Capítulo 28
Nunca digas nunca jamás
Acostumbrada a las escaleras interminables de París, Yolanda ni se molestó en esperar al ascensor. Bajó a la calle con mal sabor de boca y peor humor por culpa de la civilizadísima pelotera con su madre.
Tan enfrascada en sus propios pensamientos iba, que ni cuenta se dio de la presencia del hombre que ascendía los escalones con pasos enérgicos hasta que no se dio de bruces con él al doblar el último tramo, ya a un paso del zaguán.
—Uy, perdón —dijo, confundida.
—Es usted quien debe disculparme. No encuentro al portero por ningún lado y…
—Qué raro. Este hombre es un caso —comentó ojeando el ya habitual letrerito de «vuelvo en cinco minutos» sobre el mostrador vacío.
Miró a su interlocutor y los dos sonrieron a la vez. Yolanda se quedó prendada de la simpatía que transmitía aquel desconocido, alto, con el pelo veteado de gris y unas arrugas que embellecían un rostro ya atractivo de por sí.
—He visto un cartel en la calle. Quizá usted sepa quién puede informarme sobre el piso que se alquila.
Se presentó a sí mismo y con toda naturalidad le explicó que era abogado penalista, que llevaba divorciado más de una década y que, por absurdo que pudiera parecerle a ella, estaba harto de la tan cacareada calidad de vida de la urbanización donde residía, cerca de Godella, y que añoraba el ruido, las aceras llenas de gente y el tráfico caótico del centro de la ciudad.
A Yolanda le encantó la franqueza de aquel urbanita declarado, como ella. También sus modales corteses, sus manos de uñas bien cuidadas y en especial su mirada sonriente. Pedro Bataller, se repitió Yolanda mentalmente para no olvidar su nombre.
—Si lo que le gusta es el jaleo y desesperarse por no poder aparcar, esto le va a encantar.
Él sonrió y en sus ojos se formaron unas arrugas que, curiosamente, aumentaban su atractivo.
—Crecí a un par de calles de aquí.
Un detalle que le hizo ganar puntos en opinión de Yolanda; otra cosa más que tenían en común.
—En el segundo le darán razón. Puerta ocho.
—Que es el cuarto, si no me equivoco.
Yolanda asintió, con un suspiro de resignación. Debía haber imaginado que el hombre de la sonrisa franca estaba al tanto de la costumbre anacrónica y rimbombante —tan del gusto de su madre y que a ella le parecía inventada solo para incordiar—, de llamar «Entresuelo» al primero y «Principal» al segundo, con lo cual, el numerado como «Primer piso» en realidad se encontraba casi más cerca del tejado que de la calle.
—Pregunte por Antonia Seoane, es mi madre. Dígale que le envía Yolanda. Y le deseo suerte, mi madre es una negociadora difícil.
Él se echó a reír y la miró con los ojos condescendientes de un tiburón de la abogacía, acostumbrado a comerse de aperitivo a más de un rival.
—Y yo picapleitos, no lo olvide. Me gustan los retos.
A Yolanda le hizo gracia el adjetivo de andar por casa; muestra de ausencia de vanidad que decía mucho a su favor. Se dijeron adiós; él quedó a la espera del ascensor mientras ella salía a la calle rebuscando el móvil en el bolso. Sintió la ya habitual punzada dolorosa en el pecho cuando comprobó, una vez más, que Patrick continuaba sin responder a sus mensajes ni devolverle las llamadas.
Caminó hacia el Parterre pidiéndole al destino que las cosas cambiaran para mejor o acabaría desquiciada de atar. Y entonces recordó al simpático y atractivo abogado, un madurito interesante habría dicho Violette. En ese mismo momento debía estar hablando con su madre. Una locura fugaz cruzó por su cabeza. ¿Y por qué no? Parecía caído del cielo justo en la puerta de su queridísima mamá. Yolanda miró hacia las nubes, con los dedos cruzados. Más que pedir, le ordenó a Cupido que hiciera bien su trabajo y disparara con puntería de campeón.
Cinco días habían transcurrido desde que aquel abogado divorciado llamara por sorpresa a la puerta de su casa. Un breve plazo de tiempo que parecía increíblemente largo; y eso que aún no se había mudado al edificio de la calle de la Paz.
Antonia Seoane apenas si creía que era ella la mujer que en ese momento permanecía envuelta entre sus brazos en la proa del Old Stella Polaris. Qué hombre tan especial se había cruzado en su camino. Esa noche, la quinta juntos, la había sorprendido con una cena para dos en alta mar. Antonia sonrió sin darse cuenta al recordar que le había contado que aquel antiguo barco de recreo, restaurado y reflotado, encerraba un secreto romántico. Según se decía, lo mandó construir un príncipe heredero de la casa real de Suecia que renunció a todo al enamorarse de una bailarina plebeya. Puede que no fuera más que una leyenda, pero en ese momento era capaz de creer cualquier historia por muy cursi que sonara.
El barco cruzó la bocana del puerto y ella permaneció con la espalda apoyada en su pecho. Antonia reconoció que, con los cincuenta y seis años de él y los cincuenta y cinco de ella, era bonito sentirse como Leo Di Caprio y su niña rica en el Titanic.
—No quiero que estés triste esta noche —le susurró al oído.
—Más que tristeza es preocupación. Me cuesta asumir que mi hija quiera alejarse de mí.
—Algún día tenía que abandonar el nido.
—Yo no lo abandoné en toda mi vida y nadie me ha oído quejarme.
Pedro le dio un beso en el pómulo.
—De volver atrás, ¿lo habrías hecho?
Ella no contestó. En silencio, disfrutó al sentir sus labios acariciarle la sien.
—Piensa en lo orgullosa que estarás de tu propia renuncia cuando la veas feliz.
Antonia cerró los ojos, esa noche no quería pensar en ello. Se sentía bien en los brazos de Pedro. Cinco días se conocían apenas. El tiempo a veces transcurre de forma caprichosa. Cinco mañanas, con sus tardes y sus noches, podían no ser nada y la eternidad misma. Rio al recordar cómo la dejó de pasmada la primera noche que salieron juntos. Y ella descubrió que le gustaba mucho ese interior gamberro que escondía bajo su planta de caballero, porque no esperó a las despedidas. El primer beso se lo dio en el ascensor. El segundo, a las puertas de su casa, no fue tan comedido y ella dejó que despertara con sus caricias sentimientos aletargados desde hacía años.
—¿De qué te ríes? —murmuró él, con la mejilla apoyada en la suya.
—De todo y de nada.
En realidad, le dio vergüenza decir que, a pesar del dolor que embargaba su corazón por la inevitable marcha de Yolanda, gracias a él, le sonreía a la vida. Antonia miró sobre la línea del horizonte. El azul del atardecer se extendía ante sus ojos sin fin, como el futuro que se abría ante ellos dos. Y al igual que la estela blanca que dejaba el barco, atrás quedaron las reticencias y los miedos ante la idea de qué pensaría Pedro de su cuerpo, ya no tan joven, al verla desnuda. ¿Era pronto? Años atrás la idea de que las cosas sucedieran tan veloces la habría horrorizado. Y no porque fuera una fanática de la castidad, ya que, después de su marido, había mantenido relaciones discretas que quedaron en el olvido con hombres que pasaron por su vida de largo.
A esas alturas de su vida, ni Pedro ni ella estaban para perder el tiempo. Tenía la certeza de que esa noche iban a disfrutar del sexo y la pasión porque Pedro no disimulaba su deseo y ella tampoco ocultaba el suyo.
—Ya has tenido bastante paisaje —decidió él, haciéndola girar entre sus brazos—. Es hora de que me mires a mí.
—¿Por qué? —susurró mirándolo a los ojos.
—Porque sí.
Antonia sonrió. En los tribunales debía ser temible porque lo dijo con tal convicción que a ella le pareció la mejor de las razones.
Transcurrida una semana de la cena romántica en el barco y de los placeres secretos que vinieron después en el camarote, Yolanda aguardaba sentada en el comedor de su madre, mientras esta conversaba al teléfono. Agradeció que aquella llamada interrumpiera la conversación. Acababa de comunicarle que se había despedido del colegio, una noticia que su madre no se tomó nada bien.
Los niños le regalaron una cartulina repleta de firmas que la emocionó, pero ya guardaba varias muy parecidas, una por cada vez que había finalizado su contrato. Iba a echarlos de menos pero su inestabilidad profesional la había habituado a encariñarse con sus alumnos y también a tener que decirles adiós. La dirección del colegio, en cambio, recibió su renuncia con cara de perro. A Yolanda no le quitó el sueño. Ambas partes conocían las reglas del juego laboral y que precariedad rima con infidelidad.
—Era Pedro —explicó su madre después de colgar el auricular—. Nos hemos visto un par de veces —vaciló—. Bueno, unas pocas más.
Yolanda no movió ni un músculo, pero su corazón batía palmas, hacía la ola y gritaba de contento.
—Eso es estupendo, ya te dije que me cayó bien a primera vista.
Pese a lo seria que fingía estar, su madre alzó un hombro como una adolescente ilusionada.
—Me ha invitado a ir al cine esta noche, luego cenaremos de picoteo.
Picoteo… ¿La finolis de doña Antonia Seoane? ¡Milagro! Yolanda cruzó los dedos. Ella y el hombre que pronto ocuparía su piso parecía que comenzaban algo muy hermoso. Yolanda suplicó en silencio que aquel idilio durara. La decisión estaba tomada, pero dejaría Valencia mucho más tranquila sabiendo que su madre no se quedaba sola. Y Pedro Bataller era una excelente compañía.
Su madre se sentó de nuevo frente a ella, para proseguir la conversación que había interrumpido la llamada. Pero un colgante nuevo que brillaba en el escote de su hija, le llamó la atención y alargó la mano para tomarlo entre los dedos.
—¿Y eso?
—Es la llama de la estatua de la Libertad.
—Ahora me dirás que también has estado en Nueva York y yo me entero ahora.
—No, pero espero ir algún día.
—¿Un detalle simbólico? —Investigó mirándola a los ojos.
—Algo así. Lo mandé hacer en tu joyería de confianza, me extraña que no te lo hayan dicho. ¿No te han mandado la factura? —la desafió, al ver sus cejas alzadas en dos arcos perfectos.
Su madre observó con interés el colgante de oro y cuarzo citrino. Una gema tan brillante y amarilla como el topacio, que fascinó a Yolanda de entre todas las que el orfebre le dio a escoger. A ojos de su madre, que poseía un joyero digno de la favorita de un sultán, solo era una piedra de segunda.
—Esto no vale nada.
—Eso es lo que tú te crees —desmintió, arrebatándoselo de la mano.
Su madre pareció darse cuenta entonces de que Yolanda no iba a dar su brazo a torcer por nada ni por nadie. Ni siquiera por ella.
—Entonces, no hay nada que pueda decir o hacer que te haga cambiar de opinión.
—No mamá, es hora de que viva mi vida como yo quiero y con el hombre que amo. Mi sitio está a su lado, en París —explicó convencida y serena—. Tú y yo viviremos lejos la una de la otra, pero no voy a olvidarme de ti ni a quererte menos por eso, ya te lo dije.
—¿Mi opinión no cuenta?
—Sabes que no.
Su madre movió las manos con impotencia.
—¿Y qué pasa con todo esto? —alegó señalando a su alrededor, aunque en realidad se refería a todos los inmuebles y fincas que formaban su patrimonio y que algún día heredaría Yolanda.
—Mamá, todo es tuyo. Y de todo corazón deseo que lo sea por muchos años.
—¿Qué hago con tu coche? ¿Lo pongo en venta? Te hará falta dinero.
Yolanda dio gracias, por fin un argumento que denotaba que se preocupaba por su bienestar en París.
—No me hace falta, con lo que tengo me basta. Pero si me veo en apuros, no dudes que te pediré ayuda para que acudas al rescate —bromeó.
—Solo faltaría que no lo hicieras.
—Y no te preocupes por el coche, porque me lo llevo.
—¡No puedes conducir hasta París!
—Sí puedo.
Su madre cerró los ojos. Yolanda supuso que, una vez más, estaba preguntándole a sus santos de cabecera por qué había tenido que tocarle en suerte una hija tan difícil.
—Tú te has propuesto matarme a disgustos, ¿verdad?
Yolanda cabeceó sin dejar de mirarla. Qué mujer, no cambiaría nunca. Se levantó, cogió su bolso y antes de marcharse le dio un beso en la mejilla.
—No, mamá, no es mi intención —afirmó con cariño—. Pero me marcho a París. Haz el favor de no morirte del disgusto que quiero que me dures muchos años. Muchísimos —aseguró dándole otro beso.