13

No soy un enfermo mental, sólo un lector fiel

He hecho de tu persona un espejo de la mía.

La oportunidad de la salvación

SÜLEYMAN ÇELEBI

Galip se despertó el jueves poco antes del amanecer del sueño en el que se había sumergido el miércoles por la noche tras dos días de insomnio, pero tampoco podía llamársele del todo a eso despertar. Tal y como recordaría mucho más tarde, en los días en que tratara de explicarse de nuevo todo lo que había sucedido y lo que le había pasado por la cabeza, en el periodo entre las cuatro de la madrugada, en que se levantó de la cama, y las siete, cuando volvió a acostarse después de escuchar la llamada a la oración de la mañana, permaneció en «las maravillas del país legendario entre el sueño y la vigilia» de las que tanto hablaba Celâl en sus artículos.

Como la mayoría de esos desdichados exhaustos que se despiertan en una cama que no es la suya a mitad de un profundo sueño después de un largo período de insomnio y fatiga, Galip tuvo dificultad en recordar qué lugar era aquél en el que se encontraban la cama en la que había dormido, la habitación y la casa y cómo había llegado allí, pero no tuvo que esforzarse demasiado para salir de aquella fascinante estupefacción de su memoria.

Así pues, sin sorprenderse lo más mínimo al ver la caja donde Celâl guardaba todos los útiles para disfrazarse junto a la mesa de trabajo, allí donde la había dejado antes de acostarse, Galip comenzó a sacar los conocidos objetos de su interior uno a uno: un bombín, turbantes de sultán, caftanes, bastones, botas, camisas de seda manchadas, barbas postizas de todos los tamaños y colores, pelucas, relojes de bolsillo, monturas de gafas sin cristales, feces y gorros, fajines de seda, dagas, insignias de jenízaro, pulseras y un montón de objetos que se podían encontrar en la tienda de Beyoğlu del famoso Erol Bey, que proveía de ropajes y utensilios a los cineastas turcos que realizaba películas históricas. Luego intentó imaginarse, como si se acordara de un recuerdo que había sido arrojado a un remoto rincón de su memoria, los paseos nocturnos de Celâl vistiendo aquellas ropas. Pero, al igual que los tejados azulados, las modestas calles y los fantasmagóricos personajes del sueño que acababa de tener y que aún se agitaban en su mente, aquellas escenas de disfraces le parecieron a Galip una de las leyendas «del país entre el sueño y la vigilia»; maravillas ni misteriosas, ni reales, ni comprensibles, ni del todo incomprensibles. En su sueño buscaba una dirección en un barrio que se encontraba en Damasco, en Estambul y en las laderas de la fortaleza de Kars, y encontraba lo que buscaba sin la menor dificultad, como si fueran las palabras más fáciles del crucigrama del dominical de un periódico.

Como aquel sueño todavía le rondaba por la cabeza, cuando Galip vio sobre la mesa una agenda llena de direcciones lo envolvió una sensación de casualidad y se alegró como si hubiera encontrado una señal dejada por una mano hábil y oculta o la huella de un dios travieso que jugara al escondite como un niño. Contento de vivir en este mundo, sonriendo, leyó las direcciones de la agenda y las frases que había junto a ellas. Quién sabe cuántos entusiastas y admiradores de Celâl por los cuatro costados de Anatolia y Estambul esperaban encontrarse un día con alguna de aquellas frases en uno de sus artículos; quizá algunos ya las hubieran encontrado incluso. Galip intentó recordar entre la bruma del sueño y de los sueños: ¿había visto antes por casualidad esas frases en los escritos de Celâl? ¿Las había leído años atrás? Aunque algunas no recordara haberlas leído nunca, sabía que las había oído cientos de veces por boca del mismo Celâl, frases como: «Lo que convierte en maravilloso a lo maravilloso es el hecho de que sea vulgar y lo que convierte en vulgar a lo vulgar es el hecho de que sea maravilloso».

Incluso aunque no acertara a recordar si se las había leído o escuchado a Celâl, se acordaba de que ciertas frases le habían llamado la atención en otro sitio: como el siguiente verso, escrito por el jeque Galip hacía dos siglos y que aparecía en su descripción de los años escolares de dos niños, Hüsn y Aşk:

El secreto es el rey, cuídale.

Otras no recordaba habérselas leído ni escuchado a Celâl ni en ninguna otra parte, pero las sentía tan próximas como si las hubiera leído tanto en sus artículos como en otro lugar. Como la frase siguiente, que debía ser la señal para un tal Fahrettin Dalkıran, que vivía en Serencebey, en Beşiktaş: «Ya que era un hombre del suficiente sentido común como para imaginar que su desaparecida hermana melliza, con la que llevaba años esperando impaciente volverse a encontrar, sólo se le aparecería como aviso de la muerte en ese día de libertad y apocalipsis en el que tantos sueñan que podrán maltratar a sus maestros hasta dejarlos bañados en sangre o algo mucho más simple como matar tranquilamente a sus padres, este caballero se había retirado del mundo hacía mucho y no asomaba la cabeza fuera de su casa, cuya localización nadie sabía». ¿Quién era el tal caballero?

Cuando estaba a punto de clarear, Galip, siguiendo un impulso, conectó de nuevo el teléfono, se lavó, se llenó el estómago con lo que pudo encontrar en la nevera y, poco después de la llamada a la oración de la mañana, volvió a acostarse en la cama de Celâl. Poco antes de dormirse, en el país entre el sueño y la vigilia, en una región mucho más próxima al sueño que a la imaginación consciente, Rüya y él, niños, salían a un paseo en barca por el Bósforo. En la barca no había ni tías, ni padres, ni barquero: estar completamente a solas con Rüya le producía a Galip cierta inseguridad.

Al despertase, el teléfono estaba sonando. Mientras llegaba al aparato Galip decidió que la persona que llamaba no sería Rüya, sino la voz de siempre. Vaciló al oír una voz de mujer.

—¿Celâl? ¿Celâl, eres tú?

Era la voz de una mujer no demasiado joven y absolutamente desconocida.

—Sí.

—Cariño, cariño, ¿dónde estás? ¿Dónde estabas? Hace días que te busco, que te estoy buscando. ¡Ah!

La última sílaba fue alargándose hasta convertirse en un gimoteo y por fin en llanto.

—No reconozco su voz —dijo Galip.

—Su voz —replicó la mujer remedando a Galip. Su voz. Me dice a mí su voz. Me he convertido en su voz —tras un momento de silencio, desveló el misterio como un jugador que confía en sus cartas y con un aire medio de compartir un secreto y medio de orgullo. Soy Emine.

El nombre no le dijo nada a Galip.

—Ya.

—¿Ya? ¿No tienes nada más que decirme?

—Después de tantos años… —susurró Galip.

—Cariño, después de tantos años, después de tantos años, por fin. ¿Sabes cómo me sentí mientras leía tu artículo en el periódico al ver que me llamabas? Llevo veinte años esperando este día. ¿Sabes cómo me sentí al leer esa frase que llevaba veinte años esperando? Quise gritárselo al mundo entero, quise proclamárselo al mundo entero. Casi me vuelvo loca, apenas podía contenerme, lloré. Ya sabes que obligaron a Mehmet a jubilarse por andar mezclado con la revolución. Pero todas las mañanas sale a la calle, continuamente tiene algo que hacer. En cuanto salió me lancé fuera de casa. Fui corriendo a Kurtuluş, a nuestra calle, pero no había nada, no había nada. Todo ha cambiado, todo lo han derribado, nada está donde estaba. Nuestra casa ya no existía. Comencé a llorar en mitad de la calle. Les di pena y me ofrecieron un vaso de agua. Volví a casa de inmediato, preparé la maleta y me escapé antes de que Mehmet regresara. Cariño, Celâl mío, dime cómo puedo encontrarte. Llevo siete días en la calle, alojándome en habitaciones de hotel y en casa de parientes lejanos donde estoy como una refugiada sin poder ocultarles mi vergüenza. Cuántas veces no habré llamado al periódico y siempre me han contestado que no sabían. Llamé a tu familia y ellos me dijeron lo mismo. Llamé a este teléfono pero no contestó nadie. Sólo me he llevado unas cuantas cosillas y no quiero llevarme nada más. Mehmet me está buscando enloquecido. Le dejé una breve carta en la que no le explicaba nada. No sabe por qué he abandonado la casa. Nadie lo sabe, no se lo he dicho a nadie; no le revelé a nadie el único motivo de orgullo de mi vida, mi amor, nuestro amor, cariño mío. ¿Y ahora qué? Tengo miedo. ¡Ahora estoy sola! Ya no tengo ninguna responsabilidad. Ya no te sentirás desdichado porque tu gorda conejita tiene que irse para llegar a la cena, para volver a su casa, junto a su marido. Mis hijos han crecido, uno está en Alemania y el otro en el servicio militar. Te entregaré toda mi vida, todo mi tiempo, todo lo que tengo. Te plancharé, ordenaré tu mesa de trabajo y tus artículos, ¡ah, tus artículos! Te cambiaré las fundas de las almohadas; no te he visto en ningún otro sitio que no fuera ese lugar donde nos citábamos, sin muebles ni armarios; siento tanta curiosidad por tu casa, por tus muebles, por tus libros. ¿Dónde estás, cariño? ¿Cómo puedo encontrarte? ¿Por qué no escribiste cifrada tu dirección en el artículo? Dame tu dirección. Tú también lo has pensado, tú también llevas años pensándolo, ¿verdad? Estaríamos solos de nuevo en esa casa de piedra de una sola habitación, una tarde, mientras el sol da en nuestras caras a través de las hojas del tilo, en nuestros vasos de té, en nuestras manos, que tan bien se conocen. Pero, Celâl, esa casa ya no existe, la han derribado, ha desaparecido, ya no está, ni aquellos armenios, ni aquellas viejas tiendas. ¿No lo sabías? ¿Querías que fuera allí? ¿Que fuera allí y llorara? ¿Por qué no pusiste eso en tu artículo? Tú, que todo puedes escribirlo, podías haber escrito también eso. Habla conmigo ¡háblame después de veinte años! ¿Te siguen sudando las manos cuando sientes vergüenza? ¿Sigue apareciendo en tu cara esa expresión infantil cuando duermes? Dime… Llámame «cariño mío»… ¿Cómo puedo verte?

—Señora —dijo Galip cuidadosamente—, señora, lo he olvidado todo. Debe haber algún error, hace días que no entrego ningún artículo al periódico. Y ellos están imprimiendo de nuevo artículos míos de hace treinta años. ¿Lo entiende?

—No.

—Yo no quise enviar a nadie ninguna frase, ninguna señal ni nada que se le parezca. Ya no escribo. Y los del periódico están publicando artículos antiguos. Eso quiere decir que esa frase estaba en un artículo mío de hace treinta años.

—¡Mentira! —gritó la mujer. ¡Mentira! Me quieres. Me has querido mucho. En tus artículos siempre has hablado de mí. Cuando describías los más preciosos rincones de Estambul, describías también la calle de la casa en la que hacíamos el amor, nuestro Kurtuluş, nuestro rinconcito, no una casa de citas cualquiera. Los tilos que veías en el jardín eran los nuestros. Cuando mencionabas la belleza de la cara de luna del enamorado de Mevlâna no estabas haciendo literatura, hablabas de tu amante de cara de luna: de mí… Mencionaste también mis labios de fresa, y mis cejas de media luna, fui yo quien te inspiró todo eso. Cuando los americanos fueron a la luna y tú escribiste sobre las manchas de su superficie yo sabía que era a los lunares de mis mejillas a los que te referías. Querido, que no se te ocurra volver a negarlo. «La terrible infinitud sin fondo de los pozos oscuros» eran mis ojos negros, muchas gracias, lloré con eso. Y cuando dijiste «Volví a aquella casa», te referías, por supuesto, a nuestra casa de dos pisos pero, para que nadie comprendiera nuestro amor oculto y prohibido, te viste obligado a describirla como un edificio de seis plantas con ascensor en Nişantaşi; lo sé. Porque nosotros nos encontramos allí, en Kurtulus, en esa casa, hace dieciocho años. Cinco veces exactamente. Por favor, no lo niegues, sé que me quieres.

—Señora, como usted misma dice, todo ocurrió hace mucho tiempo —dijo Galip. Ya no me acuerdo de nada, todo lo estoy olvidando.

—Cariño, Celâl, Celâl mío, no puedes ser tú. No puedo creérmelo. ¿Hay alguien allí que te retenga a la fuerza, que te esté obligando a hablar? ¿Estás solo? Dime una única verdad, dime que llevas años queriéndome y eso me bastará. He esperado dieciocho años y puedo esperar otros tantos. Dime una vez, una sola vez, que me quieres. Bueno, por lo menos dime que entonces me querías, dime «entonces te quise» y colgaré el teléfono para siempre.

—Te quise.

—Dime cariño mío.

—Cariño mío.

—¡Ah, no! Así, no. ¡Dímelo con sinceridad!

—¡Señora, por favor! Lo pasado, pasado. Yo ya estoy viejo y probablemente usted no sea ya joven. No soy el hombre de sus sueños. Se lo ruego, olvidemos cuanto antes este error de imprenta, esta desagradable broma que nos ha gastado un descuido.

—¡Dios mío! ¿Y qué va a ser de mí?

—Volverá a su casa, con su marido. Si la ama, la perdonará. Se inventará usted cualquier historia y, si la ama, se la creerá de inmediato. Vuelva a su casa cuanto antes, sin herir a su fiel marido, a ese marido que tanto la quiere.

—Quiero verte una vez más después de dieciocho años.

—Yo no soy el hombre de hace dieciocho años, señora.

—Sí, sí lo eres. He leído tus artículos. Lo sé todo de ti. Cuánto, cuánto he pensado en ti. Dime: el día de la liberación no está lejos, ¿no? ¿Quién es ese salvador? Yo también lo espero. «Él» eres tú. Lo sé. Y lo sabe mucha gente más. Todo el misterio está en ti. No llegarás en un caballo blanco, sino en un Cadillac blanco. Todo el mundo sueña con eso. Celâl mío, cuánto te he querido. Déjame que te vea una vez, aunque sea de lejos. Déjame que te vea de lejos en un parque, en el parque de Maçka, aunque sólo sea una vez. Ven a las cinco al parque de Maçka.

—Señora, lamentándolo mucho, voy a colgar. Antes voy a pedirle algo como hombre anciano retirado del mundo que soy y acogiéndome a ese amor suyo del que nunca he sido digno. Por favor, dígame, ¿dónde ha encontrado mi número de teléfono? ¿Tiene usted alguna de mis direcciones? Es muy importante para mí saberlo.

—Si te respondo, ¿me permitirás que te vea aunque sólo sea una vez?

Hubo un silencio.

—Sí —contestó Galip. Se produjo un nuevo silencio.

—Pero antes dame tu dirección —le replicó astutamente la mujer. Lo cierto es que después de tantos años ya no confío en ti.

Galip reflexionó. Al otro lado de la línea del teléfono se oía la respiración nerviosa de una mujer —incluso de dos mujeres, pensó—, como la de una cansada locomotora de vapor, y de más atrás le llegaba apenas perceptible la música de la radio; una música que en los programas radiofónicos se anunciaba como «música popular turca» y que a Galip le recordaba, más que al amor, a los abandonos y al dolor de los que hablaba, a los últimos años y a los últimos cigarrillos del Abuelo y la Abuela. Galip intentó imaginarse una habitación con una enorme y vieja radio en un alejado rincón y a una mujer con los ojos llenos de lágrimas y el aliento entrecortado sentada en un ajado sillón, con el teléfono en la mano, en el otro extremo de dicha habitación, pero lo que apareció ante sus ojos fue la habitación de dos pisos más abajo donde tiempo atrás los abuelos se sentaban y fumaban: allí jugaba con Rüya a «No te veo».

—Las direcciones… —comenzó a decir Galip tras un momento de silencio cuando la mujer gritó con todas sus fuerzas:

—¡No, no, no lo digas! ¡Él también está escuchando! Él también está aquí. Me está obligando a hablar. Celâl, cariño, no digas tu dirección, te encontrará y te matará. ¡Ay! ¡Oh! ¡Ay!

A través del auricular, que se había acercado bastante al oído al escuchar aquellos últimos gemidos, Galip oyó extraños y terribles ruidos metálicos y crujidos incomprensibles; imaginó una escena de forcejeos. En eso se oyó un enorme estampido. O alguien había disparado o el auricular que se disputaban se había caído al suelo. Inmediatamente después se inició un silencio, pero no era un silencio absoluto; Galip aún podía escuchar los «seductor, seductor, seductor» de la canción de Behiye Aksoy que sonaba en la radio a lo lejos y los sollozos de la mujer, que lloraba en un rincón tan alejado como el de la radio. Ahora se oía de cerca la respiración de quienquiera que se hubiera apoderado del auricular, pero ese alguien no decía una palabra. Aquella armonía sonora duró largo rato. En la radio comenzó una nueva canción, la respiración y los gemidos regulares de la mujer no cambiaron en absoluto.

—¡Oiga! —dijo Galip ya bastante nervioso. ¡Oiga! ¡Oiga!

—Soy yo, yo —le respondió por fin una voz de hombre; era la voz que llevaba días escuchando, la voz de siempre. Habló con una madurez y con una sangre fría que casi tranquilizaron a Galip, como si quisiera poner punto final a un asunto desagradable. Emine me lo confesó todo ayer. La encontré y me la traje a casa. Celâl Efendi, me das asco. ¡Voy a darte lo que te mereces! —y añadió con una voz neutra, como un árbitro que anuncia el desagradable final, que no satisface a nadie, de un partido largo, demasiado largo. ¡Te mataré!

Hubo un silencio.

—Si me escucharas… —dijo Galip con el automatismo de un profesional. El artículo se publicó por error, era un artículo antiguo.

—Olvídate de eso, olvídalo —respondió Mehmet. ¿Cómo se llamaba de apellido? Ya te he oído hace un momento y tengo muy vistos esos cuentos. Ésa no es la razón por la que voy a matarte aunque también te merezcas la muerte por eso. ¿Sabes por qué voy a hacerlo? —pero no lo preguntaba para conseguir una respuesta de Celâl (o de Galip), la respuesta debía tenerla preparada hacía mucho tiempo. Galip le escuchó por pura costumbre. No porque traicionaras el movimiento de los militares que iban a hacer algo de este país de vagos, ni porque te burlaras de esos audaces oficiales que se dedicaron a esa labor patriótica que ha sido ridiculizada por tu culpa y de todos esos hombres valientes que han sufrido lo indecible, ni porque sentado en tu sillón te sumergieras en sueños vergonzosos y retorcidos mientras ellos se jugaban la cabeza en esa aventura que tú provocaste con tus escritos y te ofrecían con admiración y respeto sus casas y los planes del golpe de Estado, ni siquiera porque llevaras a cabo tus retorcidos sueños entrando en las casas de esos modestos patriotas cuya confianza te habías ganado, seré breve, ni siquiera porque engañaste a mi pobre mujer, que se encontraba deprimida en aquellos días en que a todos nos arrastraba el entusiasmo revolucionario, no, te mataré porque nos engañaste a todos nosotros, a todo el país, porque disfrazando tus vergonzosos sueños, tus absurdas ilusiones y tus insolentes mentiras, tus graciosas bufonadas, de conmovedoras finezas y de discursos razonables, conseguiste que todo el país, empezando por mí, se las tragara durante años y años. Ya se me han abierto los ojos. Y ya es hora de que se les abran a los demás. ¿Te acuerdas de ese tendero cuya historia escuchaste tan divertido? También conseguiré la venganza de ese hombre que habrás olvidado con una sonrisa. He comprendido que es lo único que se podía hacer durante esta semana en que me he recorrido la ciudad palmo a palmo siguiendo tu rastro. Porque esta nación y yo tenemos que olvidar todo lo que hemos aprendido. Tú fuiste quien escribió que abandonamos a nuestros escritores a su sueño eterno en el pozo sin fondo del olvido el otoño siguiente a sus funerales.

—Estoy absolutamente de acuerdo, de todo corazón —contestó Galip. Pero ¿no te había dicho ya que después de estos últimos artículos, que he escrito para liberarme de las últimas migajas de esa memoria mía cada vez más vacía, iba a retirarme por completo de este asunto de la escritura? Por cierto, ¿te parecería poco apropiado si te pregunto qué te ha parecido mi artículo de hoy?

—Sinvergüenza, ¿acaso sabes lo que es la responsabilidad? ¿Lo que es la fidelidad? ¿O la honestidad? ¿O el sacrificio? ¿Te recuerdan esas palabras algo más que formas de burlarte de tus lectores o de enviar una ocurrente señal a una pobre a la que has engañado? ¿Sabes acaso lo que es la fraternidad?

Galip estuvo a punto de responder que lo sabía, más que para defender a Celâl porque le había gustado esta última pregunta, pero al otro extremo del teléfono, Mehmet —¿qué Mehmet sería aquel Muhammad?— se entregaba ahora con profundo celo a derramar un intenso y desgarrador chaparrón de maldiciones.

—¡Cállate, ya basta! —dijo después, cuando se le agotaron los insultos. Por el silencio que siguió, Galip comprendió que había dicho esto último a su mujer, que seguía llorando en un rincón. Oyó la voz de la mujer, que intentaba explicar algo y cómo apagaban la radio.

—Has escrito artículos enteradillos sobre los primos consanguíneos porque sabías que era la hija de mi tío paterno —prosiguió la voz que decía ser Mehmet. Aunque eres consciente de que la mitad de este país se ha casado con los hijos de sus tías y la otra mitad con las hijas de sus tíos, no has dejado de escribir escandalosos artículos en los que te burlabas con el mayor descaro de los matrimonios entre parientes. No, Celâl Efendi, yo no me casé con esta mujer porque no tuviera la oportunidad de conocer otra muchacha en toda mi vida, ni porque las mujeres que no fueran de mi familia me dieran miedo, ni porque creyera que ninguna mujer aparte de mi madre, mis tías y sus hijas podría quererme sinceramente o soportarme con paciencia, sino porque la amaba. ¿Eres capaz de concebir lo que es amar a una muchacha con la que jugabas cuando eras niño? ¿Eres capaz de concebir lo que es amar a sólo una mujer, amar a una única mujer durante toda tu vida? Yo he amado durante cincuenta años a esta mujer que ahora llora por ti. La amo desde que era niño, ¿lo entiendes?, todavía la amo. ¿Sabes lo que es amar? ¿Sabes lo que es mirar con una enorme nostalgia a alguien que te completa como si vieras tu propio cuerpo en sueños? ¿Sabes qué es el amor? ¿Han sido alguna vez estas palabras para ti algo más que materiales para esos infames numeritos literarios que presentas como juegos de manos a tus estúpidos lectores, dispuestos de antemano a creerse tus cuentos? Me das pena, te desprecio, lo lamento por ti. ¿Has podido hacer en toda tu vida algo más que jugar con las palabras y retorcer las frases? ¡Respóndeme!

—Querido amigo mío —le contestó Galip—, ésa es mi profesión.

—¡Tu profesión! —gritó la voz al otro extremo de la línea. ¡Nos has engañado a todos, nos has estafado, nos has humillado! Te creía de tal manera que te daba toda la razón después de leer un presuntuoso artículo tuyo en el que me demostrabas despiadadamente que toda mi vida sólo era una procesión de miserias, una serie de estupideces y engaños, un infierno de pesadillas y una obra maestra de mezquindades, pequeñeces y simplezas basada en la vulgaridad. Y además, en lugar de sentirme rebajado y humillado, estaba orgulloso de conocer, de haber encontrado a alguien que poseía unas ideas tan sublimes y una pluma tan afilada, incluso de haber estado con él en tiempos en el barco del golpe militar, aunque se hundiera en el mismo momento en que fue botado. ¡So sinvergüenza! Te admiraba tanto que cuando señalabas que la responsable de mi mísera vida era mi propia cobardía, y no sólo la mía, sino la de toda la nación, pensaba con amargura cuál era la razón de mi cobardía, debido a qué error me había acostumbrado a ella y entonces te veía como un monumento al valor, a ti, que ahora sé que eres aún más cobarde que yo. Te idolatraba de tal manera que leía cientos de veces, para descubrir el milagro oculto en su interior, esos artículos en los que narrabas vulgares recuerdos de tu juventud exactamente iguales a los de los demás, algo que no sabías porque ya no te interesabas en absoluto por nosotros, o aquéllos en los que describías las oscuras escaleras que olían a cebolla frita del viejo edificio en el que pasaste parte de tu infancia, incluso esos otros en los que contabas tus sueños poblados de fantasmas y brujas o tus absurdas experiencias metafísicas, se los hacía leer a mi mujer y, por las noches, después de hablar con ella sobre un artículo durante horas, pensaba que lo único en lo que se podía creer era en el significado secreto que se indicaba allí y me convencía de que había comprendido ese significado secreto que, en realidad, no tenía ningún sentido.

—Nunca he pretendido dar lugar a ese tipo de admiración por mí —le interrumpió Galip.

—¡Mentira! Has intentado cazar a los que son como yo a lo largo de toda tu vida como escritor. Les respondías por carta, les pedías fotografías, examinabas su caligrafía, aparentabas entregarles secretos, frases, palabras mágicas…

—Todo era por la revolución. Todo era por el día del apocalipsis, por la llegada del Mahdi, por la hora de la oración…

—¿Y después? ¿Y después de renunciar a todo eso?

—Bueno, gracias a eso los lectores podían por lo menos creer en algo.

—Creían en ti y te encantaba… Escucha, yo te admiraba tanto que cuando leía un artículo tuyo especialmente brillante, pataleaba en el sillón en el que estaba sentado, me brotaban lágrimas de los ojos, no podía quedarme quieto y caminaba arriba y abajo por la habitación y por las calles, soñaba contigo. Y eso no es nada, pensaba tanto en ti, fantaseaba contigo de tal manera que, a partir de cierto punto, me daba la impresión de que la línea que separaba nuestras dos personalidades desaparecía entre las brumas y los vapores de mi imaginación. No, nunca perdí la cabeza hasta el punto de creer que era yo quien había escrito esos artículos. No olvides que no soy un enfermo mental, sino sólo un lector fiel. Pero me daba la impresión, aunque fuera de una forma extraña y tan confusa que resultaba indemostrable, de que yo contribuía en esas brillantes frases que escribías, en la creación de esos acertados hallazgos e ideas. Era como si tú no hubieras podido alumbrar esas maravillas de no haber sido por mí. No, no me malinterpretes; no hablo de esas ideas que me has plagiado durante años, que me has robado sin sentir ni una sola vez la necesidad de pedirme permiso. Tampoco estoy hablando de todo lo que me inspiró el hurufismo, ni de los descubrimientos de la última parte de mi libro, ese libro que tantos sufrimientos me costó publicar. De hecho, todo eso era tuyo. Lo que quería explicarte es sólo la sensación de que pensábamos juntos la misma cosa; la sensación de que había una cierta contribución o fe en tu éxito. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo —respondió Galip. Y he escrito algo al respecto.

—Sí, y además fue en ese famoso artículo que se ha vuelto a publicar por una maldita casualidad; pero no lo entiendes. Si lo entendieras habrías estado de acuerdo conmigo de inmediato. Por eso voy a matarte, ¡por eso! Porque parecías entender aunque nunca hubieras entendido, porque conseguías introducirte en nuestras almas con tal insolencia que hasta te aparecías en nuestros sueños a pesar de que nunca estuviste de nuestro lado. Durante años, para poder convencerme de que había contribuido en parte en esos brillantes artículos, intentaba recordar después de devorarlos si en aquellos años felices en que éramos amigos habíamos compartido una idea parecida a la que describías, o si habíamos hablado de ella, o si podríamos haberlo hecho. Pensaba tanto en aquello, fantaseaba de tal manera contigo, que cuando conocía a algún admirador tuyo me daba la impresión de que me decía a mí los increíbles elogios que te dedicaba; era como si yo fuera tan famoso como tú. Y los rumores que surgían sobre tu misteriosa y oculta vida parecían probar que yo tampoco era un hombre vulgar, que, por lo menos, se me había contagiado parte de ese divino encanto que tenías; como si yo fuera una leyenda, igual que tú. Me dejaba llevar por el entusiasmo, me convertía en otro gracias a ti. En los primeros años, cuando en los transbordadores de las Líneas Urbanas oía que un par de nombres hablaban de ti con el periódico en la mano, me entraban ganas de gritar con todas mis fuerzas «¡Yo conozco a Celâl Salik, y muy de cerca!», de saborear su sorpresa y su admiración, de hablarles de los secretos que compartía contigo. En los años siguientes ese deseo se hizo más violento y en cuanto dos personas hablaban de ti o te leían en cualquier parte, habría querido gritar de inmediato: «¡Señores, ahora mismo están ustedes muy cerca de Celâl Salik! ¡De hecho, yo soy Celâl Salik!». Esa idea me resultaba tan turbadora, tan mareante, cada vez que pensaba en decirlo el corazón me latía a toda velocidad, la frente se me llenaba de sudor y creía desmayarme de placer pensando en la admiración que vería en la de aquellos pasmarotes. La razón de que nunca pronunciara aquella frase a grito pelado, sintiéndome victorioso y feliz, no fue porque la encontrara estúpida ni exagerada, sino porque me bastaba con que se me pasara por la cabeza. ¿Lo entiendes?

—Sí.

—Leía con una sensación de victoria tus artículos creyéndome tan inteligente como tú. No sólo te aplaudían a ti, sino también a mí, estaba seguro de eso. Porque nosotros dos estábamos juntos, estábamos en un lugar completamente distinto al de esas masas. Te comprendía muy bien. Como tú, odiaba ya a esas masas que van al cine, a los partidos de fútbol, a las ferias y a los mercados. Creía que nunca llegarían a nada, que cometerían las mismas tonterías y que se creerían los mismos cuentos de siempre, que incluso en los momentos más conmovedores y penosos de mayor miseria y pobreza, cuando parecían más inocentes, no sólo no eran las víctimas, sino los culpables o, al menos, cómplices del delito. Ya estaba harto de esos falsarios que esperaban como si fueran sus salvadores, de las últimas tonterías de su último Presidente del Gobierno, de sus golpes militares, de su democracia, de sus torturas, de sus cines. Por eso te quería. Durante años, después de leer entusiasmado cada uno de tus artículos, me decía: «Por esto es por lo que quiero a Celâl Salik». Y en cada ocasión me arrastraba un entusiasmo completamente nuevo y te quería con las lágrimas corriéndome por las mejillas. ¿Podías suponer siquiera que existía un lector como yo hasta que ayer te probé cantando como un ruiseñor que recordaba uno por uno todos tus viejos artículos?

—Quizá, un poco…

—Escúchame entonces… En cualquier punto remoto de mi lastimosa vida, en cualquier momento vulgar y desagradable de este mundo infame, cuando algún bestia me pilla el dedo al cerrar la puerta del taxi colectivo, o cuando preparaba los documentos necesarios para procurarme un pequeño extra a mi paga de pensionista, me veía obligado a portar las agudezas de algún tipo que no valía cuatro cuartos, o sea, justo en medio de mi miseria, de repente me agarraba, como quien se agarra a un salvavidas, a la siguiente idea: «¿Qué haría Celâl Salik en esta situación? ¿Qué diría? ¿Me estoy comportando como lo haría él?». En los últimos veinte años esta última pregunta se convirtió en una enfermedad para mí. Cuando bailaba con todos los demás para no arruinar el ambiente en la boda de algún familiar o cuando lanzaba alegres carcajadas después de ganar al sesenta y seis en el café de barrio al que iba para matar el tiempo jugando a las cartas, de repente volvía a pensar: «¿Haría esto Celâl Salik?». Eso bastaba para amargarme toda la tarde, toda la vida. Me he pasado la vida preguntándome qué haría ahora Celâl Salik, qué hará ahora Celâl Salik, qué estará pensando Celâl Salik. Pero ojalá sólo se hubiera quedado en eso. Además, había otra pregunta que tenía clavada en la mente: «¿Qué pensará Celâl Salik de mí?». Cuando, una vez cada mil años, la lógica me funcionaba lo bastante como para decidir que era imposible que ni siquiera una vez te acordaras de mí, que pensaras en mí, que se te pasara por la mente siquiera, la pregunta adoptaba la siguiente forma: Si Celâl Salik me viera en este estado, ¿qué pensaría de mí? ¿Qué diría Celâl Salik si me viera fumar por las mañanas después de desayunar con el pijama todavía puesto? ¿Qué habría pensado Celâl Salik si hubiera oído cómo me enfrenté a fulano que molestaba a la minifaldera señora casada que se sentaba a su lado en el transbordador? ¿Qué sentiría Celâl Salik si supiera que recorto todos sus artículos y los guardo en un clasificador marca Onka? ¿Qué diría Celâl Salik si supiera todo lo que pienso sobre él, todo lo que pienso sobre la vida?

—Querido lector y amigo —dijo Galip—, dime, ¿por qué no has intentado entrar en contacto conmigo ni una sola vez en tantos años?

—¿Te crees que no lo he pensado? Tenía miedo de que me malinterpretes, no tenía miedo de rebajarme ante ti, ni a no poder contenerme y hacerte la pelota, como ocurre en estos casos, ni de recibir tus palabras más vulgares como si fueran grandes milagros, ni de lanzar una carcajada intempestiva en el momento que menos te apetecía, creyendo que era lo que esperabas que hiciera. He superado todas esas escenas que imaginé miles de veces.

—Eres más inteligente de lo que puede suponerse por esas escenas —le respondió Galip amablemente.

—Tenía miedo de que no halláramos nada que decirnos, nada que contarnos, después de que nos encontráramos y yo te dijera con toda sinceridad una serie de elogios y halagos del tipo de los que acabo de decirte ahora.

—Pero, como has visto, no ha sido así —le contestó Galip. Mira qué a gusto estamos charlando.

Se produjo un silencio.

—Te mataré —dijo la voz. ¡Te mataré! Por tu culpa nunca he podido ser yo mismo.

—Nadie puede ser nunca uno mismo.

—Has escrito mucho sobre eso, pero tú no puedes sentirlo como yo, no puedes haber entendido esa realidad como yo… Eso que llamabas «misterio» consistía en que pudieras comprenderlo sin comprenderlo, que escribieras sobre esa realidad sin comprenderla. Porque uno no puede descubrirla sin ser uno mismo. Y si la descubre, eso quiere decir que no ha podido ser él mismo. Pero ambas cosas no pueden ser ciertas al mismo tiempo. ¿Entiendes la paradoja?

—Yo soy yo mismo y otro —dijo Galip.

—No, no lo dices creyéndolo de todo corazón —respondió el hombre al otro extremo de la línea. Y por eso vas a morir. Tal y como ocurre con lo que escribes, eres capaz de convencer pero no crees, y consigues convencer precisamente porque no crees. Pero aquéllos a los que has logrado convencer son presa del miedo cuando comprenden que los has convencido sin creer tú mismo.

—¿Del miedo?

—Tengo miedo de esa cosa a la que llamas misterio, ¿no lo entiendes?, de esa falta de precisión, de ese juego tuyo de falsedades al que llamas escritura, de los rostros oscuros de las letras. Durante años, mientras leía tus artículos, he sentido que estaba allí donde leía, en mi sillón o en la mesa, y en otro lugar completamente distinto, en un lugar junto al escritor que narraba las historias. ¿Sabes lo que es sentir que estás siendo convencido por alguien que no cree? ¿Saber que los mismos que te están convenciendo en realidad no creen? No me quejo de que por tu culpa no haya podido ser yo mismo. Así fue como se enriqueció mi pobre y lamentable vida, así salí de la cargante oscuridad de mi insipidez y me convertí en ti, pero nunca estuve seguro de esa entidad mágica a la que llamaba «tú». No sé, pero sabía sin saber. ¿Podemos llamar a eso saber? Cuando esa que es mi mujer desde hace treinta años me dejó en la mesa del comedor una breve carta y desapareció sin más explicaciones, sabía dónde había ido, pero no sabía que lo sabía. Y como no lo sabía, todo este tiempo que he estado cribando la ciudad no te buscaba a ti, sino a ella. Pero mientras la buscaba, también te buscaba a ti sin darme cuenta porque, mientras intentaba resolver el misterio de Estambul recorriendo sus calles, tenía esta terrible idea en la mente desde el primer día: «¿Qué diría Celâl Salik si supiera que mi mujer me ha abandonado de repente?». Decidí que la situación era «un caso perfectamente adecuado para Celâl Salik». Quería contártelo todo. Pensaba que se trataba de ese tema que llevaba años buscando y no había encontrado, de algo con lo que podría hablar contigo. Me entusiasmé de tal manera que, por primera vez en años, me atreví a buscarte, pero no te encontraba, no estabas, no estabas en ningún sitio. Sabía pero no sabía. Tenía tus números de teléfono, con los que había ido haciéndome a lo largo del tiempo por si algún día te llamaba. Llamé pero no estabas. Llamé a tu familia, a tu tía que tanto te aprecia, a tu madrastra, que te quiere con pasión, a tu padre, que no acierta a refrenar lo que siente por ti, todos se preocupan por ti, pero no estabas. Fui al periódico Milliyet y allí tampoco estabas. En el periódico había otros que te buscaban, entre ellos Galip, el hijo de tu tío, el marido de tu hermana, que quería que los de la televisión inglesa te entrevistaran. Le seguí los pasos dejándome llevar por el instinto. Pensaba que quizá ese muchacho soñador, ese sonámbulo, conociera el paradero de Celâl. Me decía que lo sabía, y que además sabía que lo sabía. Lo seguí por Estambul como una sombra. Atravesamos calles, entramos en edificios de oficinas de piedra, en tiendas viejas, en pasajes de cristal, en sucios cines, recorrimos palmo a palmo el Gran Bazar, fuimos a barrios marginales sin aceras, cruzamos puentes, nos sumergimos en rincones sombríos, en barrios ignotos de Estambul, nos metimos entre el polvo, el barro y la basura, él delante y yo algo más lejos, tras él. No llegábamos a ningún sitio pero seguíamos adelante. Caminábamos como si conociéramos todo Estambul y no conocíamos ningún sitio. Lo perdí, lo volví a encontrar, lo perdí, lo encontré otra vez, luego lo perdí de nuevo y por fin fue él quien me encontró a mí en un astroso cabaret. Allí cada uno de los que nos sentábamos a la mesa contamos una historia. Me gusta contar historias pero no encuentro quien me escuche. En esa ocasión me escucharon. A la mitad de la que estaba contando, mientras las miradas impacientes y curiosas de la audiencia intentaban leer en el rostro el final de la historia, como siempre ocurre en esos casos, y mientras yo temía que mi cara lo desvelara y mi mente iba y venía entre la historia y todos esos pensamientos, comprendí que mi mujer me había abandonado por ti. «Sabía que se ha escapado con Celâl», pensé. Lo sabía, pero no sabía que lo sabía. Lo que buscaba debía ser ese estado anímico. Por fin había conseguido entrar por una puerta que se abría al interior de mi alma, a un nuevo universo. Después de años, por primera vez conseguía ser otro y yo mismo a la vez. Por un lado me apetecía soltar una mentira y decir «Esta historia se la leí a un columnista» y por otro notaba que por fin podía sumergirme en esa paz espiritual que llevaba años persiguiendo. Aquella maldita paz se parecía al sentimiento que me aterrorizaba mientras recorría Estambul calle por calle, mientras caminaba por retorcidas aceras cubiertas de barro pasando por delante de las tiendas, mientras contemplaba la tristeza en los rostros de mis conciudadanos, mientras leía tus viejos artículos por si averiguaba dónde encontrarte. Pero había terminado mi historia y había comprendido dónde había ido mi mujer. Ya antes, mientras escuchaba las historias del camarero, del fotógrafo y del escritor alto, había vislumbrado la terrible conclusión que acababa de comprender. ¡Durante toda mi vida había sido engañado, durante toda mi vida había sido estafado! ¡Dios mío, Dios mío! ¿Tiene todo esto algún sentido para ti?

—Sí.

—Escúchame entonces. He decidido que la verdad a la que tú llamabas «misterio» y tras la que nos has hecho correr durante tantos años, eso que sabías sin saber y sobre lo que escribías sin comprenderlo, es lo siguiente: ¡en este país nadie puede ser él mismo! En el país de los derrotados y los oprimidos, existir es ser otro. ¡Soy otro, luego existo! Bien, cuidado, no vaya a ser que ese otro en cuyo lugar quiero estar sea otro a su vez. A eso es a lo que me refería cuando he dicho que había sido engañado, que había sido estafado. Porque esa persona a la que leía y en la que creía jamás le arrebataría la mujer a alguien que lo adoraba a ciegas. Esa noche, en aquel cabaret, quise gritarle a las putas, a los camareros, a los fotógrafos y a los maridos engañados que se sentaban alrededor de la mesa y contaban historias: «¡Derrotados! ¡Oprimidos! ¡Malditos! ¡Olvidados! ¡Gente sin importancia! No tengáis miedo, ¡nadie es él mismo, nadie! Tampoco los reyes, los dichosos, los sultanes, los famosos, las estrellas, los ricos en cuyo lugar quisiera estar. ¡Libraos de ellos! Sólo cuando ellos no existan podréis encontrar la historia que os entregan como si fuera un secreto. ¡Matadlos! ¡Forjaos vuestros propios secretos, encontrad vuestro propio misterio!». ¿Lo entiendes? Te mataré, no por un sentimiento de venganza ni por una furia animal, como la mayoría de los maridos engañados, sino porque me niego a entrar en el nuevo mundo al que me arrastras. Será entonces cuando todo Estambul, todas las letras, todas las señales y los rostros que has ido diseminando en tus artículos alcancen su verdadero misterio. «¡Celâl Salik ha sido asesinado!», dirán los periódicos; «Misterioso crimen». «Asesinato incomprensible» que jamás podrá ser resuelto. Quizá nuestro mundo pierda un significado que nunca tuvo, quizá se produzca en Estambul una enorme confusión en los días próximos a ese apocalipsis y a esa llegada del Mahdi que tanto mencionas, pero para mí y para muchos otros, ése será el momento en que descubramos el misterio perdido. Porque nadie podrá averiguar el secreto que hay tras todo ese asunto. ¿Qué podría ser sino el descubrimiento, el redescubrimiento del misterio del que hablaba en ese modesto libro mío que pude publicar gracias a ti y que tan bien comprendiste?

—Nada de eso —contestó Galip. Ya puedes cometer un asesinato todo lo misterioso que quieras que ellos, los felices y los oprimidos, los estúpidos y los olvidados, se pondrán de acuerdo al momento y se inventarán una historia que pruebe que en todo ese asunto no hay el menor misterio. Y enseguida esa historia, que se creerán tan pronto como la hayan inventado, transformará mi muerte en un fragmento gris de una conspiración vulgar. Y, antes de que me entierren, todos habrán decidido que se trata del resultado de una conjura que ponía en peligro la unidad nacional o de una historia de amor y celos que llevaba años durando. Así que el asesino era un instrumento de los traficantes de droga y los golpistas, dirán todos; así que dispusieron el asesinato la cofradía de los nakşibendis y un sindicato de chulos, así que ese sucio asunto lo organizaron los nietos del último sultán y los que queman nuestra bandera, así que en todo esto estaban metidos los que atentan contra nuestra democracia y nuestra República y los que preparan una última Cruzada.

—El cadáver de un famoso columnista encontrado de forma misteriosa en medio de Estambul en una acera llena de barro, entre los montones de basura, restos de verduras, perros muertos y billetes de lotería… ¿De qué otra manera se podría explicar a esos desgraciados que en algún profundo lugar, en nuestro pasado, entre los sedimentos de nuestros recuerdos, entre las frases y las palabras, aún se pasea disfrazado entre nosotros el misterio que está al borde del olvido y que tenemos que encontrarlo?

—Te lo digo con la experiencia de treinta años de profesión —dijo Galip—, no se acordarán de nada, de nada. Y además, no está tan claro que puedas encontrarme y matarme como si tal cosa. Como mucho me herirías inútilmente en algún lugar erróneo. Luego, cuando te estuvieras llevando una buena paliza en la comisaría, no quiero ni mencionar la tortura, yo, de la forma que menos habrías pretendido, me convertiría en un héroe y me vería obligado a soportar las tonterías del Presidente del Gobierno, que vendría a visitarme para desearme un pronto restablecimiento. Puedes estar seguro, ¡no vale la pena! Ya nadie quiere creer que existe más allá del mundo un misterio que no pueden alcanzar.

—¿Y quién me probará que toda mi vida no ha sido un engaño, una broma pesada?

—¡Yo! —respondió Galip. Escucha…

—¿Bişnov? No, no quiero…

—Créeme, yo he creído tanto como tú.

—¡Te creeré! —gritó ansioso Mehmet. Te creeré para salvar el sentido de mi propia vida, pero ¿qué será de los aprendices de colchonero que intentan silabear el sentido escondido de sus vidas con las claves que les has entregado? ¿Qué será de las soñadoras vírgenes que sólo gracias a tus artículos pueden soñar en los muebles, en los exprimidores de naranjas, en las lámparas en forma de cabeza de pez y en las sábanas bordadas que usarán en los paradisíacos días que les has prometido mientras esperan a sus novios, que nunca regresarán de Alemania y que nunca las llamarán a su lado? ¿Qué será de los cobradores de autobús jubilados que gracias a un método que han aprendido en tus artículos han conseguido ver en sus caras los planos de los pisos en los que se instalarán con título de propiedad en el Paraíso, y de los funcionarios del catastro, de los cobradores del gas de la ciudad, de los vendedores de roscos de pan, de los traperos y los pordioseros, como ves, no puedo evitar usar tus palabras, que inspirados por tus artículos han podido calcular con métodos cabalísticos el día en que aparecerá sobre las aceras pavimentadas con guijarros el Mahdi que nos salvará a todos, a todo este miserable país, y de nuestro tendero de Kars y de tus lectores, tus pobres lectores, que gracias a ti creen que el ave legendaria que buscan son ellos mismos?

—Olvídalos —dijo Galip temiendo que la voz al otro lado del teléfono alargara la lista como solía. Olvídalos, olvídalos a todos, no pienses en ellos. Piensa en los últimos sultanes otomanos que paseaban disfrazados. Piensa en los métodos tradicionales de los bandidos de Beyoğlu que, como siguen fieles a sus tradiciones, torturan a sus víctimas antes de matarlas por si todavía esconden algo de dinero, de oro o algún secreto. Piensa en por qué siempre pintan el cielo azul de Prusia y nuestras fangosas tierras con el verde de la hierba inglesa los retocadores de las redacciones que retocan a brochazos los originales en blanco y negro de las fotos de mezquitas, danzarinas, puentes, Miss Turquía y futbolistas que, recortadas de revistas como Vida, Voz, Domingo, El correo, 7 días, Abanté Hada, La revista, Semana, cuelgan de las paredes de dos mil quinientas barberías. Piensa en la cantidad de diccionarios de turco que se necesitaría consultar para poder encontrar los cientos de miles de palabras que describieran las fuentes de los miles de olores y las decenas de miles de mezclas de olores de las estrechas, oscuras y terroríficas escaleras de nuestros edificios de pisos.

—¡Ah, escritor sinvergüenza!

—Piensa en el misterio que entraña el que el primer barco a vapor que los turcos le compraron a Inglaterra se llamara Swift. Piensa en la pasión por la simetría y el orden del calígrafo zurdo, aficionado a leer la fortuna consultando los posos del café, que nos dejó un manuscrito de trescientas páginas en el que reprodujo las formas de los posos de las miles de tazas de café que se tomó a lo largo de su vida así como las mismas tazas en las cuales se acumulaban los posos, escribiendo al margen con su bella caligrafía lo que decían las predicciones.

—Pero esta vez no podrás engañarme.

—Piensa en que los cientos de miles de pozos excavados en los jardines de nuestra ciudad a lo largo de dos mil quinientos años, al ser rellenados con piedras y cemento para hacer los cimientos de los nuevos edificios, dejan en su interior alacranes, ranas y grillos de todos los tamaños, brillantes monedas de oro licias, frigias, romanas, bizantinas y otomanas, rubíes, diamantes, cruces, retablos, prohibidos iconos y libros y epístolas, planos de tesoros y desdichadas calaveras de víctimas de asesinatos nunca resueltos…

—Otra vez el cadáver arrojado al pozo de Şemsi Tebrizi, ¿no?

—… en el cemento que soportarán, en los hierros, en los pisos, en las puertas, en los ancianos porteros, en el parquet de intersticios negros como uñas sucias, en las madres preocupadas, en los padres irritados, en los armarios de puertas que no cierran, en las hermanas, en las hermanastras…

—¿Y tú eres Şemsi Tebrizi? ¿El Deccal? ¿El Mahdi?

—… en tu sobrino casado con tu hermanastra, en los ascensores hidráulicos, en el espejo de los ascensores…

—Sí, sí, ya has escrito sobre todo eso.

—… en rincones ocultos descubiertos por niños que juegan en ellos, en colchas de ajuar, en la seda que el abuelo de tu abuelo le compró a un comerciante chino cuando era gobernador de Damasco y que nadie se ha atrevido a usar…

—¿Estás intentando que me trague el anzuelo?

—… en todo el misterio de nuestras vidas. Piensa en el secreto que hay en que los antiguos verdugos llamaran «cifra» a la afilada navaja que, después de las ejecuciones, les servía para cortar la cabeza de sus víctimas antes de exponerla sobre un pedestal para que sirviera de ejemplo. Piensa en la sabiduría del coronel retirado que cuando decidió renombrar las piezas del ajedrez según los componentes de la amplia familia turca típica, en lugar de llamar al rey «padre», a la reina «madre», al alfil «tío», al caballo «tía» y a los peones «hijos», prefirió llamarlos «chacales».

—¿Sabes? Años después de que nos traicionaras creo que te vi una vez con un extraño disfraz de Mehmet el Conquistador vestido de hurufí.

—Piensa en la tranquilidad infinita de un hombre que una tarde cualquiera se sienta en su casa y durante horas se dedica a resolver enigmas de la poesía del Diván y crucigramas de los periódicos. Piensa en que todo lo que hay en la habitación, excepto los papeles y las letras que ilumina la lámpara de la mesa, quedará a oscuras, los ceniceros, las cortinas, los relojes, el tiempo, los recuerdos, las penas, las tristezas, los engaños, la ira, la derrota, ¡ah, nuestras derrotas! Piensa en que el placer ingrávido que sentirás en el misterioso vacío que te señalan las letras horizontales y verticales sólo es comparable a las trampas de las que nunca podrás saciarte, que supone el disfrazarse.

—Mira, amigo —dijo la voz al otro lado del teléfono con un tono de experto que sorprendió a Galip—, olvidemos ahora todas las trampas, todos los juegos, todas las letras y sus dobles; estamos más allá de todo eso, lo hemos superado. Sí, te tendí una trampa, pero no ha funcionado. Ya lo sabes, pero te lo voy a repetir bien claro. De la misma forma que tu nombre no figura en la guía de teléfonos, ni había ningún golpe de estado ni ningún informe. Te queremos, estamos siempre pensando en ti, los dos somos grandes admiradores tuyos, admiradores de verdad. Nos hemos pasado la vida contigo y la seguiremos pasando. Ahora olvidemos todo lo que tengamos que olvidar. Esta tarde iremos a tu casa Emine y yo. Aparentaremos que no ha pasado nada, charlaremos como si no hubiera pasado nada. Hablarás durante horas de la misma forma que acabas de hacerlo. ¡Por favor, di que sí! Créenos. ¡Haré lo que quieras, te llevaré lo que quieras!

Galip meditó largo rato.

—Dame todas las direcciones y todos los números de teléfono míos que tengas —dijo luego.

—Te los doy ahora mismo, pero no se me van a olvidar.

—Dámelos.

Mientras el hombre iba a por la agenda, su mujer agarró el teléfono.

—Créele —le susurró. Esta vez de veras está arrepentido, es sincero. Te quiere mucho. Iba a hacer una locura, pero cambió de idea hace ya tiempo. Si quiere hacer algo, me lo hará a mí, a ti no te hará nada, es un cobarde, te lo garantizo. Le doy las gracias a Dios por haber dispuesto que todo vaya bien. Esta tarde me pondré la falda de cuadros azules que tanto te gusta. Cariño, haremos lo que quieras, tanto él como yo, los dos; ¡lo que quieras! Y tengo que decirte esto también: Para ser como tú se ha disfrazado del sultán Mehmet el Conquistador vestido de hurufí y además las letras que ha visto en la cara de todos los miembros de tu familia…

Guardó silencio al acercarse los pasos de su marido.

Cuando éste tomó el teléfono, Galip escribió cuidadosamente en la página en blanco al final de un libro que había sacado del estante que había junto a él —Los caracteres de La Bruyère— cada uno de los números de teléfono y las direcciones haciéndoselos repetir. Después, tal y como había planeado, le diría que había cambiado de idea, que no quería verlos y que no tenía tanto tiempo como para perderlo con sus insistentes admiradores. Pero cambió de opinión en el último momento. Tenía otra idea en la mente. Mucho más tarde, cuando recordara a medias todo lo que ocurrió aquella tarde, pensaría que se dejó llevar por la curiosidad. «Por la curiosidad de ver a marido y mujer aunque sólo fuera una vez y de lejos. Cuando encontrara a Celâl y a Rüya gracias a aquellos números de teléfono y a aquellas direcciones, quizá quisiera contarles no sólo esta increíble historia, las conversaciones telefónicas, sino también describirles qué aspecto tenía la pareja, cómo caminaban y qué vestían».

—No voy a decirte la dirección de mi casa —dijo. Pero podemos encontrarnos en algún otro lugar. Por ejemplo en Nişantaşi, delante de la tienda de Aladino, a las nueve de la noche.

Esa mínima concesión alegró de tal manera a marido y mujer que Galip se sintió molesto por el tono de agradecimiento que se oyó al otro lado de la línea telefónica. ¿Quería Celâl Bey que cuando fueran aquella tarde le llevaran un bizcocho de almendras, o petitsfours de la pastelería Ömür, o, ya que se sentarían a charlar largo rato, almendras, cacahuetes y una botella grande de coñac? Cuando el cansado marido grito con una extraña y terrible carcajada: «¡Llevaré también mi colección de fotografías, las de las caras y las de las muchachas de instituto!», Galip comprendió que hacía largo rato que había una botella de coñac abierta entre marido y mujer. Repotiendo ansiosos la hora y el lugar de la cita, colgaron el teléfono.