Capítulo 26
Más allá de los sueños

Aquel sábado, Yolanda no imaginaba que sería él quien llamaba a su puerta. Cuando abrió y se lo encontró con una mochila al hombro, se lanzó a sus brazos loca de felicidad. Patrick la devoró a besos antes de explicarle que su visita iba a ser más breve de lo previsto.

—No puedes irte mañana —se lamentó Yolanda.

Escondió el rostro en su cuello y Patrick la meció entre sus brazos.

—Tengo que hacerlo, princesa. El lunes me marcho al Festival de Toronto, pero antes de viajar a Canadá necesitaba verte y tocarte…

Tomó la boca de Yolanda, hambrienta de besos como la suya, y disfrutó de la calma interior que lo colmaba al tenerla tan cerca de nuevo. Ella lo arrastró hasta el dormitorio y a trompicones llegaron, besándose y arrancándose la ropa. Se lanzaron a la cama y se amaron con urgencia, con la ferocidad del deseo latente y la alegría de recobrarse el uno al otro.

Patrick volvió a reclamarla en la ducha, incapaz de saciarse de ella. La penetró por detrás, empapados por el caudal, golpeándole la grupa con profundas acometidas y las manos soldadas a sus senos. Al borde del delirio, la sostuvo a pulso por las caderas para que no se derrumbara. Yolanda se apoyó en él, laxa y satisfecha.

Después de remolonear en la cama, compartiendo caricias y confidencias susurradas durante media mañana, Yolanda le propuso un paseo largo hasta la playa. Pero Patrick se negó, ni la tentadora imagen de una paella, una jarra de sangría y ellos dos juntos frente al mar, lo hizo cambiar de idea. Se negaba a recorrer con Yolanda la ciudad que lo separaba de él. Mientras ella pedía una pizza por teléfono, Patrick ojeó el cuaderno que descubrió sobre la mesilla de centro. Al leer algunas líneas que hablaban de París, lo invadió una inevitable nostalgia.

—¿Te acuerdas? —preguntó Yolanda, sentándose sobre su pierna.

—Esto que guardas aquí vale más de lo que crees —dijo alzando el cuaderno—. Lo mejor de la vida son estos pequeños momentos que se nos olvidan rápido porque no les damos importancia. Es bueno conservarlos para siempre, aunque sea en una libreta.

—O en una película —le recordó, rozándole los labios con los suyos.

—Sí, también en una película —reconoció con una mirada opaca que Yolanda interpretó a su manera.

Mientras Patrick respondía a sus besos, ella dio gracias por que no le pidió que lo acompañara a Toronto. Con ello solo habría logrado aumentar la desazón que la reconcomía por dentro de pensar que no iba a compartir con él una ocasión tan especial. Pero solo hacía cinco días que el curso escolar había comenzado, le era imposible solicitar una semana de permiso.

Tras la pizza y el café, la tarde transcurrió rápido. Los dos sentían que el tiempo se les escapaba de las manos. Improvisaron una cena ligera con lo que había en el frigorífico, sin apenas apetito. Tal como pasaban las horas, Patrick se iba encerrando cada vez más en sí mismo. Yolanda logró sonsacarle que se le hacía muy difícil sobrellevar su ausencia. Ella lo llevó de la mano al sofá y trató de animarlo recordándole que esa era la realidad cotidiana de los marinos y de muchos miembros del ejército. Patrick apretó los labios, sin conceder crédito alguno a esa clase de excusas en las que Yolanda creía con tanto empeño, porque había crecido asociando cariño con distancia.

—Si ellos lo consiguen, nosotros también lo lograremos.

Patrick la atrajo hacia él. No tuvo valor para confesarle su falta de fe en los amores de ida y vuelta.

—Cuánta falta me hacía estar así, amor mío —musitó, disfrutando del bienestar envolvente y protector de sus brazos musculosos.

Él le dio un beso en la coronilla.

—Nunca antes he conocido a nadie que necesite tanto un abrazo —le dijo al oído—. ¿Por qué te niegas a ti misma este regalo? ¿Por qué nos lo niegas a los dos?, lamentó en silencio.

Poco después, entre las sábanas, se entregaban al uno al otro sin prisas. Hicieron el amor demorando el placer compartido, dándose al otro con besos y miradas, como si no existiera nada más, solo ellos dos. Yolanda se rindió a las sacudidas del orgasmo; Patrick se tensó entero al derramarse y cayó rendido sobre ella.

—Dime que me quieres —gimió ronco y tembloroso.

Yolanda lo repitió muchas veces mirándolo a los ojos, se lo dijo con caricias y besos que significaban más que miles de palabras que pudiera decirle. Se tumbaron de lado, ella se cobijó exhausta en su pecho y se quedó dormida, Patrick la mantuvo abrazada hasta que le hormiguearon los brazos. Esa noche le costó conciliar el sueño más que ningún día de su vida.

No había amanecido todavía cuando terminó de guardarlo todo en la mochila. Yolanda estaba dormida. Patrick le acarició la mejilla con un dedo y le dio un beso, apenas un roce, antes de abandonar el dormitorio. Sobre el cuaderno en el que había escrito mientras ella dormía, dejó una cajita que contenía un DVD y se marchó con cuidado de no despertarla.

Debía sobrevolar los Pirineos cuando Yolanda abrió los ojos. En cuanto saltó de la cama y no vio rastro de Patrick, supo que él ya no estaba. Se cubrió con una bata cruzada y salió al comedor. Era un hombre reacio a las despedidas, pero eso no la consoló. Al ver el cuaderno y el disco compacto sobre la mesa, se le secó la boca. Cogió el DVD y leyó el título, escrito por él en el mismo disco con rotulador indeleble: REGÁLAME PARÍS. Se llevó la caja a los labios y cerró los ojos.

Tardó en percatarse del significado de aquel regalo que no quiso entregarle en mano. El detalle de dejarle la maqueta de su cortometraje sobre la libreta era una pista. De pie como estaba, depositó la película sobre la mesilla, abrió el cuaderno y pasó páginas hasta que encontró la letra de Patrick.

Nunca permitiré que dejes por mí nada que te importe. Pero no sería honesto conmigo mismo aceptando una clase de vida que no deseo. Te quiero, Yolanda, más de lo que imaginas. He tratado de vivir a tu modo, pero el vacío que dejas es insoportable. No te eches la culpa, soy yo quien ha fracasado. Lo que tenemos tú y yo es tan grande que me niego a ver cómo el tiempo y la distancia lo convierten en un amor a medias…

Leyó el resto con tristeza y decepción. Patrick lo llamaba fracaso, para ella solo tenía un nombre: rendirse. Cerró el cuaderno con rabia, cogió el disco, se acercó a la librería y, tras lanzar ambas cosas al fondo de un cajón, lo cerró de mala manera.

Siete días y sus siete noches tardó en llamar a Patrick, en vista de que él no daba señales de vida. Ni sabía si estaba aún en Canadá, si había regresado a París o si se lo había tragado un agujero negro. Una semana entera en la que creció su desilusión y el regusto amargo que tenía desde que leyó su nota. Tal estado de ánimo, no auguraba una conversación ni agradable ni sensata. Y así fue.

—Ni siquiera lo has intentado. —Le soltó de buenas a primeras.

—No es esta la vida que quiero, Yolanda.

—Tu actitud me parece egoísta y cobarde.

Hubo un silencio lleno de tensión.

—Sabía que acabaríamos haciéndonos daño —lamentó él.

No dijo más. Yolanda ya no volvió a escuchar su voz.

Violette y Yolanda conversaban a menudo por teléfono; era fuerte el cariño que las había unido durante los días de París. Esa noche la llamó para contarle que Patrick ya tenía una nueva empleada de hogar. Era portuguesa, se llamaba María y llevaba toda la vida en Belleville. Yolanda sintió un secreto alivio cuando le dijo que estaba casada y pronto tendría el primer nieto. A pesar de los pesares, no le habría hecho la más mínima gracia que una jovencita mona revoloteara a su alrededor, con escoba o sin ella.

—¿Qué es lo que pasa entre tú y mi jefe? Lo tienes amargado perdido.

Era raro que Violette no sacara el tema.

—Y él a mí.

—Vaya plan.

—¿Cómo le fue en el festival aquel en Canadá?

—¡Nos fue sensacional!

Yolanda se alegró de escuchar ese nos que significaba que su amiga se había integrado tanto en Gilbert Producciones que consideraba la productora algo suyo también, como el resto del equipo.

—¿Cómo está Patrick?

—Irritable y silencioso. ¿Y tú?

—Triste y enfadada.

—Pues uno de los dos tendrá que hacer algo para arreglar las cosas.

Lo peor de aguantar sermones era reconocer que Violette tenía razón. Lo que Yolanda no veía tan claro es que tuviera que ser ella.

—«No llores, tonta». —Pedía Sylvie desde la pantalla.

—«Pues no llores tú» —pidió a su vez Yolanda, secándose lo ojos con un pañuelo de papel.

Conversaban a través de la videocámara de Skype. De ese modo podían hablar mediante la lengua de signos con toda comodidad. Cada vez que pasaba una página, Sylvie se echaba a llorar de nuevo. Eran lágrimas de alegría, de nostalgia por lo que pudo ser y no fue; de bienvenida a los recuerdos regalados por Yolanda. Y eso que había visto el álbum al menos cuatro veces desde que lo recibió por correo certificado.

—«Eres tan detallista, Yolanda» —le dijo Sylvie, e hizo una pausa para pasarse el pañuelo por la nariz—. «Yo voy a montar uno igual para ti con las fotografías que guarda mi madre y con las que tengo yo en casa, te lo prometo».

Aquel libro de recuerdos fue para Sylvie el regalo más entrañable que le habían hecho en sus veintisiete años de vida.

Y es que Yolanda sabía como sorprender a los demás con detalles especiales, más allá de su valor monetario. Se le ocurrió una tarde que se detuvo a curiosear frente el escaparate de Pequeñus, una tienda especializada en scrapbook, pasatiempo con mucha tradición en Estados Unidos que ella ni conocía. En aquel local impartían cursillos, vendían los materiales y confeccionaban álbumes por encargo, entre otras muchas maravillas de ese singular arte de recortar el papel.

Se llevó una grata sorpresa al entrar y reconocer tras el mostrador a Maite, una antigua compañera de colegio a la que había perdido la pista. Yolanda le explicó su idea. Quedaron en que le llevaría las fotografías y los textos, su amiga incluso le facilitó un papel decorado para que escribiese en él algunas líneas de su puño y letra. Con todo ello, Maite creó un álbum de fotos precioso y único, un bello homenaje a los recuerdos tan queridos que conservaba entre sus páginas.

No eran más que unas cuantas fotos con los colores desvaídos por el tiempo. Yolanda y papá en la Feria de Julio. Los dos sonriendo de la mano un día de Fallas. Un verano en la playa de las Arenas. Juntos en los Viveros, dando de comer a las palomas los dos vestidos con la ropa de los domingos. Y ella sola en el tiovivo de la Gran Vía de Ramón y Cajal, con la ilusión en la cara de quien cree todavía que toda la dicha del mundo consiste en girar y girar a lomos de un caballo blanco de cartón.

Unas imágenes que Yolanda retenía en su memoria y su madre había relegado al olvido en un altillo del trastero. Esa vez se mostró inflexible con ella y exigió que se las entregara. Todas. Gracias a ello, todos esos momentos inmortalizados por una cámara le pertenecían también a Sylvie. Testimonios de esa parte de su vida que su padre no compartió con ella y que le servirían para conocerlo mejor. Yolanda se sintió orgullosa, porque las notas al pie de cada fotografía eran algo propio que ponía en manos de su hermana. Por fin habían servido para algo todas aquellas frases anotadas a desmano en un cuaderno durante su estancia en París.

—«Cuántas alegrías me has dado desde que apareciste en mi vida» —dijo Sylvie antes de cerrar la conexión.

Yolanda no dejó de pensar en las palabras de su hermana, que le trajeron a la memoria la conversación mantenida con Patrick sobre su supuesto don para repartir felicidad. Pero, y a ella, ¿quién la hacía feliz?, se preguntó, aunque la respuesta ya la conocía. Un hombre que estaba muy lejos, el único que la hacía sonreír hasta en los días más grises y ella lo había dejado marchar de su lado.