Capítulo 22
La fierecilla domada

Violette repicó con los nudillos por mera cortesía, ya que la puerta estaba abierta, y entró en el despacho de Patrick muy intrigada. Él acababa de llamarla porque quería hablarle de algo importante.

—Siéntate, por favor —pidió, indicándole una silla frente a su escritorio.

Ella lo hizo. Patrick se cruzó de brazos y durante un minuto eterno la miró sin pestañear.

—Estoy muy disgustado contigo.

Violette tragó saliva, pocas veces lo había visto tan serio.

—¿Se puede saber que he hecho? Porque no dirás que tienes queja de mí ni de mi trabajo. Te cuido como a un príncipe, bueno, ahora que está Yolanda no tanto, pero aún así… —alegó, empezando a perder la paciencia.

—Eso es verdad.

El hecho de que le diera la razón envalentonó a Violette.

—Eh, un momento, ahora os cuido a los dos. Más puntos a mi favor. Y el apartamento de al lado brilla de limpio. ¿O no?

Patrick apoyó los codos en el tablero de roble, entrelazó las manos y adelantó el cuerpo hacia ella con ojos de enfado.

—¿Por qué no me dijiste que eras fotógrafa?

Ella lo miró con la boca abierta. Se esperaba cualquier cosa menos esa pregunta.

—Pues… No sé.

—¿No sé? —repitió entornando los ojos—. ¿Te parece lógico que haya tenido que enterarme por Marc?

—¿Por qué te lo ha dicho?

—Somos amigos de toda la vida. Y los amigos hablan entre ellos, se cuentan las cosas.

—No es ningún secreto, pero vamos…

—Ni vamos ni venimos. —La acalló con acritud—. ¿Es que no tienes confianza conmigo, Violette?

—Sí.

—Ya lo veo.

—Contártelo no venía al caso. ¿O sí? —dudó, completamente perdida.

—Pues sí. Sí venía —puntualizó con una exasperación, en parte simulada y en parte real—. ¿A qué me dedico yo? Pertenecemos al mismo gremio, guapa. Somos colegas del medio audiovisual.

—Ya —reconoció, encogiéndose de hombros.

A Patrick le irritó aquella respuesta pusilánime. Pero antes de que siguiera reprendiéndola, Violette intervino en su propia defensa.

—Sí, ya sé que tienes contactos y que podrías haberme ayudado a encontrar un empleo como fotógrafa. Pero estos tres meses cuidando de Odile y de tus dos casas me han venido muy bien. Hacía tiempo que no me sentía tan importante para alguien que no fuera mi familia. Ni tan querida —confesó en un arranque de sinceridad.

—Bien —aceptó—. Pero ahora que ya ha sanado tu corazoncito, piensa que Odile está prácticamente recuperada de la fractura.

Ella bajó la vista y se miró las manos.

—No creas que no lo he pensado —reflexionó—. Pero vamos a ser francos, Patrick. No dispongo de un equipo. No tengo ni una sencilla cámara digital.

—Una palabra tuya y Marc te compraría todo el material fotográfico que te hiciera falta al minuto siguiente.

—Lo sé, pero yo no soy una abusona.

—Pero lo vuestro va en serio. Hoy por ti, mañana por mí, ¿no es así como funcionan las parejas? —Ella asintió con la cabeza, negó y volvió a asentir.

Patrick estaba convencido de que si fuera Marc quien estuviera en un apuro, ella se desviviría por ayudarlo. Las mujeres y su extraña lógica. Le harían falta varias vidas para entender el funcionamiento de la mente femenina. Menos mal que, como conocía a Violette, lo tenía todo previsto.

—Vamos a ver —dijo para cambiar de tema—, ¿tú sabes lo que es un «foto fija»?

—¿En cine, te refieres? Por supuesto que lo sé —confirmó ella, con repentino interés.

—¿Sabes cuáles son sus funciones, además de captar cada plano para que no haya gazapos en la escena siguiente?

—Sí, Patrick, lo sé —corroboró; había estudiado una carrera y no entendía aquella especie de examen—. Esto es lo básico, lo que los profanos creen que es su única función. El foto fija captura con su cámara cada detalle del antes y del después del rodaje, todo tipo de situaciones que reflejen cómo se vive detrás de las cámaras, atrapa instantáneas insólitas, las de recuerdo y otras que se usarán para la promoción.

—Muy bien.

—Gracias por el aprobado, maestro —bromeó sonriendo.

—¿Y sabes cuáles son las funciones del script?

Sí lo sabía: tenerlo absolutamente todo en la cabeza. Por eso la mayoría eran mujeres y en otros tiempos se les llamaba secretarias de rodaje.

—Más o menos —respondió—, es quien tiene que estar pendiente de cada detalle para evitar errores de continuidad en la filmación.

Patrick tamborileó con los dedos sobre la mesa antes de lanzar su idea.

—No conozco a nadie más detallista que tú, Violette. Tienes un don natural para almacenar datos en tu cabeza, desde qué marca de chocolate me gusta hasta la más minúscula mancha en un ladrillo que nadie es capaz de ver —reconoció sin esconder su admiración—. Ahí va mi propuesta, ¿te ves capaz de trabajar como foto fija en la productora? Eso sí, desempeñarías al mismo tiempo la función de script.

—¿Por qué no contratas un script?

—Porque no somos la 20th Century Fox. Nos apañamos con lo que tenemos.

—Está bien pensado, no son tareas difíciles de compaginar.

—¿Qué me dices?

—Supongamos… —dejó caer Violette, y lo miró brevemente—, solo supongamos que yo dejo de trabajar para Odile y para ti, ¿con qué haría las fotos?, ¿con la cámara del móvil? —dijo con media sonrisa amarga.

—Ahí quería yo llegar. Tú no dejas el trabajo: yo te echo.

Ella alzó el rostro de golpe, debía estar de broma. Pero no, la cara de Patrick ponía de manifiesto que hablaba muy en serio. ¿Qué la echaba? Violette se enderezó en la silla con los brazos en jarras y de un cabeceo hizo revolotear sus rizos.

—No te atreverás.

—Estás despedida —sentenció. Y le plantó delante un talón bancario—. Esta es la indemnización que por ley te corresponde.

Violette se tapó la boca con las manos al leer la cifra en euros. Y comprendió que la cara de enfado, la reprimenda, el despido, todo era puro teatro. Patrick tenía el corazón más grande que la catedral de Notre-Dame.

—Patrick, no.

—Este dinero es tuyo. —La silenció.

Violette dudó un segundo, y ladeó la cabeza con una mueca conformista. Su ya exjefe no es que estuviese en la miseria y, qué caramba, a nadie le amargaba un dulce caramelito como aquel.

—Si insistes…

Antes de que llegara a tocarlo, Patrick deslizó el talón hacia él.

—Quita esa mano, fiera. Tendrás que aceptar una condición —avisó—. Utilízalo para comprarte el mejor equipo de fotografía, a tu criterio lo dejo.

—No es preciso, tengo bastante ahorrado. Durante estos meses no he gastado apenas, tú pagas muy bien y el hijo de Odile no se queda corto.

—Guarda esos ahorros que te van a hacer falta —aconsejó—. Cuando no trabajes para Odile, tendrás que buscar un lugar donde alojarte.

Violette reflexionó. Marc vivía en un minúsculo estudio alquilado en Montparnasse, a lo mejor le pedía que se mudara con él. O quizá prefiriese mantener su independencia. En cualquier caso, le dejaba a Marc la decisión de vivir juntos, no iba a ser ella quien diese el primer paso.

—Puede que tengas razón.

—La tengo. Usa este cheque para comprarte un buen equipo profesional. Es una orden.

Violette chasqueó la lengua con una miradita lista.

—No puedes darme órdenes, ya no eres mi jefe.

Patrick sonrió con ironía y sacó un documento de un cajón.

—Disfruta de tu minuto de libertad, bonita. Porque en cuanto firmes este papel, volverás a estar bajo mi mando.

Ella miró emocionada el contrato por duplicado que le acababa de poner ante los ojos, ¡lo tenía todo preparado! Sin dudarlo, cogió un bolígrafo del bote de cerámica, dispuesta a firmarlo.

Patrick la detuvo antes de que lo hiciera.

—Léelo primero.

Ella sonrió con una mirada plena de confianza.

—No hace falta —afirmó. Y estampó su rúbrica al pie de la última página, en ambas copias.

Él tomó los papeles de su mano y los firmó también.

—Bienvenida a Gilbert Producciones —dijo guiñándole un ojo.

—Es un honor —sonrió—. Si no fuera porque tengo un novio al que adoro y porque quiero mucho a Yolanda, te daría un beso en la boca.

Los dos se echaron a reír. Pero, de repente, Violette se puso seria.

—Y ahora que ya no soy tu asistenta, ¿quién se ocupará de tus dos casas?

Patrick sacudió las manos en el aire para quitarse el muerto de encima.

—Yo no quiero dolores de cabeza. De buscar a una sustituta, te encargas tú. Y hazlo cuanto antes.

Antes de la cena, cuando Patrick le contó las novedades laborales con respecto a Violette, Yolanda brincó de alegría en el sofá. Por ella, ya que la apreciaba muchísimo. Y mucho más por Patrick. Cada día que pasaba la sorprendía con nuevas muestras de bondad que aumentaban su admiración y su amor por él.

—Estoy de acuerdo contigo —corroboró Yolanda, después de que le explicara en qué consistía la labor de un foto fija con funciones de script—. No imagino a nadie más idóneo para ese tipo de trabajo.

Patrick asintió satisfecho.

—Cada persona tenemos una habilidad, la de Violette consiste en saber estar pendiente de los demás porque es capaz de retener cincuenta datos importantes al mismo tiempo.

—Es mujer.

—No presumas, que no es una cualidad genética, no todas servís.

Yolanda afiló la mirada.

—¿Quieres decir que yo no serviría?

Patrick le tapó la cara con las manos.

—A ver, ¿de qué color tengo los ojos?

—Amarillos —mintió echándose a reír.

—¿Ves como no te fijas en mí? —Siguió la broma inclinándose sobre ella.

—Sí me fijo —ronroneó dándole el beso que le pedía—. Me fijo mucho —corroboró con otro beso.

Antes de que la tumbara en el sofá, Yolanda le puso las manos en el pecho para obligarlo a sentarse de nuevo. Él se enderezó y apoyó el brazo en el respaldo. Y ella se sentó ladeada para quedar frente a él, con una inesperada preocupación en mente.

—Patrick, ahora tenemos un problema. ¿Qué va a ser de Odile? Las personas mayores adoran la rutina. Después de convivir con una chica tan dulce y atenta como Violette, le costará acostumbrarse a alguien nuevo.

Patrick se rascó la barbilla, analizando la situación. Algún miércoles había coincidido con el hijo de Odile, cuando acudía a mitad de semana con la excusa de pagarle a Violette. Los dos habían crecido en el mismo edificio y se conocían de toda la vida. En confianza, este le había confesado que hacía aquellas visitas a su madre para quedarse tranquilo.

—Hablaré con Gerard —decidió—. A ver si entre todos encontramos el modo de convencer a Odile. Isabel y él no desean otra cosa que llevarla con ellos a Meudon, porque es ya muy mayor para vivir sola en un piso tan grande. Pero esta mujer tiene un carácter que no hay quien pueda con ella.

Conociendo como conocía a Odile, Yolanda no tenía la certeza de que fuera a funcionar, pero creía saber la clave para vencer la resistencia de la anciana.

—Cuando hables con él, hazle ver que tiene que demostrarle lo importante que es para todos ellos —sugirió—. Odile tiene que convencerse de que es necesaria en su día a día. No se marchará de aquí mientras no deje de creer que será una carga.

—Hacer que se sienta útil. —Comprendió Patrick.

—Sí, que se convenza de que su hijo, su nuera y sus nietos la necesitan a ella y no al revés.

Patrick la observó admirado, cómo no se le había ocurrido a él algo tan sencillo. Funcionara o no, dar la vuelta a la situación era una excelente manera de plantearle el dilema a una anciana testaruda, empeñada en no renunciar a su soledad. Alzó la mano y le acarició el pelo, colocándoselo con delicadeza detrás de la oreja.

—Cada persona tiene una habilidad en la vida y la tuya consiste en repartir felicidad allá donde vas.

Yolanda bajó la vista, no creía merecer un halago tan generoso. Con un suspiro, miró de nuevo a Patrick a los ojos.

—Lo tuyo tiene más mérito. Tú posees el don de ver lo que los demás no somos capaces de apreciar. Vivimos demasiado deprisa y no reparamos más que en lo evidente. A todos se nos escapan los detalles importantes de las personas. Tú, en cambio, a través de ese ojo enorme que es el objetivo de tu cámara captas detalles, instantáneas y gestos involuntarios que nos dicen mucho de cómo son.

—Se llama lenguaje corporal.

—Pero tú eres capaz de registrar esos momentos fugaces e inmortalizarlos. Me parece admirable.

Él se encogió de hombros.

—A mí me parece que es algo que se aprende. En vez de admirarme, dime qué piensas de lo que te he dicho sobre tu capacidad de conseguir que la vida de los demás sea un poco más agradable.

Yolanda se balanceó adelante y atrás, sin poder evitar sonreír.

—Que son imaginaciones tuyas.

Patrick le cogió la mano y le dio un beso en la palma.

—No te gusta hablar de ti.

—Me siento incómoda. Haces que parezca especial y no lo soy.

—Sí lo eres. —Rebatió, se llevó la mano de ella a su pecho y allí la sujetó con la suya—. Tú no te das ni cuenta de cómo lo consigues y eso es lo que te convierte en una mujer especial. Gracias a ti me he liberado de un lastre que me ha reconciliado con mi padre y me ha hecho ver lo injusto que he sido con Solange. Desde que llegaste hay un niño, que se sentía invisible por mi culpa y, gracias a ti ha descubierto que tiene un hermano mayor que lo quería sin saberlo. A mí me has regalado el cariño de ese niño que, de no ser por ti, seguramente me habría perdido.

—Tú quieres hacerme llorar, ¿verdad? —murmuró.

Patrick le acarició la mejilla. Pero continuó, el truco de interrumpirlo en esa ocasión no le iba a servir.

—Has conseguido que Violette se quiera a sí misma.

—Eso lo has logrado tú. Y Marc.

Él negó con la cabeza.

—Has conseguido que Sylvie se libere del rencor que la amargaba y que descubra que la amistad derriba las barreras físicas. —Bajó la voz y la atrajo por la nuca—. Yolanda Martín, tienes el don de hacer felices a los demás.

—Calla y bésame —musitó.

Enroscó los brazos alrededor de su cuello y le ofreció los labios. Patrick la besó despacio, recreándose, disfrutando de ella. Separó la boca de la de Yolanda y esparció besos suaves por su mejilla y su oído.

—Bésame otra vez —rogó con un murmullo.

Él le sujetó la cabeza y la miró a los ojos.

—Todas las que quieras. Dos veces y muchas más, por darme tanto —dijo con un tono de intimidad que solo empleaba con ella—. Tú me haces feliz, Yolanda. Más de lo que lo he sido nunca.

Unió sus labios a los de ella y, mientras la besaba, rogó que le fuera concedido el don de hacerla feliz. Tanto como para que no fuera capaz de marcharse nunca de su lado.

—«Estoy nerviosa» —confesó Yolanda a su hermana—. «Es un momento tan especial…».

Sylvie solo sonrió para confirmarle que para ella también lo era y continuó caminando cogida de su brazo. Yolanda había memorizado el camino, del día que Violette la llevó de compras por Clignancourt. Pero esa vez se apearon en Anvers. En cuanto salieron al exterior, ya vieron el tiovivo al final de aquella calle que Odile le había dicho que subía directa hasta Sacré-Coeur y que tenía un nombre tan raro. Allí lo tenía, a los pies de la escalinata que ascendía hasta la basílica. Lamentó que solo se distinguiera el techo azul turquesa; desde donde se encontraban ellas, un puesto de recuerdos ocultaba la vista de los caballitos.

Ascendieron la cuesta, dejando atrás un sinfín de cafés y tiendas de souvenirs. Al llegar al carrusel, Sylvie habló por fin.

—«Hemos esperado demasiados años».

Yolanda asintió.

—«Falta papá. Cuanto le habría gustado estar aquí con las dos» —reconoció, con la vista fija en el caballo blanco rampante que coronaba el carrusel.

Sylvie negó con gesto firme, para alejar la tristeza que veía en sus ojos.

—«No pienses eso» —pidió con signos—. «Está con nosotras y lo estará siempre, mientras no nos olvidemos de él».

Yolanda la cogió de la mano y se la apretó, agradecida. Sylvie se soltó para poder hablar.

—«¿Estoy guapa? Quiero salir perfecta en la foto».

—«Estás muy, muy, muy guapa».

—«Será el embarazo». —Se tocó la barriga y se echó a reír.

Después se abrazó a la cintura de Yolanda, que no dejaba de contemplar el sube y baja de los caballos de cartón piedra. Recordó que giraban al son de la música, aunque ella no podía oírla. Su padre se lo había explicado cada domingo cuando la llevaba hasta allí, tantas y tantas veces… Le dio lástima no poder compartir todos esos recuerdos con Yolanda y a la vez se sintió afortunada de que la vida le hubiese regalado la oportunidad inesperada de conocerla, aún viviendo en países distintos. El destino sabía cómo vencer la distancia.

Se separó de ella y reclamó su atención para que la escuchara.

—«Quiero darte las gracias por traerme tanta felicidad. Cuando vi que hablabas la lengua de signos, entendí cuánto significábamos para papá, hizo todo lo posible para que pudiéramos comunicarnos. Nos quiso muchísimo, pero de las dos, soy yo la que no puede oír. Te hizo estudiar la lengua de sordos por mí. Ahora sé cuánto me quería».

Yolanda sonrió. Sonaba duro, pero su hermana tenía toda la razón. No dudaba del inmenso amor de su padre por ella, pero con afán protector lo dejó todo atado para facilitar las cosas a la que consideraba más débil de las dos.

—«Seguro que te quería con locura. El mérito es de papá, no mío».

—«Pero eres tú quien me ha hecho feliz. Tú te empeñaste en conocerme a pesar de lo estúpida que me mostré aquel día. De no ser por ti, nunca habría sabido hasta qué punto me quiso».

Yolanda sacudió la cabeza. Algo parecido le había dicho Patrick hacía unos días. Sonrió, arrugando la frente y miró a Sylvie con fingido reproche.

—«¿Pero qué os pasa a ti y a Patrick? ¿Os habéis puesto de acuerdo? Ya basta con eso de que voy repartiendo felicidad, al final voy a creer que soy un hada madrina».

Sylvie entrecerró los ojos, con aire teatral y la miró de arriba abajo.

—«Confiésalo —la instó gesticulando—. ¿Dónde escondes la varita mágica?».

La ocurrencia hizo reír a Yolanda. Sylvie sacó el móvil del bolso y se lo entregó para que pidiera a alguien que les hiciera la fotografía de recuerdo. Ella optó por no sacar el suyo, ya se la enviaría después por whatsapp. Junto a ellas, una parejita muy joven de turistas, escogía postales de los expositores del kiosco. Yolanda les pidió el favor y el chico se mostró encantado de hacerles la foto. Se alejó un trecho mientras ella y Sylvie, agarradas por la cintura, sonreían con el carrusel de colores y cornucopias doradas a sus espaldas.

El chico inmortalizó el momento, comprobó la imagen y dio su aprobación pulgar en alto.

—¿Saco otra? —preguntó muy amable.

Yolanda sonrió a su hermana, Sylvie le devolvió la sonrisa. La agarró con firmeza y la instó para que mirara al frente con ella.

—Sí, por si acaso.

Violette y Marc conversaban en el césped, como tantos y tanto jóvenes que, en grupo o en pareja, disfrutaban del magnífico día en los populares Jardines de Luxemburgo, los más céntricos y bonitos de París. Sentada con las piernas cruzadas, ella no dejaba de explicarle. Y Marc, medio tumbado de lado, se empapaba de la última conversación entre Violette y sus hermanas a través de Skype; un invento mucho más divertido que el teléfono, ya que así se veían las caras a través de la pantalla y podían hablar todas a un tiempo.

—Y entonces ellas me preguntaron que cómo te había conocido, y yo les dije por encima, sin entrar en detalles. —A Marc le hizo gracia ver cómo se sonrojaba con el recuerdo del episodio del local de encuentros liberales y del problemilla genital de Vicks Vaporub—. Que eres médico. Y ellas, «Halaaaa… un doctorazo sexy como los de Anatomía de Grey». Y yo, «Ja, ja». Y ellas «Pero ¿nos lo vas a presentar? Por favor, por favor…». Son un poco pesadas —le explicó. Marc asentía sin interrumpir—. Y yo, «Vale, pero es que es un poco…». Y ellas, «Es, ¿un poco qué?». Y yo, «Pues un poco negro». —Lo miró a los ojos, dudosa.

—Un poco, sí —reconoció, comparando el contraste de su dedo oscuro sobre la zona del cuello de Violette que acariciaba en ese momento.

—A ver, no quiero que pienses mal de ellas —las excusó, con miedo a que se ofendiera—. Lo hice por ti, que conste. Para que no te sientas incómodo cuando te las presente. Si te llevo así, de sopetón, las muy tontainas son capaces de quedarse mirándote con la boca abierta, ¿entiendes?

—Entiendo —murmuró, enroscando el dedo índice en uno de sus ricitos rubios.

Marc se obligó a no sonreír al verla tan seria. Le divertía ver cómo se aceleraba ella sola cuando estaba nerviosa.

—Y entonces vino lo peor —anunció Violette.

—¿Ah, sí?

—Sí. —Rumió chasqueando la lengua—. Las lobas de mis hermanas empezaron a dar grititos, que si venga ji ji, ja ja. Que si cuéntanos como la tiene de larga. —Marc elevó una comisura de la boca, caramba con las hermanitas—. Yo me enfadé y les dije que eran unas guarras insoportables. Así que vino mi madre, para poner paz y que me dejaran tranquila y…

Hizo una pausa para suspirar y disimuló mirando hacia el matrimonio mayor que, muy cerca de donde estaban, permanecía al frente de su puestecillo de alquiler de barquitos de madera teledirigidos para jugar en el estanque.

—¿Y? —la apremió Marc.

Ella giró el rostro y lo miró dudosa.

—Que el domingo estás invitado a una comida familiar en Dourdan. —Soltó del tirón—. No estás obligado. Solo sí tú quieres. Si te apetece.

Él ni parpadeó, cosa que aún la puso más nerviosa. Le cogió la mano y se dedicó a juguetear con los dedos de Violette.

—¿A cuántos tíos has llevado a comer a casa de tus padres?

—A ver, déjame pensar… —fingió—. A ninguno.

Marc sonrió con evidente satisfacción. A Violette le pudo la curiosidad.

—Y tú, ¿has presentado muchas novias a tu familia?

—Yo nunca he tenido novia.

—Sí, claro, llegaste a mí virgen y puro —dijo afilando la mirada.

Él se echó a reír y ella le dio un pellizco de castigo.

—De las que se presentan a los padres, no —puntualizó.

A Marc le encantó ver cómo respiraba contenta, Violette era incapaz de disimular sus emociones. Esa sencillez, tan espontánea y sincera, era una de las cosas que le más gustaban de ella.

—Así que yo voy a ser el primero que pise tu casa.

—El único —matizó.

—Eso significa que te importo. —La miró muy fijo, sin dejar de jugar con sus dedos. Violette asintió—. Porque tú eres muy importante para mí, ¿sabes? Mucho. Nadie en el mundo me importa más que tú.

A ella le brillaron los ojos. Con una enorme sonrisa, se abalanzó por sorpresa sobre él.

—¡Ay, que te como!

Y cuando lo tuvo tumbado de espaldas sobre el césped, se lo comió a besos.

Una semana después, Patrick escuchaba a Yolanda con mucha atención. La tenía sentada sobre las piernas, en el sillón de su despacho, porque le había estado mostrando algunas escenas del cortometraje. Se sintió muy satisfecho, porque algunas la hicieron reír y otras consiguieron emocionarla. Y en eso consistía el arte de la cinematografía, en remover los sentimientos. Risa, llanto, rabia, ansiedad, miedo… Una película no era nada si no provocaba emociones y, por las que acababa de ver en Yolanda, sabía que su trabajo iba por el camino correcto.

Pero en ese momento ella le explicaba lo sucedido cuando Gerard se presentó en casa de su madre. Violette y ella habían presenciado la conversación. Con la excusa de una merienda compartida que Violette se apresuró a preparar, él prefirió tenerlas allí como escuderas. Confiaba en que su presencia contuviera el genio de Odile. Sabía que si hablaban los dos a solas, su madre se mostraría bastante menos civilizada.

—No te puedes ni imaginar qué sensibilidad, qué tacto para explicarle la falta que les hacía en casa. —Narró Yolanda—. La cogía de la mano con un cariño, que a Violette y a mí nos faltó poco para echarnos a llorar a mares entre croissants y sorbos de café con leche.

—¿Exageraba?

—Hombre, algo de teatro había. Pero fue sincero cuando dijo que ya era hora de que sus hijos disfrutaran de su abuela. Y me da a mí que también cuando le confesaba cuánto añoraba su modo de cocinar y que desde que se casó no había comido un estofado en condiciones.

—Menos mal que Isabel se quedó en casa —rio Patrick.

De haber estado su esposa presente, Gerard se habría guardado mucho de recurrir a las maravillas gastronómicas de su mamá.

—Llegó luego, con sus dos hijos.

—La encerrona emocional perfecta. Gerard es un lince.

—Todo esto se lo sugeriste tú.

—Porque tú me diste la idea.

—En resumen, que Odile se mudará pasado mañana a Meudon la mar de convencida. Ya está pensando en el jardín, en echarle una mano en la cocina a su nuera, en los paseos que darán por el bosque. Y en lo entretenida que va a estar con sus nietos, que por cierto son un encanto y se nota que quieren a su abuela a rabiar.

—Eso está bien.

A Yolanda le cayó bien toda la familia. Pero en especial la enterneció ver a un chico y una chica, de diecinueve y diecisiete años, poco dados a muestras afectuosas a esa edad, demostrar tanto cariño por una persona mayor.

—Y la niña, ni te imaginas lo contenta que se puso cuando Odile le pidió que, de vez en cuando, la trajese en el RER de visita por el barrio. Su abuela le ha dado la escusa perfecta para ir de tiendas por París y salir del pueblo al menos una vez cada quince días.

—Y si paga los caprichos la abuela, todavía mejor. —Adivinó Patrick.

—Para eso están las abuelas, ¿no? Los padres para educar y los abuelos para consentir —opinó Yolanda, echándole los brazos al cuello para darle un beso suave en los labios.

Él se animó y exigió unos cuantos más. Durante un rato se besuquearon ente risas y ruiditos como adolescentes.

—Y hablando de otra cosa —comentó Yolanda, enderezándose de nuevo—. Violette y su traumatólogo van a la velocidad del rayo, ¿no te parece?

La chica le había contado que ya habían hecho la presentación oficial y que, en un par de semanas, viajaría con Marc a Marsella para conocer a su familia.

Patrick recostó la cabeza en el respaldo, sin dejar de mirarla.

—Yo no sé mucho del amor —confesó—. Supongo que es algo que no entiende de reloj ni de calendario. Sucede y ya está —reconoció, pensando en lo que sentía por ella.

Yolanda le puso la mano en la mejilla.

—Eso es verdad. Yo no creía que podía enamorarme tan rápido. Me da igual el poco tiempo que llevamos juntos. Solo sé que te quiero y me basta —declaró bajando la voz—. Te quiero, Patrick. No lo olvides nunca.

—Ven aquí.

Ella apoyó la cabeza en su hombro. Patrick le dio un beso en el pelo y la abrazó. Quería tenerla así, entre sus brazos para siempre; y lo atormentaba saber que las vacaciones de Yolanda no iban a durar toda la vida.

Marc y Violette caminaban de la mano por el boulevard de Belleville y al llegar a plaza Gambetta, él se detuvo en seco. En el ayuntamiento de barrio acababa de celebrarse una boda y los novios salían del edificio bajo una lluvia de arroz.

Tomó a Violette por el talle, la abrazó levantándola del suelo y le señaló a los recién casado con la cabeza.

—¿Qué dirías si yo…?

Ella enroscó los brazos alrededor de su cuello, loca de emoción.

—¿No piensas ponerte de rodillas?

—¿En medio de la calle? Ni lo sueñes. Arrodíllate tú y pídemelo a mí.

—¡Serás caradura! —dijo echándose a reír—. Vale, da igual. Me conformo sin escena romántica ni flor en la mano. Acepto.

—¿Estás segura?

—¡Te acabo de decir que sí!

Él tomó aire antes de continuar.

—Quiero hijos. Y sabes que no serán como tú.

A ella le enterneció ver que aún le dolía esa espina de los comentarios que tuvo que escuchar de niño por no ser del mismo color que su madre. Un detalle que a Violette poco le importaba. Nunca le había dicho a Marc que a veces soñaba despierta con su futuro y en él veía en sus brazos a unos niños preciosos de piel tostada y cabello ensortijado. Le acarició la cara y sonrió feliz.

—En unas cosas serán como yo y en otras se parecerán a su papá, como todos los hijos del mundo. ¡Pero mis nenes serán los más guapos de París!

—Eres única.

Y murmurando cuánto la quería, ladeó la cabeza y la besó con tal intensidad que la sintió temblar entre sus brazos. Alzó el rostro y se miraron sin hablar.

Medio minuto después, Violette reparó que aún la tenía suspendida en el aire.

—¿No piensas dejarme en el suelo? —preguntó agitando los pies.

—No.

Y la atrajo para disfrutar de un segundo beso. Largo, muy, muy largo.