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Los hijos del maestro Bedii
… suspiros que hacen temblar el aire eterno.
Divina Comedia, DANTE
Desde que valientemente abrimos nuestra columna a los problemas de nuestro pueblo, de todos los estamentos, clases y sexos, recibimos interesantes cartas de nuestros lectores. Algunos de ellos, que ven que por fin pueden expresar su realidad, a veces no tienen la paciencia necesaria para redactar una carta, corren a nuestra imprenta y nos cuentan ansiosos sus historias. Y algunos, cuando ven que sospechamos de los increíbles casos que cuentan y de sus terribles detalles, nos apartan de nuestra mesa de trabajo y nos arrastran hasta las oscuridades fangosas y misteriosas de nuestra sociedad, sobre las que hasta ahora nadie ha escrito y por las que nadie se ha interesado, para probar tanto sus relatos como sus propias vidas. Fue así como tuvimos noticia de la terrible historia de la fabricación de maniquíes en Turquía, condenada a una existencia subterránea.
Nuestra sociedad ha ignorado durante siglos la existencia de una artesanía llamada «fabricación de maniquíes» si exceptuamos detalles «folclóricos» que huelen a estiércol y aldea como puedan ser los espantapájaros. El primer maestro que se dedicó a ello, el santo patrón de nuestra fabricación de maniquíes, fue el maestro Bedii, que preparó los que necesitaba el Museo de la Marina, creado por orden de Abdülhamit y por la insistencia del entonces príncipe heredero, Osman Celâlettin Efendi. También fue el maestro Bedii quien escribió la historia secreta de nuestro arte de la fabricación de maniquíes. Según cuentan los testigos, los primeros visitantes del museo se quedaron admirados al encontrarse con los espesos bigotes de nuestros marinos y de nuestros valientes jóvenes, que trescientos años antes habían hecho sudar a los barcos italianos y españoles en el Mediterráneo, y verlos plantados con toda su majestad entre los caiques y las galeotas de los sultanes, instalados en aquel primer museo. El maestro Bedii utilizó como materiales en aquellas primeras maravillas suyas madera, yeso, cera, piel de gacela, camello y cordero y cabellos y barbas humanos. Al enfrentarse con aquellas milagrosas criaturas, con las que se había conseguido un enorme logro artístico, el şeyhülislam del momento, un hombre de miras bastante estrechas, montó en cólera: como consideraba que imitar de manera tan perfecta a las criaturas de Dios era hasta cierto punto un desafío a Él, ordenó que se retiraran los maniquíes del museo y que se colocaran espantapájaros entre las galeotas.
Esa mentalidad prohibitoria, de la que hemos visto miles de ejemplos a lo largo de la inacabada historia de nuestra occidentalización, no logró apagar el «fuego artesanal» que de repente ardió en el corazón del maestro Bedii. Mientras fabricaba nuevos maniquíes en su casa, intentaba, por otro lado, llegar a un acuerdo con las autoridades para que volvieran a colocar en el museo sus obras, a las que llamaba «mis hijos», o al menos para poder exponerlas en cualquier otro lugar. Su fracaso provocó que se irritara con los poderosos y con el Estado, pero no con su nuevo arte. Continuó produciendo maniquíes en el sótano de su casa, que había convertido en un pequeño taller. Posteriormente, tanto para protegerse de las acusaciones de sus vecinos del barrio de «brujería, herejía y ateísmo» como porque sus «hijos», cada vez más numerosos, no cabían en la casa de un modesto musulmán, se mudó del antiguo Estambul a Gálata, a una casa en la orilla de los francos.
Mientras proseguía convencido y apasionado su minucioso trabajo en aquella extraña casa al pie de la torre de Gálata, a la que también me llevó mi visitante, le enseñó a su hijo el oficio que él había aprendido por sí solo. Tras veinte años de trabajo, cuando en la entusiasta oleada de occidentalización de los primeros años de nuestra república los señores se quitaron el fez de la cabeza y se colocaron un panamá y las señoras arrojaron su çarşaf y se calzaron zapatos de tacón, por fin comenzaron a ponerse maniquíes en los escaparates de las famosas tiendas de ropa de la calle Beyoğlu. Al ver aquellos primeros maniquíes, traídos del extranjero, el maestro Bedii se lanzó a la calle desde su taller subterráneo pensando que había llegado el día de la victoria que tantos años había esperado. Pero en aquella presuntuosa calle de comercios y diversiones llamada Beyoğlu se encontró con una nueva decepción que de nuevo le impulsaría a la oscuridad de su vida subterránea, en esta ocasión hasta su muerte.
Todos los dueños de almacenes, vendedores de ropa de confección, trajes, faldas, vestidos, medias, abrigos y sombreros, todos los decoradores de escaparates que vieron las muestras que les llevó o que fueron a su depósito subterráneo le dieron la espalda uno a uno. Sus maniquíes se parecían a nuestra gente y no a la de los países occidentales, como aconsejaban los modelos de ropa que habrían de vestir. «El cliente —le dijo uno de los tenderos— no quiere vestir el abrigo que lleva uno de esos conciudadanos suyos, flaco y feo, bigotudo, con las piernas torcidas, de los que ve miles en la calle al cabo del día, sino la chaqueta que lleva una persona nueva y “bonita” que viene de un mundo lejano y desconocido de forma que pueda creer que con esa chaqueta él mismo puede cambiar y convertirse en otro». Un decorador de escaparates bastante baqueteado en estos asuntos, después de admirarse ante las obras del maestro Bedii, le repuso que, por desgracia, no podría colocar en ninguno de los escaparates con los que se ganaba el pan aquellos «auténticos turcos, aquellos auténticos conciudadanos nuestros» porque los turcos ya no querían ser turcos sino otra cosa. Por esa razón se habían inventado la revolución del fez, se habían afeitado, habían cambiado su lengua y su alfabeto. El propietario de una tienda, al que le gustaba hablar de manera más lacónica, le explicó que el cliente no compra en realidad una prenda de vestir, sino una fantasía. Que lo que de veras quería comprar era el sueño de poder ser como los «otros» que vestían aquella ropa.
El maestro Bedii ni siquiera intentó hacer maniquíes que fueran acordes con aquel nuevo sueño. Era consciente de que no podría competir con aquellos maniquíes importados de Europa que cambiaban continuamente de postura y de sonrisa dentífrica. Así que volvió a los sueños reales que había dejado en la oscuridad de su taller. En los quince años que le quedaban de vida, fabricó más de ciento cincuenta nuevos maniquíes en los que ese terrible sueño nacional se convirtió en carne y hueso, cada uno de ellos una obra maestra de su arte. Su hijo, que era quien había venido al periódico y que me llevó hasta el taller subterráneo de su padre, me enseñaba aquellos maniquíes uno a uno y me decía que en aquellas extrañas y polvorientas obras se encerraba la «esencia» que nos hace «ser nosotros».
Estábamos en el sótano frío y oscuro de una casa en el barrio de la torre de Gálata a la que habíamos llegado después de pasar por una cuesta cubierta de barro y una desastrosa y retorcida escalera. Por todas partes nos rodeaba la vida congelada que rebosaba de aquellos maniquíes que intentaban moverse sin parar como si quisieran hacer algo para vivir. En aquel depósito en penumbra había cientos de caras y ojos expresivos que nos observaban y que se observaban entre ellos en las sombras. Algunos estaban sentados, otros contaban algo, parte comía, otra parte reía, otros rezaban y algunos parecían desafiar la vida del exterior con un «existencialismo» que en ese momento me pareció insoportable. Todo estaba absolutamente claro: en aquellos maniquíes había una vitalidad que no podríamos sentir, no ya en los escaparates de Beyoğlu y Mahmutpaşa, sino ni siquiera entre el gentío del puente de Gálata. De la piel de aquellos inquietos maniquíes de respiración agitada brotaba la vida como si fuera una luz. Me sentía hechizado. Recuerdo que me acerqué a uno de los maniquíes que había junto a mí, con miedo pero arrebatado por el deseo de alargar la mano para aprovecharme de su vitalidad, para conseguir el secreto de su vitalidad, de ese mundo, recuerdo que quise alcanzar aquel objeto (un abuelete sumido en sus propios problemas de ciudadano), que lo toqué. La dura piel era terrible y fría, como la habitación.
«¡Mi padre decía que antes de nada tenemos que observar con cuidado los gestos que nos hacen ser nosotros mismos!», me explicó orgulloso el hijo del fabricante de maniquíes. Después de largas y agotadoras horas de trabajo, su padre y él salían a la superficie desde la oscuridad del barrio de la torre de Gálata, se sentaban en una mesa del café de los chulos con buenas vistas de Taksim, pedían unos tés y observaban los gestos de la multitud en la plaza. Por aquellos años su padre comprendía que un pueblo podía cambiar su «modo de vida», su historia, su tecnología, su cultura, su arte y su literatura, pero no le concedía la menor posibilidad a que cambiara sus gestos. Mientras me contaba todo aquello, su hijo me explicaba los detalles de la postura de un chófer que enciende su cigarrillo, me hacía notar cómo y por qué un matón de Beyoğlu lleva los brazos ligeramente separados del cuerpo y anda de lado como un cangrejo, me llamaba la atención acerca de la barbilla de un aprendiz de vendedor de garbanzos tostados que se reía abriendo enormemente la boca, como todos nosotros. Me explicó también el terrible significado de la mirada, siempre al frente, de la mujer que camina sola por la calle con la cesta de la compra en la mano y por qué nuestros conciudadanos siempre miran al suelo cuando caminan por nuestras ciudades y al cielo cuando lo hacen por el campo… Quién sabe cuántas veces volvió a llamarme la atención, una y otra vez, sobre los gestos de todos aquellos maniquíes que esperaban que se cumpliera la hora interminable en que habían de empezar a moverse, sobre sus posturas, sobre ese algo «tan nuestro» en sus posturas. Además, uno podía comprender que aquellas maravillosas criaturas tenían todas las cualidades necesarias como para vestir ropa bonita y exponerla al público.
No obstante, en aquellos maniquíes, en aquellas desdichadas criaturas, había algo que empujaba a salir a la luz de la vida en el exterior. No sé cómo expresarlo, era como si tuvieran un lado terrible, que diera miedo, amargo y oscuro. Y cuando el hijo me comentó: «Luego mi padre fue incapaz de ver ya los gestos cotidianos», pensé que sentía realmente aquella cosa terrible. Padre e hijo comenzaron a darse cuenta lentamente de que también cambiaban, que iban perdiendo su pureza aquellos movimientos que yo he intentado explicar llamándolos «gestos», todos esos movimientos cotidianos que van de sonarse a reír a carcajadas, de mirar de reojo a caminar, de estrechar una mano a abrir una botella. Mientras observaban al gentío desde el café de los chulos, intentaban descubrir sin éxito a quién intentaba imitar el hombre de la calle, a quién había tomado como modelo para cambiar teniendo en cuenta que no veía a nadie en quien inspirarse que no fueran los que le habían precedido, ellos mismos o sus iguales. Los gestos, a los que llamaban «el mayor tesoro de nuestro pueblo», los pequeños movimientos corporales que realizaban en su vida cotidiana cambiaban de manera lenta pero coherente como si obedecieran a las órdenes de un «jefe» oculto e invisible, desaparecían y dejaban su lugar a una serie de nuevos movimientos de los que se ignoraba la procedencia. Mucho después, mientras el padre trabajaba en una serie de maniquíes infantiles, lo comprendieron todo: «¡Todo por culpa de esas malditas películas!», gritó el hijo.
El hombre de la calle había comenzado a perder la pureza de sus gestos por culpa de esas malditas películas de las que traían cajas y más cajas de Occidente y que se proyectaban durante horas en los cines. Nuestra gente dejaba de lado sus propios gestos a una velocidad apenas perceptible y comenzaba a imitar los movimientos de otros, a identificarse con ellos. No quiero alargarme en la multitud de detalles que recitó el hijo para demostrarme cuánta razón tenía su padre en el odio que sentía hacia esos nuevos movimientos artificiales, hacia aquellos gestos incomprensibles: me explicó todas aquellas carcajadas aprendidas de las películas, todos aquellos gestos improcedentes aprendidos de las películas, desde cómo abrir una ventana a cómo dar un portazo, desde cómo sostener una taza de té a cómo ponerse una chaqueta, las afirmaciones con la cabeza, las toses educadas, los momentos de ira, los guiños, los puñetazos, esos movimientos vertiginosos de ojos y cejas, esas finuras o violencias que mataban nuestra ruda e infantil inocencia. Su padre ya no quería ni ver aquellos movimientos mestizos que habían perdido su pureza. Decidió no volver a salir de su taller porque temía que aquellos nuevos y falsos movimientos influyeran de manera negativa en sus «hijos» y les hicieran perder su pureza: al encerrarse en el sótano de su casa declaró que, de hecho, hacía mucho que había percibido «el significado que debía ser conocido y la esencia del misterio».
Al observar las obras que el maestro Bedii produjo en los últimos quince años de su vida, sentí, con el horror de un «niño salvaje» que años después descubre su propia identidad, lo que significaba aquella esencia indefinida: entre aquellos maniquíes de tíos y tías, de familiares y conocidos, de tenderos y obreros que me miraban, que avanzaban hacia mi propia vida, que me representaban, los había también que se parecían a mí, incluso yo mismo también estaba en aquella desesperada y derrotada oscuridad. Aquellos maniquíes de mis compatriotas, en su mayoría cubiertos por una capa de polvo plomizo (entre ellos había también gángsteres de Beyoğlu, y costureras, y también estaba el famoso ricachón Cevdet Bey, y el enciclopedista Selahattin Bey, y bomberos, y enanos inigualables, y ancianos pordioseros, y mujeres embarazadas), junto con sus sombras terribles, exageradas por las pálidas lámparas, me recordaban a dioses dolientes por la pureza perdida, a infelices que se reconcomieran por no poder estar en el lugar de otros, a desgraciados que se mataran entre ellos porque no pueden acostarse y hacer el amor. Ellos, como yo, como nosotros, parecían haber descubierto, en un pasado tan lejano como el paraíso perdido, el significado de una existencia imprecisa que habían encontrado por pura casualidad, pero posteriormente habían olvidado aquel mágico significado. Sufrimos por ese recuerdo que hemos olvidado; la edad puede doblarnos la espalda, pero insistimos en ser nosotros mismos. El sentimiento de desesperación y derrota que penetra en nuestros gestos, esas cosas que nos hacen ser nosotros mismos, nuestra forma de sonarnos, de rascarnos la cabeza, de dar un paso, de mirar, no es sino el castigo por nuestra insistencia en ser nosotros mismos. Mientras el hijo del maestro Bedii me hablaba de su padre diciendo: «¡Mi padre siempre creyó que algún día sus maniquíes llenarían los escaparates!» y «¡Mi padre nunca perdió la esperanza de que nuestra gente sería algún día tan feliz como para no imitar a otros!», yo sólo pensaba que aquella multitud de maniquíes, tal y como me ocurría a mí, se moría por salir lo antes posible de ese mohoso y cerrado sótano y vivir felices mirando a los demás a la luz del sol, imitando a los demás, intentando ser otros, como hacíamos los demás.
Y no es que ese deseo no se hubiera convertido en realidad, según supe después. El propietario de una tienda, que deseaba atraer la atención con algo raro, y quizá también porque sabía que le saldrían baratos, compró un par de «artículos» al taller. Pero los maniquíes que expuso se parecían tanto en sus posturas y sus gestos a los clientes, a la multitud que huía por la acera al otro lado del escaparate, eran tan corrientes, ten auténticos, tan «nuestros», que nadie les prestó la menor atención. Así pues, el miserable tendero los descuartizó con una sierra; y, una vez que perdieron la totalidad que daba sentido a sus gestos, usó durante años en el pequeño escaparate de su pequeño establecimiento aquellos brazos, piernas y pies para exponer al público de Beyoğlu paraguas, guantes, botas y zapatos.