Capítulo 24
La cruda realidad

Yolanda no se atrevió a comunicarle la noticia hasta después de la cena. Tal como intuía, a Patrick no le cayó nada bien el hecho de que acabaran de ofrecerle un puesto de trabajo como profesora, temporal pero más interesante que otras veces, puesto que se trataba de suplir una ausencia por larga enfermedad. Tal como estaban las cosas en cuanto a ofertas laborales, era de locos rechazar lo que le ofrecían, aunque ello significara que debía regresar a España en diez días a más tardar, dada el inminente comienzo del curso.

Ambos lo sabían y por ello a Yolanda no le quedó más remedio que aguantar, como una reacción lógica, el mutismo en el que se sumió Patrick mientras recogían la mesa y cargaban el lavavajillas.

—¿Por qué no me lo has dicho hasta ahora? —Yolanda lo miró en silencio; la respuesta sobraba—. Dices, además, que no es un contrato fijo.

Ella intervino antes de que le saliera con argumentos ilusos.

—Patrick, tú sabes que los puestos de trabajo para una maestra de sordos no abundan.

—Podrías dedicarte a otra cosa, aquí en París.

—Tú y yo sabíamos que un día u otro tenía que regresar a España.

Él se pasó la mano por el pelo, con una expresión que denotaba su impotencia. Cerró los ojos y asintió en silencio.

—Lo sé, pero me niego a creer que te vas.

—No me lo hagas más difícil, te lo suplico —pidió con un hilo de voz.

Lo miró mientras él tomaba aire y asentía despacio. Sabía que por dentro se debatía entre el egoísmo de su propia necesidad o asumir las de ella.

—Si las cosas fueran diferentes, no me importaría agarrar la moto, una mochila y largarme contigo. Donde tú decidieses, hasta el fin del mundo si fuera preciso y empezar de nuevo. Por ti lo haría. Pero a día de hoy, las cosas son más complicadas que todo eso.

—Lo sé.

—Mi empresa está aquí y no puedo dejarla porque hay varias familias que dependen económicamente de mí. Además, estoy en desventaja respecto a ti. Tú dominas el francés, pero yo en España no podría labrarme un futuro laboral en mi campo sin hablar una palabra de español.

Yolanda le acarició la mejilla.

—Nunca te pediría que lo dejaras todo por mí.

—Es que no puedo hacerlo —explicó con un deje de desesperación—. Mi trabajo y mi carrera me tienen atado.

Ella lo sabía y lamentó su lucha interior. De ningún modo permitiría que tirase por la borda el esfuerzo de varios años para labrarse una carrera con un futuro tan prometedor.

—Nada va a cambiar entre nosotros —lo tranquilizó—. No pienses ni por un momento que por estar lejos voy a dejar de amarte.

Patrick la abrazó. Durante un rato la mantuvo pegada a él con la barbilla apoyada en su cabeza. Ella había crecido añorando el regreso de su padre a quien tanto quería y estaba acostumbrada a asociar cariño y ausencia, pero él no.

—Los amores a distancia acaban mal —murmuró.

—No, si nos empeñamos en mantenerlo vivo.

—Te quiero aquí conmigo, Yolanda.

—Vendré muy a menudo, te lo juro. Aunque tenga que gastarme todo el sueldo en billetes de avión y comer el resto de mi vida macarrones con tomate. Y tú vendrás también a Valencia, ¿me lo prometes?

—Vivir separados por una distancia de dos mil kilómetros no es la situación ideal para una pareja —alegó, para que fuese consciente de las dificultades a las que se enfrentaban a partir de ese momento—. ¿Lo sabes, verdad?

—Quizá no, pero yo no pretendo que todo sea perfecto. Asume que la vida no es justa y ya está.

—No, no lo es.

Al escucharse, chasqueó la lengua, enfadado con su propia actitud. Era una falta de madurez quejarse de algo que ambos sabían de antemano. Los dos conocían las reglas del juego cuando decidieron dar un paso más para el que no había retorno.

Yolanda lo miró a los ojos.

—Ser feliz con lo que tienes, es mejor que amargarte pensando en lo que quieres y no puedes tener.

Patrick odiaba el conformismo de Yolanda. Pero no podía hacer nada por evitar su partida. No era honesto retenerla y obligarla a que lo dejara todo cuando él no tenía la valentía de hacer ese sacrificio por ella.

La cogió en brazos y la llevó a la cama sin poder pensar en otra cosa que perderse en ella. Y esa noche disfrutó del sexo al límite de lo posible. Le dio tanto placer como ella le daba. Se entregó y exigió que Yolanda se diese a él. Le hizo el amor con el cuerpo, el alma y el corazón. Con ternura y con la ferocidad de la lujuria. Con todos los sentidos alerta para llevarla al éxtasis a la vez que derramaba el suyo dentro de ella. Como si no existiera más momento que el presente y el mañana no fuera a llegar jamás.

Pero ese mañana llegó y, con él, las malas noticias que precipitaron la despedida. Yolanda ya había embutido su ropa en la maleta y ultimaba su improvisado equipaje cuando llegó Patrick. Nerviosa y aturdida, le explicó el motivo de su repentina marcha.

—Está en el hospital y no sabe todavía qué daños le habrá provocado la caída —comentó—. Solo de imaginarla allí sola en urgencias, sin saber a quién acudir o llamar…

—¿No tiene ninguna amiga que pueda acercarse al hospital y estar con ella? —sugirió Patrick.

—Estamos a finales de agosto, la gente está de vacaciones todavía y Valencia debe estar medio desierta —respondió muy preocupada—. Ay, Dios mío, solo espero que no tenga el tobillo roto.

Patrick era consciente de su inquietud y no se atrevió a contradecirla. Si bien, por lo que Yolanda le había contado con respecto al carácter dominante de su madre, o mucho se temía o aquello no era tan grave como para requerirla de inmediato a su lado.

—Ahora mismo necesito encontrar plaza en el próximo vuelo.

Patrick la siguió por el pasillo hasta su propio despacho y la dejó hacer cuando ella, sin pedir permiso, conectó el portátil y se lanzó a la búsqueda en las webs de viajes. La escuchó murmurar con alivio cuando por fin encontró asiento disponible en el vuelo de Air France de esa misma tarde a las seis. A Patrick se le secó la boca al saber que en pocas horas la presencia de Yolanda dejaría de ser algo hermoso y cotidiano para convertirse en una suerte de esperas dolorosas y de días de felicidad intermitente.

Cuando la vio sacar la cartera, se adelantó y le impidió que lo hiciera. Sabía de sobra que Yolanda no contaba con dinero suficiente en su cuenta corriente para hacer frente a un billete que, con tanta premura, costaba la tarifa más cara.

—Toma —dijo tendiéndole su propia tarjeta de crédito.

Ella alzó los ojos del portátil, a Patrick le entraron ganas de abrazarla al ver en sus ojos aquel alivio infinito, como si acabara de salvarle la vida con un gesto que para él carecía de importancia.

—Te lo devolveré, de verdad.

Él se mordió la lengua para obligarse a callar, porque le molestó mucho que dijera aquello. Habían llegado a un punto de complicidad que para él lo suyo era de ella, como suyo consideraba también lo que Yolanda aportase o no. Tanto le daba. La promesa de devolvérselo le daba la impresión de algo ruin, mercenario y fuera de lugar.

—Sabes que no hace falta que me lo devuelvas. Pero haz lo que quieras —dijo con un tono frío y algo decepcionado—. No voy a discutir contigo por un billete de avión.

Yolanda hizo los trámites necesarios, tecleó los datos de la VISA de Patrick e imprimió su tarjeta de embarque.

—Abrázame, por favor —pidió cuando se levantó para devolverle la tarjeta.

Patrick la rodeó con los brazos y le dio unos cuantos besos suaves para consolarla. En ese instante era preciso que uno de los dos mantuviese el optimismo y, Yolanda era un manojo de nervios.

—Venga, sin dramas —dijo con una sonrisa fingida en la voz—. En cuanto me quede un poco libre de faena con el documental, agarro el primer avión y me presento en tu casa.

—Yo he dejado ropa en el armario, así que ya sabes que pienso volver.

Patrick la miró y esbozó una sonrisa triste. Como si dos vestidos colgados en sus respectivas perchas fuesen suficientes para paliar el vacío que dejaba. Pensó en la madre de Yolanda y, en un acto de justicia, recordó cómo se sintió él cuando una llamada similar a la que ella había recibido desde España le avisó de que su padre yacía herido en la camilla de un hospital. En aquella ocasión no fue nada grave y, aunque intuía que lo que tenía ante los ojos era un caso claro de chantaje emocional, se recordó a sí mismo que debía apoyar a Yolanda.

—En cuanto aterrices, quiero que me llames, ¿de acuerdo? —La animó levantándole la barbilla—. Yo no voy a acompañarte al aeropuerto.

—¿No?

—Esto no es una despedida. Hemos quedado en eso, ¿no? —Sonrió y la besó con ternura—. ¿Tienes por ahí esa libreta donde anotas las cosas importantes?

Yolanda se separó de él, la sacó del bolso que había dejado junto al portátil y se la dio. Patrick cogió un bolígrafo del bote de cerámica, anotó algo y la puso en sus manos sujetándoselas con las suyas.

Le guiñó un ojo y, con un beso rápido y tras susurrarle que tuviese un buen viaje, Yolanda lo vio salir por la puerta. Estaba demasiado emocionada para retenerlo, y no quería que el recuerdo de sus últimas horas en París se viese empañado por la tristeza y las lágrimas.

Ya hacía diez minutos que Patrick había salido de casa, cuando por fin se atrevió a abrir el cuaderno de las cosas importantes, como él lo había llamado, «PROHIBIDO OLVIDARME», fue lo que leyó. Yolanda se presionó los párpados con las manos. Olvidar a Patrick, se dijo en silencio. Como si eso fuera posible.

Fueron Sylvie y Henri quienes la acompañaron hasta Orly.

—«Recuerda que te quiero aquí cuando nazca el niño».

—«Claro que volveré. Mi primer sobrino, ¿crees que voy a perdérmelo?».

—Nosotros te dejamos, Yolanda, no te entretenemos que luego se forman muchas colas para pasar el control de seguridad.

Se despidió de ellos con tres besos. Dio un último abrazo a su hermana con la promesa mutua de escribirse e-mails y de hablar a través de Skype muy a menudo para no perder el contacto.

Una vez en la zona franca del aeropuerto, se acomodó en una cafetería mientras esperaba que se hiciese la hora y llamó a su madre.

—Estate tranquila —dijo—. Pide que te den algo para el dolor. Yo ya estoy a punto de embarcar, no creo que tarde más de dos horas y media en aterrizar en Manises.

Guardó el teléfono y se entretuvo en releer todas las anotaciones que se llevaba consigo en el cuaderno. E inevitablemente pensó en Patrick, con un regusto amargo porque, aunque entendía sus argumentos, le dolió que no fuera a despedirla.

Ella no sabía que a esa hora, una moto de gran cilindrada permanecía aparcada junto al Sena. Ni que un hombre solitario se consumía de frustración y dolor, sentado en la punta de la isla de la Cité, con la única compañía de su silencio y la sombra del Pont Neuf.