplastar las voces de otros y las historias de otros que volvía a oír en su interior, enumeraba airado las personalidades que había llevado consigo como una segunda alma a lo largo de su vida conscientemente o no, el Príncipe le dictó en voz baja que de todas aquellas personalidades que había vestido como si fuera algún desgraciado sultán que se ve obligado a cambiarse de ropa cada noche, la que más le gustaba era la del hombre enamorado de una mujer cuyo pelo olía a lilas. Como el Príncipe le hacía leer meticulosamente una y otra vez cada línea, cada frase que le dictaba y como a lo largo de aquellos seis años lentamente había llegado a conocer, poseer y asimilar la memoria entera del Príncipe y todo su pasado hasta en los menores detalles, el Secretario supo que la mujer cuyo pelo olía a lilas era la señora Leyla porque recordaba que en otra ocasión el Príncipe le había dictado la historia de un enamorado que no podía ser él mismo a causa de una mujer cuyo pelo olía a lilas y que no pudo serlo porque, cuando ella murió por un accidente o un error del que él nunca pudo comprender si había sido culpable, no logró olvidar el olor a lilas.
Los últimos meses que el Príncipe y el Secretario pasaron juntos transcurrieron, como el Príncipe había dicho con el entusiasmo que precedió a su enfermedad, «con redoblado trabajo, redoblada esperanza y redoblada convicción». Fueron los tiempos en que el Príncipe dictaba todo el día y oía con más fuerza en su interior aquella voz que le convertía en él mismo según dictaba y según narraba sus historias. Trabajaban hasta bien avanzada la noche y, por tarde que fuera, el Secretario subía al coche de caballos que lo esperaba en el jardín, volvía a su casa y al día siguiente, por la mañana temprano, regresaba a ocupar su lugar ante la mesa de caoba.
El Príncipe le contaba las historias de reinos que se habían derrumbado por no poder ser ellos mismos, de naciones que habían desaparecido porque habían imitado a otras naciones, de pueblos en lejanas y desconocidas tierras que habían sido olvidados porque no habían sabido vivir su propia vida. Los ilirios habían desaparecido de la escena de la Historia porque a lo largo de doscientos años no habían logrado encontrar un rey con una personalidad lo bastante fuerte como para enseñarles a ser sólo ellos mismos. El hundimiento de Babel no se había debido, como se creía, al desafío del rey Nemrod a Dios, sino a que habían consagrado todas sus fuerzas a la construcción de la torre secando las fuentes que les habrían permitido ser ellos mismos. El pueblo nómada de los lapitas, cuando estaba a punto de asentarse y formar un Estado, se dejó llevar por el embrujo de los aytipas, con los que comerciaban, se entregó con todas sus fuerzas a imitarlos y desapareció. El hundimiento de los sasánidas se debió, tal y como escribió Tabari en su Historia, a que sus tres últimos gobernantes, Kavaz, Ardaşir y Yazdigird, no fueron ellos mismos ni un solo día a lo largo de sus vidas, fascinados como estaban por los bizantinos, los árabes y los judíos. El gran reino de Lidia se hundió sólo cincuenta años después de que construyeran en su capital, Sardes, el primer templo bajo la influencia de Susa y desapareció para siempre del teatro de la Historia. Los severos eran una raza que ni siquiera los historiadores recordaban porque, cuando estaban a punto de establecer un gran imperio asiático, comenzaron, como si todo el pueblo fuera presa de una enfermedad contagiosa, a vestir las ropas de los sármatas, a llevar sus adornos y a recitar sus poesías y no sólo perdieron su memoria sino que también olvidaron el misterio que les hacía ser ellos mismos. «Los medos, los pafkionios, los celtas», dictaba el Príncipe y el Secretario añadía adelantándose a su señor: «… desaparecieron porque no pudieron ser ellos mismos». «Los escitas, los kalmukos, los misios», dictaba el Príncipe y el Secretario añadía: «… desaparecieron porque no pudieron ser ellos mismos». Cuando ya tarde, bañados en sudor, terminaban de trabajar y con las historias de muerte y decadencia, oían fuera, en el silencio de la noche veraniega, el decidido canto de un grillo.
Cuando el Príncipe, un ventoso día de otoño en que las hojas rojas del castaño caían en la fuente del jardín llena de nenúfares y ranas, se resfrió y cayó en cama, ninguno de los dos le dio demasiada importancia. Por aquel entonces el Príncipe estaba narrando todo lo que les ocurriría a las sorprendidas gentes que tendrían que vivir en las cada vez más degeneradas calles de Estambul en caso de que no consiguiera ser él mismo algún día, en caso de que no pudiera ascender al trono otomano con toda la fuerza que le otorgaría ser él mismo: «Verán sus propias vidas con la mirada de otros, escucharán los cuentos de otros en lugar de sus propias historias, les fascinarán las caras de otros en lugar de las suyas propias», decía. Bebieron infusiones de las hojas de tilo que habían recogido de los árboles del jardín y trabajaron hasta bien entrada la noche.
Al día siguiente, cuando el Secretario subió al piso de arriba para tomar otro edredón con el que cubrir a su señor, que estaba recostado en el sofá ardiendo de fiebre, notó como por un extraño hechizo lo vacío, lo absolutamente vacío que estaba aquel pabellón cuyas mesas y sillas habían sido destruidas a lo largo de los años, en el que las puertas habían sido arrancadas de sus goznes, del que había desaparecido todo el mobiliario. En las vacías habitaciones del pabellón, en sus paredes, en las escaleras, había una blancura que parecía salida de un sueño. En una habitación vacía había un piano blanco Steinway, como no había otro igual en Estambul, resto de la niñez del Príncipe, que llevaba años sin que nadie lo tocara y que no había sido tirado porque fue olvidado por completo. En la blanquísima luz que entraba por las ventanas del pabellón como si se vertiera desde otro planeta, el Secretario vio la misma blancura, que daba la impresión de que todos los recuerdos habían empalidecido, de que la memoria se había congelado y de que, al retirarse todos los sonidos, los olores y los objetos, el tiempo se hubiera detenido. Mientras bajaba las escaleras con un blanco e inodoro edredón en los brazos, notó que el sofá en el que estaba recostado el Príncipe, su propia mesa de caoba, en la que tantos años llevaba trabajando, el papel blanco, las ventanas, eran tan frágiles, delicados e irreales como los de las casas de juguete con las que juegan los niños pequeños. Mientras cubría con el edredón a su señor, que llevaba dos días sin afeitarse, vio que su barba había encanecido. En su cabecera había un vaso de agua a medias y unas pildoras blancas.
—Anoche soñé que mi madre me esperaba en un espeso y oscuro bosque en un lejano país —dictó el Príncipe desde el sofá—. Caía agua de un enorme aguamanil rojo, pero era espesa como la boza —dictó el Príncipe. Entonces comprendí que había podido resistir porque durante toda mi vida había insistido en ser yo mismo —dictó el Príncipe. El príncipe Osman Celâlettin Efendi pasó toda su vida esperando el silencio de su interior para poder oír su propia voz y sus propias historias —escribió el Secretario. Para esperar el silencio —repitió el Príncipe. Los relojes no deben detenerse en Estambul —dictó el Príncipe. Al mirar los relojes que había en mi sueño —dijo el Príncipe—, creyó que siempre había estado contando las historias de otros —continuó el Secretario. Se produjo un silencio. Envidio a las piedras de los solitarios desiertos, a los roquedales entre montañas en las que el hombre nunca ha puesto el pie y a los árboles de los valles que nadie ha visto sólo porque pueden ser ellos mismos —dictó el Príncipe con voz fuerte y decidida. Mientras paseaba en mi sueño por el jardín de mis recuerdos —comenzó a decir en cierto momento. Nada —añadió luego. Nada —escribió cuidadosamente el Secretario. Se produjo un silencio largo, muy largo. Después el Secretario se levantó de la mesa, se acercó al sofá en el que estaba tumbado el Príncipe, observó con atención a su señor y regresó en silencio a su mesa. El príncipe Osman Celâlettin Efendi falleció después de haber dictado esta frase el 7 de şaban de 1321, jueves, a las tres y cuarto de la mañana en su pabellón de caza en la colina de Teşvikiye —escribió luego. Veinte años después, el Secretario añadió con la misma caligrafía: «Siete años más tarde, ascendió al trono que el príncipe Osman Celâlettin Efendi no había vivido lo suficiente para ocupar su hermano mayor Mehmet Reşat Efendi, aquél al que había dado un pescozón en su niñez, y durante su reinado el Estado Otomano, que había decidido participar en la Gran Guerra, se hundió».
El cuaderno había sido llevado por un familiar del Secretario a Celâl Salik y este artículo fue encontrado entre los papeles de nuestro columnista tras su muerte.