Capítulo 1
La tentación vive arriba
—¿Cómo que no hay ascensor? —protestó, mirándolo incrédula—. Será una broma, ¿no?
—Pero Yoli, si este sitio es una joya.
—No me llames así. Te he dicho mil veces que lo odio.
Como si no la oyese, Alejo seguía contemplando la fachada de aquel edificio señorial.
—Vi las fotos en una web de alquileres. Se trata de una buhardilla típica de París con ventanas de mansarda. ¡Te va a encantar!
—¿Una buhardilla? Eso quiere decir que está en el último piso —renegó, a punto de perder la paciencia.
Maldita la hora en que se le ocurrió aceptar la invitación de aquel rácano. No es que esperase una suite en el Ritz, pero su idea de un fin de semana romántico se asociaba a un hotelito con encanto, paseos por la orilla del Sena y cenas a la luz de las velas en cualquier café de Montmartre; no con hacer la cama y barrer el suelo de una buhardilla de alquiler. Ni mucho menos con subir las maletas por las escaleras hasta el séptimo piso.
Alejo tecleó la clave numérica de acceso al portal y, al entrar, la visión de aquel zaguán con tanto encanto apaciguó el enfado de Yolanda. Un rectángulo sin mobiliario alguno, que impresionaba en su sencillez gracias al colorido zócalo de azulejos en el que predominaba el azul y que debía datar del lejano año 1913 en que se construyó el edificio, según rezaba un discreto y antiguo cartelito con el nombre del arquitecto. Dominando la pared del fondo, unas puertas de madera con vidrieras de arabescos Art Nouveau permitían el paso de la luz natural. A la derecha de estas se distinguía una segunda entrada que comunicaba con las escaleras de acceso a las viviendas. Incluso los buzones alineados discretamente en vertical tenían solera. Alejo cerró la pesada puerta enrejada y ella arrastró la maleta con la sensación de avanzar por el túnel del tiempo hacia la Belle Époque.
—Qué bonito es todo esto —reconoció.
—Ya te lo decía yo. ¿Ves como siempre tengo razón? —dijo Alejo con una suficiencia que sacó de quicio a Yolanda.
Pero se quedó con la réplica escociéndole en la punta de la lengua porque un chirrido de bisagras les hizo mirar al fondo. Ni él ni ella esperaban que el portón doble, bella reliquia de épocas pasadas, se abriera de par en par y sin ayuda de nadie. Era evidente que habían añadido un sistema de apertura moderno que se accionaba con control remoto.
Se quedaron aún más pasmados al ver que, de lo que parecía un patio con jardín privado salía un motorista a lomos de una Honda de gran cilindrada. Alejo y Yolanda se hicieron a un lado para dejar paso, el portal de hierro se abrió solo también y la moto salió a la acera con el ronroneo inconfundible del acelerador contenido. Yolanda la siguió con la mirada. Se notaba que el tipo que iba encima estaba acostumbrado a dominar una máquina potente. Sin poder evitarlo, continuó con la mirada clavada en los anchos hombros cubiertos por la cazadora de cuero hasta que giró a la derecha con un acelerón y se alejó a todo gas en dirección a la avenida República.
Entonces cayó en la cuenta de que, bajo sus pies, el suelo era de adoquines. Yolanda calculó la anchura de la puerta por la que acababa de desaparecer la Honda y adivinó que aquel portalón de hierro tan imponente se ideó para permitir el acceso a los coches de tiro de caballos y a los primeros autos a motor de principios del siglo XX hacia las cocheras del jardín, seguramente ocultas por las otras puertas de madera. Imaginó a un portero de uniforme saludando a los ocupantes de un vehículo de época, justo donde ella se encontraba un siglo después, y sonrió con esa escena en la cabeza.
La voz de Alejo la trajo de nuevo a su agobiante realidad. Allí lo tenía, esperándola en el umbral de la puerta que daba a las escaleras, sonriéndole con sorna con lo poco que le apetecían a ella las bromitas.
—¡Por fin! —dijo con un entusiasmo que a Yolanda empezaba a resultarle intragable—. Venga, Yoli, ánimo y para arriba, que solo son siete pisos. A ver si va a resultar que te estás haciendo vieja.
Serás idiota…, pensó. ¿Vieja con treinta recién cumplidos? Como si los dos no supieran que él le llevaba once años, a pesar de que se quitaba dos porque tenía un terror horroroso a cumplir esa cifra maldita que empezaba por cuatro.
Yolanda se juró a sí misma que en cuanto regresaran a España iba a dejarle las cosas claras a Alejo. O sea, tenía que darle pasaporte y dejarse de compasión. Pero en París no era el momento, no fuera a ser que le montara un drama de los suyos. Cada día que pasaba se arrepentía más de haberse liado con aquel egocéntrico. Llevaban juntos dos meses y las últimas dos semanas Yolanda se juraba todas las mañanas que ese día era el último, pero en cuanto Alejo la miraba con esa cara de lástima se sentía incapaz de mandarlo a paseo, a pesar de que la agobiaban los hombres con el grifo flojo. Y a este en particular se le escapaban las lágrimas a la mínima.
Mientras maquinaba la manera menos cruel de acabar con aquella relación que la tenía agobiada, tiró de su maleta hacia las escaleras. Los portones de cristal habían quedado algo entreabiertos y por la rendija salió a recibirlos un gato negro que no tardó ni un segundo en restregarse en las piernas de Yolanda en busca de mimos. Ella le acarició el lomo y observó a través del hueco por el que se había escapado el gato, que dejaba ver una parte del patio con jardín. Supuso que, además de las antiguas cocheras particulares que se veían al fondo, comunicaba también con la trastienda de la frutería que había en el bajo comercial del edificio.
—Deja de tocar a ese bicho, que te va a pegar todas sus pulgas —la regañó Alejo con cara de aprensión.
Yolanda chasqueó la lengua sin dejar de acariciar al minino.
—¡Qué tontería! Míralo, ¿a que es una monada?
—Tiene cara de tonto.
Ella no opinaba lo mismo. Rascó al lustroso gatazo entre las orejas como despedida. Pensaba en el fin de semana recién empezado. Por mucho que Alejo lo llamara así, por parte de Yolanda no iba a albergar ni un minuto romántico. Por culpa de la crisis y los inevitables recortes, el colegio donde trabajaba se había visto obligado a reducir la plantilla. Al ser ella la profesora con menos antigüedad, se había convertido en empleada eventual que solo trabajaba cuando era preciso cubrir alguna baja por enfermedad. Llevaba un mes sin empleo a la espera de que volvieran a llamarla. Solo por eso aceptó la invitación de Alejo: porque el viaje lo pagaba él, a pesar de lo tacaño que era. Un gasto que ella en ese momento no podía permitirse y era vital aprovechar la ocasión.
Yolanda había viajado a París por un motivo íntimo y secreto. Necesitaba conocer esa importante parte de su pasado de la que su madre se negaba a hablar. Ya era hora de buscar respuestas a todos los interrogantes acerca de su padre que su madre siempre se negó a contarle. Y no le causaba remordimientos aprovecharse de Alejo para ello, aunque pensaba largarlo con viento fresco en cuanto regresaran a Valencia. Se dijo que quien paga, manda; y si él había decidido que prefería un séptimo sin ascensor en Belleville en lugar de las comodidades de un céntrico hotel, estupendo.
—Venga, Alejo —decidió incorporándose de nuevo; el gato se fue por donde había venido—, subamos de una vez a ver si esa buhardilla tiene tanto encanto como dices. Supongo que arriba debe estar esperándonos alguien de la agencia de alquiler para entregarnos las llaves.
—No lo lleva una agencia, traté directamente con el dueño. Patrick nosequé… —Al contrario que Yolanda, Alejo hablaba el francés lo justo para entenderse—. Me envió un e-mail diciéndome que nos dejaba las llaves en el hueco del contador de la luz —dijo Alejo, tirando de su maleta sin intención alguna de acarrear también la de ella—. Un poco confiado, ¿no?
Ella se encogió de hombros, qué otra cosa podía hacer.
—Ánimo, que solo son siete pisos. —Anticipó, resignada a subir hasta las nubes cargada como una mula.
Una vez arriba, recuperado el resuello, tuvo que reconocer que el apartamento era una preciosidad. Lo habían reformado con mucho gusto. El baño y la cocina tenían el aspecto de ser prácticamente nuevos. El mobiliario consistía en una fusión de complementos de Ikea y piezas antiguas recuperadas con ingenio, como la cama de hierro pintada de color azul turquesa. El único dormitorio tenía el techo abuhardillado, pero la estancia que hacía de sala de estar, pasillo y cocina, contaba con un sofá cama para dos personas. En el trozo de pared entre las dos únicas ventanas que, como predijo Alejo, eran de mansarda y recaían a rue Sorbie, había arrimada una mesa de cristal para dos personas que servía como consola y como improvisado comedor. Junto al televisor, Yolanda descubrió una chimenea de leña. Le habría encantado poder encenderla, pero el calor inusual en París a finales de mayo invitaba a descartar la idea.
—Tendremos que bajar a comprar cosas para llenar la nevera —sugirió Alejo, al verla curiosear en los armarios de la cocina.
Yolanda pensó que el dueño era un detallista, porque había dejado un envase empezado de café, azucarillos y edulcorante, junto con un bote de cacao en polvo, un paquete de galletas bretonas y un surtido de cajitas con distintas variedades de té.
—No vamos a estar aquí más que dos días y medio —le contradijo—. No pienso encender el fuego.
—¿Tienes idea de lo caro que sale comer en París? —alegó Alejo con evidente inquietud.
Él ya había visitado la ciudad en anteriores ocasiones y sabía lo que era ser sableado por un exiguo menú de turista.
Yolanda giró hacia él y lo tranquilizó con una sonrisa.
—Llévame a dónde tú decidas, yo invito. Es lo menos que puedo hacer.
—Entonces, ni deshagamos las maletas —aceptó aliviado—. No perdamos tiempo.
Yolanda cogió su bolso de encima de la mesilla de cristal y se lo colgó en bandolera.
—Estoy deseando que me enseñes los rincones más bonitos de París.
Por instinto le cogió la mano, como gesto simpático y amistoso, nada más. Pero él se soltó de inmediato. A Yolanda le sorprendió solo a medias. Desde hacía dos semanas Alejo mostraba con ella una actitud extraña; a ratos, pegajoso como un chicle, y otros ni se le acercaba. Parecía que tocarla le produjese alergia. De pronto se quedaba pensativo, o lo sorprendía estudiándola con una mirada que a Yolanda no le gustaba nada; unas veces con un rictus maquinador y otras atormentado, como si algún problema gravísimo no lo dejase vivir. Alejo era un tipo rarito y egocéntrico. Yolanda aún se preguntaba en qué estaría pensando el día que aceptó salir con él. Era el típico profesor universitario que conquistaba a las mujeres con frases de un libro aprendidas de memoria. O inventadas, cualquiera sabía. Y ella cayó rendida a su filosofía barata como una tonta. Qué harta estaba de su táctica de divorciado al que les venía grande su estrenada soltería y se liaba con una chica mucho más joven para vivir una ficticia segunda juventud.
Fue hacia la puerta del apartamento y él la siguió. Al abrir se dieron de bruces con un hombre al que Yolanda reconoció al instante. La cazadora de cuero y el casco colgado del codo no dejaban lugar a dudas: era el motero con el que se habían cruzado un rato antes. En ese momento abría la puerta del apartamento de al lado. Yolanda se fijó en su pelo castaño claro, en su altura y en la envergadura de su espalda.
Él giró la cabeza y la miró directo a los ojos. Yolanda contempló su rostro anguloso y la mandíbula oscurecida por la barba de un día. No era especialmente guapo, pero irradiaba magnetismo y peligro. Si alguna vez pasara algún casting, le darían el papel de malo.
—¡Ah!, ya han llegado —dijo tendiéndole la mano.
Vocalizaba despacio pero al ver que Yolanda asentía, dándole a entender que conocía el idioma, dejó atrás el tono que al parecer utilizaba para comunicarse con los turistas extranjeros.
—Soy Patrick Gilbert, el dueño. —Yolanda le estrechó la mano—. Estuvimos en contacto por e-mail. Ya veo que encontraron la llave del apartamento sin problemas.
Por todo saludo, ella esbozó una sonrisa de trámite. En silencio, se recriminó y miró hacia otra parte para no observarlo con tanto descaro. Era el tipo de hombre que una mujer no podía dejar de mirar.
—¿Qué hay? —saludó Alejo, y se presentó a sí mismo.
Más o menos se defendía en francés.
En lo que duró el apretón de manos entre ellos, Yolanda se percató de la diferencia entre el séptimo y los pisos inferiores. En ese rellano, dos puertas gemelas sustituían a la única original de acceso al domicilio. Dedujo entonces que la buhardilla que habían alquilado era en realidad una parte de la vivienda contigua y que esta, en origen, debía ser inmensa. Una idea inteligente la del chico de la moto el dividir su casa para sacarle partido alquilando a los turistas la parte que a él le sobraba.
Observó a los dos hombres y, como suele suceder, la comparación resultó odiosa. Al lado de aquel gigante, Alejo, igual de alto que ella, aún parecía más delgado; su pelo largo de intelectual, más trasnochado; y sus aires de hombre de mundo, más ridículos. En resumen, menos apetecible, y eso que el deseo, por parte de ella, se había esfumado hacía ya semanas.
Miró al de la cazadora negra. ¿Por qué a ella no se le acercaban nunca los tipos duros? Qué rabia le daba ser una especie de mujer-imán para los hombres que odiaban el riesgo y parecían cachorros perdidos, ansiosos por una palmadita femenina en el lomo para sentirse importantes.
Miró de reojo a Alejo y se colgó el bolso en bandolera. Porque pagas tú el viaje, que si no…, se dijo mentalmente. Ellos seguían hablando de los pormenores del alquiler y de la transferencia bancaria. A Yolanda no le remordía la conciencia el hecho de aprovecharse de Alejo de aquella manera. Un par de billetes de avión en una línea de bajo coste y el precio de dos noches en aquella buhardilla no iban a suponerle una ruina. Y a fin de cuentas, ella acababa de engrosar la lista de parados españoles. Necesitaba visitar París para hallar respuesta a todas esas lagunas de su pasado que la intrigaban desde hacía tantos años; justo en ese momento disponía de tiempo libre y no era cuestión de gastarse los ahorros en viajecitos. Que pagara Alejo, que para eso lo aguantaba y además en la Universidad cobraba un buen sueldo.
Yolanda, salió de aquellos pensamientos cuando el dueño se dirigió a ella por fin.
—No suelo estar a horas fijas, aunque si necesitan algo, vivo aquí —concluyó, mirando a Alejo de corrido—. Bienvenidos a París.
No sonrió, pero eso último lo dijo clavando sus ojos oscuros en los de Yolanda.
—Gracias —dijo ella sosteniéndole la mirada.
Fue muy breve, pero Yolanda adivinó que el atisbo de sonrisa que él le regaló era un modo de premiar su correcta pronunciación. Debió sorprenderle que dominase su idioma casi como una auténtica parisina.
—Vamos a estar solo dos días —intervino Alejo en un francés con mucho acento español—. Si necesitamos cualquier cosa, ya le llamo. Apunté el móvil que venía en el e-mail —concluyó a modo de despedida, y apremió a Yolanda, poniéndole la mano en la base de la espalda—. Vamos, Yoli.
Ella apretó los labios porque no le apetecía repetirle por millonésima vez, y menos delante de otra persona, que odiaba ese diminutivo. Miró sin disimulo al de la Honda, que le daba la espalda con la llave en la cerradura de su apartamento. Luego observó de arriba abajo al «cuarentañero juvenil» con el que estaba apunto de compartir cena y cama.
—Vamos, que me muero de hambre —farfulló, bajando al trote las escaleras.
Estaba decidido. En cuanto regresaran a España, iba a poner fin a aquella relación con Alejo que no iba a ninguna parte.