9

Alguien me sigue

A veces caía la nieve, a veces la oscuridad.

Hüsn-ü Aşk, JEQUE GALIP

A lo largo de todo ese día Galip recordaría una y otra vez, como quien recuerda el único detalle que le queda de una pesadilla agorera, el viejo sillón que vio esa mañana después de salir de casa de su amigo Saim el archivero mientras bajaba a Karaköy por las antiguas calles de Cihangir y por sus estrechas aceras escalonadas. Alguien había abandonado el sillón en una de las empinadas cuestas de la parte de atrás de Tophane, por donde en tiempos tanto había vagado Celâl siguiendo la pista del tráfico de opio y grifa en Estambul, ante las rejas cerradas de las carpinterías y de los establecimientos de vendedores de papel pintado, suelos de linóleo y cenefas de escayola. El barniz de los brazos y las patas se le había desprendido, el cuero del asiento estaba desgarrado como si le hubieran hecho una herida y por entre el cuero brotaban sin esperanza alguna los oxidados muelles como si fueran las tripas que brotan de un caballo de un escuadrón de caballería al que le han rajado el vientre.

Al llegar a Karaköy, Galip estuvo a punto de pensar que la soledad de la cuesta donde había visto el sillón y el hecho de que la plaza se encontrara vacía (a pesar de que pasaban de las ocho) estaban relacionados con algún desastre cuyas señales todos hubieran interpretado. Era como si a causa de aquella catástrofe que se acercaba hubieran atado unos a otros los transbordadores, que ya debían estar navegando, y los fuelles se encontraran desiertos, como si los vendedores ambulantes, los fotógrafos que hacían fotografías instantáneas y los pedigüeños de rostros quemados por el sol que atestaban el puente de Gálata hubieran decidido pasar sus últimos días descansando. Galip, apoyado en el parapeto del puente y mirando las turbias aguas, recordó primero cómo los niños que en tiempos se congregaban en aquel rincón del puente se sumergían en el agua para sacar las monedas que los turistas cristianos arrojaban al Cuerno de Oro, y luego se preguntó por qué Celâl no habría mencionado esas monedas, que años más tarde tendrían un significado completamente distinto, en el artículo en el que hablaba sobre el día en que las aguas se retiraran del Bósforo.

Subió a su despacho y comenzó a leer la nueva columna de Celâl. De hecho, no era nueva, sino que se había publicado años antes. Aquello, de la misma forma que era una clara señal de que Celâl llevaba tiempo sin enviar ningún nuevo artículo al periódico, podía ser un indicio secreto de alguna otra cosa. Y en cuanto a la pregunta central del artículo, «¿Le cuesta trabajo ser usted mismo?», y al barbero protagonista de la columna, que era quien la preguntaba, quizá no se refirieran a los significados a los que parecía apuntar el artículo, sino a otros, secretos, asentados en el mundo exterior.

Galip recordaba que tiempo atrás Celâl le había comentado algo al respecto: «La mayor parte de la gente —le dijo Celâl— no se da cuenta de las particularidades esenciales de los objetos simplemente porque las tienen delante de las narices. Sin embargo, ven y notan las secundarias porque están apartadas en un rincón y sólo por eso les llaman la atención. Por ese motivo en mis artículos nunca aparece absolutamente claro lo que quiero mostrarles y aparento encajarlo en un rincón de la columna. Ese rincón en el que oculto el verdadero significado no está demasiado escondido, por supuesto, lo hago como si quisiera engañar a un niño jugando al escondite, pero también porque sé que el niño se creerá rápidamente lo que encuentre allí. Pero lo peor es que arrojan a un lado el periódico sin percibir ni el significado completamente evidente que tienen delante de sus narices en el resto del artículo ni los significados ocultos y casuales que requerirían un poco más de paciencia e inteligencia».

Galip arrojó a un lado el periódico y obedeciendo a un impulso interior fue al Milliyet a ver a Celâl. Sabía que Celâl bajaba más al periódico los fines de semana, cuando estaba desierto, y esperaba encontrarlo a solas en su despacho. Mientras subía la cuesta pensaba en decirle sólo que Rüya se encontraba ligeramente enferma. Luego le contaría la historia de un cliente sumido en la desesperación porque su mujer le había abandonado. ¿Qué opinaría Celâl de un cuento así? La amada mujer de un ciudadano al que todo le iba bien, honesto, trabajador, con la cabeza en su sitio, comedido, abandonaba repentinamente a su esposo de una manera totalmente contraria a nuestra historia y nuestras tradiciones. ¿Qué podría indicar eso? ¿De qué significado secreto podía ser indicio? ¿Qué signo de qué apocalipsis? Celâl se lo explicaría después de escuchar con atención los detalles de la historia de Galip; cuando Celâl explicaba las cosas, el mundo entero cobraba sentido, las verdades «ocultas» que teníamos delante de las narices se convertían en partes sorprendentes de una historia rica en detalles que ya sabíamos de antes pero que no sabíamos que la supiéramos, y así la vida se hacía más soportable. Mientras observaba las brillantes ramas de los húmedos árboles del jardín del consulado de Irán, Galip pensaba que preferiría vivir en un mundo explicado por Celâl que en el suyo propio.

No pudo encontrar a Celâl en su despacho. La mesa estaba recogida, los ceniceros vacíos y no estaba su taza de té. Galip se instaló en el sillón morado en que se sentaba cada vez que entraba en aquella habitación y comenzó a esperar. Sentía la absoluta convicción de que poco después oiría las carcajadas de Celâl en una de las salas del interior.

Había recordado muchas cosas cuando por fin perdió la convicción. La primera vez que fue al periódico, sin que en casa lo supieran, acompañado de un compañero de clase que luego se enamoraría de Rüya, con la excusa de recoger unas invitaciones para un concurso de la radio que se emitiría en directo (a la vuelta Galip dijo avergonzado «También nos habría llevado a la imprenta, pero no tenía tiempo». «¿Has visto las fotos de mujeres que tenía en la mesa?», le contestó su compañero). Cómo en su primera visita con Rüya Celâl les había llevado a la imprenta («¿Usted también quiere ser periodista, señorita?», le había preguntado el anciano encargado de las máquinas y Rüya le hizo la misma pregunta a Galip en el camino de vuelta) y cómo había soñado en aquel despacho como si fuera un lugar de Las mil y una noches, lleno de papeles y sueños donde se creaban historias y vidas maravillosas que él ni siquiera era capaz de imaginar…

Esto fue lo que encontró Galip cuando comenzó a revolver precipitadamente la mesa de Celâl para encontrar nuevos papeles e historias y para olvidar, para olvidar: cartas de lectores sin abrir, lápices, recortes de prensa (la noticia marcada con bolígrafo verde del asesinato cometido años atrás por un marido celoso), fotografías de rostros recortadas de revistas extranjeras, retratos, algunas notas escritas a mano en papelitos con la letra de Celâl («No olvidar: la historia del príncipe heredero»), frascos de tinta vacíos, cerillas, una corbata espantosa, libros populares bastante básicos sobre el chamanismo, los hurufíes y métodos de desarrollo de la memoria, un bote de somníferos, fármacos vasodilatadores, botones, un reloj de pulsera parado, fotografías que salían de la carta abierta de un lector (en una estaba Celâl con un oficial de escaso pelo; en la otra dos luchadores de lucha turca y un simpático perro kangal miraban a la cámara en un merendero campestre), lápices de dibujar, peines, boquillas de cigarrillos y bolígrafos de todos los colores…

En la carpeta que había sobre la mesa encontró dos cartapacios en los que estaba escrito «Usados» y «Reservas». En la carpeta de «Usados» estaban, junto con sus copias a máquina, los artículos de Celâl publicados en los últimos seis días así como un artículo dominical aún sin publicar. Teniendo cuenta que el artículo dominical aparecería al día siguiente debían haberlo devuelto a la carpeta después de hacer la composición y añadir las ilustraciones.

En la carpeta de «Reservas» sólo pudo encontrar tres artículos. Los tres ya habían sido publicados años antes. Bastante probablemente había un cuarto en el piso inferior en la mesa de composición para ser publicado el lunes, así pues los artículos bastarían hasta el jueves. ¿Quería aquello decir que Celâl se había marchado de viaje o de vacaciones sin avisar a nadie? Pero Celâl nunca salía de Estambul.

Galip entró en la amplia sala de redacción para preguntar por él y sus pasos le llevaron involuntariamente hasta una mesa donde charlaban dos hombres. Uno era un viejo malhumorado que años atrás y bajo el seudónimo de Neşati, con el que era conocido por todo el mundo, había mantenido con Celâl una violenta polémica. Ahora publicaba artículos de memorias, de un airado moralismo, en el mismo periódico que Celâl pero en una columna menos importante y menos leída.

—¡Celâl Bey lleva días sin aparecer! —le dijo con la misma cara larga de bulldog que mostraba en la fotografía de su columna. ¿Qué tiene usted que ver con él?

Galip estaba a punto de encontrar en los desordenados archivos de su memoria quién era el segundo periodista cuando éste le preguntó por qué buscaba a Celâl Bey. El hombre era aquel Sherlock Holmes de gafas oscuras que jamás se tragaba una trola de las páginas del corazón: sabía que nuestra famosa estrella de tantas películas, que ahora aparentaba las afectadas maneras de una dama otomana, había trabajado hacía tantos años en tal callejón de Beyoğlu en la lujosa casa de una madame, sabía que la aristócrata argentina «cantante vedette» era en realidad una argelina musulmana traída a Estambul cuando trabajaba como equilibrista por los pueblos de Francia.

—Así que son ustedes parientes —comentó el periodista del corazón. Creía que Celâl Bey no tenía otra familia que su difunta madre.

—¡Oh, oh! —replicó el polemista. De no ser por sus parientes, ¿estaría Celâl Efendi donde está hoy? Por ejemplo, tenía un cuñado que le llevaba de la mano a todas partes. Ese hombre tan pío fue quien le enseñó a escribir aunque luego él le traicionó. Ese cuñado suyo era miembro de una comunidad nakşibendi que celebraba sus ceremonias en secreto en una antigua fábrica de jabones en Kumkapı. Cada semana, después de las ceremonias, en las que se usaban una serie de cadenas, prensas de aceite, velas y pastillas de jabón, se sentaba y escribía un informe al Servicio Nacional de Inteligencia sobre los miembros de la comunidad. En realidad, el hombre quería probar que los fieles de aquella orden, a quienes estaba denunciando a los militares, no hacían nada que pudiera ser perjudicial para el Estado. Le enseñaba los informes a su cuñado, que tanta curiosidad sentía por la escritura, para que Celâl leyera, aprendiera y para que desarrollara el gusto de escribir. En los años en que las ideas de Celâl derivaron a la izquierda, siguiendo el viento que soplaba entonces, usó despiadadamente el estilo de aquellos informes mezclándolo con símiles y metáforas que tomaba directamente de Attar, de Abu Jurasani, de Ibn Arabi y de las traducciones de Bottfolio. ¿Cómo podían saber los que luego encontraban en sus símiles (que siempre se basaban en los mismos estereotipos) puentes de renovación que nos ligaban a la cultura del pasado que el inventor de aquellos pastiches era otro? Además, aquel prodigioso cuñado cuya existencia quiso Celâl que fuera olvidada era un hombre versátil: fabricó unas tijeras con espejo para facilitar su trabajo a los barberos; desarrolló un artefacto para circuncidar que no permitiera tantos desagradables accidentes que oscurecen el futuro de nuestros hijos; inventó una horca que no provocaba dolor porque usaba una cadena en lugar de una cuerda engrasada y un suelo deslizante en lugar de una silla. En los años en que todavía sentía necesidad del afecto de su querida hermana mayor y de su cuñado, Celâl presentaba entusiasmado aquellos inventos en su sección de «Increíble pero cierto».

—Disculpa, pero es exactamente al revés —le contradijo el periodista del corazón. En los años en que preparaba la sección de «Increíble pero cierto» Celâl Bey estaba completamente solo. Voy a contarte una escena de la que fui testigo personalmente, no nada que haya oído de otros.

Aquello parecía una escena sacada de una película local en la que se contaran los años de pobreza y soledad de dos jóvenes de buen corazón que acabarían alcanzando el éxito. Poco antes de una Nochevieja, en su pobre casa de un barrio pobre, Celâl, el inexperto periodista, le comunica a su madre que la rama rica de la familia le ha invitado a celebrar la Nochevieja en su casa de Nişantaşi. Allí pasará una noche divertida y ruidosa con las alegres hijas y los revoltosos hijos de sus tías y sus tíos paternos, y después quién sabe qué otras diversiones buscarían por la ciudad. Su madre, la costurera, alegre sólo imaginándose la felicidad de su hijo, tiene una buena noticia para él: para esa noche ha arreglado en secreto la vieja chaqueta de su difunto padre hasta dejarla a su medida. Mientras Celâl se pone aquella chaqueta, que le sienta como un guante (una escena que hace acudir las lágrimas a los ojos de su madre: «¡Estás exactamente igual que tu padre!»), la madre reliz se tranquiliza al escuchar que otro periodista amigo de su fojo también ha sido invitado a la fiesta. Cuando aquella noche salen juntos de la casa de madera a la calle fangosa por las escaleras frías y oscuras, dicho periodista, el testigo de nuestra lstoria, se entera de que nadie, ni sus parientes ricos ni nadie más, ha invitado esa noche al pobre Celâl. Además, Celâl debe quedarse esa noche de guardia en el periódico para afrontar los gastos de la operación de su madre, que se está quedando ciega a fuerza de coser a la luz de las velas.

No le hicieron demasiado caso a la declaración que realizó Galip tras el silencio que siguió a la historia de que algunos detalles no se ajustaban a la vida real de Celâl. Sí, por supuesto, podían equivocarse en lo que se refería al parentesco de algunos familiares y a algunas fechas; puesto que el padre de Celâl seguía vivo («¿Está usted seguro de eso, señor mío?»), podían haber confundido al padre con el abuelo o a la hermana con la tía, pero, por lo que se veía, tampoco tenían la menor intención de dar demasiada importancia a aquellos errores. Después de sentar a Galip a su mesa, de invitarle a un cigarrillo y de no escuchar la respuesta a una pregunta que le hicieron («¿Qué ha dicho que es exactamente de él?»), se dedicaron a colocar una a una las fichas de un ajedrez imaginario que sacaban de la bolsa de sus recuerdos.

Celâl estaba tan sumido en el cariño inagotable de su familia que, en la desesperanzada época en que estaba prohibido hablar de cualquier cosa que no fueran los problemas del ayuntamiento, le bastaba con recordar los días de su infancia en aquella enorme mansión, desde cada una de cuyas ventanas se veía un tilo, y verterlos en un artículo que ni los lectores ni los censores podían entender.

No, las relaciones de Celâl con la gente que no fuera de su profesión eran tan reducidas que, cuando se veía obligado a asistir a alguna reunión multitudinaria, siempre quería que se encontrara a su lado algún amigo de confianza del que pudiera imitarlo todo, de los gestos a las palabras, de la manera de vestir a la de comer.

En absoluto. ¿Cómo explicar que un joven periodista cuya única misión era preparar los crucigramas y los «Consejos a las lectoras» hubiera podido colmar sus ambiciones en el breve plazo de tres años consiguiendo una columna que no sólo era la más leída del país sino también de los Balcanes y de Oriente Medio y que pudiera enfrentarse con toda tranquilidad a las calumnias que habían comenzado a surgir a izquierda y derecha de no ser gracias al apoyo de una poderosa familia que le protegía con un cariño que no se merecía?

La razón de que en su columna Celâl hubiera arrastrado por el fango con un tono burlón despiadado y nada comprensivo la bienintencionada «fiesta de cumpleaños» que uno de los grandes hombres del Estado, consciente de que uno de los pilares de la civilización occidental eran los «cumpleaños» y deseoso de que tan humana costumbre arraigara entre nosotros, había organizado en el octavo aniversario de su hijo ordenando que se preparara una tarta de crema y fresas en la que ardían ocho velas e invitando a los amigos de su hijo, a una vieja levantina que aporreaba el piano y a la prensa, no era, como se creía, ideológica, política ni estética, sino que Celâl comprendió con amargura que en su vida había recibido tal manifestación de amor paterno ni, de hecho, de ningún amor.

El hecho de que ahora no se le encontrara por ningún rincón, el que las direcciones y los números de teléfono que había dejado resultaran erróneos o falsos, se debía al extraño e incomprensible odio que Celâl sentía por la familia cercana y lejana, a cuyo cariño no había podido responder, y por todo el género humano (Galip había preguntado dónde podría encontrar a Celâl).

No, la razón de que se escondiera en un rincón inalcanzable de la ciudad exiliándose de toda la humanidad era, por supuesto, otra totalmente distinta: por fin había comprendido que no podría liberarse de aquel despiadado sentimiento de soledad y de la enfermedad que le impedía mezclarse con los demás, que le envolvían como un halo de mala fortuna desde el día en que nació; resignado, se había abandonado, como el enfermo terminal que se abandona a su enfermedad, en brazos de una soledad sin esperanza de la que no podría escapar en quién sabe qué remota habitación.

Galip preguntaba por el barrio donde podría estar aquella remota habitación y hablaba de un equipo de televisión «europeo» que buscaba a Celâl Bey…

—¡Lo cierto es que dentro de poco a Celâl Bey le van a dejar sin trabajo! —le interrumpió Neşati, el columnista y polemista. Hace diez días que no manda un artículo nuevo. ¡Y todo el mundo se ha dado cuenta de que los que ha dejado de reserva no son sino artículos de hace veinte años pasados a máquina!

Tal y como Galip esperaba y deseaba, el periodista del corazón se opuso a aquella afirmación: sus artículos se leían con mayor interés que nunca, los teléfonos sonaban sin parar, del correo salían cada día al menos veinte cartas para Celâl Bey.

—Sí —repuso el polemista—, son cartas con propuestas de putas, de chulos, de terroristas, de hedonistas, de traficantes de drogas y de antiguos gángsteres a los que ha alabado en sus artículos.

—¿Las abres y las lees a escondidas? —le preguntó el periodista del corazón.

—¡Lo mismo que tú! —replicó el polemista.

Ambos se incorporaron en sus asientos como ajedrecistas satisfechos de sus movimientos de apertura. El polemista sacó una cajita de un hondo bolsillo de su chaqueta y se la enseñó a Galip con el extremo cuidado del ilusionista que les muestra a los espectadores un objeto que inmediatamente después va a desaparecer.

—El único punto en común que ahora tenemos ese Celâl Bey del que usted asegura ser pariente y yo, es esta medicina para el estómago que ve. Corta de inmediato las secreciones de ácido. ¿Quiere una?

Galip, para poder participar en ese juego que no sabía exactamente dónde había empezado y adonde llegaría pero al que tanto le gustaría jugar, aceptó una de las pastillas blancas y se la tragó.

—¿Le ha gustado nuestro jueguecito? —le preguntó el viejo columnista sonriendo.

—Estoy intentando averiguar las reglas —le respondió Galip receloso.

—¿Lee usted mis artículos?

—Sí.

—Cuando coge el periódico, ¿lee primero el mío o el de Celâl?

—Celâl es pariente mío.

—¿Sólo por eso lo lee primero? —dijo el anciano escritor. ¿Es la familia una atadura más poderosa que un buen artículo?

—¡También son buenos los artículos de Celâl! —replicó Galip.

—Cualquiera podría escribirlos. ¿Es que no lo comprende? Además algunos son tan largos como para no poder llamarlos columnas. Resúmenes de cuentos. Adornos artísticos. Palabras vacías. Unas cuantas trampas corrientuchas, eso es todo lo que hay. Siempre hablará de sus recuerdos, de cosas agradables y dulces como la miel. De vez en cuando atrapará una paradoja. Usará el truco que los poetas del Diván llamaban «supuesta ignorancia» y que consiste en aparentar que no se sabe algo. Contará lo que no ha ocurrido como si hubiera pasado y al contrario. Y si no lo consigue con todo eso, ocultará la vaciedad de su artículo con esas frases pomposas que sus admiradores toman por bellas. Como él, todos tenemos Una vida, unos recuerdos, un pasado. Todos podemos jugar a ese juego, tanto como él. ¡Cuénteme una historia!

—¿Qué tipo de historia?

—La primera que se le venga a la cabeza. Una historia.

—Un día la hermosa mujer de un hombre que la quería muchísimo lo abandonó —dijo Galip. Él empezó a buscarla. Allá donde fuera por la ciudad encontraba su rastro pero no a ella misma…

—¿Y?

—Ya está.

—¡No, no, tiene que seguir! —contestó el anciano columnista. ¿Qué era lo que ese hombre veía en los rastros que encontraba por la ciudad? ¿Era realmente hermosa su mujer? ¿Con quién se escapó?

—El hombre veía su propio pasado en los rastros que encontraba por la ciudad. Las huellas de su pasado con su hermosa mujer. O no sabía con quién se había escapado, o no quería saberlo, porque como a cada sitio que iba encontraba las huellas del pasado vivido con su esposa, pensaba que el hombre con quien se había escapado su mujer o el lugar al que había ido debían encontrarse también en su propio pasado.

—El tema está bien —dijo el anciano columnista. Una bella mujer muerta o desaparecida, como decía Poe. Pero un cuentista debe ser más decidido. Porque el lector no confía en el autor que se muestra inseguro. Terminemos el cuento usando los trucos de Celâl… Recuerdos: dejemos que la ciudad hierva de dulces recuerdos para el hombre. Estilo: que las pistas que proporcionan esos recuerdos, enterradas entre palabras adornadas, señalen a la nada. Supuesta ignorancia: que el hombre aparente no saber con quién se ha fugado su mujer. Paradoja: y así, que el hombre con el que ha huido su mujer sea él mismo. ¿Qué tal? Ya ven, ustedes también podrían escribir esos artículos. Cualquiera podría.

—Pero sólo Celâl los escribe —contestó Galip.

—De acuerdo. Pero a partir de ahora puede escribirlos usted también —le respondió el viejo escritor con el gesto de quien pone punto final a una discusión.

—Si le busca, consulte sus artículos —intervino el periodista del corazón. Está en algún lugar de ellos. Sus artículos están llenos de mensajes enviados a izquierda y derecha, pequeños mensajes personales. ¿Me entiende?

Como respuesta, Galip le dijo que, cuando era niño, Celâl le enseñaba las frases que formaban las primeras y las últimas palabras de los párrafos de sus crónicas. Le dijo que le había enseñado los anagramas que preparaba para engañar a la censura y al fiscal encargado de la prensa, los encadenamientos que hacía con las primeras y las últimas sílabas de cada frase, los acrósticos que formaba con las mayúsculas y los juegos de palabras destinados a enfadar a «nuestra tía».

—¿Su tía era una solterona? —le preguntó el periodista del corazón.

—Nunca se casó —le contestó Galip.

¿Era cierto que Celâl Bey se había peleado con su padre a causa de un asunto de un piso?

Galip respondió que se trataba de «un asunto» muy antiguo.

¿Era cierto que un tío suyo que era abogado confundía las actas de los juicios, la jurisprudencia y las leyes con menús de restaurantes y tarifas de los transbordadores?

Según Galip, aquello podía ser una historia inventada, como las demás, como todo.

—¿Lo entiendes, jovencito? —le dijo el viejo escritor con una voz nada agradable. Nada de esto se lo ha contado Celâl Bey. Todos esos sentidos los ha extraído uno a uno de los artículos de Celâl nuestro compañero, detective y hurufí aficionado, los ha encontrado entre las letras con las que los había ocultado Celâl como quien cava un pozo con una aguja.

El periodista del corazón dijo que quizá aquellos juegos tuvieran algún sentido, que quizá evocaran voces del misterio y que quizá fuera su profunda relación con el misterio lo que había elevado a Celâl Bey por encima de los demás escritores; pero sin duda había que recordarle esta realidad: «Al periodista que se hincha y se afecta, lo entierra el ayuntamiento o una colecta».

—Y además, Dios no lo quiera, quizá se haya muerto —replicó el anciano periodista. ¿Le gusta nuestro jueguecito?

—Y que ha perdido la memoria, ¿es verdad o es un cuento? —preguntó el cronista del corazón.

—Es verdad y es un cuento —respondió Galip.

—¿Y esas casas por la ciudad cuyas direcciones mantiene secretas?

—Eso también.

—Quizá esté él solo agonizando en una de esas casas —opinó el columnista. ¿Sabe?, le encantan este tipo de juegos de suposiciones.

—Si fuera así, llamaría a su lado a alguien que considerara cercano —respondió el periodista del corazón.

—No existe nadie parecido —contestó el viejo columnista. Nunca ha considerado cercano a nadie.

—Supongo que el joven no es de la misma opinión. Todavía no nos ha dicho usted su nombre.

Galip se lo dijo.

—Díganos entonces, Galip Bey —le preguntó el periodista del corazón. Celâl Bey debe tener alguien a quien sienta lo bastante próximo como para, por lo menos, entregarle sus secretos literarios y su testamento en esa casa en la que se ha encerrado quién sabe con qué crisis, ¿no? No es un hombre tan solitario.

Galip meditó y luego dijo preocupado:

—No, no es un hombre tan solitario.

—¿A quién llamaría? ¿A usted?

—A su hermana —respondió Galip sin pensárselo. Tiene una hermanastra veinte años menor que él, la llamaría a ella.

Luego pensó y recordó el sillón con el asiento rasgado y los oxidados muelles surgiendo de él. Siguió pensando.

—Quizá haya comenzado usted a comprender la lógica de nuestro juego —comentó el anciano cronista. Y ya haya llegado a saborearlo sacando conclusiones. Por eso me permito asegurar sin la menor duda que todos los hurufíes acaban mal. A Fazlallah de Esterabad, el fundador de los hurufíes, lo mataron como a un perro y arrastraron su cadáver por el mercado atándole una cuerda a los pies. Él comenzó, hace seiscientos años, como Celâl Bey, interpretando sueños, ¿lo sabía? No ejercía su profesión en un periódico, sino en una cueva en las afueras de la ciudad…

—¿Hasta qué punto podemos comprender a un ser humano con esas comparaciones? ¿Hasta qué punto podemos penetrar en los secretos de su vida? —dijo el periodista del corazón. Desde hace treinta años intento penetrar en los inexistentes secretos de esas pobres artistas nuestras a las que llamamos «estrellas» imitando a los americanos. Por fin lo he comprendido: los que dicen que las personas son creadas de dos en dos se equivocan. Nadie se parece a nadie. Cada una de nuestras desdichadas jóvenes posee una desdicha a su medida. Cada una de nuestras estrellas es única en el cielo, es una pobre estrellita solitaria sin nadie que se le parezca.

—Exceptuando a la original de Hollywood —repuso el anciano columnista. ¿Le he hablado de los originales de los que Celâl Bey es una copia? Aparte de los que mencioné antes, siempre ha estado plagiando algo de Dante, de Dostoyevski, de Mevlâna, del jeque Galip.

—¡Ninguna vida se parece a otra! —respondió el escritor del corazón. Cada historia es una historia precisamente porque no existe otra igual. Cada escritor es un pobre autor solitario.

—¡No estoy de acuerdo! —contestó el anciano columnista. Tomemos como ejemplo ese artículo de «Cuando las aguas del Bósforo se retiren», que tanto dicen que gustó. ¿No es un plagio de libros de hace miles de años que hablan el Fin del Mundo y de los días de destrucción previos a la llegada del Mahdi, del Corán, de las azoras del Juicio Final, de Ibn Jaldun, de Abu Jurasani? Simplemente le añadió una historia de gángsteres. No tiene ningún valor artístico. La causa de que fuera recibido con entusiasmo por un pequeño sector de lectores y de que ese día llamaran por teléfono cientos de mujeres histéricas no son las tonterías que se contaban en el artículo, por supuesto. Entre las letras hay mensajes secretos que ni usted ni yo podemos comprender, pero sí los iniciados. Como esos iniciados, que están dispersos por todo el país y que la mitad son putas y la mitad pederastas, interpretan esos mensajes como órdenes, llaman día y noche al periódico para que no pongan en la puerta a su jeque Celâl por escribir esas estupideces. De hecho, a la puerta del periódico siempre había un par de hombres que le esperaban. ¿Cómo podemos saber, Galip Bey, que no es usted uno de ellos?

—¡Porque Galip Bey nos ha caído bien! —replicó el periodista del corazón. Hemos visto en él tantas cosas de nuestra propia juventud… Ha conseguido que nos hirviera la sangre hasta el punto de contarle muchos de nuestros secretos. Por eso podemos saberlo. Como me dijo la en tiempos famosa estrella doña Samiye Samim en sus últimos días en el asilo: esa enfermedad llamada envidia… Pero ¿qué le pasa, joven? ¿Se va?

—Galip Bey, hijo mío, puesto que te vas, respóndeme a esta pregunta —le pidió el anciano cronista. ¿Por qué quieren los de la televisión inglesa hablar con Celâl y no conmigo?

—Porque escribe mejor que usted —le contestó Galip. Se levantó de la mesa y mientras salía al silencioso pasillo que daba a las escaleras oyó que el anciano escritor gritaba a sus espaldas con una vigorosa voz que no había perdido nada de su alegría:

—¿De verdad te has creído que la pastilla que te has tragado era una medicina para el estómago?

Cuando salió a la calle Galip miró cuidadosamente a su alrededor. En la acera de enfrente, en la esquina donde los jóvenes de los institutos profesionales de imanes predicadores habían quemado no sólo la crónica de Celâl sino todas las páginas del periódico porque, según ellos, blasfemaba contra la religión, estaban dos hombres de pie sin hacer nada, un vendedor de naranjas y un calvo. No había nadie a la vista que esperara a Celâl. Cruzó y compró una naranja. Mientras la pelaba y se la comía, se apoderó de él la sensación de que alguien lo seguía. Regresaba al despacho desde la plaza de Cağaloğlu y no pudo descubrir por qué sentía aquello. Tampoco pudo averiguar por qué le resultaba tan real aquella sensación mientras bajaba lentamente la cuesta y miraba los escaparates de los libreros. Parecía que detrás de su nuca hubiera un «ojo» que dejara notar su presencia de una manera apenas perceptible, eso era todo.

Cuando se encontró otro par de ojos en el escaparate de la librería ante la que reducía el paso cada vez que pasaba se excitó tanto como si hubiera visto a un conocido y hubiera comprendido en ese instante lo mucho que le alegraba hacerlo. Aquélla era la editorial que publicaba la mayoría de las novelas policíacas que Rüya leía como si se las tragara. El buho traidor que tan a menudo había visto en las tapas de los libros observaba paciente a Galip y a la multitud del sábado desde el pequeño escaparate del pequeño establecimiento. Galip entró en la librería, compró tres viejos volúmenes que creía que Rüya no había leído y Mujeres, amor y whisky, que anunciaban como recién publicado esa semana, y ordenó que se los envolvieran. En un cartón de respetable tamaño que estaba colgado de los anaqueles superiores estaba escrito: EN TURQUÍA NINGUNA SERIE HA PODIDO IGUALARSE A LA SERIE 126. EL NÚMERO DE NUESTRAS NOVELAS POLICÍACAS ES GARANTÍA DE CALIDAD. Como en la tienda vendían otros libros además de aquéllos y de las «Novelas de amor de la literatura» y de la «Serie de novelas de humor del Buho» de la misma editorial, Galip pidió Un libro sobre los hurufíes. Le respondió un anciano de buen tamaño sentado en un sillón que había colocado ante la puerta y desde el que podía observar tanto el mostrador tras el cual había un joven de cara pálida como la multitud que pasaba por la acera cubierta de barro:

—No tenemos. Pregunte en la tienda de İsmail el Tacaño —luego añadió—: En cierta ocasión pasaron por mis manos los manuscritos de las novelas policíacas que traducía del francés el príncipe Osman Celâlettin Efendi, que era hurufí. ¿Sabe cómo lo mataron?

Galip miró a ambas aceras al salir pero no vio nada que le llamara la atención: una mujer con la cabeza cubierta por un pañuelo que miraba el escaparate de un puesto de bocadillos acompañada por un niño pequeño al que le quedaba grande el abrigo, dos muchachas, estudiantes, con los mismos calcetines verdes, y un viejo con un abrigo marrón que esperaba para cruzar a la otra acera. Pero en cuanto comenzó a andar de nuevo hacia el despacho sintió la mirada del eterno «ojo» en la nuca.

Como nunca antes le habían seguido, como nunca antes se había dejado llevar por la sensación de que le seguían, todo lo que sabía Galip al respecto se limitaba a las escenas de las películas que había visto y a las novelas policíacas que leía Rüya. A pesar de haber leído muy pocas, Galip pontificaba a menudo sobre el género. Había que poder crear una novela en la que el primer y el último capítulos fueran exactamente iguales; había que poder escribir una historia sin un «final» aparente puesto que el verdadero final estaría oculto dentro de ella; había que soñar con una novela que ocurriera entre ciegos, etcétera. Mientras forjaba aquellos proyectos que provocaban que Rüya frunciera el ceño, Galip se imaginaba que quizá algún día podría ser otra persona.

Cuando pensó que el pordiosero con las piernas amputadas que se había instalado en un hueco junto a la entrada del edificio donde estaba el despacho era ciego, Galip decidió que la pesadilla en la que tan sumergido estaba tenía tanto que ver con la ausencia de Rüya como con la falta de sueño. Al entrar en el despacho, en lugar de sentarse a la mesa, abrió la ventana y miró hacia abajo. Durante un rato observó el movimiento en las aceras. Se sentó a la mesa y su mano se alargó involuntariamente, no hacia el teléfono, sino hacia la carpeta de los papeles. Sacó un papel en blanco y sin pensar demasiado, escribió:

«Lugares donde se podría encontrar Rüya. La casa de su ex marido. La casa de los tíos. La casa de Banu. Una casa donde se hable de política. Una casa donde se medio hable de política. Una casa donde se hable de poesía. Una casa donde se hable de cualquier cosa. Cualquier otra casa en Nişantaşi. Cualquier casa. Una casa». Dejó el bolígrafo decidiendo que mientras escribía no podía pensar con claridad. Volvió a cogerlo y lo tachó todo excepto «La casa de su ex marido» y escribió lo siguiente: «Lugares donde se podrían encontrar Rüya y Celâl. Rüya y Celâl en casa de Celâl. Rüya y Celâl en la habitación de un hotel. Rüya y Celâl van al cine. ¿Rüya y Celâl? ¿Rüya y Celâl?».

Escribiendo en el papel en blanco se veía parecido a los protagonistas de las novelas policíacas que forjaba en su imaginación y así sentía que se encontraba en el umbral de un universo que le recordaba a Rüya, al hombre nuevo que quería ser y a un mundo nuevo. El mundo que se divisaba a través de aquella puerta era un mundo donde la sensación de ser perseguido se aceptaba con toda tranquilidad. Si uno creía que te perseguían debía por lo menos poder creer que era alguien capaz de sentarse a su mesa y escribir una debajo de otra las pistas que le sirvieran para encontrar a alguien desaparecido, Galip sabía que no era ese hombre que tanto se parecía a los protagonistas de las novelas de detectives, pero creer que se le parecía, que podía ser «como él», aliviaba, aunque sólo fuera un poco, la presión de los objetos y las historias que le rodeaban. Mucho después, cuando el camarero, peinado con la raya en medio con una simetría que resultaba sorprendente, le trajo la comida que había encargado al restaurante, Galip había aproximado tanto su mundo al de las novelas policíacas a fuerza de rellenar con pistas papeles en blanco que el cordero con arroz y la ensalada de zanahoria que había sobre la sucia bandeja no le parecieron lo que siempre comía sino platos completamente distintos que le sirvieran por primera vez.

Contestó al teléfono, que sonó a la mitad de la comida, como alguien que se dispusiera a responder una llamada que esperaba: se habían equivocado. Después de comer y de apartar la bandeja, llamó con la misma tranquilidad a la casa de Nişantaşi. Mientras dejaba que el teléfono sonara largo rato se imaginaba a Rüya en casa, a la que había vuelto cansada, levantándose de la cama para alcanzarlo, pero no se sorprendió en absoluto cuando nadie le contestó. Marcó el número de la Tía Hâle.

Para que su tía no añadiera otras preguntas a las que le hizo respecto a la enfermedad de Rüya y a sus comentarios sobre el hecho de que su cuñada había ido a casa de ambos, a la que había acudido preocupada porque llevaban días sin contestar al teléfono y de la que había regresado con las manos vacías, Galip le explicó sin respirar: no habían podido darles nuevas noticias porque el teléfono estaba averiado; Rüya había mejorado de su enfermedad esa misma noche y ahora se encontraba como un roble, no tenía nada y lo esperaba en un taxi que estaba un poco más allá, un Chevrolet del 56, con su abrigo morado, tan contenta de la vida; iban a ir juntos a Esmirna, a ver a un viejo amigo gravemente enfermo; el barco zarparía dentro de poco y Galip llamaba desde una tienda de ultramarinos que había de camino; le agradecía de veras al dueño que le permitiera utilizar el teléfono con tantos clientes como tenía. ¡Adiós! Pero la Tía Hâle todavía pudo preguntar: «¿Habéis cerrado bien la puerta? ¿Se lleva Rüya su jersey verde de lana?».

Cuando lo llamó Saim, Galip se estaba preguntando hasta qué punto podría cambiar el plano de una ciudad sobre la que nadie hubiera puesto nunca el pie sólo a fuerza de observarlo. Saim había proseguido con las investigaciones en su archivo después de que Galip le dejara aquella mañana y había encontrado algunas pistas que creía que podían ser útiles. Sí, Mehmet Yılmaz, el responsable de la muerte de la abuelita, podía estar todavía vivo, erraba como un fantasma por la ciudad, pero no con los nombres de Ahmet Kaçar o Haldun Kara como habían pensado en cierto momento, sino con el nombre, que no olía a seudónimo, de Muammer Ergener. A Saim no le había sorprendido encontrárselo en una revista que defendía una «oposición» absoluta; lo que sí le había llamado la atención era que alguien que firmaba Salih Gölbaşi, que criticaba con dureza en la misma revista dos columnas de Celâl, utilizara el mismo estilo y cometiera las mismas faltas de ortografía. Después de pensar que aquel nombre y aquel apellido rimaban con los del ex marido de Rüya y que estaban formados por las mismas consonantes, al verlo en los números antiguos de una pequeña revista de educación llamada La hora del trabajo, ahora como jefe de redacción, Saim había apuntado para Galip las señas, en las afueras de la ciudad, de la dirección de la revista: Barrio de Güntepe, calle Refet Bey, Sinanpaşa, Bakirköy.

Galip se emocionó cuando después de colgar el teléfono encontró en la guía de la ciudad el plano del barrio de Güntepe, pero no se trataba del asombro que había esperado que le cambiara de la cabeza a los pies. El barrio ocupaba por completo la árida colina sobre la que se levantaba la pequeña ciudad de casuchas donde doce años antes, en su primer matrimonio, se había instalado Rüya con su marido para «trabajar» entre los obreros. Por lo que se entendía por el mapa, ahora la colina había sido dividida en calles, cada una de las cuales llevaba el nombre de un héroe de la Guerra de Liberación. A un lado se veía el verde de un pequeño parque, el alminar de una mezquita y una plaza en cuyo centro había una estatua de Atatürk marcada con un cuadradito. Aquél era el último lugar que Galip habría podido soñar.

Volvió a telefonear al periódico y después de enterarse de que Celâl Bey no había regresado «todavía», llamó a İskender. Le explicó que había localizado a Celâl, que le había contado que un equipo de televisión inglés quería entrevistarlo, que Celâl no se había opuesto demasiado a la idea pero que en estos momentos estaba ocupado. Mientras le explicaba todo aquello oía cómo lloraba una niña que no debía estar demasiado lejos del teléfono. İskender le dijo que los ingleses se quedarían al menos seis días más en Estambul. Habían oído muchos elogios de Celâl y estaba seguro de que podrían esperarlo. Si Galip quería, podía llamarlos él mismo al Pera Palas.

Galip dejó la bandeja de la comida ante la puerta y salió del edificio. Mientras bajaba la cuesta notó en el color del cielo una palidez que hasta entonces nunca había percibido. Como si fuera a caer una nevada color ceniza y fuera a ser recibida por la multitud del sábado como lo más natural del mundo. Quizá para acostumbrarse a aquello todos caminaban mirando al suelo por las aceras cubiertas de barro. Comprendió que las novelas policíacas que llevaba bajo el brazo le proporcionaban serenidad. Parecía que todo el mundo siguiera su vida de siempre gracias a que ese tipo de novelas habían sido escritas en lejanos y mágicos países y habían sido traducidas a «nuestra lengua» por infelices amas de casa arrepentidas de no haber continuado la educación que habían comenzado en institutos donde se enseñaban lenguas extranjeras; que gracias a ellas los hombres vestidos con trajes descoloridos que rellenaban mecheros en las entradas de los edificios, los jorobados que recordaban a ropa que hubiera perdido el color y los viajeros silenciosos de las paradas de los taxis colectivos debieran seguir respirando como siempre.

Al bajarse en Harbiye del autobús al que se había subido en Eminönü, Galip vio a la multitud que se agolpaba ante el cine Konak. Era el público de la matinée de las 2.45 del sábado por la tarde. Veinticinco años atrás Galip, con Rüya y otros compañeros del colegio, se había encontrado también entre esa misma multitud de estudiantes con gabardina y granos en la matinée, había bajado por las escaleras, como ahora cubiertas de serrín, había observado las fotografías de la película anunciada para la «próxima semana» iluminadas por pequeñas lámparas y había vigilado con una paciencia silenciosa con quién hablaba Rüya. Por aquel entonces parecía que la sesión previa no acabaría nunca, las puertas no se abrirían, nunca llegaba el momento de sentarse junto a Rüya y de que se apagaran las luces. Cuando se enteró de que quedaban entradas para la sesión de las 2.45 Galip se dejó llevar por una sensación de libertad. El interior de la sala estaba caliente y falto de aire por la respiración del gentío que acababa de abandonarlo. Galip comprendió que iba a quedarse dormido en el momento en que se apagaran las luces y comenzaran los anuncios.

En cuanto se despertó, Galip se incorporó en su butaca. En la pantalla había una mujer bella, muy bella, y tan preocupada como hermosa era. Luego vio un río ancho y tranquilo, luego una granja, una granja americana entre campos verdes. Después la bella y atribulada muchacha comenzó a hablar con un hombre maduro que Galip nunca había visto antes en ninguna película. Galip comprendía que sus vidas estaban llenas de problemas tanto por lo que decían como por sus serios y tranquilos movimientos y rostros. Más que entender, lo sabía. La vida estaba llena de problemas, de amarguras, de penas profundas que hacían que todos los rostros se parecieran, y cuando uno se acababa empezaba otro, y cuando te acostumbrabas al segundo, aparecía uno nuevo. Y aunque llegaban de repente, sabíamos desde mucho antes que esos sufrimientos estaban de camino y nos preparábamos para recibirlos, no obstante, cuando el problema caía sobre nosotros como una pesadilla nos arrastraba a una cierta soledad; una soledad desesperada e irrenunciable, aunque pensáramos que podríamos ser felices cuando la compartiéramos con otros. Por un momento Galip sintió que su problema y el de la mujer de la pantalla eran uno solo; o bien no había tal problema pero sí existía un mundo común: un mundo bien ordenado donde la gente no esperara demasiado pero nadie sufriera ofensas de otros, limitado en su lógica y en su falta de lógica, un mundo que invitara a la modestia. Según avanzaban los acontecimientos, mientras la mujer sacaba agua de un pozo, mientras viajaba en una vieja camioneta Ford, mientras acostaba hablándole sin parar al niño pequeño que había tomado en brazos, Galip la sentía tan cercana como si se estuviera observando a sí mismo. Lo que despertaba en su corazón el deseo de abrazarla no era su belleza, ni su naturalidad, ni sus maneras espontáneas, sino la profunda convicción que sentía de que la mujer y él vivían en el mismo mundo: si pudiera abrazarla, aquella mujer delgada y morena compartiría también esa convicción. A Galip le daba la impresión de estar viendo solo la película, de que nadie más veía lo que él. Poco después, cuando en la calurosa ciudad, cruzada por una ancha carretera de asfalto, surgió una pelea y un hombre inquieto, rápido, fuerte y «con personalidad» comenzó a dominar los acontecimientos, Galip notó que iba a terminarse la comunión que compartía con la mujer. Los subtítulos le entraban palabra a palabra por los ojos y sentía el rebullir de la gente en la sala, llena hasta la bandera. Se levantó y regresó a casa entre la oscuridad que se había desplomado de repente antes de tiempo y bajo la nieve que caía con lentitud.

Mucho después, cuando se acostó sobre el edredón azul de cuadros, como un tablero de damas, se dio cuenta medio dormido de que había olvidado en el cine las novelas policíacas que había comprado para Rüya.