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El misterio de las letras y la desaparición del misterio

Miles y miles de secretos se conocerán

cuando esa cara oculta se muestre.

El lenguaje de los pájaros,

FERIDÜDDIN ATTAR

Cuando llegó la hora de la cena en la ciudad, cuando el tráfico se hizo más fluido en la plaza de Nişantaşi y cesaron los irritados pitidos del policía de tráfico de la esquina, Galip llevaba tanto rato contemplando las fotografías que ya se habían agotado toda la pena, la tristeza y el dolor que podrían haber despertado en su corazón las caras de los demás; ya no lloraba. También se habían agotado la alegría, la felicidad y el entusiasmo que podrían haberle despertado; era como si no esperara nada de la vida. Mirando las fotografías sentía la indiferencia de alguien que hubiera perdido toda su memoria, sus esperanzas y su futuro. En un rincón de su mente se movía un silencio que parecía que fuera a envolver todo su cuerpo creciendo lentamente. Incluso mientras comía el queso y el pan que había traído de la cocina y se tomaba un té recalentado, seguía mirando las fotografías cubiertas de migas de pan. El decidido e increíble movimiento de la ciudad había cesado y había comenzado el silencio de la noche. Ahora podía oír el motor de la nevera, la reja de una tienda que cerraba en el otro extremo de la calle, una carcajada que llegaba de cerca de la tienda de Aladino. A veces prestaba atención al repicar de unos zapatos de tacón que avanzaban a toda velocidad por la acera, a veces olvidaba el silencio observando la cara de alguna fotografía con expresión de miedo, incluso terror, y una admiración que llegaba a agotarlo.

Fue en ese momento cuando comenzó a pensar en la relación que había entre el significado de las caras y el secreto de las letras: más con el deseo de imitar a los protagonistas de las novelas policíacas que leía Rüya que con el de descifrar el significado de lo que Celâl había garabateado en las fotografías. «Para poder ser como los protagonistas de las novelas policíacas, que siempre pueden ver pistas en los objetos —pensó Galip cansado—, basta con que uno crea que las cosas que le rodean le ocultan algún misterio». Sacó del armario del pasillo todo lo que se refería a los hurufíes, los libros, los artículos los recortes de revistas y periódicos y la caja con miles de fotografías, y comenzó a trabajar.

Vio caras hechas con letras árabes, ojos hechos con wāw y 'ayn, cejas con zāy y , y narices con alif. Celâl había marcado las letras con la precisión de un estudiante bienintencionado que aprende el alfabeto antiguo. En las páginas de un libro de litografías vio caras llorosas hechas con wāw y yīym, formando el punto de estas últimas lágrimas que goteaban hasta el pie de la página. Vio que se podían leer con facilidad las mismas letras en las cejas, los ojos, la nariz y los labios de un viejo retrato en blanco y negro sin retocar; al pie de la fotografía Celâl había escrito con letra bien legible el nombre de un jeque bektaşi. Vio inscripciones del tipo de «¡Ah, los amores perdidos!», galeras sacudidas por la tormenta, rayos que descendían del cielo como ojos y miradas terribles, rostros que se confundían con las ramas de los árboles, todo hecho con letras, incluso barbas formadas cada una por una letra. Vio caras pálidas a las que les habían recortado los ojos, inocentes con las comisuras de los labios marcadas con letras que los manchaban con las huellas del pecado, pecadores que tenían encajada entre las arrugas de la frente la historia de su terrible futuro. Vio la expresión ausente de bandoleros y primeros ministros ahorcados que miraban el suelo cuyos pies no alcanzaban por encima de las sentencias que les colgaban del cuello sobre sus camisas blancas de reos de muerte; vio fotografías descoloridas de una famosa artista de cine enviadas por gente que veía en sus ojos pintados lo puta que era y letras marcadas sobre las de los que se creían parecidos a sultanes, bajás, a Rodolfo Valentino o a Mussolini y sobre las de aquéllos a quienes decían parecerse. Vio las señales de los juegos de letras secretos que Celâl había descubierto en las largas cartas de los lectores que habían descifrado el mensaje que él les había enviado en un artículo que había escrito y en el que exponía tanto el lugar especial como los significados particulares de la letra H, la última del nombre de Allah, en las de aquellos que explicaban las simetrías que había trazado usando durante un mes, una semana o un año las palabras «mañana», «cara» o «sol» y las de aquellos que pretendían demostrar que el interés por las letras no era sino simple idolatría. Vio retratos del fundador del hurufismo, Fazlallah de Esterabad, copiados de miniaturas, a los que se habían añadido letras árabes y latinas, palabras y letras escritas sobre los cromos de futbolistas y artistas de cine de los barquillos de chocolate y los paquetes de chicles, multicolores y duros como suelas de zapatos, que se vendían en la tienda de Aladino y fotografías de asesinos, pecadores y jeques que los lectores le habían enviado a Celâl. Vio cientos, miles, decenas de miles de fotografías de «ciudadanos» sobre las que pululaban las letras: miles de fotografías de ciudadanos enviadas a Celâl en los últimos sesenta años desde cada rincón de Anatolia, desde pequeñas ciudades cubiertas de polvo, desde pueblos remotos en los que el sol resquebrajaba la tierra en verano y por los que nadie pasaba en los cuatro meses del invierno a causa de la nieve exceptuando los lobos hambrientos, desde aldeas de contrabandistas en la frontera siria en las que la mitad de la población masculina andaba coja porque habían pisado alguna mina y aldeas montañesas que llevaban esperando cuarenta años que les construyeran una carretera, y, en las grandes ciudades, desde bares y cabarets, desde mataderos situados en cuevas, desde cafés de traficantes de tabaco y grifa y despachos de la «jefatura» de solitarias estaciones de ferrocarril, desde salones de hoteles en los que pasan la noche los tratantes de ganado y burdeles de Soğukoluk. Vio miles de fotografías hechas con las viejas Leicas de fotomatón llenas de amuletos que los fotógrafos instalaban sobre sus trípodes junto a oficinas de la administración del Estado, edificios de la diputación o junto a las mesas de los escribanos y que hacían funcionar cubriéndose con un paño negro y manipulando placas con productos químicos, obturadores negros, disparadores y fuelles como si fueran alquimistas o echadores de la buenaventura. No era difícil percibir que la gente que miraba el objetivo se dejaba arrastrar por cierto miedo a la muerte y cierta sensación escalofriante de paso del tiempo mezclada con el deseo de inmortalidad. Galip notaba enseguida que ese profundo deseo estaba relacionado con la decadencia y la muerte y la derrota y la infelicidad cuyas marcas reconocía en los rostros y en los mapas. Parecía que un volcán en erupción hubiera cubierto con una gruesa capa de polvo y ceniza el pasado después de la gran derrota que siguió a los años de felicidad y que fuera necesario que Galip leyera y descifrara los signos que se mezclaban con las caras para que saliera al descubierto el misterioso significado, oculto y perdido, de los recuerdos.

Algunas fotografías, podía saberse por la información escrita al reverso, habían sido enviadas a Celâl para la sección «Su rostro y su personalidad», de la cual se había encargado a principios de los cincuenta así como de la preparación de crucigramas, de las críticas de cine y de la sección de «Increíble pero cierto»; se veía que otras respondían a una invitación que Celâl había hecho en sus artículos años más tarde («¡Queremos ver las fotografías de nuestros lectores y publicar algunas en esta sección!») y otras, a juzgar por los papeles y las cartas de las cajas y lo que estaba escrito en el reverso, habían sido enviadas como respuesta a ciertas cartas cuyo contenido Galip no fue capaz de averiguar por completo. Miraban la cámara como si se les apareciera un recuerdo de un pasado lejano, como si vieran la luz verdosa de un rayo que brilla por un instante en un lejano trozo de tierra apenas perceptible en el horizonte; como si observaran con ojos acostumbrados su propio futuro hundiéndose lentamente en un oscuro pantanal, como los amnésicos que no tienen la menor duda de que jamás volverá la memoria que han perdido. Galip sentía que el silencio de la expresión de aquellas caras crecía en un rincón de su mente e intuía de manera absolutamente clara por qué Celâl podría haber llenado de letras durante años todos aquellos recortes, fotografías, caras y miradas, pero cuando quería usar aquel motivo como clave que explicara el lazo que unía su vida a las de Celâl y Rüya, su ausencia de aquel piso fantasma y su propio futuro, se estancaba por un momento, como ocurría con las caras que había visto en las fotografías, y la lógica necesaria para relacionar los hechos desaparecía entre las brumas de un significado atascado entre las letras y los rostros. Y así fue como comenzó a acercarse al horror que habría de leer en las caras y en el que se introduciría poco a poco.

Leyó la biografía de Fazlallah, el fundador y profeta del hurufismo, en libros adornados con litografías y en separatas llenas de faltas de ortografía. Nació en 1339 en Estarabad, en el Jurasán, cerca del mar Caspio. A los dieciocho años se entregó a la mística, fue en peregrinación a La Meca y se convirtió en discípulo de un tal jeque Hasan. Leyendo cómo había aumentado su experiencia viajando de una ciudad a otra por Azerbaiyán e Irán y lo que había hablado con los jeques en Tabriz, Şirvan y Bakú, Galip sintió un deseo irresistible de «comenzar de nuevo», como dicen esos libros con litografías, su propia vida. Las profecías de Fazlallah sobre su futuro y su muerte, que luego se convertirían en realidad, le parecieron a Galip hechos vulgares que podrían ocurrirle a cualquiera que viviera la nueva vida que él pretendía iniciar. Al principio Fazlallah se hizo famoso por su interpretación de los sueños. En cierta ocasión soñó con dos abubillas, el rey Salomón y él mismo; mientras los pájaros los observaban desde la rama de un árbol bajo el cual ambos dormían, los sueños de Fazlallah y el rey Salomón se mezclaron y así los dos pájaros del árbol también se convirtieron en una sola abubilla. En otra ocasión soñó que un derviche iría a visitarlo a la gruta a la que se había retirado y después aquel mismo derviche lo visitaba realmente y le decía que había soñado con Fazlallah; pasando juntos las hojas de un libro en la gruta veían sus propios rostros en las letras y al levantar las cabezas para mirarse veían las letras del libro en sus caras.

Según Fazlallah, el sonido era la línea que separaba el ser y el no ser. Porque todas las cosas palpables que pasan del universo invisible al material tienen un sonido que pueden producir: para comprenderlo basta con entrechocar dos objetos, incluso de «los más silenciosos». Por supuesto, la forma más desarrollada del sonido era la «voz», esa cosa excelsa a la que llaman «el verbo», ese instrumento mágico llamado «palabra» que está compuesto por letras. Y era posible distinguir con toda claridad en las caras de los hombres esas letras, que son la esencia y el significado del ser y la manifestación de Dios en la tierra. En nuestros rostros existen desde nuestro nacimiento siete líneas, formadas por las dos cejas, las cuatro pestañas y la línea del cabello. Al añadir a esas marcas las líneas de la nariz, que se desarrolla después, «ya tarde», con la adolescencia, el número de letras se eleva a catorce, y si el número de líneas se dobla sumando a su existencia imaginaria la apariencia real, más poética que aquélla, se comprende fácilmente que no es en absoluto casual que fuera con veintiocho letras con las que hablara Mahoma y con las que se reveló el Corán. Leyendo cómo se necesitaba observar con mayor cuidado aun la raya del pelo y la línea que hay bajo la barbilla, dividirla por dos y considerarlas a cada una dos letras distintas para llegar a las treinta y dos del persa que había hablado Fazlallah y en el que había escrito su Javidan-namah, Galip comprendió que en algunas de las fotografías que había sacado las caras y el pelo habían sido divididos en dos de forma que recordaban el peinado engominado de los actores americanos de los años treinta. Todo parecía extraordinariamente simple y Galip, a quien le gustaba aquella sencillez infantil, volvió a sentir que comprendía qué era lo que atraía a Celâl de aquellos juegos de letras.

Como el «El» cuya historia había escrito Celâl, Fazlallah se proclamó salvador, profeta, el Mesías que esperaban los judíos y para cuyo descenso de los cielos se preparaban los cristianos, el Mahdi que había anunciado Mahoma y, después de reunir en Isfahan a siete personas que creían en él, comenzó a difundir su doctrina. Mientras leía que Fazlallah, yendo de ciudad en ciudad, predicaba que el mundo no era un lugar que proporcionara su significado a primera vista, que hervía de secretos y que para conocerlos había que saber el misterio de las letras, Galip sintió una gran paz interior: era como si hubiera demostrado con toda facilidad que su propio mundo también hervía de secretos tal y como había esperado y siempre había deseado. Asimismo notaba que la paz interior que sentía se debía a la simplicidad de la demostración. Si era cierto que el mundo era un lugar que hervía de secretos, entonces también era real la existencia de un mundo oculto que señalaban y del cual formaban parte la taza de café, el cenicero, el abrecartas e incluso su mano, que descansaba junto al abrecartas como un cangrejo absorto. Rüya estaba en ese mundo. Galip estaba en su umbral. Poco después entraría en él gracias al secreto de las letras.

Para conseguirlo debía leer atentamente todavía un poco más. Releyó la vida y la muerte de Fazlallah. Comprendió que había soñado su muerte y que había caminado hacia la muerte como si soñara. Había sido acusado de herejía porque no adoraba a Dios sino a las letras, a los hombres y a los ídolos, se había proclamado Mahdi y creía, no en el significado real y visible del Corán, sino en sus propias fantasías según las cuales existía un significado secreto e invisible, y había sido apresado, juzgado y ahorcado.

El paso a Anatolia de los hurufíes, que, tras la muerte de Fazlallah y sus seguidores más próximos, a duras penas podían mantenerse en Irán, se debió al poeta Nesimî, uno de los sucesores de Fazlallah. El poeta viajó por toda Anatolia, ciudad por ciudad, cargando con un baúl verde en el que llevaba las obras de Fazlallah y todos los manuscritos relativos al hurufismo, baúl que habría de alcanzar la categoría de legendario entre los hurufíes, encontró nuevos partidarios en remotas medersas donde sesteaban las arañas y en conventos miserables donde reinaban las lagartijas y, para demostrar a los sucesores que estaba formando que no sólo el Corán sino también el mundo hervían de secretos, recurrió a juegos de letras y palabras inspirados en el juego del ajedrez, que tanto le gustaba. Después de que el poeta Nesimî, que en sólo dos versos había comparado las líneas del rostro y un lunar de su amada con una letra y su punto, la letra y su punto con una esponja y una perla en el fondo del mar, a él mismo con el buceador que muere buscando la perla, a aquel buceador que se sumergía deseoso en la muerte con el enamorado que corre hacia Dios y, cerrando el círculo, a Dios con su amada, fuera detenido en Alepo, sometido a un largo juicio, muerto por desollamiento y su cadáver expuesto en la ciudad colgando de una horca, su cuerpo fue descuartizado en siete partes y enterrado, para que sirviera de ejemplo, en las siete ciudades donde había encontrado seguidores y en las que sus poemas habían sido memorizados.

El hurufismo, que gracias a la influencia de Nesimî se extendió con rapidez entre los bektaşis del país de los descendientes de Osman, logró entusiasmar también al sultán Mehmet el Conquistador quince años después de la toma de Estambul. Cuando los ulema que le rodeaban se enteraron de que el sultán tenía en sus manos los escritos de Fazlallah, que hablaba de los misterios del mundo, de las preguntas que plantean las letras y de los secretos de Bizancio, ciudad que contemplaba desde el palacio en el que acababa de instalarse, y que investigaba cómo cada chimenea, cada cúpula, cada árbol de los que señalaba con su propia mano podía ser la clave del misterio de un universo distinto bajo tierra, organizaron una conspiración y ordenaron quemar vivos a todos los hurufíes que habían podido aproximarse al sultán.

En un librito, que, por lo que se deducía de una nota manuscrita añadida en la última página, había sido publicado clandestinamente a principios de la Segunda Guerra Mundial en una imprenta de Jurasán, cerca de Erzurum (o eso es lo que se pretendía que se dedujera), Galip vio una ilustración que mostraba a los hurufíes siendo decapitados y quemados vivos tras el fallido atentado contra Bayaceto II, hijo de El Conquistador. En otra página habían dibujado a los hurufíes con los mismos trazos infantiles y la misma expresión de terror mientras eran quemados por no someterse a la orden de destierro de Solimán el Magnífico. Entre las llamas ondeantes que envolvían sus cuerpos se veía la misma palabra, «Dios», con las mismas elif y lam, y, lo que era aún más extraño, de los ojos de aquellos cuerpos que ardían como yesca entre letras árabes brotaban lágrimas parecidas a las O, U y C del alfabeto latino. Galip había encontrado en aquella ilustración la primera aplicación del hurufismo a la «Reforma del alfabeto» de 1928, del paso del alifato árabe al alfabeto latino, pero, como en aquel momento tenía la mente demasiado ocupada con la fórmula del secreto que debía resolver, continuó leyendo lo que hallaba en la caja sin comprender demasiado lo que acababa de ver.

Leyó páginas y más páginas sobre que la principal característica de Dios era un «tesoro secreto», un kenz-i mahfi, un misterio. Todo el problema consistía en entender que ese misterio se reflejaba en el mundo. Todo el problema consistía en comprender que el misterio se veía en cada lugar, en cada cosa, en cada objeto, en cada persona. El mundo era un océano de pistas: cada gota tenía un sabor a sal que permitía alcanzar el misterio que se ocultaba tras ella. Galip sabía que penetraría en los secretos de aquel océano si continuaba leyendo con los ojos cansados y enrojecidos.

De la misma forma que los indicios estaban en todas partes y en todas las cosas, el misterio también estaba en todas partes y en todas las cosas. Según iba leyendo, Galip veía claramente que los objetos que lo rodeaban eran señales de sí mismos y del secreto al que se acercaba lentamente, como lo son en un poema el rostro de la amada, las perlas, las rosas, las copas de vino, los ruiseñores, los cabellos de oro, las noches y las llamas. El hecho de que la cortina, en la que se reflejaba la pálida luz de la lámpara, los viejos sillones, que bullían de recuerdos de Rüya, las sombras de la pared y el terrible auricular del teléfono estuvieran tan cargados de significados e historias hizo que Galip tuviera la impresión de participar en un juego sin darse cuenta, como a veces había sentido cuando era niño: continuó avanzando a pesar de que sentía una vaga falta de confianza porque creía que podría abandonar aquel terrible juego en el que cada persona imitaba a otra y cada objeto imitaba a otro si conseguía convertirse en alguien distinto, tal y como hacía en su infancia. «Si tienes miedo, enciendo la luz», le decía Galip a Rüya cuando jugaban en la oscuridad y comprendía que a ella la poseía el mismo miedo que a él. «No la enciendas», le respondía la valiente Rüya, a la que tanto le gustaban el juego y el miedo. Galip siguió leyendo.

A principios del siglo XVII algunos hurufíes se instalaron en remotas aldeas abandonadas por los campesinos que habían huido de los bajás, de los cadís, de los bandoleros y de los imanes durante la época de las revueltas Celâli, que tanta confusión sembraron en Anatolia. Mientras trataba de recordar los versos de un largo poema en el que se describía la vida feliz y plena y el significado de aquellas aldeas hurufíes, Galip volvió a recordar los días felices de su propia infancia, pasados junto a Rüya.

En aquellos antiguos y lejanos y felices tiempos el significado y la acción eran una sola cosa. En aquella época paradisíaca los objetos que llenaban nuestras casas y los sueños que habíamos forjado respecto a ellos eran una sola cosa. Todo el mundo sabía en aquellos años de felicidad que los instrumentos y las cosas que sosteníamos en las manos, los puñales y las plumas, eran una prolongación no sólo de nuestros cuerpos, sino también de nuestros espíritus. En aquellos tiempos, cuando los poetas decían «árbol», todos podían representarse en la imaginación un árbol perfectamente completo, todos sabían que no había necesidad de demostrar un enorme talento enumerando las hojas y las ramas para que la palabra y el árbol de la poesía señalaran el objeto y el árbol en la vida real y en el jardín. En aquellos tiempos todos sabían que las cosas y las palabras que las describían estaban tan próximas que las mañanas en que la niebla descendía sobre aquella aldea fantasma en las montañas, las palabras se confundían con lo que describían. Los que se despertaban en aquellas mañanas brumosas no podían diferenciar la realidad de sus sueños, la vida de la poesía ni los nombres de las personas. En aquellos tiempos los cuentos y las vidas eran tan reales que a nadie se le ocurría preguntar cuál era la vida original o cuál era el cuento original. Los sueños se vivían y las vidas se interpretaban. En aquellos tiempos, las caras de la gente tenían tanto significado, como, por otro lado, todo lo demás, que incluso los analfabetos y los que creían que la alfa era una fruta, la a un sombrero y la alif un poste, conseguían leer por sí solos las letras de significado evidente de nuestras caras.

Mientras leía que, para describir aquella época lejana y feliz en la que los hombres todavía no conocían el tiempo, los poetas hablaban de cómo el anaranjado sol del atarde en el horizonte que describían permanecía estático, y de cómo los galeones no cambiaban de lugar a pesar de estar avanzando con las velas hinchadas por un viento que no soplaba sobre un mar inmóvil color cristal y ceniza, Galip comprendió, al encontrar la imagen de blanquísimas mezquitas y alminares más blancos aún que se elevaban a la orilla de aquel mar como espejismos que nunca fueran a desaparecer, que los sueños y la vida de los hurufíes, que habían permanecido ocultos desde el siglo XVII hasta nuestros días, habían envuelto por completo también a Estambul. Mientras leía cómo, desde hacía siglos, planeaban sobre las cúpulas de Estambul como si estuvieran clavados en el cielo las cigüeñas, las aves fénix, los albatros y los simurg que aletean hacia el horizonte entre alminares blancos de tres balcones, cómo cualquier paseo por las calles de Estambul, que nunca se cruzan en ángulo recto y que nunca se puede predecir cómo se cruzarán, era tan divertido y mareante como un viaje en día de fiesta al infinito y cómo, después del paseo, el caminante comprendía enseguida el misterio de la vida y de las letras en su cara gracias a los dibujos que veía en el mapa al seguir con el dedo las curvas trazadas en las calles por él y cómo en las cálidas noches de verano de luna llena, en que los cubos que cuelgan de los pozos regresan a la superficie llenos tanto de agua fría igual que el hielo como de señales del misterio y de las estrellas, todos recitaban hasta el amanecer poemas que trataban del significado de las señales y de las señales del significado, Galip comprendió que también en Estambul se había vivido tiempo atrás la edad de oro del hurufismo sin adulterar así como que sus años de felicidad con Rüya habían quedado muy atrás. Pero aquella feliz edad de oro no debía de haber durado mucho. Porque Galip leyó que inmediatamente después de aquella edad de oro en la que el misterio estaba abiertamente a la vista de todos, algunos, para ocultar el significado como habían hecho los hurufíes de los fantasmas para complicar sus secretos, habían recurrido a la ayuda de elixires fabricados con sangre, huevos, excrementos y pelo. Y otros habían cavado subterráneos en sus casas situadas en los rincones más recónditos de Estambul, para enterrar lo que ocultaban. También leyó que algunos, no tan afortunados como aquellos que habían cavado subterráneos, habían sido apresados por participar en la rebelión de los jenízaros, que, colgados de los árboles, las letras de sus caras, deformadas por el nudo corredizo que los apretaba como una corbata, se habían vuelto ilegibles, y que los trovadores que iban a los monasterios de barrios de los suburbios con el saz en la mano a susurrar los misterios de los hurufíes eran recibidos por un muro de incomprensión. Todos aquellos indicios confirmaban que la edad de oro que se había vivido tanto en las remotas aldeas fantasmas como en los rincones más secretos y en las calles más misteriosas de Estambul había terminado con un gran infortunio.

Al llegar a la última página de un viejo libro de poesía con las páginas roídas por los ratones y en algunas de cuyas esquinas florecía un moho verde azulado o color de sulfato de cobre con un agradable olor a papel y a humedad, Galip encontró una nota que advertía que se podía conseguir más información sobre el tema en otro librito. Según una larga y mal construida frase que el impresor de Jurasán había añadido en las últimas páginas de la separata encajándola en tipos pequeños entre las direcciones de la editorial y la imprenta y las fechas de edición e impresión y los últimos versos de un monótono poema, aquella obra, titulada El misterio de las letras y la desaparición del misterio, séptimo libro de la colección y editado de nuevo en Jurasán, cerca de Erzurum, había sido escrita por F. M. Üçüncü y había sido distinguida con los elogios del Periodista de Estambul Selim Kaçmaz.

Galip, con una falta de sueño y un cansancio que enfriaban los juegos de palabras y letras y sus sueños de Rüya, recordó los años en que Celâl inició su carrera de periodista. En aquellos días el interés de Celâl por los juegos de palabras y letras no pasaba de enviar saludos especiales a colegas-amigo-familiares o a sus amantes desde las secciones de «Su horóscopo para hoy» o «Increíble pero cierto». Buscó furiosamente el librito entre las pilas de papeles, revistas y periódicos. Cuando lo encontró en una de las cajas, en la que había mirado ya bastante desesperado después de ponerlo todo patas arriba, entre recortes de periódicos, artículos polémicos sin publicar y algunas extrañas fotografías que Celâl había guardado a principios de los sesenta, ya era bastante más de medianoche y en la ciudad había comenzado ese desesperante y escalofriante silencio que se siente cuando se proclama el toque de queda en las épocas de estado de excepción.

Como la mayoría de las «obras» de ese tipo que se anuncian como ya publicadas o de próxima aparición, El misterio de las letras y la desaparición del misterio sólo había podido ser editada años después y en otra ciudad: un libro de doscientas veinte páginas impreso en 1962 en Gördes, lo cual sorprendió a Galip, que ignoraba que por aquellas fechas existiera una imprenta en tal sitio. En la amarillenta portada había una ilustración oscura que había sido reproducida usando un cliché defectuoso y tinta de mala calidad: un camino flanqueado por castaños que se perdía en el infinito de la perspectiva. Dentro de cada uno de los castaños había letras, letras terribles que ponían la piel de gallina. A primera vista parecía uno de aquellos libros tan frecuentes en esos años escritos por oficiales «idealistas» del orden. ¿Por qué llevamos doscientos años sin alcanzar a Occidente? ¿Cómo podemos desarrollar el país? Incluso tenía una de esas dedicatorias típicas de aquellos libros publicados a expensas del autor en una remota ciudad de Anatolia: «¡Cadete de la Academia! ¡Sólo tú puedes salvar este país!». Pero cuando comenzó a pasar las páginas, se dio cuenta de que estaba en una «obra» completamente distinta. Se levantó del sillón, fue a la mesa de Celâl, colocó los codos a ambos lados del libro y empezó a leer atentamente.

El misterio de las letras y la desaparición del misterio se componía de tres partes y el título de las dos primeras formaba el del libro. La primera parte, «El misterio de las letras», se iniciaba con la biografía de Fazlallah, el fundador del hurufismo. F. M. Üçüncü había añadido a su biografía una dimensión laica y resaltaba más la personalidad de Fazlallah como racionalista, filósofo, matemático y lingüista que como místico. Tanto como un profeta, un mahdi, un mártir, un santo, un hombre justo, y quizá más, Fazlallah había sido un filósofo de agudo pensamiento, un genio; pero había sido alguien «típicamente nuestro». Por eso, intentar explicar, como hacían los orientalistas occidentales, el pensamiento de Fazlallah mediante influencias del panteísmo, de Plotino, de Pitágoras o de la Cábala no era sino apuñalarlo recurriendo al pensamiento occidental, al que se había opuesto durante toda su vida. Fazlallah era un oriental sin adulterar.

Según F. M. Üçüncü, Oriente y Occidente se repartían las dos mitades del mundo: se oponían completamente el uno al otro, eran lo contrario, lo opuesto, como el bien y el mal, lo blanco y lo negro, el ángel y el diablo. Era absolutamente imposible que, como creían algunos soñadores, esos dos universos se entendieran y vivieran en paz. Uno de los dos universos sería siempre superior, sería el amo, y el otro se vería obligado a ser su esclavo. Para dar ejemplos de aquella interminable guerra entre hermanos gemelos repasaba toda una serie de hechos históricos de especial significado, desde el nudo («o sea, la clave», escribía el autor) que Alejandro cortó con un golpe de su espada en Gordium (de kördücüm, nudo que no se puede deshacer) hasta las Cruzadas, desde las letras y las cifras y el profundo sentido que había en el reloj mágico que Harun al-Raschid había enviado a Carlomagno hasta el paso de los Alpes por Aníbal, desde la conquista islámica de Al-Andalus (dedicaba toda una página al número de columnas de la mezquita de Córdoba) hasta la toma de Bizancio y Estambul por Mehmet el Conquistador, él mismo un hurufí, desde el hundimiento del estado de los jázaros hasta el hecho de que los otomanos hubieran sido derrotados primero en Doppio (la Fortaleza Blanca) y después ante Venecia.

En opinión de F. M. Üçüncü, todas aquellas realidades históricas indicaban un punto importante que había sido tratado de forma encubierta por Fazlallah en sus obras. No era menos casualidad que hubiera épocas en las que, bien Oriente o bien Occidente, hubieran sido superiores, sino que se trataba de algo lógico. Cualquiera de ambos universos que «en ese periodo histórico» consiguiera ver el mundo como un lugar que hervía de secretos y dobles sentidos, como un lugar misterioso, aplastaba al otro. Los que veían el mundo como algo simple, con un único sentido, sin misterio, estaban condenados a la derrota y, como resultado inevitable, a la esclavitud.

La segunda parte la había dedicado F. M. Üçüncü a una detallada argumentación sobre la desaparición del misterio. Fuera tanto la «idea» de la filosofía griega antigua como el Dios del neoplatonismo cristiano, como el Nirvana hindú, como el Simurg de Attar, como «el amado» de Mevlâna, como «el tesoro secreto» de los hurufíes, como el noúmenos de Kant, como quién era el asesino en una novela de detectives, el misterio siempre significaba un «centro» oculto en el mundo. Así pues, decía F. M. Üçüncü, si una civilización pierde la noción de «misterio», eso significa que su pensamiento se verá privado de «centro» y perderá su equilibrio.

En las páginas siguientes Galip leyó ciertas líneas, cuyo significado no pudo descifrar, acerca de por qué Mevlâna se había visto obligado a matar a su «amado» Şemsi Tebrizi, por qué había ido a Damasco para proteger el misterio «que ha cimentado» en aquella muerte, por qué no le habían bastado sus idas y venidas y sus investigaciones por la ciudad para mantener en pie su aura de «misterio» y sobre algunos de los rincones de Damasco a los que había acudido Mevlâna durante sus caminatas en busca del «centro» de su pensamiento, que iba perdiendo poco a poco. Cometer un asesinato del cual el culpable nunca sería identificado o desaparecer sin dejar la menor huella eran, decía el autor, buenos métodos para recrear el misterio perdido.

Luego F. M. Üçüncü comenzaba con la cuestión más importante del hurufismo, la relación «entre las letras y las caras». Tal y como había hecho Fazlallah en su Javidan-namah, afirmaba que Dios podía verse oculto en las caras de las personas, había investigado cuidadosamente las líneas en el rostro humano y había establecido la relación necesaria entre aquellas líneas y las letras árabes. Tras una serie de páginas infantiles en las que discutía largamente versos de poetas hurufíes como Nesimî, Rafii, Misali, Ruhi el Bagdadí y Gül Baba, se establecía una cierta lógica en el libro: en épocas de felicidad y victoria nuestras caras tienen significado, así como el mundo en que vivimos. Le debíamos ese significado a los hurufíes, que habían sido capaces de ver el misterio en el mundo y las letras en nuestras caras. La desaparición del hurufismo había supuesto la pérdida tanto del misterio de nuestro mundo como la de las letras de nuestras caras. Nuestros rostros estaban ahora vacíos, ya no existía la posibilidad de leer algo en ellos como antes; nuestras cejas, nuestros ojos, nuestras narices, nuestras miradas, nuestros gestos, nuestras caras vacías carecían de significado. A Galip le apeteció levantarse de la mesa y mirarse la cara en el espejo, pero siguió leyendo con atención.

Todo estaba relacionado con ese vacío en nuestras caras, tanto la extraña topografía, que recuerda la cara oculta de la luna, visible en los rostros de las estrellas del cine turco, árabe o indio, como los oscuros y terroríficos resultados que descubre el arte de la fotografía cuando se vuelve hacia los seres humanos. El hecho de que las personas que llenan las calles de Estambul, Damasco o El Cairo se parezcan unas a otras como espectros que gimen por su desdicha a medianoche o que los hombres de ceño fruncido se dejen siempre el mismo bigote, o el que las mujeres que siempre se cubren la cabeza con el mismo pañuelo miren de la misma manera el suelo mientras caminan por aceras cubiertas de barro, se debía a este vacío. Así pues, lo que había que hacer era dotar de nuevo de significado ese vacío en nuestras caras, crear un nuevo sistema que permitiera ver las letras latinas en nuestros rostros. La segunda parte acababa dando la buena noticia de que la tercera, llamada «El descubrimiento del misterio», se ocuparía de dicho asunto.

A Galip le gustó F. M. Üçüncü, que usaba palabras de doble sentido y que jugaba con ellas con la ingenuidad de un niño. Tenía algo que recordaba a Celâl.