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La historia de los que no pueden contar historias
Sí (dijo el lector complacido), esto es inteli-
gente, es digno de un genio; lo comprendo y
lo admiro. ¡Yo he pensado lo mismo cientos
de veces! Dicho de otra forma,ese hombre
me ha recordado mi propia inteligencia y por
eso le admiro.
Ensayos sobre su propio tiempo
SAMUEL TAYLOR COLERIDGE
No, mi obra más importante para descifrar el misterio en el que está sumergida nuestra vida entera sin que ni siquiera nos demos cuenta no es el estudio de hace dieciséis años y cuatro meses en el que exponía los increíbles parecidos entre los mapas de Damasco, El Cairo y Estambul. (Los que lo deseen pueden enterarse por ese artículo de que el Darb-el Mustakim, nuestro Gran Bazar y el Khan el-Khalili se sitúan en el interior de sus respectivas ciudades como una mim del alfabeto árabe y a qué rostro recuerdan dichas letras).
No, tampoco es mi historia «más significativa» aquélla en la que en tiempos relaté, lanzándome a escribir con una pasión parecida, la historia, ocurrida hace doscientos veinte años, del pobre jeque Mahmut, que vendió a un espía francés los secretos de su cofradía a cambio de la inmortalidad y que luego se arrepintió. (Los que quieran saber cómo el jeque intentaba engañar a heroicos guerreros que agonizaban bañados en sangre en los campos de batalla para encontrar algún voluntario que ocupara su lugar y cargara así con el peso de la inmortalidad, pueden leerlo en ese artículo).
Al recordar las historias que he contado de bandidos de Beyoğlu, de poetas que habían perdido la memoria, de magos, de cantantes con doble identidad, de amantes desesperados, me doy cuenta de que siempre he evitado y esquivado la cuestión que hoy considero más importante o que, debido a una extraña timidez, siempre he dado vueltas alrededor de ella. ¡Pero no soy el único que lo hace! Llevo treinta años escribiendo y, aunque quizá no tanto, sí que casi le he dedicado el mismo tiempo a la lectura; y nunca he conocido a ningún autor, de Oriente o de Occidente, que haya llamado la atención sobre la verdad a la que me voy a referir dentro de un instante.
Ahora, mientras leen esto que estoy escribiendo, intenten, por favor, representarse una a una las caras que voy a describir. (De hecho, ¿qué es leer sino dibujar en el silencioso cinematógrafo de nuestra mente una a una las cosas que el escritor nos describe con letras?) Imagínense en la blanca pantalla de su mente una mercería en una ciudad del este de Anatolia. Como en las frías tardes de invierno en que tan pronto oscurece no hay demasiado movimiento, se han reunido alrededor de la estufa de la mercería para charlar el barbero de enfrente, que ha dejado la barbería a cargo de su aprendiz, un anciano jubilado, el hermano menor del barbero y un cliente del barrio que va por allí, más que para comprar, para pegar la hebra un rato. Cuentan sus recuerdos del servicio militar, hojean los periódicos, cotillean, a menudo se ríen; pero hay uno de ellos que se siente incómodo porque es el que menos habla y el menos escuchado: el hermano del barbero. Él también tiene, como los demás, historias y chistes que contar pero, a pesar de lo que le gustaría, no sabe contar historias, no sabe narrar, no sabe ser brillante. A lo largo de toda la tarde, cuando ha intentado contar algo, los otros lo han interrumpido sin ni siquiera darse cuenta. Ahora, por favor, intenten representarse ante sus ojos la expresión de la cara del hermano del barbero cada vez que lo interrumpen, cada vez que se ha quedado a mitad de una historia.
Piensen, por favor, en una ceremonia de petición de mano que se lleva a cabo en la casa de un médico de Estambul, en una familia occidentalizada pero no demasiado adinerada. Parte de los invitados que invaden por completo la casa se ha reunido por azar en la habitación de la prometida alrededor de la cama sobre la que se apilan los abrigos. Entre ellos hay una hermosa y agradable muchacha y dos jóvenes que sienten interés por ella: uno no es demasiado guapo ni inteligente, pero sí es hablador y sabe ganarse a los demás. Por esa razón la hermosa muchacha y los señores mayores que hay en la habitación escuchan sus historias y le prestan atención. Ahora, por favor, piensen en la cara del otro joven, mucho más inteligente y sensible que nuestro charlatán, pero que no sabe hacerse escuchar.
Y ahora piensen, por favor, en tres hermanas que se han casado con intervalos de dos años y que se reúnen en casa de su madre dos meses después de la boda de la más pequeña. Mientras toman el té a la luz plomiza de una tarde de invierno en aquella casa de un modesto comerciante en la que se oye sonar el tic-tac de un enorme reloj de pared y el repiqueteo de un canario nervioso en su jaula, la hermana menor, de siempre la más alegre y parlanchina, cuenta de tal forma sus dos meses de experiencia matrimonial, narra de tal manera ciertas situaciones y hechos cómicos, que su hermana mayor, la más bella, a pesar de llevar años viviendo las mismas situaciones, piensa con tristeza que quizá su vida o quizá su marido carecen de algo. ¡Ahora, por favor, figúrense ese rostro triste!
¿Ya se los han imaginado? ¿No se parecen todos estos rostros de una extraña manera? ¿No creen que hay algo en esas caras que provoca que se parezcan, como el lazo invisible que une a esas personas unas a otras? ¿No tienen más significado, no son más plenas que las de los demás las caras de esos silenciosos, de esos que no saben explicarse, que no saben hacerse escuchar, que son incapaces de parecer importantes, de esos mudos, de esos que siempre piensan la mejor respuesta en casa después de que todo haya pasado, de ésos cuyas historias a nadie interesan? Parece que en esas caras rebulleran las letras de las historias que no pudieron contar, es como si en ellas se vieran las marcas del silencio, de la humillación, incluso de la derrota. Han pensado también en su propia cara al hacerlo en éstas, ¿no? ¡Cuántos somos y qué dignos de pena! ¡Qué desesperados estamos la mayoría!
Pero no quiero seguir engañándolos: yo no soy uno de ustedes. Alguien que es capaz de tomar un lápiz y verter algo en un papel y que puede conseguir que, mejor o peor, otros lean aquello que ha vertido, puede considerarse a salvo de esa enfermedad aunque sólo sea en parte. Por eso nunca he encontrado un escritor que pueda hablar con pleno derecho de esta cuestión, quizá la más importante de las humanas. Ahora, cada vez que tomo lápiz y papel comprendo que sólo existe un tema, a partir de ahora voy a tratar de introducirme en la poesía secreta de las caras, en el terrible secreto de las miradas. Prepárense.