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Los tres mosqueteros
Le pregunté quiénes eran sus enemigos. Y co-
menzó a enumerarlos. Y a enumerarlos. Y a
enumerarlos.
Conversaciones con Yabya Kemal,
SERMET SAMI UYSAL
Su entierro fue tal y como había temido veinte años antes y escrito treinta y dos años atrás; éramos nueve personas en total: dos hombres del pequeño asilo privado en Üsküdar, uno un ordenanza y el otro un compañero de dormitorio, un periodista, ahora jubilado, al que había protegido en sus años de mayor brillantez como columnista, dos despistados familiares sin la menor idea de la vida y obra del difunto, una extraña anciana griega con un sombrero con un velo de tul sujeto a la cabeza por una aguja que parecía las que llevaban los sultanes en el turbante, el señor imán, yo y el cadáver del escritor en su ataúd. Como el descenso del ataúd a la tumba coincidió justo con la tormenta de nieve de ayer, el imán pasó rápidamente por el capítulo de las oraciones; le echamos tierra encima a toda velocidad. Y luego, no sé cómo, nos dispersamos en un momento. Me encontré solo esperando el tranvía en la parada de Kısıklı. Al llegar a esta orilla subí a Beyoğlu, en el cine Alhambra ponían una película de Edward G. Robinson, La mujer del cuadro, y la vi encantado. ¡Siempre me ha gustado Edward G. Robinson! En la película era un funcionario fracasado y un pintor aficionado también fracasado pero que cambia de vestimenta y de personalidad para impresionar a su amor y se disfraza de millonario. No obstante, Joan Bennett, su amada, le engañaba a él también. Engañado, dolido, fastidiado; lo contemplamos con tristeza.
Cuando conocí al difunto (comencemos este segundo párrafo como el primero, con palabras que él tanto repitió en sus artículos), cuando conocí al difunto era un columnista septuagenario y yo rondaría la treintena. Iba a ver a un amigo en Bakirköy y estaba a punto de subir al tren de cercanías en Sirkeci cuando ¡qué veo! Estaba sentado en una de las mesas del restaurante cercano al andén con otros dos columnistas legendarios de mi niñez y primera juventud con unos vasos de rakı ante ellos. Lo más sorprendente no era encontrarme entre el alboroto y la multitud de mortales de la estación de tren de Sirkeci a aquellos tres viejos de al menos setenta años que vivían en la montaña de Kaf de mis fantasías literarias, sino ver a aquellos tres plumíferos, que a lo largo de toda su vida de escritores se habían insultado con auténtico odio, sentados a la misma mesa tomando rakı como si fueran los tres mosqueteros reunidos veinte años después en el mesón de Dumas padre. A lo largo de su medio siglo de vida literaria, en la que habían consumido tres sultanes, un califa y tres presidentes de la República, aquellos tres mosqueteros de la pluma se habían acusado, entre otras cosas, y algunas de ellas habían sido a veces ciertas, de ser ateos, jóvenes turcos, europeístas, nacionalistas, masones, kemalistas, republicanos, traidores a la patria, seguidores del sultán, occidentalistas, sectarios, plagiarios, pronazis, projudíos, proárabes, proarmenios, homosexuales, oportunistas, de trabajar a favor de la ley islámica, de comunistas, proamericanos y, por último, la moda de aquellos días, de existencialistas. (A todo esto, uno de ellos había escrito que «el mayor existencialista de todos los tiempos» había sido Ibn Arabi y que los occidentales se habían limitado a saquearlo e imitarlo setecientos años después). Después de observar un rato minuciosamente a los tres mosqueteros, seguí un impulso, me dirigí a su mesa y me presenté expresándoles mi admiración y teniendo cuidado en repartirla a partes iguales.
Quiero que los lectores entiendan esto: estaba muy excitado, era apasionado, joven, creativo, brillante, tenía éxito y me debatía en una indecisión que fluctuaba entre la autosatisfacción y la falta de confianza, entre una extremada buena intención y una astucia artera. A pesar de que vivía el entusiasmo de un columnista al principio de su carrera, ni me hubiera atrevido a acercarme a aquellos tres grandes maestros de mi profesión de no haber estado íntimamente seguro de que por entonces yo era más leído que ellos, recibía más cartas de lectores, escribía mejor, por supuesto, y de que al menos eran amargamente conscientes de los dos primeros hechos.
Por eso tomé con alegría, como un signo de victoria, el que me fruncieran el ceño. Por supuesto, se habrían portado mejor conmigo de haber sido un lector vulgar que les expresaba su admiración en lugar de un joven columnista de éxito. En un primer momento no me invitaron a sentarme a su mesa y esperé de pie; cuando lo hicieron me enviaron a la cocina como si yo fuera un camarero y fui; quisieron ver una revista semanal, corrí al quiosco y se la traje; a uno le pelé la naranja, a otro le recogí la servilleta que se le había caído al suelo reaccionando antes que él y respondí a sus preguntas tal y como ellos querían, modesto y avergonzado, y, no, señor mío, por desgracia no sabía francés pero por las noches intentaba descifrar Les Fleurs du Mal con el diccionario en la mano. Mi ignorancia hacía mi victoria aún más insoportable, pero mi modestia y mi vergüenza aliviaban mis culpas.
Años después, cuando yo hice lo mismo con jóvenes periodistas, comprendí mejor que lo que de hecho pretendían los tres maestros, mientras aparentaban no prestarme la menor atención y conversaban entre ellos, era simplemente impresionarme. Los escuchaba respetuoso y en silencio: ¿qué motivos reales habían obligado a convertirse al Islam a ese científico atómico alemán cuyo nombre no se caía de los titulares de los periódicos? Cuando el santo patrón de los columnistas turcos, Ahmet Mithat Efendi, había atrapado en un callejón oscuro una noche a Sait Bey el Elástico, que le había vencido en una disputa literaria, y le dio una buena paliza, ¿se había asegurado de que le prometiera abandonar la ardiente polémica que había entre ellos? ¿Era Bergson un místico o un materialista? ¿Cuál era la prueba de que en el mundo existía un «segundo universo» misteriosamente oculto? ¿Quiénes eran los poetas a los que en las últimas aleyas de la vigésimo sexta azora del Corán se les reprochaba que aparentaran hacer y creer determinadas cosas aunque no fuera cierto? Y en relación con eso, ¿era André Gide realmente homosexual o, como el poeta árabe Abu Nuwās, aparentaba ser de la otra acera aunque le gustaban las mujeres porque sabía que así les llamaría la atención? ¿Se había equivocado Julio Verne al describir en el párrafo inicial de su novela Kerabán el testarudo la plaza de Tophane y la fuente de Mahmut I porque había usado un grabado de Melling, o porque había plagiado tal cual la descripción de Lamartine en su Voyage en Orient? ¿Había incluido Mevlâna en el tomo quinto de su Mesnevi la historia de la mujer que muere fornicando con un asno por el cuento en sí o por la moraleja?
Como mientras discutían de manera educada y cuidadosa aquella última pregunta sus miradas se deslizaron hacia mí y sus blancas cejas me enviaron signos de interrogación, les di mi opinión: había incluido el cuento allí por sí mismo, como todos los demás cuentos, pero había querido taparlo con el velo de tul de la moraleja. El escritor a cuyo entierro fui ayer me preguntó: «Hijo, cuando escribe un artículo, ¿lo hace con intención moral o por divertir?». Para demostrar que tenía las ideas muy claras sobre cualquier asunto, me agarré a la primera respuesta que me vino a la cabeza: «Para divertir, señor». No les gustó. «Es usted joven y está al principio de su carrera —me dijeron. Vamos a aconsejarle un poco». Salté de mi asiento entusiasmado. «¡Señores, me gustaría tomar nota de sus consejos!», les respondí y muy excitado fui de una carrera a la caja y le pedí al propietario del restaurante unos papeles. Me gustaría compartir con ustedes, lectores míos, los consejos sobre la profesión de columnista que escribí en una cara de aquellos papeles que por la otra tenían impreso el nombre del restaurante con la tinta verde de una pluma lacada que me prestaron durante aquella larga charla de un domingo.
Sé que hay algunos lectores que sienten una curiosidad impaciente por el nombre de aquellos maestros hoy olvidados; esperan que, por lo menos, les susurre al oído los nombres de esos tres mosqueteros de la pluma, algo que he conseguido ocultar hasta ahora, pero no voy a hacerlo. No para que los tres descansen en sus tumbas, sino para separar al lector que se merece esa información del que no se la merece. Con ese objeto, voy a recordar a cada uno de los tres columnistas muertos con el seudónimo que usaban otros tantos sultanes al escribir poesía. Los que averigüen a qué sultán corresponde cada sinónimo quizá puedan resolver este misterio, que por otra parte carece de la menor importancia, si se tiene en cuenta que existe un paralelismo entre los nombres de los sultanes poetas y los de mis maestros. Pero el verdadero enigma está oculto en el misterio de la partida de ajedrez de orgullo que jugaron los maestros a golpe de consejos. Como aún no entiendo del todo la belleza de ese misterio, de manera parecida a los desgraciados incapaces que comentan en las secciones de ajedrez de las revistas las jugadas de los grandes maestros sin comprenderlas, he colocado entre las opiniones de mis maestros y entre paréntesis mis humildes comentarios y mis modestas ideas.
A: El Justo. Ese día de invierno llevaba un traje color crema de paño inglés (escribo eso porque aquí llamamos paño inglés a cualquier tela cara) y una corbata oscura. Era alto y tenía un bigote blanco bien cuidado y peinado. Usaba bastón. Con la apariencia de un gentleman inglés sin dinero, aunque no sé si es posible ser un caballero sin tener dinero.
B: El Afortunado. El nudo de la corbata suelto y ésta tan arrugada como su cara. Llevaba una vieja chaqueta, manchada y sin planchar. Debajo de ella se veía un chaleco y en el bolsillo del chaleco la cadena del reloj. Era gordo y descuidado. Siempre tenía en la mano uno de esos cigarrillos a los que llamaba con cariño «mis únicos amigos» y que acabarían traicionando aquella amistad unilateral matándole de un paro cardíaco.
C: El Hermoso. Nervioso y pequeño. Sus esfuerzos por ser limpio y pulcro no pueden ocultar su ropa de profesor jubilado. Chaqueta y pantalones desvaídos de repartidor de Correos y zapatos de suela de goma del Sümerbank. Gafas gruesas, miopía avanzada, de una fealdad que se podría calificar de «agresiva».
Aquí están los consejos de mis maestros y mis patéticas reflexiones:
l.C: Escribir por el mero placer del lector deja al columnista en mar abierto y sin brújula.
2.B: Pero el columnista no es ni Esopo ni Mevlâna. Siempre extrae la moraleja del cuento y no el cuento de la moraleja.
3.C: Escribe no según la inteligencia del lector sino según la tuya propia.
4.A: La brújula es la historia (referencia evidente a l.C).
5.C: Sin entrar en el misterio de nuestra historia y de nuestros cementerios es imposible hablar de nosotros ni de Oriente.
6.B: La clave de la cuestión Oriente-Occidente está oculta en esta frase de Arif el Barbudo: «¡Ah, desdichados que miráis a Occidente en el barco silencioso que se dirige a Oriente!». (Arif el Barbudo era un personaje de la columna de B que éste había creado inspirándose en una persona real).
7.A-B-C: Créate un florilegio de refranes, dichos, chistes, anécdotas, versos y aforismos.
8.C: Después de haber escogido un tema, no podrás encontrar el aforismo que lo corone, busca un tema adecuado que vaya debajo de la corona después de haber encontrado el aforismo.
9.A: No te sientes a escribir sin haber encontrado la primera frase.
10.C: Ten convicciones sinceras.
11.A: Y si no tienes una convicción sincera, que el lector se convenza de que estás convencido.
12.B: Eso que llamas lector no es más que un niño que quiere ir a la feria.
13.C: El lector no perdona al que blasfema contra Mahoma, pero Dios además le castiga con una perlesía (como notaba que 11 había sido una agresión contra él, ahora aludía a la parálisis casi imperceptible que sufría en la comisura de la boca A, que había escrito un artículo sobre el matrimonio y las actividades comerciales de Mahoma).
14.A: Quiere a los enanos, los lectores también los quieren (respuesta a 13.C con referencia a la pequeña estatura de C).
15.B: Por ejemplo, la misteriosa casa de los enanos en Üsküdar es un buen tema.
16.C: La lucha también es un buen tema, pero sólo cuando se hace por deporte y cuando se escribe sobre ella como deporte (creyendo que 15 era un ataque, se refería a los rumores de pederastia de B a causa de su afición a la lucha y a que hablaba de ella como si fuera el cuento de nunca acabar).
17.A: El lector es alguien con problemas económicos, de una edad mental de doce años, casado, con cuatro hijos y buen padre de familia.
18.C: El lector es desagradecido como un gato.
19.B: El gato, que es un animal inteligente, no es desagradecido; simplemente sabe que no debe confiar en los escritores a los que les gustan los perros.
20.A: No te preocupes por gatos ni perros, sino por los problemas del país.
21.B: Entérate de las direcciones de los consulados (referencia al rumor de que durante la Segunda Guerra Mundial C había comido gracias al consulado alemán y A al inglés).
22.B: Entra en polémicas, pero sólo si puedes destrozar al contrario.
23.A: Entra en polémicas, pero sólo si puedes atraer a tu lado a tu jefe.
24.C: Entra en polémicas, pero sólo si puedes llevarte contigo tu abrigo (alusión a la famosa respuesta que dio B cuando explicó por qué en lugar de unirse a la Guerra de Liberación había preferido quedarse en el Estambul ocupado: «¡No soporto el invierno de Ankara!»).
25.B: Responde a las cartas de tus lectores; si no hay quien te escriba, escríbete tú mismo y respóndete.
26.C: Nuestra maestra y santa patrona es Sherezade; no lo olvides, tú, como ella, simplemente insertas cuentos de cinco o diez páginas entre los hechos de eso que llaman «vida».
27.B: Lee poco pero con gusto, parecerás más leído que el que lo hace mucho pero aburrido.
28.B: Sé zalamero, conoce a gente para tener recuerdos con los que escribir artículos cuando se mueran.
29.A: Si empiezas un artículo en memoria de alguien llamándole el difunto, no lo acabes insultándolo.
30.A-B-C: Evita en lo posible las siguientes frases: a) Anteayer mismo el difunto estaba vivo; b) Nuestra profesión es desagradecida, nuestros artículos se olvidan al día siguiente; c) ¿Escucharon ayer en la radio el programa Tal?; d) ¡Cómo pasan los años!; e) Si el difunto viviera, ¿qué pensaría de este desastre?; f) Esto no se hace así en Europa; g) El pan, o cualquier otra cosa, estaba a tanto hace años; h) Luego este suceso me recordó lo siguiente.
31.C: La palabra «luego» es, de hecho, sólo para los escritores novatos que desconocen su arte.
32.B: Todo lo que haya en una columna que sea arte no es columnismo; todo lo que tenga de columnismo no es arte.
33.C: No alabes la inteligencia del que apaga su ardor por el arte violando la poesía (pulla a la afición poética de B).
34.B: Escribe de manera fácil y te leerán con facilidad.
35.C: Escribe de manera difícil y te leerán con facilidad.
36.B: Si escribes de manera difícil acabarás con una úlcera.
37.A: Si acabas con una úlcera, serás un artista (en ese momento, con las primeras palabras cariñosas que se dirigían, se echaron a reír todos juntos).
38.B: Envejece lo antes posible.
39.C: ¡Envejece y podrás escribir un buen artículo sobre el otoño! (volvieron a sonreírse afectuosamente).
40.A: Los tres grandes temas son la vida, la muerte y la música, por supuesto.
41.C: Pero ¿qué es el amor? Tendrás que tomar una decisión al respecto.
42.B: Busca el amor (debo recordar al lector que entre estos consejos se producían largos silencios, interrupciones y mutismos).
43.C: ¡Oculta tu amor, porque eres un escritor!
44.B: El amor es búsqueda.
45.C: Ocúltate para que crean que tienes un secreto.
46.A: Deja sentir que tienes un secreto para que las mujeres te amen.
47.C: Cada mujer es un espejo (en ese momento, como abrieron otra botella, me invitaron a rakı).
48.B: Recuérdanos bien (por supuesto que les recordaré, señor mío, dije, y como podrá comprender el lector avisado he escrito muchos de mis artículos recordándolos a ellos y sus historias).
49.A: Sal a la calle, mira las caras, ahí hay un buen tema para ti.
50.C: Deja sentir que tienes conocimiento de secretos históricos, pero que, por desgracia, no puedes escribir sobre ellos (en ese punto C contó una historia; la historia, que narraré en otro artículo, del enamorado que le decía a su amada «yo soy tú». Por primera vez sentí la existencia del secreto que sentaba cariñosamente a la misma mesa a aquellos tres escritores que se habían pasado medio siglo insultándose).
51.A: No olvides que todo el mundo es enemigo nuestro.
52.B: Nuestro pueblo quiere profundamente a sus generales, su infancia y a sus madres, quiérelos tú también.
53.A: No uses epígrafes porque matarían el misterio de la escritura.
54.B: Si tiene que morir así, mata entonces tú también el misterio, ¡mata al falso profeta vendedor de misterios!
55.C: Si usas epígrafes, no los tomes de libros occidentales, ni sus personajes ni sus autores se parecen a nosotros; no los tomes nunca de libros que no has leído porque eso es exactamente lo que hace el Deccal.
56.A: No lo olvides, eres ángel y demonio, eres el Deccal y Él, porque los lectores se aburren de alguien absolutamente malo o absolutamente bueno.
57.B: Pero cuando el lector comprenda que el Deccal ha tomado la apariencia de Él, cuando se dé cuenta con horror de que quien él creía el Salvador es el Deccal, de que ha sido engañado, ¡por Dios que será capaz de pegarte un tiro en un callejón oscuro!
58.A: Sí, por esa razón, esconde el misterio; que no se te ocurra vender el secreto de tu profesión.
59.C: No olvides que tu secreto es el amor. El amor es la palabra clave.
60.B: No, la palabra clave está escrita en nuestras caras, y escucha.
61.A: ¡Es el amor, es el amor, es el amor, el amor…!
62.B: No temas los plagios porque todo el secreto de que a duras penas leemos y escribimos, todo nuestro secreto, esta oculto en nuestro espejo místico. ¿Conoces la historia de Mevlâna de la competición de pintores? Él la tomó de otros a su vez, pero él… (la conozco, señor mío, le dije).
63.C: Un día, cuando seas viejo, cuando te preguntes si una persona puede ser ella misma, también te preguntarás si has entendido o no este misterio. ¡No lo olvides! (No lo he olvidado).
64.B: ¡No olvides tampoco los viejos autobuses, ni los libros escritos a vuelapluma, a los pacientes y a los que no comprenden tanto como a los que comprenden!
En algún lugar de la estación, quizá en el interior del restaurante, sonaba una canción que hablaba de manera un tanto hueca del amor, de la amargura y de lo absurdo de la vida; en ese momento se olvidaron de mí y, recordando que cada uno de ellos era una anciana y bigotuda Sherezade, comenzaron a contarse historias de forma amistosa, fraterna, triste. He aquí algunas:
La divertida y amarga historia del desafortunado columnista cuya única pasión en la vida era describir el viaje que hizo Mahoma por los Siete Cielos y que tanto se entristeció cuando supo que, años antes, Dante había hecho algo parecido. La del sultán loco y pervertido que en su infancia perseguía cornejas con su hermana por las huertas. La del escritor que perdió sus sueños cuando su mujer lo abandonó. La del lector que comenzó a creerse que era a un tiempo Albertine y Proust. La del columnista que se vestía como el sultán Mehmet el Conquistador. Etcétera, etcétera.