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Hermano mío

De todos los gobernantes de los que he

oído hablar el que más se acercó al

espíritu de Dios, en mi opinión, era

Harun al-Rašid de Bagdad, al que, como

saben, le gustaba pasearse disfrazado.

The Deluge At Norderney, ISAK DINESEN

Después de salir del edificio del Milliyet con sus gafas de sol, Galip se encaminó, no hacia su despacho, sino hacia el Gran Bazar. Mientras avanzaba entre las tiendas que vendían objetos turísticos y cruzaba el patio de la mezquita de Nuruosmaniye, sintió tan repentinamente la falta de sueño que todo Estambul le pareció una ciudad completamente distinta. Los bolsos de cuero, las pipas de espuma de mar y los molinillos de café que vio mientras caminaba por el Gran Bazar se asemejaban, no a objetos propios de una ciudad que había acabado por parecerse a los hombres que la habitaban desde hacía miles de años, sino a señales terroríficas de un país incomprensible al que hubieran sido desterradas de forma provisional millones de personas. «Lo extraño —pensó Galip perdiéndose entre las retorcidas calles del Bazar—, es que pueda creer con tanto optimismo que puedo ser yo mismo por completo después de haber leído las letras de mi cara».

Al entrar en la calle de los Zapatilleros estaba a punto de pensar que lo que había cambiado no era la ciudad, sino él, pero, después de haber leído las letras de su cara, estaba tan convencido de que comprendía el misterio de la ciudad que aquello no podía ser cierto. Observando el escaparate de una tienda de alfombras algo le impulsó a pensar que había visto antes las alfombras expuestas, que las había pisado durante años con sus zapatos manchados de barro y sus viejas zapatillas, que conocía bien al atento tendero que lo miraba suspicaz tomándose un café ante la puerta, que conocía la polvorienta historia repleta de timos y pequeñas estafas de la tienda tan bien como conocía su propia vida. Pensó lo mismo mirando los escaparates de joyeros, anticuarios y zapateros. Después de pasar a toda prisa por otras dos calles pensó también que conocía todos los objetos que se vendían en el Bazar, desde los aguamaniles de cobre hasta las balanzas, que conocía a todos los dependientes a la espera de compradores y a toda la gente que caminaba por las calles. Todo Estambul le resultaba conocido; la ciudad no tenía ningún misterio oculto para Galip.

Con la paz de espíritu que le proporcionó aquella sensación, caminó por las calles como si vagara por un sueño. Por primera vez en su vida, las baratijas que veía en los escaparates y las caras con las que se cruzaba por la calle le resultaban tan sorprendentes como las de sus sueños y al mismo tiempo tan conocidas y tranquilizadoras como las de una ruidosa comida familiar. Pasando ante los brillantes escaparates de las joyerías se le ocurría pensar que aquella paz debía estar relacionada con el secreto que señalaban las letras que había leído con horror en su cara, pero ya no quería volver a pensar en aquella lamentable y desgraciada persona que había dejado atrás después de haberlas leído. Si había algo que convertía al mundo en misterioso, era la existencia de una segunda persona que se refugia en uno mismo, con la que vive como si fuera un hermano gemelo. Cuando Galip, después de pasar por la calle de los Zapateros Remendones, donde dormitaban dependientes desocupados, vio que en la entrada de una tienda se exponían postales de brillantes colores con vistas de la ciudad, decidió que hacía mucho tiempo que había dejado atrás a esa persona que vivía en su interior: las postales estaban llenas de una imágenes tan conocidas, tan rancias, tan estereotipadas, que mirando las vulgares escenas de los transbordadores de las Líneas Urbanas acercándose al puente de Gálata, o de las chimeneas del palacio de Topkapı, o de la Torre de Leandro, o del puente del Bósforo, le pareció como si la ciudad no pudiera ocultarle ningún misterio. Pero aquella sensación desapareció en cuanto entró en las estrechas calles del Bedestán, con sus escaparates color verde botella que se reflejan unos en otros. «Alguien me está siguiendo», pensó atemorizado.

Por los alrededores no había nadie sospechoso que le llamara la atención, pero aquella sensación de un desastre inevitable que se acerca lentamente envolvió rápidamente a Galip. Caminó a toda prisa. Al llegar a la calle de los vendedores de kalpak se desvió a la derecha, atravesó la calle y salió del Bazar. Tenía la intención de cruzar a la misma velocidad el mercado de libros viejos pero, al pasar ante la librería Elif, el nombre del establecimiento, que durante años había encontrado perfectamente normal, le pareció de repente una señal. Lo más sorprendente no era que la tienda se llamara Elif, como la primera letra del alfabeto árabe, de la que, según los hurufíes, provenían todas las demás y, en consecuencia, el universo entero, así como la primera del nombre de Allah, sino que la elif que había sobre la librería, tal y como F. M. Üçüncü había previsto, estuviera escrita con caracteres latinos. Mientras pretendía ver aquello como un hecho habitual y no como una señal, a Galip le atrajo la atención la tienda del jeque Muammer Efendi. El que la librería del jeque de los samaníes, en tiempos tan frecuentada por empobrecidas viudas de barrios marginales dignas de pena y millonarios americanos tan dignos de pena como ellas, estuviera cerrada, no le pareció indicio de una realidad tan vulgar como que el señor jeque no hubiera querido salir de casa con aquel frío o que hubiese muerto, sino la marca de un misterio que aún permanecía oculto en la ciudad. «Si sigo viendo esas señales por la ciudad —pensó mientras caminaba entre las pilas de novelas policíacas traducidas y las exégesis del Corán que los libreros dejaban ante las puertas de sus establecimientos—, eso quiere decir que todavía no he sido capaz de aprender lo que me enseñaban las letras de mi cara». Pero la razón no era ésa: cada vez que se le venía a la cabeza que le perseguían, aceleraba el paso automáticamente y la ciudad, de ser un pacífico rincón que hervía de objetos perfectamente conocidos, pasaba a convertirse en un terrible universo repleto de peligros y secretos desconocidos. Galip comprendió que sólo si caminaba rápido, más rápido, podría dejar atrás aquella sombra que le perseguía, podría olvidar la sensación de misterio que tanto lo inquietaba.

Cruzó la plaza de Beyazıt, se metió rápidamente por la calle de los Tratantes de Tiendas, dobló por la calle del Samovar, cuyo nombre tanto le gustaba, bajó hacia el Cuerno de Oro por la paralela calle de los Narguiles, dio media vuelta en la calle de los Almireces y volvió a subir la cuesta. Vio talleres de plásticos, casas de comidas, tiendas de objetos de cobre y cerrajerías. «Así que al comenzar mi nueva vida lo primero con que iba a toparme eran estos sitios», pensó con la inocencia de un niño. Vio tiendas donde se vendían cubos, palanganas, cuentas de vidrio, brillantes lentejuelas, uniformes militares y de policía. Durante un rato caminó hacia la torre de Beyazıt, que se había propuesto como meta, pero luego volvió atrás, y subió hasta la mezquita de Solimán pasando entre camiones, vendedores de naranjas, carros de caballos, viejas neveras, carretillas de porteadores, montones de basuras y pintadas políticas en los muros de la universidad. Entró en el patio de la mezquita y, cuando los zapatos se le llenaron de barro andando entre los cipreses, pasó a la calle por la parte de la medersa y caminó entre casas de madera sin pintar que se apoyaban unas en otras. Los tubos de estufa que salían de las ventanas del primer piso de aquellas casas a punto de desplomarse parecían ciegos cañones de fusiles, oxidados periscopios o terribles bocas de cañón que se asomaban a la calle, pero ni siquiera quería evocar la palabra «parecer» para no establecer ninguna relación entre unas cosas y otras.

Para salir de la calle del Joven dobló por la de la Puerta de los Enanos, cuyo nombre se le clavó en la mente y, pensando que podía tratarse de una señal, decidió que las calles adornadas hervían de trampas que le tendían las señales y salió al asfalto, a la calle del Príncipe Heredero. Vio vendedores de roscos de pan, conductores de microbuses que tomaban té y estudiantes universitarios que, con un lahmacun en la mano, miraban los carteles que había a la puerta del cine: una sesión triple. Las dos primeras películas eran de karate, protagonizadas por Bruce Lee, y en los rotos y descoloridos carteles de la tercera, Cüneyt Arkin, señor de una marca fronteriza silyuquí, zurraba a los bizantinos y se acostaba con sus mujeres. Se alejó de allí temiendo que, si seguía mirando las caras anaranjadas de los actores en las fotografías de la entrada del cine, se quedaría ciego. Al pasar junto a la mezquita del Príncipe Heredero, intentó no pensar en la historia del príncipe, que se le había metido en la cabeza. Pero todo a su alrededor seguía bullendo con misteriosas marcas: señales de tráfico con los bordes oxidados, pintadas irregulares, rótulos de plexiglás de sucios restaurantes y hoteles, carteles de esos cantantes a los que llaman «de arabesco» y de compañías de detergente. Aunque, a costa de un enorme esfuerzo, consiguiera no obsesionarse con las señales, mientras caminaba a lo largo del acueducto de Bozdoğan, se imaginaba a los sacerdotes bizantinos de barba roja de las películas históricas que había visto de pequeño o, cuando pasó junto a la tienda de boza de Vefa, se acordó de una noche de fiesta años antes en que el Tío Melih se había emborrachado con licor, había montado a toda la familia en taxis y se la había llevado allí a tomar boza y aquellas fantasías se convertían de inmediato en señales de un misterio que había quedado atrás.

Mientras cruzaba a la carrera el bulevar de Atatürk decidió una vez más que si caminaba rápido, más rápido, podría ver las señales, las imágenes y las letras que la ciudad le presentaba no como quería, como partes de un misterio, sino tal y como eran. Entró a toda velocidad en la calle de los Telares, cruzó la de los Azadones y caminó largo rato sin mirar los nombres de las calles. Vio edificios a punto de hundirse con balcones de hierro oxidado intercalados entre casas de madera, camiones modelo 1950, neumáticos con los que jugaban los niños, postes eléctricos torcidos, aceras horadadas y dejadas a medias, gatos que revolvían en los cubos de basura, viejas con la cabeza cubierta por un pañuelo que fumaban asomadas a la ventana, vendedores ambulantes de yogurt, poceros y colchoneros. Bajando de la calle de los Alfombreros a la de la Patria torció de repente a la izquierda, cambió dos veces de acera y, mientras se tomaba un ayran en una tienda de ultramarinos, pensó que la idea de «estar siendo seguido» la había sacado de las novelas policíacas que leía Rüya, pero de la misma forma que no podía apartar de su mente el incomprensible misterio de la ciudad, sabía que no podría desprenderse con facilidad de aquella idea. Torció por la calle de las Dos Tórtolas, volvió a girar a la izquierda en la primera bifurcación y comenzó a andar como si corriera ya en la calle del Hombre Docto. Cruzó corriendo entre los microbuses la calle de Fevzi Bajá aprovechando que el semáforo estaba en rojo. Luego, al comprender por el letrero que la calle en la que se había metido era la de la Leonera, se dejó arrastrar por el pánico: si aquella mano misteriosa cuya presencia había notado cuatro días antes caminando por las cercanías del puente de Gálata seguía colocando señales para él en Estambul, el misterio, de cuya existencia no dudaba, debía estar aún muy lejano.

Pasando por el atestado mercado, ante pescaderías donde se vendían jureles, rayas y rodaballos, entró en el patio de la mezquita de Fatih, a la que daban todas las calles. En el amplio patio no había nadie exceptuando a un hombre de barba y abrigo negros que caminaba por la nieve como un cuervo solitario. El pequeño cementerio también estaba vacío. La puerta del mausoleo de El Conquistador estaba cerrada con llave; mirando por la ventana, Galip escuchó el murmullo de la ciudad. El alboroto de los vendedores del mercado, los cláxones de los coches, voces de niños que llegaban del jardín de una lejana escuela, ruidos de martillos, ruidos de motores, el guirigay de los gorriones y las cornejas que llenaban los árboles del patio, el estruendo de microbuses y motocicletas que pasaban, el rumor de ventanas y puertas que se abrían y cerraban cerca de allí, de obras, de casas, de calles, de árboles, de parques, del mar, de los transbordadores, de los barrios, de toda la ciudad. Mehmet el Conquistador, el hombre cuyo sarcófago contemplaba a través de los polvorientos cristales de las ventanas y en cuyo lugar le hubiera gustado estar, había intuido el misterio de aquella ciudad que conquistó quinientos años antes de que Galip naciera gracias a los escritos de los hurufíes y había emprendido la tarea de descifrar lentamente ese universo en el que cada puerta, cada chimenea, cada calle, cada puente, cada acueducto y cada plátano eran señales de otra cosa.

«Si tanto los hurufíes como sus escritos no hubieran desaparecido como consecuencia de una conspiración —pensó Galip mientras caminaba desde la calle Calígrafo İzzet hacia Zeyrek— y el sultán hubiera podido alcanzar el misterio de la ciudad, ¿qué habría entendido caminando por las calles del Bizancio que había conquistado, observando, como yo, los muros desmoronados, los plátanos centenarios, las calles polvorientas y los solares vacíos?». Cuando llegó a los antiguos y amenazadores edificios de los almacenes de tabaco de Cibali, Galip se dio la respuesta que ya sabía desde que se había leído las letras en la cara: «Reconocería una ciudad que veía por primera vez como si ya hubiera paseado por ella miles de veces». Pero eso era precisamente lo más sorprendente: Estambul seguía siendo como una ciudad recién conquistada. Galip no podía convencerse de que la conocía, de que ya había visto las calles llenas de barro, las irregulares aceras, los muros caídos, los árboles plomizos y tristes, los anticuados coches y los aún más anticuados autobuses, todas aquellas caras tristes que tanto se parecían unas a otras, los perros todo piel y huesos.

Después de comprender que no podría librarse de aquella persona que lo seguía, y de cuya existencia no estaba del todo seguro, mientras caminaba por los talleres a la orilla del Cuerno de Oro, entre contenedores industriales vacíos, obreros que comían albóndigas o que jugaban al fútbol en el barro ataviados con sus monos durante su descanso de mediodía y acueductos bizantinos en ruinas, en su interior se alzó de tal manera el deseo de ver la ciudad como un lugar tranquilizador repleto de imágenes conocidas que, tal y como venía haciendo desde su infancia, comenzó a verse como si fuera otro, como si fuera el sultán Mehmet el Conquistador. Después de caminar largo rato manteniendo aquella fantasía infantil, que a él no le parecía ni absurda ni ridícula, recordó un artículo que Celâl había escrito años antes con motivo del aniversario de la conquista en el que decía que, de los ciento veinticuatro soberanos que habían gobernado en Estambul en los mil seiscientos cincuenta años que habían pasado desde Constantino hasta nuestros días, El Conquistador había sido el único que no había sentido la necesidad de disfrazarse por las noches. «Por razones que algunos de nuestros lectores conocen muy bien», había escrito Celâl en aquel artículo que Galip recordaba mientras se balanceaba con la muchedumbre que llenaba el autobús que se sacudía sobre los adoquines en el trayecto Sirkeci-Eyüp. En el autobús de Taksim, al que subió en Unkapanı, a Galip le asombró que su perseguidor hubiera podido cambiar de autobús en tan poco tiempo como él. Sentía su mirada todavía más cerca, en su nuca. Tras cambiar de nuevo de autobús en Taksim, se le ocurrió que si hablaba con el anciano que se sentaba junto a él quizá pudiera convertirse e otra persona y así librarse de la sombra que lo seguía.

—¿Seguirá nevando? —preguntó Galip mirando por la ventanilla.

—Quién sabe —le respondió el anciano, y quizá habría continuado, pero Galip lo interrumpió.

—¿Qué es lo que indica esta nieve? ¿Qué es lo que nos anuncia? ¿Conoce el cuento de la llave del Gran Mevlâna? Anoche tuve la suerte de soñar con algo parecido. Todo estaba blanco, blanco como la nieve, blanco como esta nieve. De repente me desperté con un dolor agudo y frío, frío como el hielo, en mi pecho. Creía que tenía una bola de nieve sobre el corazón, una bola de hielo, una bola de cristal, pero no; sobre mi corazón tenía la llave de diamante del poeta Mevlâna. La cogí, me levanté, decidí abrir con ella la puerta de mi dormitorio y así lo hice; pero entonces me encontraba en otra habitación y dentro había alguien que dormía en su cama, alguien que se me parecía pero que no era yo. Abrí la puerta de aquella habitación con la llave que había sobre el corazón del hombre que dormía, dejé la mía en su lugar y entré en otro cuarto. De nuevo ocurrió lo mismo; alguien que se me parecía, pero más apuesto, con una llave sobre el corazón… Y en la siguiente habitación lo mismo, y en la que daba a ésa… Además, cuando miré, vi que en aquellas habitaciones había otros además de mí, sombras como yo, fantasmas sonámbulos como yo con llaves en la mano. ¡En cada habitación había una cama y en cada cama un hombre que soñaba como yo! Me di cuenta de que estaba en el mercado del Paraíso. Allí ni se vendía ni se compraba, ni había dinero, sólo imágenes y caras. Si te gustaba alguna imagen, te apoderabas de ella, te la ponías en la cara como si fuera una máscara y comenzabas una nueva vida. Pero la que yo buscaba, lo sabía, estaba en la última de las mil y una habitaciones y aquélla no la abría la última llave que había conseguido. Entonces comprendí que podría abrir esa puerta con esa primera llave que había sentido fría como la nieve sobre mi pecho, pero no sabía dónde podía estar, quién podía tenerla, cuáles eran la cama y la habitación que había abandonado entre las mil y una que había, y así, con un terrible arrepentimiento, bañado en lágrimas, comprendía que, como los otros desesperados, vagaría por toda la eternidad de puerta en puerta, de habitación en habitación, cogiendo una llave y dejando otra, asombrándome ante cada una de las formas dormidas…

—Mira —dijo el anciano—. ¡Mira!

Galip guardó silencio y miró por detrás de sus gafas oscuras allá donde el viejo le señalaba con el dedo. En la acera justo delante de la Casa de la Radio, había un muerto y a su alrededor un par de personas que gritaban y curiosos que se iban agrupando a toda prisa. Como el tráfico se había atascado, tanto los que estaban sentados en aquel atestado autobús como los que se agarraban de las barras se inclinaron hacia las ventanillas y contemplaron con miedo, pavor y en silencio aquel muerto en un charco de sangre.

Nada alteró el silencio largo rato después de que los vehículos volvieran a circular. Galip se bajó del autobús frente al cine Konak, compró pescado seco, huevas, lengua ahumada, plátanos y manzanas en el supermercado Ankara, en la esquina de Nişantaşi, y caminó a toda prisa hacia el edificio Şehrikalp. Se sentía otro hasta el punto de no querer serlo. Primero bajó al piso de los porteros: la señora Kamer e İsmail, el portero, acompañados por sus nietos pequeños comían patatas con carne picada en la mesa cubierta por un hule azul con un aire de felicidad familiar que a Galip le pareció tan lejano como si la escena ocurriera siglos atrás.

—Que aproveche —dijo Galip, y tras un momento de silencio añadió: No le han dejado el sobre a Celâl.

—Llamamos varias veces a la puerta pero no estaba en casa —respondió la mujer del portero.

—Ahora está arriba —contestó Galip. ¿Y el sobre?

—¿Está Celâl arriba? —preguntó el señor İsmail. Si subes, déjale también esta factura de electricidad.

Se levantó de la mesa y comenzó a acercarse a sus ojos de miope las facturas que había sobre la televisión, una a una. Galip se sacó la llave del bolsillo y, rápidamente, la colgó de la alcayata vacía que estaba clavada a un costado del estante que había sobre el radiador. No lo vieron. Salió después de recoger el sobre y la factura.

—¡Que Celâl no se preocupe! ¡No se lo diré a nadie! —le gritó la señora Kamer con una sospechosa alegría.

Galip disfrutó del hecho de poder subir en el viejo ascensor del edificio Şehrikalp por primera vez en años, aún olía a aceite de máquina y barniz de madera y seguía gimiendo como un viejo con lumbago al ponerse en marcha. El espejo en el que él y Rüya se miraban para comparar su altura seguía en su lugar, pero Galip no se miró a la cara porque temía que le volviera a poseer el horror de las letras.

Acababa de entrar en el piso y colgar el abrigo y la chaqueta cuando sonó el teléfono. Antes de descolgar, con el objeto de estar preparado para cualquier cosa, corrió al lavabo y se miró al espejo durante cuatro o cinco segundos intencionadamente, con valor y decisión: no, no era una casualidad, las letras, y todo lo demás, el universo y su secreto, seguían en su sitio. «Lo sé —pensó Galip mientras descolgaba el teléfono. Lo sé». También sabía antes de descolgar que quien telefoneaba era esa voz que le había dado la noticia del golpe militar.

—¿Oiga?

—¿Qué nombre quieres esta vez? —dijo Galip. Los seudónimos se han multiplicado de tal manera que ya me confunden.

—Un comienzo inteligente —le respondió la voz. Se le notaba una seguridad que Galip no había esperado. Ponme tú un nombre, Celâl Bey.

—Mehmet.

—¿Como Mehmet el Conquistador?

—Sí.

—Bien. Soy Mehmet. No pude encontrar tu nombre en la guía telefónica. Dame tu dirección para que pueda ir.

—¿Por qué voy a darte una dirección que oculto a todo el mundo?

—Porque soy un ciudadano corriente y bienintencionado que quiere dar a un famoso periodista pruebas de un cruento golpe militar que se acerca.

—Sabes demasiadas cosas sobre mí como para ser un ciudadano corriente.

—Hace seis años me encontré con un hombre en la estación de tren de Kars —dijo la voz llamada Mehmet—, un ciudadano corriente. Era un tendero que iba de negocios a Erzurum. A lo largo de todo el viaje estuvimos hablando de ti. Sabía lo que significaba que hubieras comenzado el primer artículo que firmaste con tu nombre con la palabra «escucha», la «bişnov» persa con la que Mevlâna comenzaba su Mesnevi. También estaba al tanto de la simetría oculta y la utilidad de la comparación entre la vida y los folletines que usaste en un artículo que escribiste en julio de 1956 y la de un año más tarde, en que comparaste los folletines a la vida, porque había comprendido por tu estilo que habías sido tú quien ese mismo año había terminado, con un seudónimo, el folletín de luchadores que un gran escritor había dejado a medias cuando discutió con su jefe. Sabía también que en un artículo de aquellos años, que comenzaba: «Mirad a las mujeres hermosas que veáis por la calle como los europeos, con cariño y sonriendo y no con odio y frunciendo el ceño», esa hermosa señora que ponías como ejemplo y que describías con tanto cariño, admiración y afecto, era tu madrastra, y que los desdichados peces japoneses, encerrados en un acuario, que comparabas irónicamente con una gran familia que vivía en una casa del polvoriento Estambul en un artículo escrito seis años después, eran los peces de tu tío el sordomudo y que la familia era tu propia familia. Aquel hombre que en su vida no es ya que hubiera ido a Estambul, sino que ni siquiera había puesto el pie en Erzurum, conocía a todos tus parientes, cuyos nombres jamás habías mencionado, la casa de Nişantaşi en que habías vivido, sus calles, la comisaría, la esquina, la tienda de Aladino frente a ella, el patio de la mezquita de Teşvikiye con su estanque, los últimos jardines, la mantequería Sütiş, y los castaños y los tilos de las aceras tan bien como conocía el interior de su tienda, a los pies de la fortaleza de Kars, donde se vendían todo tipo de cosas, como en la tienda de Aladino, desde perfumes a cordones de zapatos, desde tabaco a agujas e hilo. Sabía también que sólo tres semanas después de un artículo en el que te burlabas del Concurso de las Once Preguntas de Dentífrico Ipana en Radio Estambul, en aquellos años en que ni siquiera se había creado la red de Radio Nacional, habían preguntado por ti en la pregunta de doce mil liras sólo para que te callaras, pero que tú no habías aceptado ese pequeño soborno, tal y como él esperaba de ti, y en tu primer artículo después de aquello habías aconsejado a tus lectores que no usaran pasta de dientes americana y que se frotaran los dientes con un jabón de menta que podían prepararse en casa con sus propias y limpias manos. Por supuesto, no sabes que nuestro buen tendero estuvo años frotándose los dientes con los dedos con aquella fórmula inventada que habías ofrecido en el artículo hasta que se le cayeron todos, uno a uno. En lo que nos quedaba de camino, el tendero y yo incluso organizamos un concurso titulado «Tema: ¡Nuestro columnista Celâl Salik!». Me costó trabajo ganar a aquel hombre cuyo mayor miedo era que se le pasara la estación de Erzurum. Era un ciudadano vulgar envejecido prematuramente que no tenía el suficiente dinero como para arreglarse los dientes que le faltaban, cuyos únicos entretenimientos en la vida, aparte de tus artículos, eran cuidar todo tipo de pájaros, que criaba en jaulas en su jardín, y contar historias de pájaros. ¿Lo entiendes, Celâl Bey? Los ciudadanos corrientes, ni se te ocurra volver a intentar apreciarlos, los ciudadanos corrientes también te conocen. Pero yo te conozco mejor que ellos. ¡Por eso vamos a hablar hasta que se haga de noche!

—Cuatro meses después de mi segundo artículo sobre el dentífrico volví a tratar el tema —comenzó Galip. ¿Cómo fue aquello?

—Hablabas del olor a menta de pasta de dientes que les salía de sus preciosas bocas a niños y niñas cuando les daban «el besito de buenas noches» a sus padres, a sus tíos y abuelos maternos y paternos y a sus hermanastros mayores. Lo mejor que puedo decir es que no era un buen artículo.

—¿Y otros casos en los que hablara de los peces japoneses?

—Recordabas los peces hace seis años, en un artículo en el que hablabas de la muerte y el silencio que deseabas, y un mes después, en un artículo en el que decías que buscabas el orden y la armonía. Has comparado a menudo el acuario con los televisores de nuestras casas. Has dado información plagiada de la Enciclopedia Británica sobre los desastres que les ocurren a los wakin a fuerza de emparejarse en familia. ¿Quién te lo tradujo? ¿Tu hermana o tu sobrino?

—¿Y la comisaría?

—Te recordaba el color azul marino, las palizas, el carnet de identidad, la confusión de ser ciudadano, cañerías oxidadas, zapatos negros, noches sin estrellas, caras largas, una sensación metafísica de inmovilidad, infortunio, el hecho de ser turco, techos con goteras y, por supuesto, la muerte.

—¿Y todo eso lo sabía también el tendero?

—Incluso más.

—¿Y qué fue lo que te preguntó él a ti?

—Aquel hombre que nunca había visto un tranvía y que probablemente jamás lo vería, me preguntó en primer lugar qué diferencia había entre el olor de los tranvías a caballo en Estambul y el de los que no los tenían. Le respondí que, aparte del olor a caballo y a sudor, la principal diferencia se hallaba en otro lugar: en el olor a motor, a grasa y a electricidad. Me preguntó si en Estambul la electricidad olía o no. Eso no lo habías escrito, pero había llegado a esa conclusión por tu artículo. Me pidió que le describiera el olor de un periódico recién salido de la imprenta. Mi respuesta fue la de tu artículo del invierno de 1958: una mezcla de olor a quinina, a mazmorra, a azufre y a vino; algo mareante. Los periódicos tardaban tres días en llegar a Kars y perdían ese olor por el camino. La pregunta más difícil del tendero fue sobre el olor de las lilas. Yo no recordaba que hubieras demostrado el menor interés por esas flores. Según el tendero, que sonreía con la mirada de un anciano que evocara recuerdos dulces como la miel, habías hablado del olor de dicha flor tres veces en veinticinco años. La primera había sido cuando, en el relato del extraño príncipe que vivía solo y que se dedicaba a aterrorizar a todos los que lo rodeaban mientras esperaba ascender al trono, escribiste que su amada olía a lilas. En la segunda, que luego repetiste, hablabas, muy probablemente inspirado por la hija de algún pariente cercano, de una niña que vuelve a ir a la escuela primaria uno de esos primeros días soleados y tristes del otoño después de las vacaciones de verano con su bata limpia y planchada y una brillante cinta en el pelo; un año dijiste que era su pelo el que olía a lilas y el otro, su cabeza. ¿Era una repetición en tu vida real, o la repetición de un escritor que se copia a sí mismo?

Galip guardó silencio por un momento.

—No me acuerdo —dijo, y luego, como si se despertara de un sueño, continuó. Y sé que pensé escribir la historia del príncipe, pero no recuerdo haberlo hecho.

—El tendero sí se acordaba. Y además de tener un buen sentido del olfato, lo tenía del espacio. A partir de tus artículos, no sólo se imaginaba Estambul como una enorme confusión de olores, sino que también conocía todos los barrios de la ciudad, aquéllos por los que paseabas, los que más te gustaban, los que querías ocultándoselo a todo el mundo y los que encontrabas misteriosos, pero, de la misma forma que era incapaz de imaginar ciertos olores, no tenía la menor idea de cuán lejanos o cercanos estaban unos de otros. De vez en cuando yo he salido con la intención de encontrarte por los rincones, que conozco tan bien gracias a ti, pero ya no me tomo la molestia porque se ve por tu número de teléfono que te escondes por Nişantaşi y Şişli. Esto que voy a decirte sé que va a interesarte: le dije al tendero que te escribiera. Tenía un sobrino que sabía leer, y que era quien le leía tus artículos, pero que no sabía escribir. Por supuesto, el tendero era analfabeto. Tú mismo escribiste en cierta ocasión que reconocer las letras provocaba que la memoria se debilitara. ¿Te cuento cómo vencí a ese hombre que había conocido tus artículos sólo escuchándolos por boca de otros mientras nuestro tren se acercaba a Erzurum entre nubes de vapor?

—No, no me lo cuentes.

—Aunque recordaba uno por uno todos los conceptos abstractos de tus artículos, daba la impresión de ser incapaz de materializar sus significados. Por ejemplo, no tenía la menor idea sobre el concepto de plagio o de robo literario. Su sobrino no le leía otra cosa del periódico que no fueran tus artículos y, por otro lado, a él no le interesaba lo demás. Podías creer que pensaba que todos los artículos del mundo habían sido escritos por la misma persona o en el mismo momento. Le pregunté por qué insistías tanto en el poeta Mevlâna. Guardó silencio. Le pregunté cuánto era tuyo en el artículo de 1961 titulado «El misterio de la escritura secreta» y cuánto era de Poe. No guardó silencio: me contestó que todo era tuyo. Le pregunté sobre el dilema de «el original de la historia y la historia del original», que era el punto clave en la polémica, el tendero la llamaba discusión, entre Neşati y tú sobre Ibn Zerhani y Bottfolio. Me respondió muy convencido que el origen de todo era las letras. No había comprendido nada, le vencí.

—Pero las ideas que expuse contra Neşati en esa polémica —dijo Galip— se basaban en que las letras son el origen de todo.

—Pero ésa no era una idea de Ibn Zerhani, sino de Fazlallah. Después de tu pastiche de El Gran Inquisidor, te viste obligado a aferrarte a Ibn Zerhani para no quedar en mala situación. Sé que mientras escribías aquellos artículos lo único que tenías en mente era provocar que Neşati perdiera el favor de su jefe y que lo expulsaran del periódico. Primero le tendiste una trampa en el debate «Traducción o plagio» hasta el punto de provocar que Neşati, muerto de envidia, proclamara airadamente «plagio». Luego, siguiendo con su razonamiento de que tú plagiabas a Ibn Zerhani y éste a Bottfolio, dabas a entender que lo que su afirmación implicaba era que Oriente no era capaz de crear nada y que, por lo tanto, él, Neşati, despreciaba a los turcos; y de repente invitaste a tus lectores a que escribieran a tu director y comenzaste a defender nuestra gloriosa historia y «nuestra cultura». Como siempre, los pobres lectores turcos, eternamente atentos a las provocaciones de los nuevos cruzados, de degenerados que afirmen que «el gran arquitecto turco» Mimar Sinan era en realidad un armenio de Kayseri, no dejaron escapar la oportunidad y sometieron al director a una lluvia de cartas en contra de ese bastardo, y el pobre Neşati, que estaba ebrio de alegría por haberte atrapado en flagrante robo literario, se quedó sin columna y sin trabajo. ¿Sabías que esto me lo ha contado un pajarito, que se dedica a cavar tu tumba esparciendo rumores en ese periódico en el que los dos trabajáis, aunque él como periodista menor?

—¿Y lo que he escrito sobre el pozo?

—Una pregunta tan obvia como para resultar ofensiva para un lector tan fiel como yo y tan amplia como para no acabar nunca. No te hablaré de los pozos literarios de la poesía del Diván, ni del pozo al que fue arrojado el cadáver de Şemşi, el amado de Mevlâna, ni de los pozos con genios, brujas y gigantes de Las mil y una noches, obra de la que te has aprovechado siempre con el mayor descaro, ni de patios de edificios, ni de las oscuridades sin fondo en las que caen nuestras almas, has escrito mucho sobre todo eso. ¿Qué te parece esto? En el otoño de 1957 escribiste un artículo, escribiste un cuidadoso, airado y triste artículo sobre los bosques de alminares de cemento (no tenías demasiado en contra de los alminares de piedra) que rodean como bosques de agresivas lanzas nuestras ciudades y los nuevos suburbios que se forman en sus periferias. En las últimas líneas, que pasaron más inadvertidas aún que el propio artículo, como les solía ocurrir a todas tus obras en las que te salías de la actualidad política o los desastres cotidianos, mencionabas un pozo silencioso, oscuro y ciego mientras describías el patio de atrás, cubierto de espinos asimétricos y de helechos simétricos, de una mezquita de barrio con un alminar diminuto. Comprendí que lo que dabas a entender de manera magistral con aquel pozo real que habías dibujado con tres adjetivos era que debíamos volver la mirada, no hacia los alminares de cemento, sino hacia las serpientes y los espíritus de los oscuros pozos secos del pasado que quedan en nuestro subconsciente. Cuando diez años después hablabas del «ojo» de tus sentimientos de culpabilidad, que llevaba años persiguiéndote despiadadamente, en un artículo que escribiste inspirándote en tu triste pasado y en los cíclopes una de esas noches de insomnio y desesperación en que te veías obligado a enfrentarte solo, completamente solo, a los fantasmas de tus remordimientos, no fue una casualidad, sino una necesidad, que escribieras que aquel órgano de la vista se situaba «en medio de la frente, como un pozo oscuro».

¿Improvisaba todas esas frases aquella voz, que Galip imaginaba con un cuello de camisa blanco, una ajada chaqueta y una cara pálida, con el entusiasmo de la memoria, o las estaba leyendo de algún sitio? Galip meditó un momento. Y la voz, viendo una señal en el silencio de Galip, lanzó una carcajada de victoria. Luego, con la sensación de fraternidad de compartir, como si fuera el mismo cordón umbilical, los extremos de la misma línea telefónica, que pasaba bajo quién sabe qué colinas de la ciudad, por quién sabe qué pasajes subterráneos repletos de monedas bizantinas de oro y calaveras otomanas, tensa como cuerda de tender entre postes oxidados, plátanos y castaños y trepando como hiedra negra por las paredes de viejos edificios deslucidos, le susurró algo como si le revelara un secreto: quería mucho a Celâl, lo respetaba mucho, lo conocía mucho; y a Celâl no debía quedarle la menor duda de aquello, ¿no?

—No sé —repuso Galip.

—Entonces deshagámonos de estos teléfonos negros que hay entre nosotros —dijo la voz. Porque el timbre de aquellos teléfonos, que de vez en cuando sonaba por sí solo, asustaba más que avisar; porque los auriculares del color de la pez eran pesados como pequeñas pesas de gimnasia; porque al marcar, el disco emitía unos melódicos chasquidos como los de los viejos torniquetes del muelle de los transbordadores Karaköy-Kadiköy; porque a veces establecían la comunicación no con el número que se había marcado sino con donde querían. ¿Lo entiendes, Celâl Bey? Dame tu dirección y voy enseguida.

Galip dudó al principio, como el profesor indeciso ante las maravillas del estudiante maravilloso, y luego, sorprendido por las flores que cada respuesta abría en el jardín de su memoria, por la falta de límites del jardín de la memoria del otro ante cada pregunta y por la trampa en la que estaba cayendo lentamente, le preguntó:

—¿Y las medias de nailon?

—En un artículo de 1958 escribiste que dos años antes, o sea, en la época en que te veías obligado a firmar tus columnas con desafortunados seudónimos que te inventabas, un caluroso día de verano en que te encontrabas deprimido por el trabajo y la soledad, te metiste en un cine de Beyoğlu (el Rüya) para olvidar tu tristeza y escapar del calor de mediodía y cuando comenzaste a ver, ya empezada, la primera película del programa doble, te sobrecogió un sonido cercano por entre las carcajadas de los gángsteres de Chicago, turquizadas los lamentables doblajes de Beyoğlu, los tableteos de las metralletas y los chasquidos de botellas y cristales rotos: cerca ti una mujer se rascaba las piernas con sus largas uñas por encima de sus medias de nailon. Cuando la primera película se acabó y se encendieron las luces, viste dos filas por delante de ti a una madre guapa y elegante y a su hijo, inteligente y bueno, que hablaban amigablemente. Contemplaste largo rato cómo se escuchaban con atención, cómo se hablaban, su amistad. En el artículo que escribirías dos años más tarde, hablarías de cómo, mientras veías la segunda película, no escuchabas el entrechocar de los sables ni las tormentas marinas que brotaban de los altavoces, sino el rumor que la mano inquieta de largas uñas producía al pasar por las piernas convertidas en cebo de los mosquitos de las noches veraniegas de Estambul y que no pensabas en las conspiraciones de los piratas de la pantalla, sino en la amistad entre madre e hijo. Como explicabas en otro artículo, doce años después de éste, el jefe del periódico te sermoneó inmediatamente después de que se publicara la columna sobre las medias de nailon: ¿no te dabas cuenta de que resaltar el aspecto sexual de una mujer casada y con hijos era un comportamiento peligroso, muy peligroso? ¿No sabías que el lector turco no lo toleraría? ¿Que si querías seguir viviendo como columnista debías tener cuidado con las mujeres casadas y con tu estilo?

—¿El estilo? Una respuesta breve, por favor.

—El estilo era la vida para ti. El estilo era la voz para ti. El estilo eran tus ideas. El estilo era tu verdadera personalidad, la que hacías vivir en tu interior, pero no era una sola personalidad, ni dos, sino tres…

—¿Cuáles?

—La primera, a la que llamabas mi personalidad simple, era tu voz: la voz que le revelabas a todo el mundo, la voz con la que te sentabas con los demás en las comidas famliares, con la que cotilleabas con los demás entre nubes de humo después de comer. A esta personalidad le debes los detalles que se refieren a tu vida cotidiana. La segunda es la persona que te hubiera gustado ser: una máscara copiada de las personas admirables que no pueden encontrar la paz en este mundo y viven en otro impregnándose de su magia. En cierta ocasión escribiste, lo leí con lágrimas en los ojos, que de no haber tenido la costumbre de hablar entre susurros con aquel «héroe» al que primero habías querido imitar y quien luego habrías querido ser, de no haber sido por tu costumbre de repetir los juegos de palabras, las adivinanzas, las burlas y los sarcasmos de ese héroe, como un viejo chocho que repite un estribillo que se le ha metido en la cabeza, no habrías podido resistir tu vida cotidiana y, como tantos infelices, te habrías retirado a un rincón a esperar la muerte. La tercera te transportaba, a mí también, por supuesto, a universos que las dos primeras, a las que llamabas «estilo objetivo y estilo subjetivo», no podían alcanzar: la personalidad oscura; ¡el estilo oscuro! Sé mejor que tú lo que escribías las noches en las que te sentías tan desgraciado que no te bastaban imitaciones ni máscaras, pero tú sabes mejor que yo lo que hacías, hermano mío. Vamos a comprendernos, vamos a descubrirnos, vamos a disfrazarnos juntos; dame tu dirección.

—¿Dirección?

—Las ciudades se componen de direcciones, las direcciones de letras y las letras de rostros. El 12 de octubre de 1963, lunes, describías Kurtuluş diciendo que era uno de tus rincones preferidos de Estambul; su antiguo nombre era Tatavla; un barrio armenio. Lo leí con mucho agrado.

—¿Leer?

—En cierta ocasión, si es necesario que te dé la fecha, en uno de esos inquietos días de febrero de 1962 en que te aplicabas a los preparativos del golpe militar que habría de salvar al país de la miseria, una tarde de invierno, en una de las oscuras calles de Beyoğlu, viste cómo un enorme espejo de marco dorado que llevaban de uno de esos cabarets en los que trabajan danzarinas del vientre y prestidigitadores, quién sabe con qué extraño propósito, se rajó por el frío o por cualquier otra razón y que luego, ante tus propios ojos, se hizo pedazos; fue en ese preciso instante en el que comprendiste que no era una casualidad que en turco se le llame «secreto» a la sustancia química que convierte el cristal en espejo. Después de contar ese momento de inspiración en uno de tus artículos, decías lo siguiente: leer es mirar al espejo; los que conocen el «secreto» que hay detrás, pasan al otro lado y los que ignoran el secreto de las letras no encuentran en este mundo nada más que sus insulsas caras.

—¿Cuál era ese secreto?

—Yo soy el único que lo sabe aparte de ti. Y tú sabes que no es algo que se pueda contar por teléfono. Dame tu dirección.

—¿Cuál era ese secreto?

—¿Acaso piensas que para hacerse con el secreto un lector debería consagrarte su vida entera? Pues bien, eso es lo que yo he hecho. Para poder imaginarme cuál era el secreto me he leído todo lo que sospechaba que era tuyo temblando de frío sentado en bibliotecas del Estado en las que no funcionaba la calefacción, con el abrigo encima, el sombrero en la cabeza y guantes de lana en las manos, todo lo que hacías en los años en los que no firmabas con tu nombre, los folletines que escribías en lugar de otros, los crucigramas, los retratos, los reportajes políticos y sentimentales. Si tenemos en cuenta que a lo largo de treinta años has escrito ocho páginas diarias de media sin falta, eso hace cien mil páginas o trescientos volúmenes de trescientas treinta y tres páginas cada uno. Sólo por eso esta nación debería erigirte una estatua.

—Y a ti también, por haberlo leído —dijo Galip. ¿Estatuas?

—En uno de mis viajes por Anatolia, en una pequeña ciudad cuyo nombre he olvidado, mientras esperaba en el parque de la plaza la hora de salida del autobús, un joven se sentó a mi lado y comenzamos a hablar. Primero hablamos de la estatua de Atatürk, que señalaba con el dedo la estación de autobuses como si dijera que lo único que se podía hacer con aquella triste cuidad era abandonarla. Luego, yo le encarrilé en esa dirección, hablamos de un artículo tuyo sobre las más de diez mil estatuas de Atatürk que hay en nuestro país. Habías escrito que la noche del Juicio Final, mientras rayos y relámpagos rasgaran la oscuridad del cielo y temblara la tierra, aquellas terribles estatuas de Atatürk cobrarían vida. Según lo que escribías, se moverían lentamente de sus emplazamientos, algunas en traje occidental cubiertas por excrementos de paloma, otras en uniforme de mariscal con sus medallas, otras en terroríficos caballos encabritados con enormes genitales, otras con sombreros de copa y capas fantasmales, bajarían de sus pedestales, alrededor de los cuales llevaban años dando vueltas viejos autobuses polvorientos, carros de caballos y moscas y se reunían soldados con uniformes que olían a sudor y alumnas de instituto, con vestidos que olían a naftalina, que cantaban el himno nacional y los cubrían con flores secas y coronas, y desaparecerían en la oscuridad. El joven que se sentaba a mi lado también había leído en su momento aquel artículo en el que contabas cómo nuestros pobres compatriotas, que estarían oyendo el estruendo del exterior tras las ventanas cerradas de sus casas mientras la tierra temblaba y el cielo se arrasaba, escucharían aterrorizados el sonido de botas y herraduras de bronce y mármol por las aceras de los suburbios, y le había entusiasmado de tal manera que de inmediato te escribió impaciente una carta en la que te preguntaba cuándo llegaría el Día del Juicio. Y si lo que decía era cierto, le enviaste una breve respuesta en la que le pedías una foto de carnet y, después de que te la enviara, le confesaste el secreto «de los signos que precederían a ese día». No, el secreto que le revelaste no era «el secreto», porque el muchacho, gran decepción tras años de espera, me contó aquel secreto, que debía haber sido personal, en ese parque con la fuente seca y el césped siempre claros. Le habías descrito el doble significado de ciertas pistas y le habías pedido que considerara como una señal una frase que un día encontraría en uno de tus artículos. Cuando leyera esa frase descifraría la clave de la columna y nuestro joven pasaría a la acción.

—¿Cuál era la frase?

—«Toda mi vida estaba repleta de este tipo de malos recuerdos», ésa era la frase. No sé a ciencia cierta si se lo inventó o si realmente se lo escribiste, pero lo más curioso es que ahora, que afirmas que la memoria te flaquea o que la has perdido por completo, he leído esa misma frase, y otras muchas, en un antiguo artículo que han vuelto a publicar hace unos días. Dame tu dirección y te explicaré de inmediato lo que significa eso.

—¿Otras frases?

—¡Dame tu dirección! Dame tu dirección porque sé que ya no te interesan ni otras frases ni otras historias. Has perdido de tal manera la esperanza en este país que ya nada te interesa. La falta de amigos, de compañeros, la soledad, están a punto de provocar que pierdas un tornillo en ese nido de ratas en el que te escondes. Dame tu dirección y te contaré en qué rincón del mercado de libros de segunda mano podrás encontrar estudiantes de institutos de Imanes y Predicadores que se intercambian tus fotos dedicadas y árbitros de lucha a los que les gustan los jovencitos. Dame tu dirección y te mostraré grabados de los últimos ocho sultanes otomanos haciéndoselo con las mujeres de su harén, a las que han vestido de putas occidentales y con las que se han citado en un rincón secreto de Estambul. ¿Sabías que en las sastrerías y burdeles de lujo de París le llamaban a esa enfermedad que requería tanto de ropa y de accesorios «el mal turco»? ¿Sabías que en el grabado en el que se muestra a Mahmut II fornicando disfrazado en un callejón oscuro de Estambul nuestro sultán lleva en sus piernas desnudas las botas que calzaba Napoleón en su expedición a Egipto y que su favorita Bezmiâlem, la madre del heredero —abuela, por cierto, de ese príncipe cuya historia tanto te gusta y madrina de un barco otomano—, está representada llevando con todo descaro una cruz de rubíes y diamantes?

—¿Y la cruz? —preguntó Galip con cierta alegría y sintiendo por primera vez en los seis días y siete horas desde que su mujer lo había abandonado que saboreaba la vida.

—Sé que no es una casualidad que justo debajo del artículo del 18 de enero de 1958 en el que hablabas algo pretenciosamente de la geometría egipcia primitiva, del álgebra árabe y del neoplatonismo siríaco para probar que, como forma, la cruz era lo opuesto a la media luna, su negación y su «negativo», se publicara la noticia de la boda de Edward G. Robinson, «el duro mascador de puros de la pantalla y la escena», que tanto me gustaba, con la diseñadora de modas neoyorquina Jane Adler y una fotografía en la que los recién casados aparecían bajo la sombra de una cruz. Dame tu dirección. Una semana inmediatamente después de ese artículo, escribiste otro en el que afirmabas que el hecho de que a nuestros niños se les enseñe el miedo a la cruz y el entusiasmo por la media luna produce como resultado una represión que en sus años de madurez les impide descifrar los rostros mágicos de Hollywood y una indecisión sexual que les lleva a pensar que todas las mujeres con cara de luna son sus madres o sus tías, y para demostrar tu idea decías que si las noches de los días en que se habían enseñado las Cruzadas se hiciera un control en los dormitorios de los internados para becarios, se descubrirían cientos de estudiantes que habían mojado la cama. Esto no es nada, dame tu dirección y te llevaré todas las historias de cruces que me he encontrado en periódicos provincianos mientras rebuscaba en las bibliotecas para leer tus artículos. El correo de Erciyes, Kayseri, 1962, el condenado a la pena capital que regresó del país de la muerte cuando se partió la cuerda que le rodeaba el cuello habla sobre las cruces que se encontró en su breve viaje por el Infierno; Verde Konya, Konya, 1951, «Nuestro editor ha enviado hoy un telegrama al presidente de la República comunicándole que sería más acorde a la educación turca utilizar el signo del punto (.) en lugar de esa letra en forma de cruz». Y si me das tu dirección cuántas más podré llevarte enseguida… No digo que lo uses como material de tus artículos porque sé que odias a los columnistas que consideran la vida un material. Pero te llevaré ahora mismo el que tengo en unas cajas delante de mí; lo leeremos juntos, nos reiremos juntos, lloraremos juntos. Vamos, dame tu dirección y te llevaré una serie de artículos publicados en los periódicos de İskenderun sobre hombres de la ciudad que sólo en los cabarets dejaban de tartamudear porque sólo a las chicas de alterne podían contarles cuánto odiaban a sus padres; dame tu dirección y te llevaré los augurios de amor y muerte del camarero que, aunque era analfabeto y no sabía hablar turco correctamente, así que no digamos ya persa, recitaba poemas desconocidos de Omar Hayyam porque eran almas gemelas; dame tu dirección; te llevaré los sueños de un periodista y editor de Bayburt que cuando comprendió que estaba perdiendo la memoria se dedicó a publicar hasta la misma noche de su muerte en la última página del periódico del que era propietario todo lo que sabía, toda su vida y sus recuerdos: sé que encontrarás tu propia historia entre las rosas marchitas, las hojas caídas y el pozo seco del amplio jardín descrito en su último sueño, hermano mío. También sé que tomas vasodilatadores para evitar que se te seque la memoria y que cada día te pasas horas tumbado con los pies en alto apoyados en la pared para conseguir un mejor riego en el cerebro sacando uno a uno los recuerdos de ese pozo ciego e ingrato. Tumbado en la cama o en el sofá con la cabeza colgando, la cara congestionada, te fuerzas a recordar: «El 16 de marzo de 1957, el 16 de marzo de 1957, mientras comía albóndigas con los compañeros del periódico en el restaurante cercano a la diputación, les hablé de las máscaras que a uno le obliga a llevar la envidia». Y esforzándote de nuevo te dices «Sí, sí, en mayo del año 1962 cuando me desperté después de una increíble sesión de calor a mediodía en una casa de una calle lateral de Kurtuluş, le dije a la mujer desnuda que estaba acostada junto a mí que los grandes lunares de su piel se parecían a los de mi madrastra», pero enseguida te dejas llevar por esa duda a la que llamas «despiadada», ¿se lo dijiste a ella o a la de piel blanca de la casa de piedra en la que se oía el incesante alboroto del mercado de Beşiktaş por entre las ventanas que no acababan de cerrar del todo, o a la de ojos nublados que, sólo por lo mucho que te quería, se arriesgaba a regresar tarde junto a su marido y a sus hijos y salía de aquella casa de una sola habitación que daba a los árboles desnudos del parque de Cihangir e iba hasta Beyoğlu para comprarte el mechero que le habías pedido insistentemente, según luego confesaste en un artículo, por puro capricho? Dame tu dirección y te llevaré Mnemonics, el último fármaco europeo que abre con toda facilidad los vasos cerebrales obstruidos por la nicotina y los malos recuerdos y en un instante devuelve a nuestra vida cotidiana el paraíso perdido. En cuanto comiences a echarte veinte gotas de ese líquido violeta, y no dos como se lee en el prospecto, en el té de la mañana, volverán muchos recuerdos que habías olvidado para siempre y que habías olvidado haber olvidado, como si los lápices de colores, los peines y las canicas violetas de tu infancia aparecieran de repente detrás de un viejo armario. Si me das tu dirección, recordarás el artículo en el que escribías que en la cara de todos nosotros se puede ver un mapa repleto de señales que nos indican los lugares a los que no podemos renunciar de la ciudad en que vivimos y recordarás por qué lo escribiste. Si me das tu dirección, recordarás por qué te viste obligado a publicar en tu columna la historia de Mevlâna del concurso de pintores famosos. Si me das tu dirección, recordarás también por qué escribiste aquel incomprensible artículo en el que decías que nunca existiría una soledad sin esperanza porque, incluso en los momentos en que nos encontramos más solos, las mujeres de nuestros sueños nos acompañan y que además esas mujeres, que intuitivamente siempre notan que nos forjamos dichos sueños, nos esperan, nos buscan y, a veces, nos encuentran. Dame tu dirección, y te recordaré lo que no recuerdas. Hermano mío, estás perdiendo lentamente todo el Paraíso y el Infierno que has vivido y soñado. Dame tu dirección, que iré de inmediato y te salvaré antes de que tu memoria se hunda por completo en el pozo sin fondo del olvido. Lo sé todo de ti, he leído todo lo que has escrito: nadie sino yo podría ayudarte a recrear ese universo, y a volver a escribir esos mágicos artículos que de día planean como águilas depredadoras y de noche vagan como astutos fantasmas por todo el país. Cuando esté a tu lado comenzarás de nuevo a escribir esos prodigiosos artículos que encienden los corazones de los muchachos en los cafés de los pueblos más remotos de Anatolia, que hacen que caigan a chorros las lágrimas de maestros y estudiantes en las escuelas primarias de la laderas de las montañas, que despiertan el entusiasmo por la vida en las jóvenes madres que languidecen leyendo fotonovelas en sus casas en callejuelas de las ciudades pequeñas. Dame tu dirección: hablaremos hasta el amanecer y podrás volver a encontrar tu amor por este país y su gente así como el pasado que has perdido. Piensa en los desesperados que te escriben desde nevadas aldeas montañesas por las que el camión del correo sólo pasa una vez cada quince días, piensa en los asediados por las dudas que te escriben pidiéndote consejo antes de separarse de sus prometidas, de ir a la peregrinación, de votar en las elecciones, piensa en los estudiantes desdichados que te esperan sentados en el último banco de la clase de geografía, en los lastimosos burócratas que echan un vistazo a tu crónica mientras esperan su jubilación después de haber sido arrojados a una mesa en un rincón, en los infelices que de no ser por tus artículos no tendrían otro tema de conversación que los programas de radio que escuchan por las tardes en los cafés. Piensa en los que te leen al sol en las paradas de autobuses, en los tristes y sucios vestíbulos de los cines, en remotas estaciones de tren. Todos ellos esperan un milagro de ti, ¡todos! Estás obligado a darles el milagro que te piden. Dame tu dirección, entre dos lo haremos mejor. Escríbeles que se acerca el día de su liberación, que pronto se acabarán los días de hacer colas ante las fuentes de los barrios con los bidones de plástico en la mano esperando que brote el agua; escribe que las estudiantes de instituto que se escapan de casa podrán ser estrellas de cine en lugar de caer en los burdeles de Gálata, escribe que muy pronto, después del milagro, no habrá billetes de lotería sin premio, que los maridos borrachos ya no golpearán a sus mujeres al regresar a casa por las tardes, que después del día del milagro se añadirán vagones a los trenes de cercanías, que algún día en todas las plazas habrá bandas tocando, como en las de Europa; escribe que algún día todos serán héroes famosos y que un día, un día cercano, todos podrán acostarse con la mujer que deseen, incluidas sus propias madres, y que además continuarán viendo —por arte de magia— a la mujer con la que se han acostado como una virgen angelical y una hermana. Escríbeles que por fin has conseguido los documentos secretos que permiten descifrar el misterio histórico que lleva siglos arrastrándonos a la miseria; escribe que hay una organización de creyentes que envuelve como una telaraña toda Anatolia dispuesta a pasar a la acción, que se ha descubierto quiénes son los maricones, los curas, los banqueros y las putas que han tramado la conspiración internacional que nos condena a esta vida miserable y los que colaboran aquí con ellos. Señálales sus enemigos para que puedan darse la tranquilidad de tener a alguien a quien culpar por sus miserias y desgracias; sugiéreles todo lo que podrían hacer para librarse de esos enemigos para que así puedan pensar, en los momentos en que se estremecen de desdicha y rabia, que algún día podrán hacer algo, algo grande; explícales bien que esos asquerosos enemigos son los responsables de todos los infortunios de sus vidas para que sientan la paz de corazón de poder echar la culpa a otros de sus propios pecados. Hermano mío, sé que eres dueño de una pluma capaz de convertir en realidad todos los sueños, las historias más extraordinarias, los milagros más increíbles. Crearás todos esos sueños con las palabras maravillosas y los recuerdos inimaginables que sacarás de ese pozo sin fondo de tu memoria. Si nuestro tendero de Kars pudo leer tenazmente las historias de las calles por las que paseabas de niño fue gracias a que podía sentir esos sueños entre líneas; devuélveselos. En tiempos escribiste artículos que provocaban escalofríos en la espalda a los desdichados ciudadanos de este país, artículos que les ponían la carne de gallina, que enturbiaban sus memorias y que les hacían saborear los buenos días por venir como si les recordaras los viejos días de fiesta con sus tiovivos y columpios. Dame tu dirección y volverás a escribirlos. ¿Qué otra cosa pueden hacer los que son como tú en este maldito país? Sé que escribes por pura desesperación, porque no puedes hacer otra cosa. ¡Ah, cuánto he pensado a lo largo de los años en esos momentos tuyos de desesperado! Cómo te conmovías observando las fotografías de generales, de frutas colgadas de las paredes de las fruterías; cómo te preocupabas viendo a tus tristes hermanos de duras miradas jugando al sesenta y seis con cartas pastosas por la humedad en sucios cafés de los barrios bajos. Y cuando yo veía en la ciega oscuridad de la madrugada a la madre con su hijo que se encaminaba a la cola de la Institución Estatal de Carne y Pescado para que la compra le resultara barata, o cuando en mis viajes por mi tren pasaba por las mañanas junto a los pequeños palacios donde se levantaban los mercados para los obreros, o cuando los domingos por la tarde me llamaban la atención los padres sentados con su mujer y sus hijos en parques llenos de barro, sin árboles ni césped, fumando mientras esperaban que se terminara aquel rato de aburrimiento infinito, pensaba en qué pensarías tú sobre todo eso. Si hubieras visto todas esas escenas, sé que cuando hubieras vuelto por la tarde a tu pequeña habitación, cuando te hubieras sentado a tu vieja mesa de trabajo, tan adecuada para este triste y olvidado país, habrías escrito sus historias en papeles blancos en los que se correría la tinta. Imaginaba cómo inclinarías la cabeza, sobre el papel, cómo a medianoche te levantarías de la mesa desesperado y triste, abrirías la nevera y, como escribiste en una ocasión, mirarías ensimismado al interior del abierto frigorífico sin decidirte por nada, sin ver nada, sin tomar nada, imaginaba cómo luego pasearías absorto, como un sonámbulo, por las habitaciones de la casa y alrededor de la mesa. Ah, hermano mío, estabas solo, triste y amargado. ¡Cuánto te quería! Durante años, leyendo tus artículos, he pensado en ti, siempre en ti. Por favor, dame tu dirección, por lo menos respóndeme. Te contaré cómo vi letras parecidas a enormes arañas muertas pegadas en las caras de unos cadetes de la Academia que me encontré en el transbordador a Yalova y cómo aquellos robustos cadetes se dejaron arrastrar por una hermosa e infantil inquietud cuando me quedé solo con ellos en el sucio retrete del barco. Te hablaré del vendedor de lotería ciego que siempre llevaba en el bolsillo unas cartas tuyas y de cómo, después de una copa de rakı, hacía que los clientes las leyeran en las mesas de la taberna, cómo en cada ocasión señalaba orgulloso a sus contertulios el misterio que le habías desvelado entre líneas y cómo obligaba a su hijo a leerle el Milliyet cada mañana para encontrar la frase que había de completar el misterio. Los sobres tenían el sello de la oficina de correos de Teşvikiye. ¿Me estás escuchando? Respóndeme por lo menos, dime que estás ¡Dios mío! Te oigo respirar, oigo tu respiración. Escucha, voy a decirte unas frases que he preparado con sumo cuidado, escúchalas con atención. Cuando explicaste por qué las delgadas chimeneas de los antiguos transbordadores del Bósforo, que esparcían un humo triste, te parecían tan delicadas y frágiles, yo te comprendí. Cuando escribiste que en las bodas campesinas en las que las mujeres bailan con las mujeres y los hombres con los hombres sentías de repente que no podías respirar, yo te comprendí. Cuando escribiste que la opresión que te envolvía el alma mientras paseabas entre las casas de madera medio hundidas de los barrios periféricos, casi integradas con los cementerios, se convertía en lágrimas cuando regresabas a tu habitación a medianoche, yo te comprendí. Y cuando escribiste cómo se te llevaban los demonios con el silencio que se producía en el salón rebosante de hombres cuando en cierto momento de las películas de romanos, de Hércules o Sansón, que se proyectaban en aquellos viejos cines a cuyas puertas los niños vendían tebeos de segunda mano de Texas y Tom Mix, aparecían en la pantalla la cara triste y las largas y delgadas piernas de una artista americana de tercera categoría en el papel de hermosa esclava y cómo en ese instante querías morirte, yo te comprendí. ¿Qué te parece? ¿Me comprendes tú a mí? ¡Respóndeme, sinvergüenza! ¡Yo soy ese lector increíble que haría feliz a cualquier autor si se lo pudiera encontrar siquiera una vez en la vida! Dame tu dirección y te llevaré fotografías de alumnas de instituto que te adoran. Ciento veintisiete. Algunas con sus direcciones, otras con las frases de admiración por ti escritas en sus cuadernos de apuntes. Treinta y tres con gafas, once llevan alambres de ortodoncia, seis tienen los cuellos largos como los de los cisnes, veinticuatro llevan cola de caballo, como a ti te gusta. Todas te quieren, te adoran. Te lo juro. Dame tu dirección y te llevaré una lista de mujeres convencidas de todo corazón de que cuando en un artículo que escribiste en un estilo coloquial a principios de los sesenta en el que decías: «¿Escucharon anoche la radio? Yo, mientras escuchaba “Amantes y amados”, sólo pensaba en una cosa», esa cosa a la que te referías era cada una de ellas. ¿Sabías que tienes tantos admiradores en los ambientes de la alta sociedad como en los pueblos, en las casas de los funcionarios, entre las mujeres de los oficiales del ejército y entre los apasionados y excitables estudiantes? Si me das tu dirección te llevaré fotografías de mujeres disfrazadas que se visten así no sólo para esos deprimentes bailes de la alta sociedad sino también en su vida privada. Una vez, con toda la razón, escribiste que aquí no existe la vida privada, que no podemos ni siquiera concebir el significado de esa expresión, «vida privada», que a veces nos encontramos en las noticias del corazón y que hemos copiado de las novelas traducidas y las revistas extranjeras, pero cuando veas esas fotos de mujeres con botas de tacón alto y máscaras demoníacas… Ah, vamos, dame tu dirección, te lo ruego. Te llevaré enseguida mi increíble colección de caras de ciudadanos que he ido reuniendo a lo largo de veinte años: entre ellas hay fotografías de amantes celosos que se han arrojado mutuamente vitriolo a la cara tomadas inmediatamente después del hecho, fotografías con barba y sin ella de estupefactos reaccionarios sorprendidos mientras celebraban ceremonias secretas con las caras pintadas con letras árabes, fotografías de rebeldes kurdos cuyas caras han sido despojadas de letras al ser quemadas con napalm y de la ejecución de violadores discretamente colgados en ciudades del campo, fotografías que pude conseguir de sus expedientes pagando sustanciosos sobornos. Al contrario de lo que ocurre en las caricaturas, no sacan la lengua cuando la cuerda grasienta les parte el cuello. Simplemente, las letras de sus rostros se leen de forma más clara. Ahora sé qué secreto deseo expresabas cuando en uno de tus viejos artículos decías que preferías las ejecuciones y los verdugos de antes. Y sé, tanto como sé lo mucho que te encantan los mensajes cifrados, los juegos de palabras y las escrituras secretas, qué disfraces usas para mezclarte entre nosotros a medianoche con la intención de recrear el secreto perdido y también las jugarretas a que sometes al abogado marido de tu hermanastra para poder encontrarte con ella y reíros de todo hasta el amanecer, para poder contaros las más simples historias, las menos adulteradas, las que nos hacen ser nosotros mismos. Y cuánta razón tenías al decirles a las airadas lectoras que respondían a tus artículos en los que te burlabas de los abogados que en realidad no te referías a ellas. Dame ya tu dirección. Sé perfectamente lo que indican los perros, los cráneos, los caballos y las brujas que mariposean en tus sueños; y qué fotografías de ésas, de jovencitas, pistolas, calaveras, futbolistas, banderas y flores que tanto les gusta a los taxistas pegar en los espejos retrovisores, te impulsaron a escribir qué historias de amor. También sé parte de las frases clave que les sueltas a tus lastimeros admiradores para librarte de ellos, y por qué nunca te separas de los cuadernos en los que has escrito dichas frases ni de los ropajes históricos que usas para disfrazarte…

Mucho después, cuando se sumergió en un profundo y largo sueño tras colgar silenciosamente el teléfono, desconectarlo, realizar una investigación entre los cuadernos, la ropa vieja, los armarios y los escritos de Celâl como un sonámbulo que buscara sus propios recuerdos, ponerse el pijama y acostarse en la cama de Celâl, mientras escuchaba el alborote nocturno de la plaza de Nişantaşi, Galip comprendió de nuevo que lo más hermoso del sueño era, tanto como el hecho de que uno pudiera olvidar la angustiosa distancia que separa la persona que realmente es de la que le gustaría creer que será algún día, que permitía que se mezclaran pacíficamente lo que había oído con lo que nunca había oído, lo que había visto con lo que nunca había visto, lo que sabía con lo que nunca había sabido.