Capítulo 3
La fuerza del cariño

Recorrer todo el columbario, leyendo lápida tras lápida hasta que encontró la de su padre, fue un duro trago para Yolanda. Por fin la halló, la única con dos apellidos. Carlos Martín Lanuza, y dos fechas debajo. Cuarenta y un años tenía, demasiado joven y apegado a la vida, demasiados cabos que con su marcha quedaron sueltos y que ninguna mano compasiva tuvo el detalle de atar.

Yolanda sintió tristeza. No era justo que un hombre que tanto amó su libertad acabase encarcelado en aquella colmena de difuntos. Debían haber lanzado sus cenizas en un acantilado y haberlas dejado marchar a merced del viento.

Se despidió en silencio y volvió sobre sus pasos. No quería recordarlo así, su padre era mucho más que una lápida. Conforme se alejaba, fue recuperando el ánimo, aunque no demasiado. A pesar de parecer un museo del arte funerario y destino de peregrinación para nostálgicos, Père-Lachaise no dejaba de ser un cementerio. Un lugar donde la alegría no tenía cabida.

En vez de salir por la puerta principal, lo hizo por el acceso de rue des Rondeaux, el acceso para vehículos de los empleados del camposanto cercano a las oficinas. A Yolanda le gustó el ambiente de la calle plena de comercios; muchas floristerías, como era de esperar. Aquello era un barrio auténtico, los edificios de principios del siglo XX, de una mezcla desordenada de estilos y alturas, le recordaron a Valencia. Cruzó la acera y compró un ramo de los más baratos. Si tenía que estar sola en aquel apartamento que había alquilado Alejo, lo haría con buen humor y aquellas margaritas de colores alegres le harían compañía. Con las flores al brazo, callejeó con la curiosidad de una recién llegada a la París que no aparece en las guías turísticas. Esa donde los parisinos de toda la vida madrugan y dan los «buenos días» a los vecinos cuando bajan a comprar las baguettes, un pan de Campagne o croissants recién hechos para desayunar. Caminó hasta plaza Gambetta y, empapándose de cada olor, cada fachada, cada conversación escuchada al vuelo, atravesó por rue des Pyrénées hasta rue Ménilmontant. Bajó a ritmo de paseo por la empinada cuesta. A mitad de camino, consultó el plano que llevaba en el bolso y, desechando el camino fácil de las avenidas anchas, se aventuró por las intrincadas callejuelas que rodeaban el parque de Amandiers.

Ya en rue Sorbier, pasó frente a la escuela elemental, un edificio antiguo que en ese momento cerraba el conserje. Se le humedecieron los ojos al leer la placa en memoria de los niños judíos, alumnos de ese colegio, deportados a los campos de exterminio por orden del gobierno de Vichy.

En la radio de un coche que pasó sonaba una conocida canción. El espectáculo debe continuar, se repitió Yolanda mientras la música se alejaba. Y así debía ser; tras cada noche amanecía un nuevo día, pese a los malos tragos, a las decepciones o a los tipos indeseables como Alejo. La vida debía continuar y ella estaba decidida a encararla con optimismo, a pesar de todo.

Continuó calle arriba hasta el apartamento que tenía pagado al menos durante un día más, convencida de que Belleville era un barrio con un encanto singular. Y se alegró de alojarse allí y no en otra zona más turística de París. Alzó la vista y contempló la fachada recién restaurada. Lucía luminosa y colorida, entre tanto edificio de muros grises por culpa de la contaminación del tráfico rodado y el paso de los años. Yolanda sonrió; era adorable su casa provisional. Compró algo de fruta fresca en el comercio que había en la planta baja, una bolsa de patatas fritas, una botella de agua mineral y un paquete de M&M’s; tener a mano un caprichito de chocolate resultaba imprescindible por si, al verse allí sola y tirada como una colilla, el ánimo le daba un bajón.

Tecleó el código de la puerta y subió las escaleras pensando en qué podía hacer hasta que llegara la hora de dormir. Salir por la noche sin compañía en una ciudad desconocida le daba algo de miedo. A la altura del segundo piso sonó su teléfono. Paró para ver quién era. Al leer «Mamá» en la pantalla desconectó el móvil y reemprendió el ascenso de las escaleras. No le apetecía en absoluto hablar con ella.

Mientras giraba la llave, escuchó música tras la puerta contigua. Su vecino escuchaba a R.E.M. No era mala elección. Dado que se oía a través de las paredes, peor podía haber sido la cosa. Antes de abrir la puerta, recordó la pelea en McDonald’s. Hasta ese momento no se había acordado de Alejo, buena señal. Por su bien, más le valía a aquel imbécil haberse largado, porque como se lo encontrara allí dentro esperándola para retomar la inútil conversación de las excusas patéticas y el adiós… Una vez dentro, dejó las bolsas en el suelo e investigó cada rincón. Cuando comprobó que allí no quedaba ni rastro de él, respiró tranquila.

Volvió a la cocina y guardó la fruta en la nevera. ¿Qué podía hacer? ¿Matar el tiempo en internet? No, gracias. ¿Devolverle la llamada a su agobiante madre? Mucho menos. ¿Deshacer la maleta? Por un día no merecía la pena. ¿Ducharse y ponerse cómoda? Buena idea.

Puso el ramo en una jarra y lo colocó sobre la mesa de cristal que hacía las veces de consola. Y mientras contemplaba contenta lo preciosas que quedaban allí las margaritas, reparó en el libro de hojas en blanco que había dejado el dueño para que cada huésped anotara sus impresiones, su firma o la dedicatoria que se le ocurriera. Se sentó a cotillear. Había dibujos de niños, como recuerdo de su estancia en el apartamento. Españoles, americanos, alemanes, belgas, franceses, italianos; había pasado mucha gente por aquellas cuatro paredes. No pudo evitar la risa al ver cuántos de ellos hablaban de la tortura que suponía subir los siete pisos, algunos incluso habían dibujado las escaleras.

Se desnudó y la música de su casero seguía y seguía. Yolanda se duchó con una balada de Aerosmith de fondo, preguntándose bajo el caudal delicioso y tibio, por qué será que emocionan tanto las canciones de amor a lo heavy metal. Cenó con muy poco apetito y, como no tenía sueño, zapeó hasta que se hizo muy tarde.

—Mi primera noche en la ciudad del amor —se dijo a sí misma, dos horas después—. ¡Qué asco de noche!

Y puso la Teletienda.

—No sé qué haces ahí sola en París. Mi amiga Mara ha visto a Alejo en el Starbucks de la Gran Vía esta mañana. ¿Habéis reñido?

—Pues sí.

Ese fue el «¡Buenos días!» con que la despertó su querida mamá. Ni «¿Cómo estás?», ni «¿Lo estás pasando bien?», ni nada remotamente parecido al afecto. No era ningún secreto que odiaba el solo nombre de París y todo lo relacionado con Francia, y además estaba disgustada con ella por el dichoso viaje. Pero ni lo uno ni lo otro justificaban que le hablase con tanta frialdad. Con un tono calmado pero firme, Yolanda le informó de su intención de quedarse.

—La mala suerte con los hombres debe de ser cosa de familia —comentó para rematar con una risa sin gracia.

Yolanda se despidió rápido, sin permitir que doña Antonia Seoane continuase lanzándole dardos envenenados. Era su madre, pero cada día se le hacía más cuesta arriba aguantarla.

Necesitaba un cambio. Le hacía falta dejar atrás la monotonía de Valencia desde que no tenía trabajo. Y sobre todo, alejarse un tiempo del cariño insano de su madre. Así que se pertrechó con su bolso y bajó a la calle ansiosa por respirar nuevos aires. Empezaría por sacarse de encima el rencor que aún sentía consigo misma por no haber mandado a Alejo al carajo antes de que él se la quitase de encima como quien se sacude un bicho de la manga. Perder un solo minuto recordando a aquel idiota sin sustancia no merecía la pena.

Tan absorta iba con todo lo que le rondaba la cabeza, que ni cuenta se dio que ya había llegado a la esquina. Consultó su plano y optó por caminar hacia la avenida República. Era hora de cambiar, pero ¿cómo? Se recordó a sí misma que los caminos más largos se recorren a fuerza de pequeños pasos. Un cartel muy llamativo con una flecha le dio la primera pista. Cruzó la avenida, entró en una peluquería y se cortó el pelo.

Su nuevo aspecto se ganó el aplauso de los peluqueros. Yolanda se gustó al verse reflejada en los escaparates. Resultaba increíble cómo unos pocos tijeretazos estilosos modernizaban una melena larga. Cada vez que giraba la cabeza, el corte escalonado se recolocaba solo y le daba un aire nuevo que la ponía contenta.

Tenía París para ella solita y optó por recorrerlo de la manera más cómoda: compró un pase de un día para Les Cars Rouges y dejó que el autobús turístico la llevara por todos los lugares emblemáticos. Paró a almorzar en el Campo de Marte, compró un bocadillo de jamón de Bayona y una lata de Coca-Cola en un carrito ambulante y comió sentada en el césped bajo la torre Eiffel. Subió a pie los setecientos y pico escalones hasta el segundo piso, que tiene más mérito. Una vez arriba, saboreó un helado admirando las vistas y tomó el ascensor hasta la aguja.

Cuando bajó de la torre, fue caminando por la orilla izquierda del Sena. En los mapas las distancias engañan y no se esperaba aquella caminata; a la altura del puente Alejandro III le dolían los pies. Se sentó en un café y disfrutó de un chocolate frío sin dejar de contemplar la cúpula dorada de Los Inválidos. Mientras descansaba, anotó en el cuaderno sus impresiones de turista solitaria. Como había hecho muy pocas fotos, al menos que le quedara eso como recuerdo de aquella escapada.

Subió de nuevo al Car Rouge. Como hacía un tiempo magnífico, disfrutó de las vistas sentada en la primera fila del piso descubierto del autobús. Al llegar a la última parada en la isla de la Cité frente a la catedral, decidió visitar los restos arqueológicos de la antigua Lutecia. Más tarde, desechó la idea de subir a hacerse una foto con las gárgolas de Quasimodo porque había una cola inmensa y cruzó a la otra orilla por delante del Hospital de Dieu. Paró a cada paso en las tiendas de souvenirs y se encaprichó de un bolígrafo Bic con forma de baguette. Paseando dejó atrás la Mairie de París y, sobre las siete, se dio un homenaje con una cena para ella sola en un encantador restaurante de la rue Saint Martin, en la zona gay más animada y cool de la ciudad. Se encontraba muy cerca del Centro Pompidou, cuya explanada y fuentes de colores se habían convertido en punto de encuentro para muchas pandillitas jóvenes y por eso estaba tan concurrida de día y de noche.

No se vio con ánimos de seguir caminando y tomó un taxi para regresar al apartamento. Una vez allí, se quitó la ropa porque, a pesar de ser de noche, el piso quedaba debajo del tejado de zinc, recalentado por el sol de todo el día, y hacía calor.

Cogió el bolso y se acomodó en el sofá con él en el regazo; buscó la cartera y sacó la vieja tarjeta de visita que conservaba como un tesoro de Chez Martín, el restaurante que fue propiedad de su padre. Desplegó el plano y buscó rue Saint Gilles pero no la encontró. Ayudada con el navegador del teléfono, localizó el restaurante en el Marais, en un chaflán junto al boulevard Beaumarchais. Se llevó una enorme alegría al ver que aún continuaba abierto, gracias al muñequito amarillo de la vista satélite de Google Maps. ¡Y conservaba el nombre y el rótulo de la fachada! Tenía que ir allí, sin falta. No podía marchar de París sin visitar lo único que quedaba «vivo» de su padre.

Pensando en ello estaba cuando se abrió la puerta del apartamento. Yolanda se llevó un susto de muerte. Saltó del sofá y al ver que su casero estaba en el umbral con las llaves en la mano, respiró con alivio. Y dio gracias por llevar puesta al menos una camiseta.

—Perdón, no sabía que todavía estabas aquí —se excusó él; tan sorprendido como ella.

—Si no me equivoco, me parece que el apartamento debíamos dejarlo libre mañana.

—No, lo contratasteis para una noche nada más. Lo especificaba en el e-mail que os envié. Además, en la factura comprobarías que solo se os cobró una noche y lo convenido era dejarlo libre a mediodía.

¿Una noche solo? Yolanda maldijo mentalmente al tacaño de Alejo.

—Disculpa, no lo sabía. Yo no hice la trasferencia. No tenía ni idea.

Yolanda se quedó fascinada observándolo, era atractivo a rabiar y tenía ojos de chico peligroso, de los que miran y castigan. Una mirada que, por cierto, en ese momento parecía que la estaba radiografiando entera. Notó que detenía la vista por debajo de su ombligo.

—Me gusta esa sonrisa —dijo él. Alzó la vista y la miró a los ojos.

¿Qué sonrisa? ¿La del tanga? ¡Mierda! Entonces cayó en que solo llevaba puesto eso, un tanga verde con un smiley y la camiseta.

—Un segundo —farfulló.

Y se escabulló hacia el dormitorio. ¡Idiota!, se gritó por dentro. Al darse la vuelta acababa de enseñarle todo el culo. Un segundo después regresaba descalza pero con los vaqueros puestos.

—Perdona, no recuerdo cómo te llamas —indagó, plantándole cara con la espalda erguida y los brazos en jarras.

—Patrick Gilbert —dijo; y la miró de un modo que la puso nerviosa—. ¿Y tú?

—Yolanda Martín Seoane. Los españoles tenemos dos apellidos.

A él no pareció interesarle el dato.

—¿Dónde está el tipo que te llamaba como al caballo de Lucky Luke?

Le costó captarlo, pero enseguida cayó en que Yoli sonaba muy parecido a Jolly. Qué bien. Maldijo a Alejo por millonésima vez; gracias a su estúpida manía, era Jolly Jumper a ojos de un hombre con un cuerpo de los que piden un polvo a gritos.

—Se ha marchado.

Yolanda notó en sus ojos un casi imperceptible brillo de alegría. ¿Era posible?

—Pues tenemos un problema —anunció él, sacándola del fugaz desvarío romántico—. No puedo alargarte la estancia, porque mañana espero a otros inquilinos. A eso de las seis vendrá a limpiar la chica que se encarga de poner el apartamento a punto. Debía hacerlo esta tarde, pero tiene varios trabajos y por eso no ha podido pasar. Yo venía a comprobar que todo está en orden antes de devolveros la fianza.

—No he roto nada —aseguró con acritud—. Y no hay problema, a las seis me habré marchado.

Debió ser su actitud beligerante, porque Yolanda notó que se ablandaba.

—No es necesario que madrugues tanto. Por una noche puedes dormir en mi casa.

Ella continuó igual de guerrera.

—No, gracias. No quiero ser una molestia ni tienes obligación de darme asilo por caridad. Puedo buscar un hotel.

—¿A estas horas? Anda, guárdate el orgullo para otro momento y coge tus cosas. Cuando acabes de recoger, llama al timbre. Hoy duermes en mi casa.

Y se marchó sin darle tiempo a replicar. Yolanda no estaba acostumbrada a someterse a órdenes de ningún hombre. Pero tras meditar con la cabeza fría, reconoció que era una locura arrastrar la maleta en plena noche por una ciudad desconocida en busca de un hotel: no podía permitirse uno de los caros y los albergues de mochileros le daban un poco de miedo yendo sola.

Media hora después, tocaba el timbre de su casero, maleta en mano. Le abrió la puerta descalzo, con vaqueros cortados con tijeras y una camiseta vieja. Nada que ver con el hombre vestido con un impecable gusto informal que había entrado de manera intempestiva en el apartamento de al lado.

—Pasa.

Y le dio la espalda. Yolanda arrugó el entrecejo. No era nada cortés dejar que cerrara ella y no cederle el paso. La trataba más como a un colega que como a una mujer. Lo vio perderse por el pasillo; ella se quedó cohibida, incapaz de seguirlo hasta el dormitorio sin conocerlo de nada. Así que aguardó en el salón, sin atreverse a sentarse. Ni tiempo a fisgar a su alrededor le dio, al minuto lo tenía allí de vuelta con un juego de sábanas y un edredón bajo el brazo. Qué manía tenía aquella gente con los edredones, con el calor que daban a esas alturas de la primavera. Claro que, dadas las circunstancias, no era cuestión de protestar.

—Yolanda —se recreó en el nombre, mirándola con curiosidad.

—Sí, como Hollande —aludió al presidente de la República Francesa—, pero con «y» griega y acabado en «a».

—Suena bien. Me gusta.

—A mí también. Mucho más que Yoli —expresó—. Y que Jolly.

Él elevó una comisura de la boca, al parecer le divertía el énfasis con que matizó la diferencia al pronunciar. Y lanzó sobre el sofá todo lo que llevaba bajo el brazo. Yolanda miró anonadada la almohada y el edredón. Aquello significaba que no tenía intención de llevarla a un dormitorio de invitados. La casa parecía grande, ¿con tantas puertas no había más cama que la suya? Siendo ella una chica, habría sido un detalle por su parte que le cediera su cuarto.

—El baño lo encontrarás en el pasillo, segunda puerta a la derecha.

—¿Solo hay uno?

—Solo uno. Buenas noches.

Y se marchó. Yolanda escuchó sus pisadas por el pasillo. Ya sola, investigó algún sistema de apertura bajo los cojines del sofá. Al fin lo encontró y con muchísimo esfuerzo logró desplegarlo. Ajustó la bajera y extendió el edredón, decidida a dormir lo más cómoda posible. Y se anotó en la cabeza, para no olvidar apuntarlo en su cuaderno de viaje, que los caballeros galantes se extinguieron. Como los dinosaurios.

Patrick no conseguía conciliar el sueño. Aquella española era una tentación muy golosa y él la tenía al alcance de la mano. A veinticinco metros de distancia, para ser exactos. No era tan tonto como para no notar, desde el primer momento en que se vieron, que ella se lo comía con los ojos sin importarle la presencia del tipejo presuntuoso que vino con ella. Eso era un detalle indicativo, era una mujer con las ideas claras que decidía con quién quería una aventura, cuándo y cómo.

No era su tipo. Demasiado brava. Pero le apetecía disfrutar del sexo con ella, aunque fuera por una vez y como ejercicio para mantener alerta los sentidos, después de tantas mujeres dóciles que se plegaban a sus deseos. Las prefería así porque le gustaba llevar las riendas y ese tipo de parejas resultaban cómodas.

—Yolanda —pronunció muy bajo, con cuidado de que ella no lo oyera.

Un bonito nombre de princesa. Demasiado dulce para una mujer como ella. Lo excitaba que lo mirara como una mantis religiosa, de esas que liquidan al macho después de quedar saciadas.

Por lo que sabía, era de Valencia. Él había estado allí dos años atrás, participando con un corto en la Mostra de Cinema del Mediterrani. Una mujer caliente como el sol de aquella costa.

Patrick se removió en la cama. Se puso cómodo con un brazo bajo la cabeza y clavó la vista en las molduras del techo. La marcha de su novio el gafapasta le ponía la ocasión en bandeja. Y ahora la tenía durmiendo en su propia casa. Podía mantener con ella un rollo pasajero, disfrutar los dos como salvajes y, cuando llegara el momento de la despedida, perderla de vista con la mejor de las sonrisas. Pero algo le decía que Yolanda era de las que daban problemas. Y no porque fuera de esas mujeres que se encariñan hasta el punto de confundir rollo con algo serio. No, todo lo contrario. Intuyó que la mujer que a esa hora descansaba en su sofá era de las que le llegan a uno más arriba del ombligo y, sin que uno se dé cuenta, se acercan peligrosamente a la altura del corazón.

Mejor no complicarse la vida. Cerró los ojos y dejó que el sueño le venciera con una apetitosa imagen en mente. ¡Qué culo tenía! Un segundo más de exhibición y sus manos se habrían acoplado a cada nalga como un par de imanes. Recordó el tanga con el smiley amarillo. No era fetichista, aunque por una vez… La tentación que cubría aquel triángulo verde era intocable, pero esa sonrisa tenía que ser suya.