9

El descubrimiento del misterio

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de tu rostro.

Diván, NIYAZI-I MISRI

Antes de comenzar a leer la tercera parte de El misterio de las letras y la desaparición del misterio, Galip se preparó un café cargado. Fue al lavabo y se lavó la cara con agua fría para despejarse, pero logró contenerse y no se miró al espejo. Cuando se sentó a la mesa de trabajo de Celâl con su taza de café, estaba tan entusiasmado como un estudiante de instituto que se dispone a resolver un problema de matemáticas que lleva mucho tiempo esperando ser resuelto.

Según F. M. Üçüncü, en esos días en los que se esperaba que el Mahdi que había de salvar a todo Oriente apareciera en Anatolia, en tierras de Turquía, el primer paso que había que dar para descubrir de nuevo el misterio era proporcionar una base sólida, usando las líneas del rostro humano, a las veintinueve letras del alfabeto latino adoptado para el turco a partir de 1928. Así, con ejemplos tomados de olvidados manuscritos hurufíes, de los himnos bektaşis, de la imaginería popular de Anatolia, de los restos fantasmales de aldeas hurufíes sin adulterar, de los muros de los conventos, de las figuras pintadas en los palacios de los bajás, y de miles de adornos caligráficos, mostraba los «valores» que habían obtenido algunos sonidos en su paso del árabe y el persa al turco y luego había marcado aquellas letras, una a una, en las fotografías de ciertas personas con una precisión que daba miedo. Mirando los retratos de aquellas personas, en cuyas caras el autor indicaba que no era necesario ver las letras latinas para leer su significado, absolutamente claro y concreto, Galip sintió el mismo estremecimiento que había notado al observar las fotografías sacadas del armario de Celâl. Sintió miedo cuando, después de pasar más y más páginas de fotografías reveladas a partir de originales de mala calidad, entre las cuales, según escribía en los pies de foto, se encontraban los retratos de Fazlallah, de sus dos asesores, «el de Mevlâna copiado de una miniatura» y el de «Halit Kaplan, nuestro medallista olímpico de lucha», encontró de repente una fotografía de Celâl tomada a finales de los años cincuenta. Tal y como ocurría con las otras, se habían marcado ciertas letras en su cara, letras que se acompañaban de flechas que indicaban cómo habían sido trazadas. En aquella fotografía de Celâl, tomada cuando tenía treinta y cinco años, F. M. Üçüncü había visto una U en su nariz, sendas Zetas en las comisuras de los ojos y, cubriendo toda la cara, una H de costado. Tras algunas páginas que pasó con rapidez, Galip vio que a aquella serie se le habían añadido retratos y fotografías de jeques hurufíes e imanes famosos que habían muerto y resucitado después de un breve viaje por el otro mundo, de estrellas americanas «de rostro profundamente expresivo» como Greta Garbo, Humphrey Bogart, Edward G. Robinson y Bette Davis, de renombrados verdugos y de ciertos bandidos de Beyoğlu cuyas aventuras había narrado Celâl cuando era joven. Luego el autor afirmaba que cada una de aquellas letras que había marcado en las caras para dotarlas de fundamento tenía un doble significado: el significado evidente de la escritura y el secreto que revelaban las caras.

Si admitimos que cada letra posee un significado secreto que se refiere a un concepto, continuaba razonando F. M. Ucüncü, es necesario que cada palabra compuesta por dichas letras posea también un segundo significado secreto. De la misma manera tenían segundos significados las frases, los párrafos y, en suma, todos los textos. Pero si tenemos en cuenta que en último extremo estos significados pueden ser escritos a su vez con otras frases y palabras, o sea, con letras, entonces se descubrirá un tercer significado al comentar el segundo, a aquél le seguirá otro, y así hasta que aparezca una serie ilimitada de significados secretos. Se podía comparar aquello con la red de innumerables calles que envuelve una ciudad, dando una a otra y ésta a la de más allá: mapas, cada uno de los cuales se parecía a una cara humana. Así pues, el lector que intentaba resolver el misterio con sus propios conocimientos y la regla en mano no se diferenciaba del caminante que va descubriendo el misterio según camina por las calles del mapa, un misterio que se va extendiendo según lo descubre y que según se extiende va encontrando en las calles por las que anda, en las rutas que elige, en las cuestas que sube, en el mismo camino y en su propia vida. El tan esperado Salvador, sea «El» o el Mahdi, «aparecerá» en ese punto en el que los lectores, los infelices y los aficionados a las historias se hayan perdido hundidos en las profundidades del misterio. El viajero que reciba la señal del Mahdi en algún lugar de la vida o de la escritura, en el punto en que se cruzan las caras y los mapas, entre la ciudad y sus señales, deberá (como el viajero místico) comenzar a buscar el camino con las letras clave y los mensajes cifrados de los que disponga. Como el paseante que busca su camino ayudado por las señalizaciones de calles y avenidas, decía F. M. Üçüncü con una alegría infantil. Así pues, el problema consistía en poder ver las señales que el Mahdi colocaría en la vida y en la escritura.

En opinión de F. M. Üçüncü, para resolver ese problema debíamos, desde hoy mismo, ponernos en su lugar y prever sus movimientos: o sea, debíamos suponer los movimientos siguientes, igual que un jugador de ajedrez. Invitaba al lector, al que rogaba que lo acompañara en sus suposiciones, a que se imaginara a alguien capaz de dirigirse a una amplia masa de lectores en cualquier situación, siempre. «Por ejemplo —decía inmediatamente después—, pensemos en un columnista de un periódico». Un columnista que fuera leído cada día por los cuatro costados del país, en los transbordadores, en los autobuses, en los taxis colectivos, en los rincones de los cafés y en las barberías, sería un buen ejemplo de alguien que pudiera recoger las señales secretas con las que el Mahdi indicaría el juego a seguir. Para los que ignoraran el misterio las columnas de aquel periodista tendrían un solo significado. El significado visible y directo. Pero los que esperaban al Mahdi, aquellos que sabían de cifras y fórmulas, podrían leer también el significado secreto usando los segundos significados de las letras. Supongamos que el Mahdi añade al artículo una frase del tipo «Pienso en todo esto observándome desde fuera…», mientras el lector corriente piensa en lo extraño que resulta el significado visible, los conocedores del misterio de las letras comprenderán de inmediato que esa frase es el aviso que esperaban y, con las claves de que disponen, se lanzarán a la aventura que les pondrá en camino hacia una vida nueva, completamente nueva.

Así que el título de la tercera parte, «El descubrimiento del misterio», no sólo se refería el redescubrimiento de la noción de misterio, cuya pérdida había empujado a Oriente a la esclavitud de Occidente, sino también al hallazgo de aquellas frases que el Mahdi había ocultado entre sus artículos.

F. M. Üçüncü repasaba luego, discutiéndolas, las fórmulas para cifrar mensajes que Edgar Allan Poe proponía en su artículo «Un par de palabras sobre mensajes secretos», y afirmaba que ese sistema, el de cambiar de orden las letras del alfabeto, ya había sido usado por Hallac-ı Mansur en sus cartas y que probablemente sería muy parecido al que utilizaría el Mahdi en sus escritos y de repente, en las últimas líneas del libro, anunciaba esta importante conclusión: el punto de partida de todas las cifras, de todas las fórmulas, son las letras que cada viajero lee en su propia cara. Todos aquellos que quisieran ponerse en camino, que quisieran forjar un nuevo universo, debían ver antes las letras de su cara. Este modesto libro que el lector sostenía en sus manos era una guía para mostrar cómo podían encontrarse las letras del propio rostro. En lo que respecta a las cifras y fórmulas que permitirían alcanzar el misterio, sólo se había hecho una introducción. Colocarlas en los artículos era tarea del Mahdi, quien, por supuesto, se elevaba como el sol sin que pasara mucho.

Cuando Galip comprendió que la palabra «sol» aludía también al nombre de Şemsi, el asesinado amado de Mevlána, arrojó el libro que acababa de terminar y se encaminó al lavabo para mirarse en el espejo. La idea apenas perceptible que refulgía en su mente se había convertido ahora en un claro temor «¡Hace mucho que Celâl ha leído el significado de mi cara!». Tenía la sensación de desastre, de que todo había terminado de manera irreparable, que notaba en su infancia o en su adolescencia cuando cometía alguna falta, cuando creía ser otro o estar viéndose enredado en algún misterio. «¡Ahora por fin soy otro!», pensó Galip, tanto como un niño que juega como alguien que se ha puesto en marcha por un camino sin retorno.

Eran las tres y doce minutos; en el edificio y en la ciudad había ese silencio mágico que sólo se puede sentir a esas horas; era más una sensación de silencio que un auténtico silencio porque cada dos por tres podía notar como un dolor de oídos el zumbido apenas perceptible de la cercana habitación de la caldera o del lejano generador de un barco. Decidió que hacía ya rato que había llegado el momento, pero fue capaz de contenerse un poco más antes de ponerse en marcha.

Se le vino a la mente la idea que llevaba tres días tratando de olvidar: si Celâl no había enviado un nuevo artículo, a partir del día siguiente su columna quedaría vacía. No quiso pensar en aquella columna en blanco, la misma que durante tantos años ni una sola vez se había quedado sin su correspondiente artículo: le daba la impresión de que si no aparecía un nuevo artículo, Rüya y Celâl, hablando y riendo entre ellos en algún lugar oculto de la ciudad, ya no le esperarían. Mientras leía uno de los artículos antiguos que había sacado del armario al azar, pensó: «¡Yo también soy capaz de escribir esto!». Ahora tenía una receta. No, no era la receta que le había dado unos días antes el anciano columnista en el periódico, se trataba de otra cosa: «Conozco todos sus artículos, sé todo lo que se refiere a él, lo he leído todo, lo he leído todo». La última frase la susurró casi en voz alta. Leía otro de los artículos sacados al azar del armario. Pero en realidad no intentaba leerlo; pasaba la mirada por él pronunciando las palabras en silencio, pero a veces su mente se entretenía con el segundo significado que pretendía extraer de ciertas palabras y letras y notaba que, cuanto más leía, más se iba aproximando a Celâl. Porque ¿qué era leer sino apoderarse lentamente de la memoria de otro?

Ya estaba preparado para pasar ante el espejo y leer las letras de su rostro. Fue al lavabo y se miró la cara. A partir de ese momento todo sucedió muy rápido.

Mucho después, meses más tarde, cada vez que Galip se sentara a la mesa para escribir un artículo en aquella misma casa, entre aquellos muebles que imitaban con una coherencia y un silencio irresistibles a los de hacía treinta años, recordaría a menudo el instante en que se miró al espejo y se le vendría a la mente la misma palabra: horror. No obstante, cuando se miró al espejo con el entusiasmo de estar jugando a algo no sintió en un primer momento el miedo que se asocia a esa palabra. En un primer instante notó una sensación de vacío, de olvido, una falta de reacción. Porque miró la cara que veía en el espejo a la luz de la bombilla desnuda como si mirara las de los presidentes de gobierno o las de los artistas de cine, a las que tan acostumbrado estaba a fuerza de verlas en los periódicos. Miró su propia cara no como si estuviera descifrando un secreto, ni resolviendo el rompecabezas misterioso cuya solución llevaba días persiguiendo, sino como si fuera un abrigo viejo al que se hubiera acostumbrado de tanto vestirlo en una vulgar mañana de invierno; como si mirara sin ver un viejo paraguas que poseyera con cierta sensación de que compartía su destino. «Por aquel entonces estaba tan acostumbrado a vivir conmigo que no me daba cuenta de mi cara», pensaría mucho más tarde. Pero aquella indiferencia no duró demasiado. Porque en cuanto pudo observar la cara que veía en el espejo y como había observado durante días las caras de retratos y fotografías, comenzó a distinguir las sombras de las letras.

Lo primero que le pareció extraño fue que pudiera observar su propia cara como si fuera un trozo de papel escrito, que pudiera ver su cara como un letrero que enviara señales a otros rostros y otras miradas, pero en un principio no se detuvo demasiado en aquello porque ya podía distinguir con bastante claridad las letras que iban apareciendo entre sus ojos y sus cejas. Sin que pasara mucho las letras se volvieron tan claras que hicieron que Galip se planteara cómo era posible que no las hubiera percibido antes. No es que no pensara también que lo que veía podía ser un espejismo producido por un exceso de ver letras marcadas en rostros de fotografías, una ilusión óptica, una parte del juego de espejismos al que estaba jugando con tanta convicción, pero cada vez que volvía a observarse después de apartar la mirada del espejo, veía las letras allí donde las había dejado: aparecían y desaparecían como esos juegos de las revistas infantiles en los que la figura que se ve en una primera mirada son las ramas de un árbol y de repente es el ladrón que se oculta tras esas mismas ramas; estaban allí, en la topografía de aquella cara que Galip se afeitaba distraído cada mañana, en sus ojos, en sus cejas, en la nariz en que con tanta insistencia los hurufíes colocaban las alif y la superficie redonda a la que llamaban «el círculo de la cara». Era como si ahora lo difícil no fuera leer las letras, sino no leerlas. También eso intentó hacerlo Galip para librarse de aquella irritante máscara que cubría su cara, llamó en su ayuda a aquel pensamiento despectivo que siempre había tenido previsoramente listo en un rincón de su mente mientras escrutaba y leía con atención las imágenes y la literatura hurufí quiso poner en marcha su sospecha de que todo lo que se relacionaba con las letras y las caras era ridículo, forzado e infantil, pero las rectas y las curvas de su cara mostraban ciertas letras en una forma tan evidente que no pudo apartarse del espejo.

Fue entonces cuando le invadió aquella sensación que luego calificaría de «horror». Pero todo sucedió tan rápido, vio las letras y la palabra que formaban tan repentinamente, que luego no pudo distinguir con claridad si le poseía el horror porque su cara se había convertido en una máscara sobre la que había una serie de señales o si era por lo terrible del significado que indicaban aquellas letras. Las letras le mostraban a Galip una realidad que había sabido durante años a pesar de que había querido olvidarla, que recordaba aunque creía no recordarla, que había aprendido pero que no sabía, un secreto que después, cuando quiso expresarlo por escrito, evocaría con palabras completamente distintas. Pero en cuanto las leyó en su cara, con una claridad tal que no dejaban lugar a la menor duda, pensó también que todo era extraordinariamente simple y comprensible; sabía lo que veía y pensaba que no debía sorprenderse. Y quizá lo que luego llamaría «horror» no fuera sino la sorpresa de aquella simple y evidente verdad; como lo que tiene de terrible el hecho de que, en el mismo momento en que la mente percibe con un resplandor extraordinario el vaso de té en forma de tulipán que hay sobre la mesa como un objeto increíble, el ojo pueda ver el mismo vaso tal y como siempre ha sido.

Cuando decidió que lo que indicaban las letras de su cara no era un espejismo, sino algo real, Galip se apartó del reflejo y salió al pasillo. Ahora percibía que aquello a lo que luego llamaría «horror» tenía que ver, más que con el hecho de que su rostro se hubiera convertido en una máscara, en la cara de otro, en un rótulo indicador, con lo que indicaba ese mismo rótulo. Porque, por fin, gracias a las reglas de aquel hermoso juego, todos los rostros humanos tenían esas letras. Estaba tan seguro de aquello que incluso lo consideraba un consuelo, pero mirando los estantes del armario del pasillo se despertó en su corazón una amargura tal, añoró tanto a Rüya y a Celâl, que le costó trabajo mantenerse en pie. Era como si su cuerpo y su alma le abandonaran dejándolo solo con un crimen que no había cometido; como si en su memoria solamente quedara el secreto de la derrota y la decadencia, como si toda la tristeza y todos los recuerdos de una historia y un misterio que no todos los demás hubieran querido olvidar y hubieran felizmente olvidado siguieran pesando sobre su mente y sus hombros.

Más tarde, cada vez que quiso acordarse de lo que hizo en los tres o cuatro minutos —porque todo sucedió muy rápido— que transcurrieron desde que se miró al espejo, recordaría el minuto que pasó entre el armario del pasillo y las ventanas que daban al patio de ventilación: después de haberse introducido en el «horror», sentía dificultades para respirar y gotas de sudor frío se acumulaban en su frente mientras pretendía alejarse del espejo al que había dejado sumido en la oscuridad. Por un momento imaginó que podría volver ante él y despojarse de esa fina máscara que le cubría la cara como quien se rasca la costra de una herida, creía que no sería capaz de leer las letras que surgirían en su cara por debajo de ella, de la misma forma que no había podido leer las letras y las señales que había visto en todas aquellas calles ramplonas, en los vulgares anuncios de los muros, en las bolsas de plástico. Intentó leer un artículo que había sacado del armario para aliviar su dolor, pero ya lo sabía todo, sabía todo lo que había escrito Celâl como si lo hubiera escrito él mismo. Como luego haría a menudo, imaginó que era ciego, que en lugar de pupilas tenía unos agujeros hechos en mármol, en lugar de boca una puerta de horno y en lugar de nariz agujeros de pernos oxidados. Cada vez que pensaba en su cara comprendía que Celâl había visto las letras que habían aparecido ante sus ojos, que sabía que algún día él también las vería y que entonces emprenderían juntos aquel juego, pero después no estaría seguro de haber pensado claramente todo aquello en los primeros minutos. Le daba la impresión de querer llorar y no podía, de tener dificultad para respirar; de su garganta surgió un gemido de dolor incontrolable; alargó la mano automáticamente hacia la falleba de la ventana; quería mirar allí, al patio, al edificio, a ese sitio al que llamaban «la oscuridad», al lugar que en tiempos había sido un pozo. Sintió que estaba imitando a alguien a quien no conocía, como un niño.

Abrió la ventana, asomó el cuerpo a la oscuridad y, apoyando los codos en el alféizar, alargó la cara hacia el pozo sin fondo del patio del edificio: le llegaba desde allí un olor asqueroso, el olor de los excrementos de las palomas, que llevaban acumulándose más de medio siglo, el de las porquerías arrojadas allí, el de la suciedad del edificio, el de los humos de la ciudad, el del barro, el del alquitrán y el de la desesperación. Allí tiraban las cosas que querían olvidar. Le apetecía saltar a la oscuridad sin retorno del vacío, entre aquellos recuerdos de los que no quedaban ni los posos en la memoria de los que tiempo atrás habían vivido en el edificio, a aquella oscuridad que Celâl había ido tejiendo pacientemente durante años y embelleciendo con motivos de poesía antigua como el pozo, el misterio y el miedo, pero simplemente miró la oscuridad intentando recordar como si estuviera borracho. Los recuerdos de sus años de infancia pasados junto a Rüya estaban íntimamente relacionados con aquel olor y el niño inocente, el muchacho bienintencionado, el marido feliz junto a su esposa y el ciudadano corriente que vive al margen del misterio que había sido, estaban hechos de aquel olor. En su interior se resaltó de tal manera el deseo de estar con Celâl y Rüya que quiso saltar; le daba la impresión de que, como ocurriría en un sueño, le hubieran arrancado aparentemente la mitad de su cuerpo, la estuvieran llevando a un lugar lejano y oscuro y sólo pudiera retirarse de aquella trampa gritando con toda la fuerza de su voz. Pero se limitó a mirar la oscuridad sin fondo sintiendo en su cara el húmedo frío de la fría noche de invierno. Manteniendo el rostro en dirección al ciego pozo de oscuridad notaba que el dolor que llevaba días arrastrando solo era compartido, que comprendía lo que le había parecido terrible y que, como la vida de Celâl, preparada con antelación en todos sus detalles para atraerle a aquella trampa, había salido a la luz aquello que después llamaría el secreto de la derrota de la miseria y de la decadencia. Con medio cuerpo asomado por la ventana que daba a la oscuridad, miró largo rato hacia abajo, al lugar donde tiempo atrás había estado el pozo sin fondo. Se retiró mucho después de sentir el violento frío en su cara, en su cuello y en su frente y cerró la ventana.

A partir de ese momento todo fue claro, comprensible y luminoso. Cuando mucho después recordara lo que había hecho a partir de ese instante hasta la salida del sol, todo le parecería lógico, necesario y apropiado y recordaría la claridad de mente y la decisión que sintió al hacerlo. Fue a la sala de estar, se dejó caer en uno de los sillones y descansó. Luego ordenó la mesa de Celâl, guardó uno a uno los papeles, los recortes de prensa y las fotografías en sus respectivas cajas y las cajas en el armario. Recogió no sólo lo que había revuelto en los dos días que llevaba en la casa, sino también todo lo que Celâl había tirado aquí y allá descuidadamente, vació los ceniceros llenos, fregó tazas y vasos, abrió ligeramente las ventanas y ventiló la casa. Se lavó la cara, se preparó otro café fuerte, colocó sobre la mesa, ahora vacía y limpia, la vieja Remington de Celâl y se sentó ante ella. Los folios que Celâl llevaba años usando estaban en el cajón, sacó uno de ellos, lo puso en la máquina y comenzó a escribir de inmediato.

Escribió durante casi dos horas sin levantarse. Escribía con el entusiasmo que le infundía el papel limpio y en blanco y con la sensación de que todo era como debía ser. Al golpear las teclas, que se movían recordándole una vieja y conocida música, comprendía que había pensado y sabía de lo que escribía. De vez en cuando quizá le resultara necesario reducir la velocidad y pensar un momento para colocar la palabra necesaria, pero escribía «sin forzarse», como decía Celâl, y dejándose llevar por el fluir de las frases y las ideas. Comenzó su primer artículo con las palabras «Me miré al espejo y leí mi cara». El segundo diciendo «Soñé que por fin era la persona que llevaba años queriendo ser», mientras que en el tercero hablaba de historias del viejo Beyoğlu. Estos últimos los escribió con mayor facilidad que el primero y con una amargura y una esperanza más profundas. Estaba seguro de que sus artículos encajarían exactamente con lo que se pedía y se esperaba de la columna de Celâl. Firmó los tres con la firma de Celâl, miles de veces imitada en las últimas páginas de los cuadernos escolares en su época de la escuela secundaria y el instituto.

Después de amanecer, mientras el camión de la basura pasaba con el estruendo habitual de los golpes de los cubos contra sus costados, Galip examinó la fotografía de Celâl en el libro de F. M. Üçüncü. Una de las pálidas y borrosas fotografías en otra página del libro no llevaba al pie de quién se trataba y pensó que debía ser el autor. Leyó con atención la biografía de F. M. Üçüncü que había al comienzo de la obra; calculó cuántos años podía tener cuando anduvo mezclado en el frustrado intento de golpe de Estado de 1962. Teniendo en cuenta que en su primer destino en Anatolia, es decir, siendo teniente, había podido ver los combates de lucha de Hamit Kaplan cuando era joven, debía tener la edad de Celâl. Galip repasó de nuevo los anuarios de la Academia Militar correspondientes a los años 1944, 1945 y 1946. Comparó la cara anónima de El descubrimiento del misterio con varias de las que podían ser él de joven, pero la particularidad más notable de la fotografía del libro, su calvicie, estaba cubierta en las de los jóvenes por la gorra de oficial.

A las ocho y media, Galip, con su abrigo y los tres artículos doblados en el bolsillo interior de la chaqueta, salió del edificio Şehrikalp con la rapidez de un padre de familia apresurado que va al trabajo y cruzó a la otra acera. Nadie lo vio o, si lo vieron, nadie lo llamó. El día era claro, el cielo tenía un azul invernal; las aceras estaban cubiertas de nieve, hielo y barro. Entró en el pasaje donde el barbero que iba cada mañana a afeitar al Abuelo tenía su establecimiento, llamado Venus, al que años después irían juntos él y Celâl, y dejó en la última tienda, un cerrajero, la llave del piso de Celâl. Compró el Milliyet en el puesto de la esquina. Entró en la mantequería Sütiş, en la que desayunaba algunas mañanas Celâl, y pidió unos huevos revueltos, nata, miel y té. Mientras desayunaba leyendo el artículo de Celâl, pensó que los protagonistas de las novelas de detectives que leía Rüya debían sentirse como él se sentía en ese momento cuando podían encajar varias pistas en una historia que tuviera sentido. Ahora, después de haber descubierto una llave significativa capaz de descifrar el misterio, se sentía como el detective que se dispone a abrir nuevas puertas con esa misma llave.

El artículo del sábado de Celâl era el último de los que Galip había visto en la carpeta de repuestos y también había sido publicado previamente, como todos los demás, pero Galip ni siquiera intentó descubrir el segundo significado de las letras. Después de desayunar, mientras esperaba en la cola del taxi colectivo se le vino a la mente la persona que antes había sido y la vida que había llevado esa persona hasta hacía bien poco: leía periódico por las mañanas en el taxi colectivo, pensaba en la hora de regresar a casa y, una vez en casa, soñaba con su mujer que dormía en la cama. Las lágrimas se le agolparon en los ojos.

Mientras pasaba ante el palacio del Dolmabahçe, Galip pensó: «Así que para que uno se convenciera de que el mundo había cambiado de arriba abajo bastaba con comprender que él mismo era otro». Lo que veía por la ventanilla no era el Estambul que conocía, sino otro Estambul cuyo misterio acababa de comprender y sobre el que luego escribiría.

En el periódico, el redactor jefe estaba reunido con los jefes de sección. Galip entró en el despacho de Celâl después de llamar a la puerta y esperar un rato. Dentro, en la mesa, en sus objetos, no había habido el menor cambio desde la última vez que Galip estuvo allí. Se sentó a la mesa y revolvió a toda prisa los cajones. Viejas invitaciones a cócteles de inauguración, comunicados enviados por diversas fracciones políticas de izquierda y derecha, los recortes, los botones, la corbata, el reloj de pulsera, los botes vacíos de tinta, las medicinas que ya había visto la última vez que estuvo allí y unas gafas de sol a las que no había prestado atención… Se puso las gafas y salió del despacho de Celâl. Al llegar a la amplia sala de redacción vio al polemista y anciano escritor Neşati trabajando en su mesa. La silla que había a su lado, ocupada por el periodista del corazón la última vez, se encontraba vacía. Galip se sentó en ella. Un rato después le preguntó al anciano:

—¿Se acuerda de mí?

—¡Claro que me acuerdo! Es usted una flor en el jardín de mi memoria —le respondió Nesati sin levantar la cabeza de lo que estaba leyendo. La memoria es un jardín. ¿Quién dijo eso?

—Celâl Salik.

—No, Bottfolio —replicó el anciano columnista levantando la cabeza. En la traducción clásica de Ibn Zerhani. Celâl Salik se lo apropió, como siempre. Como usted se ha apropiado de sus gafas de sol.

—Las gafas son mías —respondió Galip.

—Así que las gafas, como los seres humanos, son creadas a pares. Déjeme que las vea.

Galip se quitó las gafas y se las entregó. El anciano, al ponérselas después de haberlas examinado por un momento, se asemejó a uno de los bandidos legendarios de los cincuenta, del que Celâl había hablado en sus artículos, uno que había sido propietario de burdeles y cabarets y que había desaparecido con su Cadillac. Se volvió con una misteriosa sonrisa hacia Galip.

—No les falta razón a los que dicen que de vez en cuando hay que saber ver el mundo a través de los ojos de otro. De hecho, es entonces cuando uno empieza a comprender el misterio del mundo y del ser humano. ¿Sabe de quién es esto?

—De F. M. Üçüncü —contestó Galip.

—Ése no tiene nada que ver con esto. Es sólo un imbécil —le respondió el anciano. Un miserable, uno más de entre la masa de pobres tipos… ¿De quién has oído su nombre?

—Celâl me dijo que era uno de los seudónimos que había usado durante años.

—Así que cuando uno llega a chochear lo suficiente no se limita a negar su propio pasado y lo que ha escrito, sino que también recuerda a los demás como si fueran él mismo. Pero no creo que nuestro astuto Celâl Efendi chochee tanto. Debe estar tramando algo si miente a sabiendas. F. M. Üçüncü es alguien que ha vivido realmente, una persona de carne y hueso. Un oficial que hace veinticinco años mandaba un torrente de cartas a nuestro periódico. Cuando por fin le publicaron un par de ellas en las cartas al director para que no quedara demasiado feo, comenzó a ir y venir por el periódico con tanta presunción como si fuera periodista de plantilla. Y, de repente, desapareció y no se le vio durante veinte años, y una semana volvió a aparecer con su cabeza pelona y brillante, decía que venía tanto al periódico de visita en general como para verme a mí en particular, que era un gran admirador de mis artículos. Daba pena. Hablaba de que habían aparecido los signos.

—¿Qué signos?

—Vamos, lo sabes, lo sabes. ¿O es que Celâl nunca te lo ha contado? Ya sabes, ha llegado la hora, han aparecido los signos, todos a la calle, ese tipo de numeritos. El fin del mundo, la revolución, la liberación de Oriente y tal.

—El otro día hablé con Celâl de ese tema y a usted empezaron a zumbarle los oídos.

—¿Dónde se esconde?

—Se me ha olvidado.

—Ahí dentro están ahora reunidos los de redacción —dijo el anciano columnista. Van a poner de patitas en la calle a tu tío Celâl porque ya no entrega artículos nuevos. Dile que me van a proponer escribir en su columna en la segunda página, pero que me negaré.

—El otro día, mientras me hablaba de ese golpe militar de principios de los sesenta en que estuvieron mezclados, Celâl le mencionó a usted con mucho cariño.

—Miente. Me odia, nos odia a todos porque traicionó el golpe —dijo el anciano. Ahora, con aquellas gafas oscuras que tan bien le sentaban, parecía más un maestro que un gángster del viejo Beyoğlu. Vendió el golpe. Por supuesto, a ti no te lo habrá contado así, te habrá dicho que todo lo organizó él, pero tu tío Celâl, como siempre, se unió al asunto sólo cuando todo el mundo creía que iba a triunfar. Antes de eso, mientras se formaban las redes de lectores que se extendían por los cuatro costados de Anatolia y las pirámides, los alminares, los símbolos masónicos, los ojos encerrados en un triángulo, los misteriosos compases, los dibujos de lagartos, las cúpulas silyuquíes, los billetes de banco de los rusos marcados y las cabezas de lobo circulaban de mano en mano, Celâl se limitaba a coleccionar fotos de lectores como el niño que colecciona fotos de artistas. Un día se inventó la historia de la casa de los maniquíes y otro comenzó a hablar de un «ojo» que le seguía por calles estrechas en noches oscuras. Nos dimos cuenta de que quería unirse a nosotros y consentimos que lo hiciera. Nos dijimos que abriría columnas a la causa y que quizá atrajera a algunos militantes. ¡Qué atraer ni atraer! Por aquel entonces rondaban por ahí un montón de chiflados y aprovechados, gente como tu F. M. Üçüncü; lo primero que hizo fue enredar a todos esos. Luego, gracias a los mensajes cifrados, fórmulas y juegos de letras que usaba, comenzó a relacionarse con otra tenebrosa pandilla, pues de cada uno de esos contactos, que él consideraba victoria, venía a vernos y comenzaba a chalanear sobre el sillón en el que se sentaría después de la revolución. Para tener más fuerza en el regateo insistía en que por aquel entonces se veía con los miembros restantes de ciertas cofradías, con los que esperaban al Mahdi o con los pretendientes otomanos que dormitaban en Francia o Portugal; aseguraba que recibía cartas que después nos mostraría, de personas imaginarias, que los nietos de tal bajá o cual jeque habían ido en persona a visitarlo a su casa y que le habían dejado manuscritos o testamentos llenos de secretos y que a medianoche venían al periódico hombres extraños para verlo. Se inventaba a toda aquella gente. Cuando por aquellos días comenzó a difundirse el rumor de que ese hombre que ni siquiera sabía francés correctamente iba a ser ministro de Asuntos Exteriores después de la revolución, me dije que tenía que pinchar alguno de esos globos. Por aquel entonces publicaba en sus artículos una serie de historias que según él eran el testamento de un oscuro y legendario personaje, o escribía tonterías sobre una conspiración que sacaría a la luz una verdad desconocida sobre nuestra historia llenando sus escritos de profetas, Mahdis y juicios finales. Me senté y escribí una columna que exponía la verdad, incluyendo citas de Ibn Zerhani y Bottfolio. ¡Qué cobarde! Enseguida se apartó de nosotros y se unió a los otros grupos. Cuentan que para demostrar a sus nuevos amigos, que tenían mejores relaciones que él con los oficiales jóvenes, que realmente existían todas esas personas que yo afirmaba que eran imaginarias, por la noche se cambiaba de ropa y se disfrazaba como sus héroes. Una noche fue visto a la entrada de un cine de Beyoğlu disfrazado de Mahdi o del sultán Mehmet el Conquistador dedicándose a predicar a la sorprendida multitud que esperaba a que comenzara la película que toda la nación debía cambiar de manera de vestir para comenzar una vida nueva; que las películas americanas proporcionaban tan poca esperanza como las nacionales y ya ni siquiera teníamos la posibilidad de imitarlas. Quiso provocar a la muchedumbre del cine contra los productores de la calle Yeşilçam, quiso arrastrarlos tras él. Por aquel entonces, como ahora, era todo el pueblo turco el que esperaba un «Salvador» y no sólo los «miserables pequeños burgueses» que viven en calles cubiertas de barro en casas de madera medio hundidas en esos barrios periféricos que menciona tan a menudo en sus artículos. El pueblo creía con la misma sinceridad y esperanza de siempre que si había un golpe militar se abarataría el pan, que se abrirían las puertas del Cielo si los pecadores pagaban por sus pecados. Pero por su ansia de que todos dependieran de él, por su avidez, las camarillas del golpe se enfrentaron unas a otras, el golpe militar se fastidió y los tanques que se pusieron en marcha aquella noche no fueron a la Casa de la Radio sino que se retiraron a sus cuarteles. Conclusión: como ves, seguimos arrastrándonos por el fango y, como nos da vergüenza ante los europeos, votamos de vez en cuando para que cuando vengan los periodistas extranjeros podamos decir con toda tranquilidad de corazón que nos parecemos a ellos. Eso no quiere decir que no haya salvación. La hay. Si los de la televisión inglesa hubieran querido hablar conmigo en lugar de con Celâl Efendi, les habría explicado el secreto de cómo Oriente puede seguir siendo Oriente miles de años más sin el menor problema. Galip Bey, hijo mío, tu primo Celâl Bey no es más que un desequilibrado digno de lástima. Para ser nosotros mismos no tenemos la menor necesidad de esconder pelucas, barbas de pega y ropajes históricos y extraños en el guardarropa como hace él. Mahmut I se disfrazaba todas las noches, pero ¿sabes lo que llevaba? Un fez en lugar del turbante de sultán y un bastón; eso era todo. No hay la menor necesidad de pasarse horas maquillándose cada noche, como Celâl, ni de ponerse extraños y ostentosos ropajes ni andrajos de pordiosero. Nuestro mundo es un todo, no algo compuesto por pedazos independientes. Fuera de este universo hay otro, pero no es un mundo que se oculte ni se disimule tras imágenes y decorados, como ocurre con el de los occidentales, para que tengamos que levantar los velos para descubrir victoriosamente la verdad oculta tras ellos. Nuestro modesto universo está en todas partes, no tiene un centro ni se puede encontrar en los mapas. Pero ése es también nuestro misterio: porque comprenderlo es muy, pero que muy difícil. Se necesita un período de prueba. Quiero preguntarte algo. ¿Cuántos grandes hombres hay que sepan que ellos mismos son el universo cuyo misterio buscan y que el universo entero se encuentra en el mismo que busca el secreto? Sólo cuando se llega a ese nivel de perfección tiene uno el derecho a ponerse en el lugar de otro, a disfrazarse. Sólo hay una opinión que comparto con tu tío Celâl: a mí, como a él, me dan pena esas pobres estrellas de cine nuestras que no pueden ser ni ellas mismas ni otras. Y además, me da todavía más pena nuestro pueblo, que se ve reflejado en esas estrellas. Esta nación podría haberse salvado, quizá todo Oriente, pero tu tío Celâl, el hijo de tu tío, la vendió por su propia ambición. Y ahora le da miedo lo que ha hecho y huye de toda la nación con la extraña ropa que esconde en sus armarios. ¿Por qué se oculta?

—Ya lo sabe —respondió Galip. Cada día se cometen diez o quince asesinatos políticos por las calles.

—Ésos no son asesinatos políticos, sino espirituales. Además, ¿qué le va a Celâl si falsos integristas, falsos marxistas y falsos fascistas se lanzan unos contra otros? A nadie le importa ya él. Ocultándose él mismo invita a la muerte para que creamos que es alguien lo bastante importante como para ser asesinado. En la época del Partido Demócrata teníamos un periodista, ahora fallecido, un buen hombre, tranquilo y cobarde, que para llamar la atención cada día escribía al fiscal de la prensa una carta, firmada con nombre falso, en la que se denunciaba para que se iniciara un proceso en su contra y así se hablara de él, Y por si eso no bastara, aseguraba que éramos nosotros quienes escribíamos las cartas. ¿Lo entiendes? Celâl Efendi, junto con su memoria, ha perdido su pasado, que era lo único que lo unía a nuestro país. No es una casualidad que ya no escriba artículos.

—Él me ha enviado aquí —dijo Galip y se sacó del bolsillo de la chaqueta los artículos. Me pidió que dejara sus nuevos artículos en el periódico.

—Déjame que los vea.

Mientras el anciano columnista leía los tres artículos sin quitarse las gafas oscuras, Galip vio que el tomo que había abierto sobre la mesa era una vieja traducción, en alfabeto antiguo, de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand. El anciano columnista llamó con una seña a un tipo alto que acababa de salir de la sala de redacción.

—Los nuevos artículos de Celâl Efendi —le dijo. La afición de siempre a demostrar su destreza, la de siempre…

—Ahora mismo los envío abajo para que preparen la composición —respondió el tipo alto. Estábamos pensando en poner uno de los viejos.

—Durante un tiempo seré yo quien les traiga los nuevos —dijo Galip.

—¿Por qué no aparece? —preguntó el alto. Hay mucha gente que lo anda buscando.

—Estos dos se disfrazan cada noche —intervino el anciano escritor señalando a Galip con la nariz. Cuando el alto se alejó sonriendo se volvió hacia Galip. Os metéis por callejones fantasmas, ¿no? Vais tras asuntos sucios, secretos extraños, espectros, muertos de hace ciento veinte años, os metéis en mezquitas de alminares hundidos, en edificios en ruinas, en casas vacías, en monasterios abandonados, entre falsificadores de moneda y traficantes de heroína, con ropa rara, con máscaras y con estas gafas, ¿no? Has cambiado mucho desde la última vez que te vi, Galip Bey, hijo mío. Tienes la cara más pálida, los ojos hundidos, te has convertido en otro. Las noches de Estambul nunca acaban… Un fantasma que no puede dormir por los remordimientos de sus pecados… ¿Qué?

—Devuélvame las gafas. Me gustaría irme…