Capítulo 5
Un paseo para recordar

No pensaba cometer el mismo error. Ese día, Yolanda se calzó unas sandalias planas. Callejear con tacones fue una locura que le dejó los pies baldados. Ella estaba acostumbrada a una ciudad de dimensiones cómodas, de las que invitan a pedalear y a los largos paseos por la ausencia de cuestas. Cada vez que iba a Madrid o Barcelona se asustaba al ver las distancias entre manzanas, las calles empinadas y la anchura de las avenidas. Debería haber previsto que la longitud de una calle de París quintuplicaba, como poco, a cualquiera de las más largas de Valencia.

Bajó las escaleras con idea de comprar una guía turística. Alejo se llevó consigo la que habían traído al viaje porque era suya. Y como se había comprometido a ayudar a Patrick con sus impresiones sobre París, qué menos podía hacer, para agradecerle lo considerado que estaba siendo con ella, que percatarse bien de todo. Pero no podía recorrer la ciudad sin unos mínimos conocimientos sobre el terreno que pisaba.

La puerta del patio que comunicaba con el zaguán estaba abierta, y allí se encontró con la dueña de la frutería. La conocía porque era la misma que la atendió cuando hizo la compra la tarde anterior. La mujer trataba de mover unos macetones enormes a fuerza de quejidos. Yolanda se apresuró a ayudarla, ya que intuyó enseguida que tal esfuerzo no podía ser bueno para su espalda, y esta se lo agradeció como si fuera un regalo del cielo.

La señora Laka era una negra muy simpática y parlanchina que no dudó en presentarse a sí misma. Yolanda aprendió ese día que muchos parisinos de piel oscura eran oriundos de las colonias de ultramar. Como ella y su marido, cuyas familias provenían de la isla de Guadalupe en las Antillas francesas. Territorio lejanísimo que, para sorpresa de Yolanda que se enteró porque se lo dijo la frutera, formaba parte de la Unión Europea.

De la antigua portería salió una mujer de aspecto estrambótico, a base de estampados horrorosos, zapatos con calcetinitos calados y una combinación de naranja en los labios y verde en los ojos que dañaba a la vista. Se acercó a saludar, con el ritual intercambio del Bon jour, Comment ça va?, Merci, Pas de quoi. La señora Laka se encargó de las presentaciones. La recién llegada le plantó los tradicionales tres besos en las mejillas, con otra ronda inacabable de frases de cortesía. A Yolanda siempre le había chocado que los franceses fuesen tan ceremoniosos a la hora de los saludos.

—Nuestra nueva vecinita española es la invitada de Patrick —informó la señora Laka.

Al escuchar aquello, la mujer de los colorines la miro con renovado agrado.

—Así pues, la veremos por aquí durante un tiempo, ¿verdad, querida?

—Eso espero.

Con una sonrisa, Yolanda rogó que la tuteara. Madame Lulú, así se la conocía aunque su nombre real era Luise Dunant, era médium y se dedicaba a la videncia. Algo más joven que la frutera, Yolanda calculó que debía rondar los cuarenta y cinco.

Se despidió de ambas, pues tenía cita con su editor. Además de salir en la tele todos los días, había escrito un libro de autoayuda, que era todo un éxito, y estaba a punto de publicar el segundo. Todo eso se lo contó la señora Laka, que en cuanto se quedaron solas, la invitó a sentarse al sol junto a ella.

Y entonces sí se despachó a gusto con el cotilleo. Yolanda se enteró, entre otras muchas cosas, de que la vecina que hablaba con los espíritus era la protagonista del programa del que Patrick era productor. Y que fue él quien consiguió que los vecinos le vendiesen la humilde morada de la portera, cuando esta se jubiló y la comunidad contrató una empresa de limpieza. Madame Lulú, a pesar de ser millonaria gracias a los libros, al éxito televisivo y a la exclusiva clientela que acudía a su consulta, desde futbolistas a banqueros, pasando por algún político, había crecido en una portería como aquella en la avenida República y por morriña se encariñó con la del edificio. Madame Lulú podía permitirse un piso exclusivo de la avenida Folch, pero prefirió fijar allí su residencia por una cuestión puramente sentimental.

Casi sin darse cuenta, se hicieron las once y la señora Laka, viendo que era hora de preparar la comida, insistió en invitar a Yolanda a almorzar, como agradecimiento por su ayuda con las macetas y como gesto de bienvenida. Ella trató de rehusar, pero la mujer no dio su brazo a torcer. En el fondo, Yolanda agradeció el detalle de la frutera, pues acababa de sacarla de un apuro. Tenía intención de visitar el restaurante que fundó su padre, pero ¿qué iba a hacer? ¿Presentarse allí con un «Buenos días, soy la hija del anterior dueño» y esperar que la invitaran a almorzar? La proverbial cortesía francesa no daba tanto de sí.

Muy agradecida, anunció a la señora Laka que marchaba a por la guía turística de París que quería comprar y le aseguró que estaría de regreso a las doce en punto. Yolanda no tenía ni pizca de hambre, pero no le quedaba otra que acostumbrarse a aquellos horarios.

Compró la guía de viajes en la primera librería que encontró. Allí pidió ayuda y le aconsejaron la mejor pastelería del barrio. Yolanda fue paseando hasta allí y compró unos pastelitos variados para llevar al almuerzo con los Laka.

Como era pronto, se sentó en un banco en el Jardín del Amandiers, dejó la bandeja de dulces a un lado y se puso cómoda para observarlo todo. Sacó el cuaderno y comenzó a escribir todas las sensaciones que le sugería aquel lugar, a esas horas repleto de niños que acababan de salir del colegio. No quería olvidar nada que pudiera ayudar a Patrick con su documental.

Miró el reloj, le daba tiempo de ojear la guía turística. Buscó el barrio del Marais, donde estaba el restaurante de su padre. Optó por prescindir de los taxis porque eran muy caros. Iría en autobús y no en metro, mejor disfrutar de la ciudad desde la superficie que recorrerla bajo tierra. O paseando, ¿por qué no? Así podría anotar sus impresiones sin perder detalle en el que acababa de convertirse en su cuaderno de campo. Pasó una página y luego otra, seducida por las fotografías. Mientras meditaba sobre los muchos lugares de París que le gustaría visitar, una gota cayó sobre la página. La llovizna fue en aumento y los jubilados que jugaban a la petanca empezaron a dispersarse. Yolanda miró al cielo, confusa. En Valencia no llovía nunca. En cambio, en París tan pronto lucía el sol como caía un chaparrón. Guardó todo en el bolso, cruzó la calle y corrió a refugiarse bajo el toldo de una tienda. Se miró las sandalias y optó por regresar al apartamento para cambiarse. Con aquel clima de locos, no se arriesgaba a pasar el día con los pies fríos y empapados.

Corrió bajo los aleros hasta llegar a casa. Estaba calzándose en el salón, cuando escuchó la llave girar en la puerta. El suelo y los muebles brillaban de limpios, se notaba que la asistenta ya había pasado por allí. Así que los pasos que se acercaban por el pasillo solo podían ser de Patrick. Yolanda se alegró de su llegada.

—¡Qué bien, me vienes de maravilla!

Él asomó la cabeza al escucharla. Las gotas de agua resbalaban por la cazadora de cuero, pero él ni se la quitó; Yolanda supuso que estaba acostumbrado a esos aguaceros imprevistos. Notó que se había peinado con las manos el pelo húmedo.

—Ah, hola. ¿Aún estás aquí?

—He vuelto hace un momento para cambiarme las sandalias —explicó, a la vez que se anudaba el cordón de la zapatilla.

Él desapareció en dirección el despacho y Yolanda lo esperó en la puerta, obedeciendo la orden de no violar su santuario. Al momento, salía con un disco duro externo en la mano.

—¿Tienes un minuto? —le preguntó.

—Solo uno, ¿por qué?

—Como llueve, he pensado aprovechar el rato colocando mis cosas en el cuarto aquel —señaló en esa dirección—. Pero me da no sé qué hacer sitio como me dijiste, hurgando en tus cajones sin que estés tú delante.

Patrick guardó el disco duro en el bolsillo de la cazadora y miró el reloj.

—En el primer armario de la derecha no hay nada más que trastos y ropa que no me pongo nunca —decidió—. Usa ese.

—Si no te importa, me quedo más tranquila si estás tú —insistió—. Será un segundo.

Él accedió con cara de prisa y le indicó con la mano que abriera camino. Yolanda fue sin perder tiempo, encendió la luz del cuarto y abrió el armario que él le había comentado.

—La ropa de las perchas, recolócala en esos otros —indicó Patrick; y en vista de que ella no lo hacía, abrió los cajones—. Todos estos papeles los guardé una vez que hice limpieza del despacho; son apuntes de cuando estudiaba. Hazme el favor y tíralos tú misma a la basura porque ya no me sirven de nada. Los otros dos están vacíos. ¿Vas a necesitar más espacio?

—Gracias, hay de sobra para la poca ropa que traje.

Se acuclilló para vaciar el cajón lleno de papelorios y fue apilándolos en el suelo. Patrick se agachó a su lado para ayudarla.

—En la cocina encontrarás bolsas de basura.

—Si no te importa, te cogeré prestado un paraguas de los que he visto en la percha de la entrada. En esta ciudad se pone a llover sin avisar.

—Tengo entendido que en el resto del mundo también llueve sin previo aviso —ironizó.

—En París, más.

—Siempre tienes la última palabra, ¿eh? —Notó, con una mueca divertida—. Sin problemas, coge un paraguas. Ahí a lo mejor encuentras algún impermeable. —Indicó con la mano hacia uno de los armarios—. Úsalo si quieres también, aunque te estará enorme.

Ella lo miró a los ojos, sin disimular su curiosidad.

—¿Siempre eres tan confiado? No me conoces de nada. Podría desvalijarte la casa.

Yolanda sintió un cosquilleo al verlo sonreír a medias, estaban codo con codo y sus rodillas se tocaban.

—Tan confiado como para abrirle la puerta a diario a gente que no conozco —Yolanda supo que se refería al apartamento de alquiler.

—A todos esos no los invitas a dormir en tu sofá, ¿o sí?

A pesar de ponérselo en bandeja, Patrick no contraatacó con un comentario ácido de tipo sexual.

—No pareces peligrosa —se limitó a decir; y siguió sacando papeles del cajón—. Además, no olvides que tengo copia de tu documentación. Me la envió tu novio por fax.

—Ese capullo integral no era mi novio.

Tanto énfasis puso, que Patrick sonrió sin mirarla. Yolanda maldijo por dentro al notar que empezaba a sonrojarse y se dio prisa en cambiar de tema. Como por arte de magia, un folio se deslizó del montón de papeles para facilitarle las cosas.

—¿Y este dibujo?

Patrick lo miró de reojo y se puso de pie.

—Un regalo que me hizo el hijo de mi padre, de su segundo matrimonio.

Yolanda se incorporó sin dejar de contemplar las dos figuras, una grande y otra pequeña de la mano, dibujadas con trazo infantil. «Didier y Patrick», leyó el encabezado escrito con letras desiguales.

—¿Tienes un hermano pequeño?

Patrick desvió la mirada, incómodo.

—Así de extraña es mi familia. Mi padre tiene un hijo de seis años que podría ser su nieto y yo tengo un hermano que podría ser mi hijo —informó con un deje decepcionado en la voz—. Ahora sí, me marcho que se me hace tarde.

—Gracias por echarme una mano. Y que tengas un buen día.

Tres segundos después, Yolanda lo oía cerrar la puerta y sus pisadas rápidas perderse escaleras abajo. Observó el folio que tenía en la mano con mil preguntas en mente. Miró el montón de papelorios del suelo; debía darse prisa. Quedaba un cuarto de hora escaso para las doce y no quería hacer esperar a los Laka que tan amables habían sido invitándola a almorzar.

Antes de ponerse manos a la tarea, devolvió el folio al cajón. A pesar del desinterés de Patrick por aquel dibujo, algo en su interior le dijo que no podía acabar en la basura con el resto.

La frutera la riñó al verla llegar con la bandejita de pasteles, pero el señor Laka, acostumbrado a tomar fruta con mal aspecto o golpeada, mañana, tarde y noche, agradeció aquellos dulces con muchísimo entusiasmo.

Yolanda disfrutó de compartir con ellos mesa y mantel en la trastienda de la frutería, que a la vez era su vivienda. Por la ventana del comedor se veía el jardín privado para los vecinos donde Patrick aparcaba la moto.

El señor Laka, de piel tan oscura como la de su mujer pero infinitamente menos hablador, era un pedazo de pan de hombre; de los que sonríen y no discuten. A Yolanda le parecieron personas encantadoras que, al no tener hijos, vivían volcados con su clientela. Ella les contó de dónde venía e irremediablemente la conversación se centró en la verdura, la fruta y la calidad de las naranjas y mandarinas. La señora Laka, curiosa por naturaleza, enseguida le sonsacó que su estancia en París iba a ser más larga de lo previsto; también que se alojaba con Patrick y no en el apartamento de alquiler. Yolanda agradeció que no hicieran más preguntas cuando les informó de ese importante detalle.

Acabado el delicioso almuerzo a base de pescado y verduras frescas a la parrilla, el marido regresó a la frutería. Yolanda ayudó a la mujer a recoger la mesa, muy agradecida por su cordial recibimiento. Además, salió de allí con información detallada sobre todos los vecinos: en el primer piso se ubicaba el bufete de dos abogados. El segundo lo habitaba la señora Odile Dumesnil, una anciana viuda que se recuperaba de una operación de cadera, junto con la chica que cuidaba de ella. El tercero permanecía casi todo el año vacío, porque sus dueños se mudaron al campo al jubilarse y solo regresaban por Navidad. El cuarto piso lo usaba como estudio una pintora tímida y silenciosa a la que solo veían por allí cuando estaba inspirada. En el quinto vivía un empleado de banca que pasaba más tiempo de casa en casa de sus dos amantes que en la suya de rue Sorbier. El sexto estaba en venta. Y el séptimo era territorio de Patrick, su irresistible anfitrión.