Capítulo 23
Mejor imposible
Dos semanas pueden parecer eternas o esfumarse en un suspiro. Para Patrick supusieron un paréntesis en su vida durante el cual las saetas del reloj giraron a un ritmo frenético. No distinguía día de noche, salvo por la presencia de Yolanda que se encargó de marcarle el ritmo de comidas y sueño, exigiéndole con insistencia férrea que destinase, como poco, cuatro horas al obligado descanso.
El decimosexto día de vorágine, por fin pudo decir que el montaje del corto había concluido. A partir de ahí empezaba la siguiente batalla. Toda una suerte de eventos y tareas en absoluto creativas que tenían que ver con el cine como empresa y no con el arte, y exigían por tanto menos concentración y más mano izquierda. Le quedaba por delante la promoción, la difusión en los medios especializados, ese horror llamado prensa, la distribución del cortometraje en Francia y, a ser posible, en otros países, el estreno oficial y tentar a la suerte en los festivales de cine.
La noche anterior, después de que corriera el champán en la productora, él y Yolanda lo celebraron en la intimidad. Patrick, poco dado a pisar el París de los turistas, esa noche hizo una excepción y la sorprendió con una cena íntima en Montmartre. La mítica Maison Rose, esa casita de cuento color de rosa, fue el escenario que escogió para aquella velada a la luz de las velas. No dejaron de cogerse de la mano sobre el mantel, como dos amantes rendidos a la magia de la ciudad del amor. Después volaron sobre la moto por las callejas de adoquines que bajan hasta Pigalle. Atravesaron calles y avenidas a toda velocidad y al llegar a place L’Étoile, cruzaron la avenida Montaigne. Patrick aparcó junto al puente del Alma para mostrarle a Yolanda la noche iluminada y su reflejo sobre las aguas oscuras del Sena. Pasearon abrazados y, al llegar ante la réplica de la llama que porta la estatua en Nueva York, la estrechó entre sus brazos y le dijo antes de besarla: «Tú lo eres todo. Mi libertad eres tú».
Por la mañana, cuando Yolanda abrió los ojos y vio a Patrick a su lado sumido en un sueño profundo, no tuvo corazón para despertarlo. Falta le hacía un descanso y se lo tenía bien ganado. Se duchó cuidando de no hacer ruido, se vistió a hurtadillas y, para no trastear en la cocina, bajó a la calle con intención de desayunar en el Café Arriau.
Al pasar por la puerta de la frutería, saludó al señor Laka que en ese momento subía la persiana metálica. Su mujer, que había entrado por la trastienda, apareció ya en el interior. Acababa de encender las luces y salió a la calle para dar los buenos días a Yolanda.
Charlando estaban en la acera, cuando justo delante de ellas paró un coche. Como interrumpía el tráfico, pitaron varios claxon de los típicos impacientes. Una jovencita se apeó del vehículo. Con sorpresa, reconocieron a la nieta de Odile que las saludó mientras ayudaba a su abuela a bajar. Antes de que cerrara la puerta, Gerard avisó a su madre de que volvería a recogerla pasadas tres horas.
—¿Seguro que no quieres que me quede, abuela?
—Anda, anda, ve con tu padre que yo no estoy tan chocha y más falta le harás a él para ayudarle a escoger ese regalo para tu madre.
La nieta se sentó en el asiento del copiloto que antes ocupaba Odile. Padre e hija se despidieron moviendo la mano al tiempo que reemprendían la marcha y desaparecían calle arriba acompañados por un coro de pitidos.
—Pero bueno, ¡qué sorpresa!, Odile —exclamó la señora Laka, recibiendo a la anciana con los tres consabidos besos en las mejillas—. Ayayay, tan pronto por aquí otra vez. ¿No estará pensando escapar de casa de su hijo?
La anciana se echó a reír, mientras recibía otros tres besos de Yolanda.
—Todo lo contrario, querida. Vengo ahora mismo del notario. Acabo de vender mi casa —anunció.
Yolanda no pudo evitar una enorme sonrisa porque, aunque había guardado discreción y solo lo había comentado con Patrick, sabía del asunto desde hacía días. Pero a la señora Laka, la noticia la pilló por sorpresa.
—¿Pero así, sin pensárselo dos veces? —se extrañó.
La mujer dudaba que dos semanas fueran suficientes para adaptarse a vivir con la familia en Meudon. Pero Odile no tardó en sacarla de la duda.
—Cuanto antes mejor. Mi hijo se gana bien la vida, pero Isabel se ha quedado sin trabajo después de tantos años en la empresa, ¡dichosa crisis! Los chicos crecen y todo son gastos. Mi nieto quisiera estudiar un año en el extranjero, pero no le concedieron la beca y con un solo sueldo, ni se atreve a planteárselo a su padre. Mi hijo y su mujer no han salido de viaje sin los niños desde que se casaron, aún conservan los muebles de la boda y hay algunos que piden un cambio —explicó—. ¿Para qué quiero yo un piso vacío? Si puedo echarles una mano con algo de dinerito, prefiero ver cómo lo disfrutan mientras estoy viva.
—En eso tengo que darle la razón, Odile —convino con admiración—. Así que tendremos nuevos vecinos. —Curioseó.
La anciana se cogió con afecto del brazo de Yolanda.
—Mmm… Todo fue gracias a esta jovencita que vino del otro lado de los Pirineos.
—Yo no hice nada. La idea fue tuya, Odile.
En realidad, sí que atendió un día una llamada suya, cuando la anciana telefoneó a casa de Patrick con la idea de alquilar el piso, ya que él conocía a tanta gente y solo quería meter en su casa personas de confianza. Odile ya sabía que Violette se había mudado a vivir con Marc. Pero el estudio que él tenía alquilado era una típica chambre de bone parisién, las buhardillas donde antiguamente residían las criadas y que muchos dueños, tras heredarlas y acondicionarlas con una ligera reforma, ofertaban en alquiler como alojamientos con encanto. Yolanda le comentó que Marc y Violette, un poco hartos de vivir como las sardinas en una lata, estaban buscando un piso que fuese lo más grande posible. Al escucharlo, Odile no lo dudó; no existían personas mejores en el mundo a las que querría como nuevos propietarios de aquel apartamento que tantos recuerdos de toda una vida guardaba entre sus paredes.
—Imagínese viéndose las caras su marido y usted a todas horas en veinte metros cuadrados —instó la anciana a la señora Laka, después de explicarle la conversación telefónica mantenida con Yolanda.
—No quiero ni pensarlo. —Se horrorizó.
—Tomé la decisión deprisa y sin dudas. Así, solucionado el problema de los tortolitos, yo me he quitado un montón de gastos de encima y mi hijo ha dejado de sufrir por si algún día se me ocurre volver a vivir sola. Todos contentos.
—¿Entonces? —preguntó la señora Laka, con la emoción a flor de piel.
—Sí, querida. Su sobrinito. —Odile seguía viéndolo como el crío que bajaba las escaleras deslizándose por la barandilla—. Será a partir de ahora el nuevo vecino.
—¡Pero Marc no nos ha dicho nada! —se extrañó, llevándose la mano a la mejilla.
Yolanda chasqueó la lengua.
—Ay, Odile, a ver si Marc quería darles una sorpresa a sus tíos y nosotras acabamos de fastidiársela.
—Pues mala suerte —replicó, alzando las manos—. Si los chicos querían que fuese un secreto, que hubiesen avisado. Señora Laka, váyase preparando porque, en cuanto empiecen a venir los niños, con los padres de uno y de otra tan lejos, a usted y a su marido no les quedará otra que ejercer de abuelos, que si quedárselos alguna noche, que si llevarlos a la guardería, darles de merendar en el parque…
La señora Laka dio un grito de emoción. Como no había tenido hijos y se entristecía de pensar que nunca tendría nietos, creyó al escuchar aquello que la puerta del cielo se le abría de par en par. Se abrazó a la anciana y le dio un solo beso en la mejilla que valía por tres.
Yolanda sintió un nudo en la garganta, era maravilloso comprobar lo feliz que acababan de hacer entre todos a aquella mujer.
—Ay, Dios mío, qué alegría acaba de darme, Odile. Voy a contárselo ahora mismo a mi marido. Pero esto hay que celebrarlo.
—¿Qué tal con un buen desayuno? —sugirió Yolanda que, con la charla, aún estaba en ayunas—. No he tomado nada y las tripas me hacen ya ruido.
Odile aceptó encantada. La señora Laka se empeñó en invitarlas y avisó que las alcanzaría en unos diez minutos en el café. Antes tenía que contarle a su marido que Marc se mudaba al 11 de rue Sorbier. No todos los días empezaban con buenas noticias y esa era de las mejores.
Yolanda llamó al móvil de Violette, que acudió rauda a la cita, deseosa de abrazar de nuevo a Odile y más cuando tenía tanto que agradecerle. Como la señora Laka se tomó su café en un santiamén y regresó a la frutería porque el trabajo la reclamaba, las tres juntas, como tantas veces, disfrutaban de un segundo café con leche en su café preferido de plaza Gambetta.
—¿Cómo que nunca has subido a la torre Eiffel? —cuestionó Yolanda, incrédula.
—Ay, hija, no sé —explicó Odile con un sube y baja de hombros—. Lo vas dejando para más adelante, pasan los años y ya ves.
Yolanda se quedó anonadada cuando Violette le confirmó que muchísimos parisinos, al igual que Odile, nunca habían cumplido con el ritual obligado de todo viajero que arribaba a la ciudad, con el argumento de que tiempo tendrían para hacerlo y que la torre no iba a moverse del sitio.
—Ya subiré un día de estos.
Yolanda alzó la mano para llamar la atención de la señora Arriau para que les trajese la cuenta de los cafés y los croissants.
—Pues es hora de ponerle solución —decidió a la vez que sacaba el monedero.
No le hizo falta ni abrirlo. Lo volvió a guardar cuando la mujer le dijo que la señora Laka lo había dejado todo pagado antes del irse.
—¿Ahora? ¿Pero así, sin pensar? —cuestionó la anciana.
Dicho y hecho. Dado que Violette apoyó la idea de Yolanda, con el alegato más que obvio que acabó de convencer a Odile, de que no tenía nada más importante que hacer hasta que regresasen su hijo y su nieto a buscarla.
Diez minutos después se hallaban las tres acomodadas en el asiento trasero de un taxi. Yolanda desestimó la sugerencia de Violette de llamar a Marc para que les prestase su coche; no fuera a ser que Odile se echara atrás. Sus dos amigas no sabían que en realidad era ella la que necesitaba aquel loco arrebato turístico. No quería pensar en la llamada telefónica que había recibido un rato antes del director del colegio con noticias muy buenas con respecto a su futuro laboral, pero que la hacían terriblemente desdichada en lo personal.
Pasaron frente a la bellísima mole de la Conciergerie en el muelle del Reloj, Odile comentó que tampoco había entrado nunca a pesar de la curiosidad morbosa que sentía por pisar la celda que fue la última morada de María Antonieta.
—Odile, ahí ya iremos otro día que tengo mucho jaleo con la preparación de la boda y todo eso —decidió Violette.
—Claro, nenita, lo primero es lo primero —aceptó esta, pensando en las emociones que la esperaban; tenía ganas de ascender hasta lo más alto de la torre Eiffel como los valientes, incluida la escalerilla de caracol que subía a la terracilla de la antena.
—No sé si será verdad —comentó Yolanda, con la vista fija en los tejados medievales de cucurucho sobre las torres—. Dicen que cuando guillotinaron a María Antonieta, su cabeza seguía viva después de separarla del cuerpo. Que movía los ojos —añadió estremeciéndose— y que, desde la cesta donde cayó, miró a su verdugo y le dijo algo que lo volvió loco.
—Me pregunto qué le diría María Antonieta al hombre que acababa de ejecutarla. —Meditó Odile, impresionada y solemne.
Violette cruzó una mirada guasona con el taxista a través del retrovisor.
—¿Hijoputa? —sugirió.
—¡Por Dios bendito! —se escandalizó Odile—. Hija mía, ¿cómo se te ocurre semejante lenguaje en boca de toda una reina de Francia?
—De la cabeza seccionada de toda una reina —matizó con finísimo cachondeo.
Yolanda se tapó la boca con la mano, porque no quería reírse delante de Odile aunque imaginó la escena de la cabeza parlante con su peluca, que parecía sacada de un guion de Quentin Tarantino.
—Que te liquiden en la guillotina me parece razón suficiente para olvidar los modales de palacio —opinó Violette.
Odile remugó con los labios apretados, aunque optó por no llevarle la contraria y dejarlo estar.
Llegaron a su destino, bajaron del taxi y, después de la consabida cola que les tocó aguardar, Violette y Yolanda disfrutaron de las reacciones de la anciana dentro del ascensor de cristal.
—Fíjaos, un obrero pintando.
Yolanda se alegró de ver la risa que le entró a la mujer cuando le confirmaron que era un muñeco. Se detuvieron en todos los pisos para que esta se paseara por cada rincón de la monumental filigrana de hierro y, al llegar a la segunda altura, se hicieron hueco en la barandilla. Eran muy afortunadas porque esa mañana había amanecido con un sol de justicia, sin que la bruma empañase la magnífica contemplación de la ciudad a vista de pájaro.
—Mirad, queridas, por allí debe quedar nuestra casa —comentó señalando con el dedo hacia la lejanía, ilusionada como una quinceañera sobre sus primeros zapatos de tacón.
Yolanda intercambió con Violette una sonrisa satisfecha. Hacía un rato, había sentido lo mismo al ver saltar de alegría a la señora Laka. Meditó sobre lo sencillo que resulta regalar un momento inolvidable a las personas que tienes cerca y lamentó que por culpa de las prisas, o del ritmo de vida vertiginoso e impersonal que solemos llevar, no nos demos cuenta de lo poco qué necesitan para estar contentas.
—Por fin puedo ver París desde el cielo —comentó Odile.
—Eh, eh, eh —la detuvo Violette, con el ceño arrugado—, confórmate con verla desde las alturas. Desde el cielo ya la verás dentro de muchos años.
La anciana se echó a reír. Y Yolanda dejó vagar la mirada por el curso del Sena, que dividía como un arco en verde y azul el panorama que se desplegaba ante sus ojos.
—Yo no sé si existe el Paraíso. —Meditó, al hilo de las palabras de Violette—. Creo que cada cual elige el suyo. Si es así, yo lo escogí hace tiempo. París es el mío.
Odile se cogió de su brazo al escucharla.
—Es única, desde luego —dijo, orgullosa de su ciudad—. Y ahora que la conoces de arriba abajo, ¿qué es lo que más te ha gustado?
Yolanda observó el júbilo que mostraba el rostro de la anciana.
—Vosotras.
—¡Sí, claro! —intervino Violette—. Y alguien más que todas conocemos.
Yolanda sonrió en silencio. Retornó la atención al paisaje y pensó que los viajes, los lugares que recordamos con ganas de volver, lo son gracias a las personas con quienes compartimos la aventura de descubrirlos. El recuerdo prestado con el que había vivido ya no era un mito como la tierra de Oz. Ahora París estaba viva y la había enamorado a través de los sentidos. Las imágenes que desde niña guardaba en la retina, a partir de entonces las evocaría ligadas a los ruidos, a la música, a un beso o una caricia, a los mil aromas distintos que le recordarían cada momento o cada rincón al cerrar los ojos. Pero la verdadera grandeza de París era la gente que se llevaba para siempre en el corazón. Aquella ciudad no significaría nada sin Patrick y los momentos felices junto a él que atesoraba en la memoria.
Su sonrisa se desvaneció y sintió una punzada en el pecho al pensar que la escapada tocaba a su fin. La suerte a veces aparece cuando menos la deseas y ella aún no le había dicho nada a cerca de la llamada que había recibido hacía unas horas desde España.