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¿No puede dormir?
Nuestros sueños son una segunda vida.
Aurelia, GÉRARD DE NERVAL
Se ha acostado usted. Se ha acomodado entre objetos que conoce y entre sábanas y mantas llenas de sus propios olores y recuerdos, su cabeza ha encontrado la conocida blandura de su almohada, se ha vuelto de lado, ha inclinado la cabeza mientras encoge las piernas hacia el pecho, el lado frío de la almohada refresca su mejilla: dentro de poco, dentro de poco se dormirá y se olvidará de todo en la oscuridad, en la oscuridad.
Se olvidará de todo: del despiadado poder de sus superiores, de aquellas palabras desconsideradas que han sido dichas, de las estupideces, de los trabajos que ha sido incapaz de terminar, de la falta de comprensión, de la traición, de la injusticia, de la indiferencia, de los que le acusan y de los que le van a acusar, de la falta de dinero, del tiempo que pasa con tanta rapidez, del tiempo que no sabe pasar, de lo que no ha logrado, de su soledad, de su vergüenza, de sus derrotas, de su vida miserable, de su triste situación, de las catástrofes, de todas las catástrofes, dentro de poco se olvidará de todo. Está contento porque va a olvidar. Espera.
Y, con usted, los objetos que le rodean en la oscuridad o en la penumbra, los vulgares y conocidos armarios, cajones, radiadores, mesas, mesillas, sillas, las cortinas cerradas, la ropa que se ha quitado y que ha dejado en cualquier sitio, su paquete de cigarrillos, las cerillas del bolsillo de su chaqueta, su maletín, su reloj; ellos también esperan.
Mientras espera oye sonidos familiares; el de un coche que pasa por el barrio sobre los conocidos adoquines y los charcos del arcén, el de una puerta que se cierra en algún lugar cercano, el motor del viejo frigorífico, perros que ladran muy lejos, las sirenas para la niebla que llegan desde la orilla del mar, la reja de la pastelería que se cierra de repente. Con el sueño y los sueños que evocan, esos sonidos llenos de recuerdos, que se abren al mundo nuevo del olvido feliz, le recuerdan que todo va bien, que dentro de poco los olvidará a ellos, a los objetos que le rodean y a su querida cama y que penetrará en otro universo. Está preparado.
Está preparado; es como si se hubiera alejado de su cuerpo, de sus queridas piernas y caderas, incluso, más cerca de usted, de sus brazos y sus manos. Está preparado y se siente tan contento de estarlo que ni siquiera siente necesidad de esas cercanas prolongaciones de su cuerpo y sabe que pronto las olvidará al cerrar los ojos.
Sabe que por debajo de sus párpados cerrados sus pupilas ya se han alejado de la luz con un suave movimiento muscular. Sus pupilas, como si gracias a las evocaciones de los olores y los sonidos conocidos supieran que todo va bien, ahora no le muestran la indefinida luz del dormitorio sino los colores, que se abren como fuegos artificiales, de una luz en el interior de su mente, más tranquila según se va relajando. Ve manchas azules, relámpagos azules, nieblas moradas, cúpulas moradas; ve ondas temblorosas azul marino, sombras de cascadas color lila, el flujo de lava púrpura que escupe el cráter de un volcán, el azul de Prusia de estrellas que brillan silenciosas. Los colores y las formas, repitiéndose en silencio, perdiéndose y volviendo a aparecer, cambiando lentamente, le muestran ciertas escenas olvidadas y que nunca ocurrieron, ciertos recuerdos, contempla los colores que hay en su mente.
Pero no puede dormirse.
¿No es demasiado pronto para admitir esa realidad? Traiga a su mente las cosas que piensa cuando duerme con toda tranquilidad. No, no lo que ha hecho hoy y lo que va a hacer mañana, piense en esos dulces momentos que cruzan por su mente haciéndole alcanzar el olvido del sueño: así es, todo el mundo espera su vuelta, por fin regresa y todos se alegran; no, regresa, va en un tren que pasa entre postes telegráficos salpicados de nieve con sus objetos más queridos en el maletín; cuando dice esas hermosas palabras, cuando da esas inteligentes respuestas que se le vienen a la cabeza, todos comprenden que se han equivocado, guardan silencio y sienten admiración por usted, aunque sea una admiración secreta; se abraza al hermoso cuerpo amado y ese cuerpo lo abraza a usted; regresa al jardín que nunca ha podido olvidar y recoge cerezas maduras de las ramas de los árboles; llega el verano, llega el invierno, llega la primavera; amanece, una mañana azul, una mañana preciosa, una mañana soleada, una mañana feliz en la que todo va bien… Pero no, no puede dormirse.
Entonces haga como yo: mueva lentamente sus brazos y piernas sin incomodarlos y dése la vuelta en la cama, que su cabeza encuentre el otro extremo de la almohada y la mejilla un rincón fresco. Luego piense en la princesa María Paleóloga, que hace setecientos años fue enviada desde Bizancio para que fuera la futura esposa del jakan mongol Hulagu. Fue enviada desde esta ciudad en la que usted reside, Constantinopla, a Irán para casarse con Hulagu, pero, antes de que llegara, éste murió y se casó con su hijo Abaka, que subió al trono en su lugar, vivió quince años en el palacio del Gran Mongol en Irán y cuando su marido fue asesinado regresó a estas colinas sobre las que usted está queriendo dormir. Piense en la tristeza de la princesa María en su partida hasta sentirla bien dentro de usted, en la de su vuelta, en los días que pasó encerrada en la iglesia del Cuerno de Oro que ordenó construir a su regreso. Piense en los enanos de la sultana Handan. La madre del sultán Ahmet I hizo construir en Üsküdar una casa de enanos para hacer felices a aquellos amigos suyos a quienes tanto quería, y aquellos amigos, que durante largos años vivieron en esa casa, luego, gracias de nuevo al apoyo de la sultana, construyeron un galeón que los condujera a un país desconocido, a un paraíso que ni siquiera figurara en los mapas, lo soltaron y se alejaron de Estambul. Piense en la pena de la sultana Handan, que se veía separada de sus amigos, en la mañana del viaje y en la tristeza de los enanos que sacudían sus pañuelo desde el galeón como si dentro de poco usted también tuviera que alejarse de Estambul y de sus seres queridos.
Y sin con eso no me duermo, queridos lectores, entonces pienso en un hombre inquieto que una noche solitaria pasea arriba y abajo por un solitario andén de una estación esperando un tren que no acierta a llegar; y cuando por fin decido adonde se dirige el hombre, resulta que me he convertido en él. Pienso en los trabajadores que, hace setecientos años, cavaban un pasadizo subterráneo en la Puerta de Silivri que permitiera a los griegos que cercaban Estambul entrar en la ciudad. Imagino la sorpresa del hombre que descubrió el otro significado de los objetos. Sueño con el otro mundo que surge en éste, en cómo me embriagaré entre nuevos significados en ese nuevo mundo mientras lentamente se abre ante mí el otro significado de cada cosa. Pienso en la estupefacción feliz del amnésico. Me imagino abandonado en una ciudad fantasma que nunca he conocido; los barrios, las calles donde en tiempos vivieron millones de personas, las mezquitas, los puentes, los barcos, todo, todo está absolutamente vacío y yo camino por esos espacios solitarios y fantasmales mientras recuerdo mi propio pasado y mi propia ciudad, camino lentamente hacia mi propio barrio, hacia mi propia casa, hacia mi propia cama, en la que ahora estoy intentando dormir. Pienso que soy François Champollion y que me levanto a medianoche de la cama para resolver los jeroglíficos de la piedra de Rosetta, que vago por los oscuros pasajes subterráneos de mi memoria con el ensimismamiento de un sonámbulo, un Champollion que se introduce en calles sin salida para encontrar recuerdos agotados. Pienso que soy Murat IV y que una noche me disfrazo en palacio con la intención de comprobar si se cumple la prohibición de beber alcohol, que salgo, acompañado por mis guardias, también disfrazados, con la confianza secreta de que nadie me hará daño y me dedico a observar con cariño cómo viven mis súbditos, cómo dormitan en las mezquitas, en las escasas tiendas aún abiertas o en los albergues de pordioseros en ocultos pasajes.
Luego, ya tarde, me convierto en el aprendiz de un colchonero que va de puerta en puerta susurrando a los artesanos y comerciantes la primera y la última sílabas de una contraseña secreta para que se preparen para uno de los últimos levantamientos de los jenízaros en el siglo XIX. O soy un mensajero de una medersa que despierta de un sueño y un silencio que ha durado años a los dormidos miembros de una cofradía prohibida.
Y si todavía no me he dormido, queridos lectores, me convierto en el amante desdichado que busca la imagen de su amada perdida siguiendo el rastro de sus recuerdos, abro cada puerta de la ciudad y busco las huellas de mi pasado y el de mi amada en cada habitación donde se fume opio, en cada mezquita donde se cuenten historias, en cada casa donde se cante. Y si, tras ese largo viaje, todavía no se han agotado mi memoria, mi capacidad de imaginación y mis sueños, arrastrados de aquí para allá, si todavía no se han resignado a abandonar, entonces entro por fin al primer lugar conocido que aparezca ante mí en uno de esos felices momentos indeterminados entre la vigilia y el sueño, a la casa de un amigo lejano o a la mansión vacía de un familiar cercano, me introduzco en la última habitación que he encontrado a fuerza de abrir puertas como si registrara los rincones olvidados de mi memoria, apago la vela y me meto en la cama y me duermo entre objetos lejanos, ajenos y extraños.