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Las adivinanzas de las caras
Por lo general, son caras ante las que
pasamos sin darnos cuenta.
A través del espejo, LEWIS CARROLL
Cuando el martes por la mañana Galip se sentó ante la mesa cubierta de artículos, no se sentía tan optimista como la mañana anterior. Tras un día de trabajo, la imagen de Celâl que tenía en la mente había cambiado de una manera que no había pretendido en absoluto y era como si, por esa razón, el objetivo de sus investigaciones se hubiera vuelto indefinido. Leyendo allí, sentado a la mesa, las columnas y las notas que había sacado del armario del pasillo sentía la tranquilidad de corazón de estar haciendo lo único que podía hacerse ante un desastre, puesto que no tenía otra solución para formularse hipótesis relativas al lugar en donde se ocultaban Celâl y Rüya. Además, siempre era mejor estar sentado en aquella habitación, en la que desde su infancia se había sentido feliz con sus recuerdos, leyendo artículos de Celâl, que estar en su polvoriento despacho de Sirkeci leyendo contratos con los que los inquilinos querían protegerse de los ataques de los propietarios o expedientes de comerciantes de hierro y alfombras que querían estafarse unos a otros. Notaba dentro de sí el entusiasmo de un funcionario al que han promovido a un puesto más interesante dándole una mesa de trabajo mejor que la anterior aunque todo haya sido a causa de una catástrofe.
Llevado por ese mismo entusiasmo, repasó todas las pistas con las que contaba mientras se tomaba el segundo café de la mañana. Teniendo en cuenta que recordaba que la columna que aparecía en el Milliyet que le habían arrojado por debajo de la puerta, titulada «Disculpas y burlas», había sido publicada años antes, Celâl no había entregado el domingo ningún nuevo artículo en el periódico. Era el sexto artículo antiguo que se publicaba en el periódico. En la carpeta de reserva sólo quedaba material para un día. Aquello significaba que si Celâl no entregaba un artículo nuevo en treinta y seis horas, a partir del jueves su columna quedaría vacía. Durante treinta y cinco años el día había comenzado con el artículo de Celâl, ya que él, al contrario que otros columnistas, jamás había abandonado su puesto por vacaciones o enfermedad y Galip sentía el horror de una catástrofe que se aproximaba cada vez que pensaba en el vacío que se produciría en la segunda página del periódico. Una catástrofe que le recordaba el día en que las aguas se retirarían del Bósforo.
Con el fin de estar disponible a todas las pistas a las que pudiera tener acceso, volvió a enchufar el teléfono, que había desconectado la noche que entró en el piso. Repasó mentalmente la charla que había mantenido con aquel hombre que se había presentado a sí mismo como Mahir İkinci. Lo que el hombre le había dicho del «asesinato del baúl» y del golpe militar le recordó a Galip ciertas columnas antiguas de Celâl. Las sacó de sus cajas, las leyó atentamente y se acordó de algunos escritos y párrafos de Celâl sobre los Mahdis. Le llevó tanto tiempo encontrar las fechas y las huellas de aquellos fragmentos dispersos por diversos artículos, que, cuando se sentó a la mesa, se sentía tan cansado como si hubiera trabajado todo el día.
A principios de los sesenta, mientras incitaba provocativamente a un golpe militar desde sus columnas, Celâl debía haber recordado alguno de los motivos que le habían llevado a escribir sobre Mevlâna. ¡Un columnista que quiera que una gran masa de lectores acepte sus ideas debe saber revivir y sacar a la superficie el pensamiento putrefacto y el poso de recuerdos que duermen en la memoria de sus lectores como si fueran pecios de galeones desaparecidos hace cientos de años que yacieran en el fondo del mar Negro! Mientras leía las historias que Celâl había recolectado de varias fuentes históricas con tal objeto, Galip, como un buen lector, esperó que los posos de su memoria se pusieran en movimiento, pero lo único que se animó fue su imaginación.
Leyendo cómo un día el duodécimo imán había sembrado el terror entre los joyeros del Gran Bazar que usaban balanzas amañadas, o cómo el hijo del Jeque, que había sido proclamado Mahdi por su padre y cuya biografía nos narra Silâhtar en su Historia, atacó fortalezas arrastrando tras él a pastores kurdos y maestros herreros, o leyendo la historia del aprendiz de fregón que, tras soñar que Mahoma iba en el asiento trasero de un Cadillac blanco descapotable que pasaba sobre el agua asquerosa que cubría los adoquines de las calzadas de Beyoğlu, se había proclamado Mahdi con la intención de levantar contra los grandes gángsteres y chulos a las putas, a los gitanos, a los carteristas, a los pordioseros, a los vagabundos, a los niños que vendían tabaco y a los limpiabotas, Galip se imaginó los colores de lo que leía como el rojo teja y el naranja amanecer de su propia vida y sus propios sueños. Encontró también historias que pusieron en marcha tanto su imaginación como su memoria: mientras leía la falsa historia de Mehmet el Cazador, que después de ser príncipe heredero y sultán se había proclamado también profeta, recordó cómo Rüya había sonreído con su eterna mirada, entre adormilada y benevolente, una tarde en la que había discutido con Celâl todo lo que se necesitaba para crear un «Falso Celâl» que pudiera escribir las columnas en su lugar.
Repasó uno por uno los nombres y direcciones de la agenda de teléfonos contrastándolos con los de la guía. Llamó a varios números que despertaron sus sospechas. Uno era de un taller de plásticos en Lâleli donde hacían palanganas para fregar los platos, cubos y cestas para la ropa sucia; si se les daba un modelo podían entregar cientos de copias de cualquier objeto en cualquier color en el plazo de una semana. En el segundo teléfono respondió un niño que le explicó que vivía con sus padres y su abuela, su padre no estaba en casa y, antes de que la madre, recelosa, tomara el teléfono, se mezcló en la conversación un hermano mayor al que no había mencionado y que le dijo al niño que no le diera su nombre a desconocidos; «¿Quién es? ¿Quién es? —preguntó la madre prudente y temerosa. Se ha equivocado de número».
Ya era mediodía cuando Galip comenzó a leer lo que Celâl había escrito en los billetes de autobús y en las entradas de cine. Celâl había escrito con cuidadosa caligrafía lo que pensaba sobre algunas películas y, a veces, los nombres de los actores. Galip intentó extraer un significado de aquellos que estaban subrayados. Sobre los billetes de autobús había también algunos nombres y palabras. En uno de ellos había dibujado una cara formada por letras latinas (teniendo en cuenta que se trataba de un billete de quince piastras, debía ser de principios de los sesenta). Leyó las letras del billete, algunas de sus antiguas críticas de cine, parte de sus primeros reportajes («¡La famosa artista americana Mary Marlowe estuvo ayer en nuestra ciudad!»), borradores de crucigramas inconclusos, algunas cartas de lectores que escogió al azar y unos recortes de periódico de ciertos asesinatos en Beyoğlu sobre los que Celâl planeaba escribir. La mayor parte de los asesinatos parecían ser imitación unos de otros, no sólo porque en ellos se usaran cortantes instrumentos de cocina ni porque la hora a la que se realizaron fuera a medianoche, sino también porque estaban relatados con un estilo que se apoyaba en una violenta sensibilidad varonil y en la moralina del «¡así acaban los que se mezclan en asuntos oscuros!». Celâl, en varias de sus columnas en las que volvía a relatar aquellos crímenes, había utilizado algunos recortes en los que se describían «Rincones excepcionales de Estambul» (Cihangir, Taksim, Lâleli, Kurtuluş). Gracias a una serie de artículos titulada «Pioneros de nuestra Historia» que sacó de la misma caja, Galip recordó que el primer libro en letras latinas publicado en Turquía había sido editado en 1928 por Kasım Bey, propietario de la Biblioteca de Instrucción Pública. En las hojas que había que arrancar diariamente del Calendario con horas de Instrucción Pública, publicado por el mismo hombre, había, además de los menús que tanto le gustaban a Rüya y de los dichos y anécdotas curiosas de Atatürk, grandes hombres del Islam y extranjeros como Benjamin Franklin y Bottfolio, dibujos de unas esferas de reloj que señalaban las horas de las oraciones. Cuando Galip vio en algunas hojas guardadas de aquellos calendarios que Celâl había retocado a lápiz aquellas esferas con sus agujas hasta convertirlas en caras redondas de grandes bigotes o largas narices, se convenció de que había encontrado una nueva pista y tomó nota en un papel en blanco. Mientras almorzaba pan, queso fresco y una manzana, observó con un extraño interés la posición sobre el papel de la nota que había tomado.
En las últimas páginas de un cuaderno en el que había escrito resúmenes de unas novelas policíacas traducidas llamadas El escarabajo de oro y La séptima letra y había registrado cifras y claves recopiladas de libros sobre la Línea Maginot y espías alemanes, vio la verde huella de un bolígrafo que avanzaba tembloroso. Quizá aquellas huellas se parecieran a las del bolígrafo verde que avanzaba sobre los mapas de El Cairo, Damasco y Estambul, quizá se parecieran a una cara o, a veces, a una flor u otras a los meandros de un angosto río que avanza retorciéndose por un valle. Después de las curvas asimétricas y absurdas de las cuatro primeras páginas, Galip descubrió el secreto de los dibujos en la quinta. Se había soltado una hormiga en el centro de una hoja en blanco y el bolígrafo verde había marcado el indeciso camino recorrido por el inquieto animal siguiéndolo de cerca. Justo en medio de la quinta página, en el punto en el que la cansada hormiga había trazado erráticos círculos, estaba fijo para siempre su seco cadáver después de que el cuaderno se hubiera cerrado bruscamente sobre ella. Galip comenzó a investigar para comprender cuántos años tenía el cadáver de la infeliz hormiga, castigada por no haber llegado a ningún resultado, y si aquel extraño experimento tenía alguna relación con los textos de Celâl sobre Mevlâna. En el cuarto tomo del Mesnevi, Mevlâna había relatado la historia de la hormiga que caminaba sobre los borradores de sus obras; el animalito veía primero en las letras árabes narcisos y azucenas, luego comprendía que el jardín de palabras era creado por la pluma, después que era la mano la que movía la pluma y, más tarde, que era la mente la que movía la pluma. «Y, por fin —había añadido Celâl en un artículo—, que esa mente es movida por otra». Así volvían a mezclarse una vez más las fantasías del poeta místico con los sueños de Celâl. Galip quizá hubiera extraído una relación significativa entre las fechas en que habían sido escritos el cuaderno y esos artículos, pero las últimas páginas del cuaderno se consagraban íntegramente a enumerar las localizaciones, fechas y número de mansiones de madera destruidas en algunos antiguos incendios de Estambul.
Leyó un artículo de Celâl sobre los enredos de un aprendiz de vendedor de libros de segunda mano que los iba vendiendo puerta a puerta. El aprendiz, que cada día tomaba el transbordador para ir a las adineradas mansiones de distintos barrios de Estambul, vendía sus libros, tras el consabido regateo, a las mujeres de los harenes, a ancianos que no salían de sus casas, a funcionarios agobiados de trabajo y a muchachas románticas. Pero sus verdaderos clientes eran los bajás ministros, que no podían ir a otro lugar que no fueran sus ministerios y a sus mansiones a causa de la prohibición que Abdülhamit les había impuesto y a quienes controlaba gracias a sus agentes secretos. Mientras leía cómo el aprendiz de vendedor de libros viejos había introducido mensajes y cómo les había enseñado a aquellos bajás («sus lectores», había escrito Celâl) los secretos hurufíes necesarios para que pudieran descifrarlos, Galip pensó que lentamente se había ido convirtiendo en otra persona, en quien le habría gustado ser. Cuando comprendió que aquellos secretos de los hurufíes eran tan infantiles como el secreto de los signos y las letras desvelado al final de una novela norteamericana cuya versión adaptada, tras cruzar mares lejanos, le había regalado Celâl a Rüya un sábado por la tarde de su infancia, Galip supo perfectamente que uno puede convertirse en otro a fuerza de leer. En ese momento sonó el teléfono, y el que llamaba era, por supuesto, el mismo hombre.
—¡Me alegra que hayas vuelto a conectar el teléfono, Celâl Bey! —comenzó aquella voz que a Galip le recordaba la de alguien que ha sobrepasado ya la madurez. No quiero ni pensar que alguien como tú pudiera desentenderse de toda la ciudad, de todo el país, en estos días en los que a cada instante se esperan los más terribles acontecimientos.
—¿A qué página de la guía has llegado?
—Trabajo mucho, pero va más lento de lo que creía. Cuando uno se pasa horas leyendo números, comienza a pensar cosas que nunca se le habrían ocurrido. He empezado a ver en los números fórmulas mágicas, armonías simétricas, repeticiones, matrices, formas. Todo eso me hace perder rapidez.
—¿Caras también?
—Sí, pero esas caras tuyas surgen después de que aparezca cierto orden en las cifras. Los números no siempre hablan, a veces guardan silencio. En ocasiones siento que los cuatros me susurran algo, vienen unos detrás de otros. Al principio de dos en dos y entonces cambian de columna de manera simétrica, y cuando quieres darte cuenta se han convertido en dieciséis. En eso entran los sietes en el lugar que ellos han dejado libre y susurran la melodía del mismo orden. Quiero pensar que no son más que estúpidas coincidencias, pero ¿no te recuerda a ti también el Timur Yildmmoğlu, que vive en una casa cuyo teléfono es el 140 22 40, a la batalla de Ankara en 1402 y al bárbaro Timur, que después de su victoria se llevó su concubina a su harén a la esposa de Bayaceto el Rayo? ¡Toda nuestra Historia, todo Estambul, hormiguea en la guía! No puedo pasar las páginas con la esperanza de ver más ejemplos y así nunca llego a ti. No obstante, soy consciente de que sólo tú puedes detener la mayor de las conspiraciones. ¡Tú eres el único que puede detener este golpe militar, Celâl Bey, porque tú eres quien ha tendido el arco que ha disparado esta flecha!
—¿Por qué?
—Cuando en nuestra última conversación te comenté que creen en el Mahdi y que lo esperan, no te lo decía por hablar. Son un puñado de militares, pero han leído ciertos artículos tuyos de hace años. Y los leyeron creyéndoselos, como me ocurrió a mí. ¡Recuerda ciertos artículos que escribiste en los primeros meses de 1961, vuelve a mirar la carta que escribiste al «Gran Inquisidor», la parte final de aquel pretencioso artículo en el que describías la felicidad de la familia dibujada en los billetes de la Lotería Nacional (la madre haciendo punto, el padre leyendo el periódico —quizá incluso tu columna—, el hijo estudiando en el suelo, el gato y la abuela dormitando junto a la estufa. Si todo el mundo es tan feliz, si todas las familias se parecen a la mía, ¿por qué se venden tantos billetes de lotería?) y en el que contabas por qué no creías en esa felicidad! ¿Por qué te burlabas tanto por entonces de las películas de producción nacional? Mientras tanta gente veía con mayor o menor gusto aquellas películas que expresaban «nuestros sentimientos», ¿por qué tú sólo veías en ellas la distribución del decorado, los frascos de colonia sobre las cómodas a la cabecera de las camas, las fotografías alineadas sobre pianos jamás tocados cubiertos de telarañas, las postales en los marcos de los espejos y los perros de cerámica que dormían sobre la radio familiar?
—No lo sé.
—¡Ah, sí lo sabes! Para mostrarlo como indicios de nuestra degeneración y nuestra miseria. Hablaste de los pobres objetos que se tiran a los patios, de las familias cuyos miembros viven todos juntos en distintos pisos del mismo edificio, de los primos de dichas familias que, como viven tan próximas, se casan entre ellos, de fundas que cubren los sillones para que no se desgaste la tapicería; mostraste todo eso como símbolos de un desplome inevitable, indicios lastimosos de la vulgaridad en la que estamos sumergidos. Pero luego, en tus artículos supuestamente históricos, conseguías que sintiéramos que la salvación es siempre posible; incluso en el peor momento, podía aparecer alguien que nos sacara de nuestra miseria. Sería el regreso de un salvador que había vivido tiempo atrás, quizá cientos de años antes, y ese hombre resucitaría siendo otro, ¡esta vez vendría a Estambul cinco siglos después siendo Mevlâna Celâlettin o el jeque Galip o un columnista! Mientras tú hablabas de todo eso, mientras hablabas de la tristeza de las mujeres que esperan que llegue el agua junto a las fuentes de los barrios periféricos o de los angustiosos gritos de amor grabados en la madera de los respaldos de los asientos de los tranvías antiguos, había unos oficiales jóvenes que creían en lo que escribías. Pensaban que el retorno de aquel Mahdi en el que creían acabaría con toda esa tristeza y esa miseria y que en un instante lo pondría todo en orden. ¡Hiciste que lo creyeran! ¡Los conocías! ¡Escribías para ellos!
—Bueno, ¿y qué es lo que quieres ahora?
—Me basta con verte.
—¿Por qué razón? Lo cierto es que no hay ningún informe ni nada parecido, ¿no?
—Te lo contaré todo en cuanto te vea.
—¡Y tu nombre es falso!
—¡Quiero verte! —le dijo la voz sonando tan artificial y al mismo tiempo, tan extrañamente conmovedora y conducente como la de un actor de doblaje que dice «¡te quiero!». Quiero verte. Cuando nos veamos comprenderás por qué. Nadie te conoce como yo, nadie. Sé que te pasas las noches fantaseando hasta que amanece, tomando té y café que preparas con tus propias manos y fumando los Maltepe que dejas secar sobre el radiador. Sé que escribes tus artículos a máquina y los corriges con un bolígrafo verde y que no estás contento ni de ti mismo ni de tu vida. Sé también que las noches en las que paseas arriba y abajo por la habitación hasta que amanece te gustaría estar en el lugar de otro pero que no acabas de decidirte sobre la identidad de ese otro que te gustaría ser.
—He escrito mucho sobre eso —respondió Galip.
—Sé también que no querías a tu padre y que cuando volvió de África con su nueva mujer te echó del pequeño ático en el que vivías. Sé también de las estrecheces que pasaste los años en los que volviste a vivir con tu madre. ¡Ah, hermano mío! ¡Cuando eras un pobre reportero en Beyoğlu te inventaste asesinatos que nunca existieron para llamar la atención! ¡Entrevistaste en el Pera Palas a estrellas inexistentes de películas americanas que jamás se rodaron! ¡Fumaste opio para poder escribir las confesiones de un fumador de opio turco! ¡Te dieron una paliza en el viaje que hiciste por Anatolia para poder terminar un folletín que publicaste con un nombre falso! ¡Contaste tu vida entre lágrimas en la sección de «Increíble pero cierto» y nadie se dio cuenta! Sé que te sudan las manos, que has tenido dos accidentes de tráfico, que todavía no has podido encontrar unos zapatos impermeables, que aunque temes la soledad siempre has estado solo. Sé que te gustan las publicaciones pornográficas, subir a los alminares, curiosear en la tienda de Aladino y charlar amigablemente con tu hermanastra. ¿Quién otro que no fuera yo podría saber todo eso?
—Mucha gente —contestó Galip—. Porque todo eso se puede saber por mis artículos. ¿Vas a decirme de verdad por qué quieres verme?
—¡El golpe militar!
—Voy a colgar…
—¡Lo juro! —dijo la voz nerviosa y desesperada. Si te veo te lo explicaré todo.
Galip desconectó el teléfono. Sacó del armario un anuario que le había llamado la atención el día anterior en cuanto lo vio y se instaló en el sillón en el que se sentaba Celâl cuando llegaba a casa agotado por las tardes. Era un anuario, muy bien encuadernado, de la Academia Militar, correspondiente al año 1947: además de las fotografías y las correspondientes frases de Atatürk, del Presidente de la República, del jefe de Estado Mayor, de todos los comandantes de los ejércitos, del director de la Academia y de los profesores, el volumen contenía los retratos, hechos con sumo cuidado, de todos los cadetes. Mientras pasaba las páginas, entre las cuales había hojas de papel cebolla, Galip no acertaba a descubrir por qué había querido mirar aquel anuario después de la conversación telefónica, pensaba que todas las caras y todas las miradas se parecían de una manera sorprendente, tanto como las gorras que cubrían sus cabezas y las insignias que llevaban en el cuello de las guerreras. En cierto momento tuvo la impresión de estar hojeando un número viejo de una revista de numismática que hubiera encontrado en una de las cajas polvorientas que los vendedores de libros usados colocan delante de sus tiendas para exponer los libros baratos y de desecho, una revista en la que las monedillas de plata que se veían en sus páginas y las figuras que las decoraban sólo pudieran ser diferenciadas por un experto. Notó que en su interior se elevaba una música que había oído caminando por la calle y sentado en las salas de espera del transbordador: le gustaba mirar caras.
Pasar las páginas le recordaba la sensación de estar hojeando el nuevo número de una revista infantil ilustrada cuya aparición hubiera estado esperando durante semanas y que todavía oliera a tinta de imprenta y a papel. Por supuesto, como dicen los libros, todo estaba relacionado. Comenzó a ver en las fotografías la misma expresión que brillaba por un momento en los rostros con los que se cruzaba por las calles: le satisfacían tanto las caras como sus significados.
La mayoría de los que habían concebido los golpes militares planeados, y fracasados, a principios de los años sesenta (si exceptuamos a los generales que guiñaban de lejos a los jóvenes golpistas sin arriesgarse ellos mismos), debía estar entre aquellos jóvenes oficiales cuyas fotografías se publicaban en el anuario. Pero entre lo que Celâl había escrito y garabateado en sus páginas, y a veces en las hojas de papel cebolla que las cubrían, no había nada relacionado con golpes militares. En algunas caras había dibujado barbas y bigotes, como habría hecho un niño, a algunos les había sombreado las mejillas o el bigote oscureciéndoselos ligeramente. Las arrugas de la frente de otros las había convertido en marcas del destino en las que se leían absurdas letras latinas, había rodeado las ojeras de otros con perfectos semicírculos hasta completar las letras O o C y les había colocado en la cabeza estrellas, cuernos y gafas. Había marcado los mentones, las frentes y las narices de los jóvenes oficiales y en algunas caras había trazado líneas que estudiaban la proporción entre el largo y el ancho de las caras, entre nariz y labios, entre frente y mentón. Bajo algunas fotografías había llamadas que enviaban a otras páginas. A los rostros de muchos de los cadetes les había añadido espinillas, lunares, manchas, diviesos, moratones y cicatrices de quemaduras. Junto a una cara tan brillante y limpia que resultaba imposible dotarla de dibujos ni letras había escrito la siguiente frase: «¡Las fotografías retocadas matan el alma!».
Galip encontró la misma frase hojeando otros anuarios que sacó del mismo rincón del armario: en las fotografías de los catedráticos de la facultad de Medicina, de los diputados del año cincuenta, de los ingenieros y directivos de la línea ferroviaria Sivas-Kayseri, de los voluntarios de la Asociación para el Embellecimiento de Bursa y de los de Alsancak (Esmirna) para la Guerra de Corea, vio los mismos dibujos y garabatos de Celâl. La mayoría de las caras habían sido divididas dos por una línea vertical con la intención de que resaltaran las letras de ambas mitades. Galip pasaba algunas páginas a toda velocidad y a veces se detenía en una fotografía largo rato: era como si intentara salvar en el último momento un recuerdo del que le costaba trabajo acordarse antes de que cayera en el precipicio infinito del olvido, como si intentara deducir la dirección de una casa lóbrega a la que había sido llevado en la oscuridad. Algunas caras no daban más que lo que ofrecían en el primer instante; de otras, de superficie tranquila y serena, surgía una historia en el momento más inesperado. Entonces Galip recordaba ciertos colores, recordaba la triste mirada de una camarera apenas vista en una película extranjera años atrás o la última vez que había sonado en una radio una melodía que le habría gustado escuchar pero que siempre se le escapaba.
Galip se había llevado hasta el despacho todos los anuarios y álbumes, fotografías recortadas de periódicos y revistas y cajas llenas de fotografías recogidas de aquí y de allá que había podido encontrar en el armario del pasillo y los repasaba como un borracho mientras oscurecía. Veía caras cuyas fotografías era imposible saber dónde, cómo y cuándo se habían hecho; muchachas, señores con sombrero de fieltro, mujeres con la cabeza cubierta por un pañuelo, jóvenes de mirada limpia, desesperados perdidos para siempre. Veía rostros infelices cuyas fotografías se sabía cuándo y dónde habían sido tomadas: dos ciudadanos que observaban preocupados a su alcalde entregándole una instancia al Presidente del Gobierno entre las miradas benevolentes de los ministros y los policías de la escolta; la madre que había conseguido salvar a su hijo del incendio de Dereboyu en Beşiktaş; mujeres espiando en una cola para conseguir entradas en el cine Alhambra para la película en la que actuaba el egipcio Abdul Wahab; una famosa bailarina del vientre y estrella de cine a la que habían atrapado con grifa siendo conducida por la policía a la comisaría de Beyoğlu; la expresión de repente vacía del contable culpable de desfalco. Parecía que aquellas fotografías que extraía al azar de las cajas le explicaran las razones de su existencia y de por qué habían sido guardadas: «¿Qué puede haber más revelador, más gratificante, más curioso que una fotografía, que un documento que esconde la expresión del rostro de una persona?», pensó Galip.
Incluso tras las caras más «vacías», que habían perdido la profundidad de su significado y su expresión debido a los retoques y a vulgares trucos fotográficos, se notaba que existía una extraña melancolía, una historia cargada de recuerdos y temores, un secreto oculto, una tristeza que se reflejaba en los ojos, las cejas y las miradas, ya que no podía ser expresada con palabras. Mirando la cara alegre y sorprendida de un aprendiz de colchonero que había ganado el gordo de la lotería, mirando las fotografías del funcionario de seguros que había apuñalado a su mujer y la de nuestra reina de la belleza que había ganado el tercer puesto y así «nos había representado de la mejor manera» en Europa, Galip estaba a punto de llorar.
Viendo en algunos rostros huellas de una tristeza que también podía leerse en los artículos de Celâl, Galip decidió que los había escrito mirando aquellas fotografías. Debía haber redactado el artículo en el que describía la ropa tendida en los jardines de las chabolas que daban a los depósitos de las fábricas mirando la cara de nuestro campeón de boxeo aficionado en la categoría de 57 kilos; el artículo en el que decía que las retorcidas y empinadas calles de Gálata sólo eran retorcidas y empinadas para los extranjeros debía haber sido redactado a partir del rostro púrpura y blanco de esa famosa cantante nuestra de ciento once años de edad que declaraba con orgullo que se había acostado con Atatürk; las caras de los cadáveres de los peregrinos que habían perecido en el accidente de su autobús cuando regresaban de La Meca y que todavía llevaban puesto el solideo, le recordaron a Galip un artículo sobre los grabados y los mapas antiguos de Estambul. En ese artículo Celâl había escrito que en algunos de esos mapas se trazaba la localización de tesoros de la misma forma que en ciertos grabados europeos se señalaba a algunos desequilibrados enemigos nuestros que habían venido a Estambul con la intención de atentar contra la vida del sultán. Galip pensó que había cierta relación entre aquel artículo que Celâl había escrito en uno de esos días en que se encontraba escondido en un piso secreto de algún rincón de Estambul sin ver a nadie durante semanas y los mapas que había marcado con líneas verdes.
Comenzó a silabear los nombres de los barrios del mapa de Estambul. Cada una de las palabras estaba tan cargada de recuerdos, puesto que las había usado miles de veces en la vida cotidiana a lo largo de años, que, como ocurre con las palabras «agua» o «cosa», a Galip ya no le recordaban nada. En lo que respecta a los barrios que habían tenido menor importancia en su vida, le sugerían algo en cuanto repetía sus nombres en voz alta. Galip recordó una serie de artículos en la que Celâl describía algunos barrios de Estambul. Los artículos, que sacó del armario, llevaban el título general de «Rincones ocultos de Estambul», pero, leyéndolos, Galip vio que más que hablar de los rincones secretos de Estambul estaban llenos de las pequeñas historias de Celâl. Aquella decepción, que en otro momento habría recibido con una sonrisa, lo enojó de tal manera que pensó irritado que Celâl, a lo largo de toda su carrera como escritor, no sólo había engañado a sus lectores, sino también, y conscientemente, a sí mismo. Leyendo aquellos artículos en los que se hablaba de una pequeña pelea en el tranvía Fatih-Harbiye, de un niño de Feriköy al que habían enviado a comprar y que nunca había regresado y de la repiqueteante musiquilla de una relojería en Tophane, Galip se susurró: «Ya no me dejaré engañar». Pero cuando poco después se le ocurrió involuntariamente que Celâl podría ocultarse en una casa de Harbiye, Feriköy o Tophane, enfocó repente su irritación, no hacia Celâl, que le había tendido una trampa, sino hacia su propia mente, que le hacía ver pistas en todos los escritos de Celâl. Y así, como si odiara a un niño que busca continuamente que le entretengan, odió su mente incapaz de vivir sin historias. Bruscamente decidió que en el mundo no había lugar para señales, pistas, segundos y terceros significados, secretos y misterios: no eran sino quimeras de su imaginación y de su mente, que quería descubrir y entender todas las señales. En su interior se elevó el deseo de poder vivir tranquilamente en un mundo donde cada objeto existiera siendo sólo ese objeto; así, ni los artículos, ni las letras, ni las caras, ni las farolas de la calle, ni la mesa de Celâl, ni ese armario herencia del Tío Melih, ni esas tijeras ni ese bolígrafo que aún llevaban las huellas dactilares de Rüya serían señales sospechosas de un secreto ajeno a sí mismo. ¿Cómo podría penetrar en ese universo en el que el bolígrafo verde no sería más que un bolígrafo verde y en el que él ya no querría ser otro? Como un niño que imagina que vive en el lejano país extranjero de la película que está viendo, Galip observó los mapas que había sobre la mesa queriendo convencerse de que vivía en dicho universo. En determinado momento le pareció ver su propia cara, tan llena de arrugas como la frente de un anciano, luego aparecieron ante sus ojos los rostros de los sultanes, mezclándose unos con otros, y a esa imagen la siguió la cara de alguien conocido, quizá la de un príncipe heredero, pero desapareció antes de que pudiera identificarla.
Más tarde se sentó en el sillón pensando que podría ver aquellas fotografías que Celâl había reunido a lo largo de treinta años como si fueran imágenes de ese nuevo universo en el que quería vivir. Comenzó a mirar las caras de las fotografías que sacaba al azar de las cajas intentando no ver en ellas ni un secreto ni una señal. Y así comenzó a verlas como descripciones de un objeto físico compuesto simplemente de ojos y boca, como si fueran fotografías del carnet de identidad o de un documento del padrón. Cuando a veces se entristecía por un momento, como alguien que se sumerge en el dolor que se desprende de la cara profundamente expresiva y hermosa de la mujer cuyo carnet de la seguridad social tiene en las manos, se recuperaba rápidamente y pasaba de inmediato a otra fotografía, miraba otra cara que no mostrara ningún dolor ajeno a sí misma, ninguna historia. Y para no dejarse arrastrar por las historias de los rostros no leía los pies de foto ni las letras que Celâl había escrito en los márgenes y sobre ellas. Cuando el tráfico de la tarde se atascaba en la plaza de Nişantaşi y de sus ojos volvían a brotar lágrimas tras largo rato de mirar fotografías esforzándose en poder verlas únicamente como mapas de rostros humanos, sólo había podido examinar una mínima parte de las fotografías que Celâl había reunido durante treinta años.