Capítulo 12
Armas de mujer

—¡Tuppersex!

A pesar del fogoso tono de Violette, Yolanda no las tenía todas consigo. Tomaban un capuchino de media tarde en el Café Arriau antes de bajar al metro.

—No sé yo. —Dudó arrepentida de haberle pedido ayuda—. Somos hermanas, pero apenas nos conocemos. No tengo suficiente confianza para invitar a Sylvie.

Sí, Yolanda y su hermana inesperada habían almorzado juntas días atrás, a propuesta de Sylvie, para poder hablar con calma y conocerse la una a la otra. Otra tarde, Yolanda propuso que le hiciese de guía por París, ya que conocía poco de la ciudad. Una excusa que les dio pie a charlar de muchas cosas, como que Henri era profesor de Matemáticas en la Sorbona y que se conocieron en un tren porque por una confusión les habían asignado a los dos el mismo número de asiento. Esa tarde se pusieron al día de sus respectivas vidas en el incomparable entorno del museo d’Orsay. Sylvie le contó que nació sorda por efecto de un antibiótico contra la gripe que prescribieron a su madre durante el embarazo. A la pregunta de Yolanda, su hermana afirmó que no tenía intención de probar con un implante coclear porque aceptaba su sordera como parte de ella y se quería a sí misma tal como era.

Limaron asperezas, se sacaron de dentro mucho dolor y pensamientos retenidos que no les hacían ningún bien, sobre todo a Sylvie. Se confesaron muchas cosas, conversaron ilusionadas sobre su amor por la docencia, pasión que Sylvie compartía también con su marido. Desde ese día, y puesto que la comunicación audiovisual está al alcance de la mano, mantenían un contacto casi diario. Yolanda estaba muy contenta, porque aceptar la presencia de la una en la vida de la otra era el primer paso hacia el cariño.

La insistencia de Violette atrajo de nuevo su atención. La rubita trataba de convercerla sobre el acierto de invitar a Sylvie para asistir a la reunión de Tuppersex que había organizado. Pero Yolanda dudaba que fuera una buena idea.

—¡Pero si es perfecto! —discutió Violette—. Una noche de risas es lo que necesitáis tú y Sylvie. Solo chicas, ya verás, lo pasaremos de miedo.

—¿Tú crees que le apetecerá?

Sacó el monedero y dejó en la bandejita el importe de la cuenta más la propina. Violette abrió el bolso para pagar su parte, pero Yolanda prohibió que lo abriera siquiera.

Mientras caminaban hacia el metro, Violette volvió a insistir.

—Mira, no conozco apenas nada de la comunidad sorda. Pero dudo mucho que Sylvie haya participado con sus amigas en un Tuppersex.

—¿Por qué no? No creas que lo sordos viven en una burbuja; están tan al día de todo como podemos estarlo tú y yo.

Dijo aquello recordando su primer día de prácticas, cuando todavía estudiaba Magisterio. Toda inocente, comenzó a repasar en lengua de sordos, ante una clase de Primaria: «desayuno», «matemáticas», «camión», «maestra», «amigos» y otros conceptos básicos. Sus alumnos la miraron como si fuera medio tonta y le enseñaron a ella, también en lengua de signos, todas las palabrotas habidas y por haber.

—Pues no creo que haya asistido nunca porque en las fiestas Tuppersex se habla mucho, todo se explica de palabra. —Rebatió Violette, mientras bajaban las escaleras y buscaban el sitio menos concurrido del andén—. No me imagino yo a una intérprete explicando con gestos de mímica cómo se usa cada juguetito erótico.

—Podría haber participado incluso sin intérprete porque la mayoría de sordos lee los labios. No creo que sea una novedad para ella y no veo por qué iba a apetecerle venir con nosotras.

—¿Tú te has empeñado en chafarme todos los argumentos? —dijo elevando la voz sobre el silbido del convoy que se acercaba—. Tanta excusa con que a tu hermana no le hará gracia, a ver si lo que pasa es que eres tú la que no tiene ganas de asistir al Tuppersex.

No hubo tiempo para una respuesta, porque en ese momento se abrieron las puertas del metro y todo el mundo se olvidó de la tradicional cortesía francesa para convertirse en una horda inmisericorde, capaz de arrollar a un anciano con muletas con tal de pillar asiento en un vagón a reventar. Ellas dos se agarraron como pudieron de una barra cerca de la puerta, porque hacían transbordo en la siguiente parada.

Yolanda no le confesó el motivo de su reticencia hasta que no se hallaron sentadas en el siguiente convoy de la Línea 2, que por suerte para ellas iba medio vacío, ya que les quedaban ocho estaciones por delante hasta llegar a Clinnancourt. Violette se había empeñado en que la acompañara en una tarde de compras, algo a lo que Yolanda no estaba en absoluto acostumbrada.

—Puede que tengas algo de razón. Y no es que no me apetezca. —Se sinceró—. Lo que ocurre es que todo esto es nuevo para mí.

—No es para menos. Es lógico que aún estés impactada con la novedad de encontrarte con una hermana a los treinta.

Yolanda negó con energía.

—No me entiendes. No es el hecho de haber conocido a mi hermana, lo que me resulta raro es todo esto de compartir una noche de chicas. Te parecerá extraño pero yo no tengo amigas, solo conocidas.

—Lo siento, pero no me lo creo.

—De pequeña, mi madre y mi abuela no hicieron mucho por que me relacionara con otras niñas salvo las que veía en el colegio. Durante la adolescencia, mi madre se encargó de espantar a todas las amigas que hacía. A todas les ponía pegas y defectos.

—No te lo tomes a mal, pero tu madre parece una persona algo difícil.

—Dominante —aclaró, sin ambages—. Confunde las cadenas con el cariño.

—Un poco egoísta por su parte —opinó; y miró dudosa a Yolanda por si había ido demasiado lejos—. Bueno, nadie es perfecto.

—Pues no. Pero es mi madre y no tengo otra. —Asumió—. Supongo que como no lo aprendí con la edad que tocaba, carezco de habilidades sociales. No tengo empatía con las mujeres.

—¿No te parece que estás exagerando, Yolanda?

A pesar de que Violette lo dijo convencida, ella creyó que aquella afirmación era una especie de caricia en el lomo para consolarla.

—En cambio, con los hombres no tengo problema.

—Mira qué lista —dijo, riendo.

Yolanda le dio un empujoncito.

—No seas mala. Lo que trato de explicarte es que todo esto me resulta nuevo, fiestas de chicas, ir de compras,… Es triste decirlo, pero no sé hacer amigas.

—¿Ves como exageras? Yo soy tu amiga —sonrió—. Ya tienes una y para toda la vida. Uy, a ver… —El metro acababa de detenerse y se levantó para ver en qué estación estaban—. Menos mal, aún quedan cuatro paradas. Solo faltaba que nos pasáramos de largo. —Volvió a sentarse junto a Yolanda, le dio una palmadita en la rodilla y retomó la conversación—. En resumidas cuentas, ese Tuppersex te hace más falta de lo que imaginas, y si se apunta tu hermana, mejor que mejor. ¡Ya verás cuando descubras lo divertido que es compartir risas con otras mujeres! ¿Qué? ¿Venís o no?

—No sé. —Dudó, rebuscando el móvil en el bolso—. Me parece que me estoy metiendo en un lío.

Tecleó un mensaje whatsapp con el pulgar: Hola! ¿Videollamada? Y esperó la respuesta. Segundos después, sonaba el pitido y vio en la pantalla un escueto OK. Miró a un lado y a otro, pero como los viajeros iban a la suya, leyendo, dormitando o mirando al techo, no tuvo reparo en hacerlo rodeada de gente. Tecleó en la pantalla táctil y le tendió el móvil a Violette.

—Sostenlo, por favor —pidió; e indicó que lo levantara un poco cuando Sylvie apareció en la pantalla—. Así, ahí va bien.

Violette asistió a la conversación muda entre las hermanas, pero no pudo evitar intervenir. Giró el móvil e hizo un poco el tonto ante el aparato, sacando la lengua. Luego le guiñó un ojo a Sylvie. Al ver que sonreía alegre y la saludaba con la mano, le envió un beso al aire y volvió a colocar el teléfono de cara a Yolanda. No hablaron mucho más. Se despidió de ella con otro beso mudo y pidió a Violette que le devolviera el iPhone para pulsar el fin de llamada.

—Madre mía, tantas llamaditas me van a costar una pasta. —Meditó, recordando lo escandalosamente caro que era telefonear mediante compañías de distintos países—. Sylvie, mi hermana ha dicho que sí. Ya puedes apuntarnos a las dos a ese Tuppersex.

—¡Bien!

Yolanda la miró con una pregunta en la punta de la lengua. Y la hizo.

—A todo esto, ¿tú por qué tienes tanto interés?

Violette sonrió con malicia.

—Porque la vendedora es amiga mía y, si le lleno la noche, me lo agradece con algún regalito.

—Pillina, pillina…

—No puedo evitarlo, nací así de avispada —dijo, echándose a reír.

Yolanda la miró pensando la suerte que había tenido al conocerla; Violette contagiaba alegría.

—Sylvie me ha dicho que eres muy grande.

—Sí. Sobre todo, eso.

La sonrisa se le borró del rostro. Y lo dijo con un tono derrotista que indignó a Yolanda. Le cogió una mano entre las suyas.

—No quiero volver a oírte hablar como si fueras una perdedora —avisó.

Violette le sostuvo la mirada y arrugó la frente, con gesto de desafío.

—Yo no lo haré, si tú dejas de vestir como una perdedora.

A Yolanda le sentó muy mal el comentario. Su madre ya se había encargado de recordarle cada día de su vida que carecía de gusto para vestir. Trató de disimular, pero Violette no era tonta y supo que era el momento de darle un respiro. Se levantó y le pidió a Yolanda que lo hiciera también porque la megafonía anunció que llegaban a Barbès-Rochechouart.

—¿Esta es la primera lección de amistad femenina? —comentó Yolanda, ya en el andén, para deshacer el incómodo silencio.

—Más o menos —confirmó Violette elevando los hombros—. Si una amiga no te habla con sinceridad, no te fíes de ella, porque entonces, no es una amiga.

—¿Qué tiene de malo la ropa cómoda?

Violette sacudió los rizos a modo de negativa y se cogió de su brazo con cariñosa complicidad.

—Nada en absoluto, mientras no lo conviertas en una postura ante la vida.

—Mi madre es la elegancia personificada —confesó Yolanda—. Siempre me he sentido inferior en ese aspecto.

—¿Lo ves? Te vistes con ropa aburrida para llevarle la contraria.

—Violette, no juegues a los psicólogos, por favor.

—¿Sabes cuál es mi teoría? Colores alegres para momentos negros. Cuanto más torcido se me presenta el día, más me arreglo yo. Gustarte es el primer paso para sentirte bien.

—Voy a nombrarte mi personal shopper —decidió Yolanda, con inesperada ilusión. La idea de gustarse a sí misma la seducía muchísimo.

—Además, eso de la comodidad es una excusa. ¿Crees que yo no visto cómoda? Con tanto trabajo y todo el día de acá para allá, si vistiera con ropa de pose y de no puedo ni respirar, no podría resistirlo.

Atravesaron los dos corredizos al aire libre del metro aéreo, descendieron al nivel de la calle esquivando a la gente que iba y venía con prisas.

—Cada persona es como es —dijo Violette—. Si yo tuviera un cuerpo como el tuyo, me encargaría de resaltarlo para que todo el mundo se fijara en mí cuando voy por la calle. Y a ti te gusta pisar fuerte, amiga mía; triturar el asfalto diciendo «aquí estoy yo», ¿o no?

Yolanda sonrió porque era cierto, por eso siempre llevaba tacón.

—La vida se ve de otra manera encima de unos tacones.

A Violette le gustó la respuesta, mostraba una buena disposición.

—Yo no sé lo elegante que es o deja de ser tu madre —continuó—. Hay mujeres que confunden clase con ropa aburrida, estilo con colores apagados y buen gusto con gastar una fortuna. Yo te aseguro que se puede ir monísima por muy poco dinero. Se trata de saber escoger.

—Ese es el problema —alegó Yolanda—. Que yo no sé.

—¿Cómo que no? Tal como vas ahora mismo, demuestras que sí sabes elegir los colores y lo que te sienta bien. Tenemos que conseguir que aprendas a sacarte más partido todavía. Con esas curvas que me tienen muerta de envidia, ¡tiene delito que no las resaltes! —exclamó vehemente—. Es muy sencillo, cuando te pruebes algo, si te encanta la mujer que ves en el espejo, da por seguro que gustarás a los demás. A ver de dónde sacamos el tiempo para ir más veces de compras.

Yolanda escuchó una lista larguísima de tiendas de ropa, más o menos estilosa a buen precio —o eso decía Violette—, de las que solo le sonaron Zara y Primark.

—La pasta te la guardas para los complementos. Recuerda: bolso y zapatos pocos pero buenos. Cuidadito con las telas; colores, sí, pero no somos chicas semáforo. La bisutería discreta, no te preocupes por eso que hasta en los chinos hay gangas la mar de bonitas. Y…

—Frena, frena —pidió con las manos—. No olvides que estoy en el paro.

Justo en ese momento salían de la estación al bullicioso boulevard Rochechuart.

—¡Uy, madre mía!, cuánta faena me vas a dar. —Rumió con gesto de fatiga; y le señaló la acera de enfrente—. Ahí tienes el primer secreto.

Yolanda nunca había visto un centro comercial tan insólito. Todos los bajos de los edificios, hasta donde se perdía la vista, se mostraban abarrotados. Miles de manos rebuscaban gangas en los expositores instalados en plena acera. Uno tras otro, los locales lucían idénticos y feísimos rótulos de color rosa y azul eléctrico.

Chic parisien para tiempos de crisis —anunció Violette con entusiasmo—. ¡Bienvenida a Tati!

Dos días después, Patrick le pidió que fuera a verlo jugar al rugby con una ilusión disimulada tan torpe que Yolanda se derritió y lo acompañó dispuesta a animarlo como una auténtica forofa. Se trataba de un partido benéfico del equipo amateur de Patrick contra un combinado compuesto por algunos jugadores de la selección francesa, otros del equipo parisino Stade Français y antiguas glorias del rugby. Uno de los compañeros de Patrick tenía un hijo al que habían diagnosticado una enfermedad reumática poco frecuente y aprovechaban cualquier ocasión para recaudar fondos.

Patrick salió del estadio con la bolsa al hombro y el pelo mojado. Yolanda, al verlo, se levantó del banco donde lo esperaba. Habían ido hasta Saint Denis en el RER. Como después estaban invitados a cenar en casa del padre de Patrick y su segunda esposa, Yolanda supuso que ese era el motivo por el que habían dejado la moto en la cochera.

Cuando llegó a su altura, ella lo recibió con un beso largo. Patrick la cogió por la cintura y juntos caminaron hacia la estación.

—¿Qué te ha parecido?

—El resultado es lo de menos —comentó para subirle el ánimo, ya que su equipo había sufrido una estrepitosa derrota—. Ah, pero como se te vuelva a acercar el melenudo ese con cara de animal…

Patrick la miró sin poder contener la risa, al ver lo antipático que le había caído el polémico comeárbitros Sebàstien Chabal.

—El melenudo ese es el mejor jugador de Francia —informó, a pesar de que la estrella estaba en el ocaso de su carrera.

—Pues como te ponga una mano encima y me lo encuentre de cara, se va a enterar de quién soy yo.

Con un beso impetuoso, Patrick le agradeció que lo protegiese con tanto afán. Aunque no había motivo porque aquel era un deporte de encontronazos y eso era algo que Yolanda no acababa de entender.

—No sabes nada de rugby.

Ella alzó un hombro.

—La primera vez que vi jugar al rugby fue en la película aquella de Matt Damon.

—De Morgan Freeman —la corrigió, picado.

Yolanda sonrió con malicia.

—Si fueras mujer, te acordarías más de Matt Damon.

Patrick afiló la mirada. Su conciencia aplacó el conato de celos recordándole que el rubio ese era bajito y, a su lado, no tenía ni media bofetada.

—Y del director, ¿te acuerdas?

—Harry el sucio, ¿no?

Estupendo, no se acordaba ni del nombre. Como siempre, el director no era más que una línea de tantas en los títulos de crédito. Llegaron a la estación del RER y él bajó las escaleras con la consoladora certeza de que, aunque en su vida recibiese un galardón como director, si algún día una obra suya ganaba un premio, sería él quien subiría a recogerlo. Ya que las películas pertenecen al productor que es quien pone la pasta.

Patrick pagó por un bono de metro y una vez pasaron por el torno, se lo dio a Yolanda porque iba a usarlo más que él. Ella sintió curiosidad, porque le había comentado que su padre residía en una exclusiva zona de viviendas unifamiliares en las estribaciones de Porte Maillot, junto al lado del Bois de Boulogne.

—¿Vamos a ir directos a la cena?

—No —respondió Patrick—. Antes pasaremos por casa a coger la moto.

Yolanda se alegró porque quería arreglarse un poco. Ya empezaba a conocer el plano de metro de París; siguió a Patrick mirando los carteles, algo extrañada.

—Entonces, ¿a dónde me llevas en dirección contraria?

Patrick la miró, satisfecho de que se hubiese dado cuenta, porque eso significaba que se estaba acomodando a la ciudad como una parisina. Le dio un beso rápido antes de responder.

—A comprar un casco para ti.

El trayecto en el tren fue el momento escogido por Patrick para sincerarse. Quizá para que Yolanda no se extrañara al ver el trato distante esa noche entre él y la nueva familia de su padre. Ella se guardó mucho de opinar e hizo muy pocas preguntas. La conclusión que extrajo fue que Patrick no le perdonaba a su padre que abandonase a su esposa, la mujer que se lo dio todo durante más de un cuarto de siglo, para ir detrás de una jovencita que solo tenía cinco años más que su propio hijo. Yolanda intuía que esa animadversión se vio acrecentada por una triste coincidencia. Y es que, aún no habían firmado el divorcio cuando a la madre de Patrick le diagnosticaron la enfermedad. Patrick le contó con dolor cómo, al mismo tiempo que su madre se consumía, su padre disfrutaba de una nueva vida. Se casó por segunda vez cuando la que fue su esposa durante años ya estaba desahuciada. Yolanda no compartía sus argumentos, albergar la esperanza de que sus padres se reconciliasen era propio de quinceañeros, y para entonces él ya tenía veintisiete años. Era un hombre inteligente y sensato para reaccionar con tal inmadurez, y también para considerar la decisión de su padre una deslealtad cuando la realidad era que se acabó el amor que los unía. Yolanda quiso creer que toda la antipatía y la rabia que notaba en su voz, junto con la injusta idea de culpar a su padre de la muerte de su madre, era fruto del infierno que le tocó vivir como hijo único y la impotencia de verla apagarse hasta morir en la cama de un hospital.

—En cuanto a lo laboral, desde que acabé los estudios quise mantenerme al margen de él —le explicó—. Tampoco he recurrido a su ayuda económica, cuando monté la productora, preferí echar mano exclusivamente de lo que mi madre me dejó.

Yolanda desconocía si estaba hablando de dinero en metálico, pero no preguntó. Sí comprendió que entre esos bienes se encontraba el magnífico piso de rue Sorbiers. Y había que reconocer que, estuviese o no detrás el motivo de no recurrir a su padre, le sacó partido con astucia al dividirlo.

—A pesar de todo, sigue siendo tu padre y no creo que te hubiese negado su ayuda de habérsela pedido.

Patrick fijó la vista en el suelo del vagón y negó con la cabeza.

—Lo que tengo o lo que consiga en el futuro será siempre por mí mismo. No quiero que nadie piense que mi apellido me ha puesto las cosas en bandeja.

Como vio que Yolanda escuchaba sin entender a qué se refería, continuó.

—Hay apellidos que son un lastre, sobre todo si quien lo lleva antes que tú es un personaje popular. El éxito de los padres es una dificultad añadida para los hijos que quieren destacar por méritos propios. En mi caso, se triplica porque mi padre también se dedica al medio audiovisual.

—Soy extranjera y no conozco a más famosos franceses que los tres o cuatro que salen en las revistas.

—No es un personaje de esos.

El RER paró y ellos bajaron para hacer transbordo con el metro. Fue en la misma estación donde Patrick la cogió del brazo y la hizo detenerse ante un cartel publicitario gigante.

—Ahí lo tienes —indicó—. Mi padre.

Yolanda contempló el enorme plano de medio cuerpo. Y comprendió lo que quería decir Patrick cuando hablaba de fama capaz de anular a los hijos. Ante sí tenía en imagen gigante al hombre que cada mediodía se metía en todos los hogares de Francia. Jean Gilbert, el popular y respetado presentador de las noticias de Canal 5.

—Estás preciosa.

Yolanda sonrió de pura dicha. No había hecho más que arreglarse el maquillaje, darse un par de golpes de cepillo y cambiarse los vaqueros que llevaba por otros de pitillo más oscuros. Y lo cierto es que el resultado le entusiasmaba. Qué bien hizo acompañando a Violette aquella tarde de compras. La blusa negra entallada con diminutas mangas de farol y escote en pico le resaltaba el talle y el escote. Y las sandalias de tacón le estilizaban las piernas, ya largas de por sí.

—Gracias por mirarme con unos ojos tan generosos —musitó dándole un beso leve para no marcarlo con el pintalabios.

Patrick le acarició la barbilla con un dedo y lo deslizó hasta el lóbulo de su oreja.

—Cuánto te gusta atribuirme méritos que no me corresponden —dijo dándole un golpecito al pendiente que lo hizo oscilar—. No es lo mismo ser guapa que sentirte guapa. Es esa diferencia la que te hace brillar como una estrella.

Yolanda se abrazó a su cuello. A veces Patrick decía unas cosas que le daban ganas de abrazarse a él y echarse a llorar. Él la besó en el cuello despacio y también la abrazó.

Esa tarde, Yolanda disfrutó del paseo en moto como nunca, bien agarrada a Patrick, porque atravesaron París de extremo a extremo. En casa de los Gilbert, Jean y Solange los obsequiaron con un cálido recibimiento. A Yolanda le encantó comprobar que Jean era un hombre sencillo y campechano, a pesar de su fama mediática.

No le extrañó la frialdad de Patrick, ya conocía su postura con respecto a guardar las distancias con su padre. Si le llamó la atención, en cambio, el poco interés que mostraba por Didier. Tenía solo seis años y además era su hermano, razones de peso para haberlo cogido en brazos y haberle gastado alguna broma para recompensar la alegría con la que corrió hacia ellos en cuanto se abrió la puerta, qué menos. El niño se habría conformado con una sencilla muestra de camaradería fraterna. A Yolanda le dio lástima ver cómo seguía a Patrick como un cachorrito con ganas de jugar, sin que su hermano mayor se percatase siquiera de su presencia.

La cena transcurrió con la educada y algo falsa cordialidad propia de quienes comparten mesa pero poca cosa más. Yolanda no se sintió incómoda, tenía la sensación de estar en su propia casa. Sus reuniones familiares transcurrían en un clima muy similar. Sí notó, con cierto malestar, que Patrick se limitaba a responder cuando le hablaban pero rara vez era quien iniciaba la conversación. Por fortuna, Jean era un gran conversador y Solange un verdadero encanto de mujer, a la que Patrick no sonrió ni una sola vez.

Como Yolanda era habladora por naturaleza, disfrutó de la cena gracias al matrimonio, que se volcó con ella para que se sintiera a gusto. A pesar de los años de diferencia, Jean y Solange contagiaban felicidad. Hacían buena pareja, saltaba a la vista lo compenetrados que estaban. Y el pequeño Didier era su alegría, sobre todo del padre. A Yolanda le tocó la fibra sensible ver cómo se le caía la baba con su hijo inesperado, o muy deseado y por fin hallado, a una edad en la que pocos se atreven con el reto de una nueva paternidad.

Pero lo que llegó a rayar la indignación de Yolanda fue la actitud de Patrick hacia el pequeño.

—¿Qué tal en el cole? —Fue lo único que le preguntó.

Didier se lanzó a contarle mil y una anécdotas a su hermano mayor que Solange se encargó de interrumpir, por miedo a que tanta charla molestara a Patrick. Yolanda notó que esta se andaba con pies de plomo para no incomodar a su hijastro.

—Eso está genial. —Fue lo que respondió Patrick cuando el niño se quedó callado. Nada más.

No era la primera vez que veía a una persona que se siente incómoda ante los niños por la simple razón de que no sabe cómo tratar con ellos. Estaba segura de que ese era el caso de Patrick, conociendo la nobleza de su carácter era capaz de asegurar que no se trataba de desapego hacia su hermanito. Pero resultaba indignante que no se esforzara en superar ese escollo.

Para compensar, ella volcó toda su energía en escuchar al pequeño, en preguntarle cosas, con el único motivo de seguir escuchando y demostrarle así que le importaba cuanto decía. Mientras se entretenía con Didier, Yolanda fingió que no se daba cuenta de la mirada agradecida de la madre del pequeño.

A la hora de las despedidas, todos ellos fueron tan amables como al inicio de la velada. Ya en la puerta, antes de salir, Yolanda se acuclilló para despedirse de Didier, consciente de que para los niños es un importante detalle que un adulto se agache para hablar a su altura.

—¿Qué tal si me das un beso?

Ella puso la mejilla y el niño le dio un beso con ruido.

—Y ahora otro aquí —indicó; giró la cara y le señaló con el dedo la otra mejilla—. En España nos damos dos, ¿a que no lo sabías?

Didier movió la cabeza de lado a lado, con una sonrisa enorme, como si acabase de aprender algo raro de verdad. Ella se levantó e hizo una mueca al ver a Patrick revolverle el pelo con un parco:

—Hasta la vista, campeón.

Muy correcto, muy civilizado y punto final.

No quiso hablar de ello hasta que llegaron a casa. Fue en el patio, mientras Patrick cerraba con llave la cochera, cuando Yolanda se aventuró con las sugerencias, a pesar de que intuía que estaba adentrándose en un terreno pantanoso.

—Creo que deberías hacer un esfuerzo por prestarle más atención a Didier.

Patrick giró la cabeza y le lanzó una mirada retadora.

—No sé qué quieres decir. ¿Qué es lo que según tú hago mal?

Yolanda notó que se acababa de poner en guardia y le molestó, porque su intención no era atacarle.

—Patrick, los niños necesitan saber que lo que dicen es importante para los demás.

—Muy bien, ¿y?

—Que oír no es lo mismo que escuchar. Didier es tu hermano.

—Un hermano que podría ser hijo mío —se defendió pasándose el casco de una mano a la otra—. No puedo tratarlo como a un hijo, porque no lo es. Tampoco puedo hablarle como a un hermano porque, en primer lugar, se presentó en mi vida cuando yo ya llevaba veintiocho años como hijo único. Y en segundo lugar, ¿qué quieres que te diga?, un niño de seis años no es la imagen de hermano que tengo asumida.

—Pues deberías hacerlo.

—Tú estás acostumbrada porque trabajas con niños pequeños, pero para mí son extraños.

—Creo que no le prestas la atención que merece.

—Yolanda, basta, que te gusta mucho sacar las cosas de quicio. Vamos a dejarlo ya.

No insistió. Yolanda dio un giro a la conversación con un tema del que sí le gustaba hablar y subieron los siete pisos comentando los avances del documental.