Capítulo 2
Adiós, pequeña, adiós

Papá siempre decía que las mejores fotos de la torre Eiffel se sacan desde Trocadero. De día recuerda una flecha enrejada que apunta hacia el cielo; y de noche parece una lanza inmensa hecha de luz.

Anotó la frase en su libretita y se quedó pensativa, con el bolígrafo apoyado en los labios. Habría preferido visitar primero la torre Eiffel, llevaba una vida entera deseando contemplarla por fin con sus propios ojos. Pero Alejo tenía otros planes. Iban en el taxi que Yolanda se empeñó en coger, y por supuesto se ofreció a pagar, en vista de que él estaba empeñado en ir desde el Louvre a la place l’Étoile en metro. Tenía los pies molidos de patear salas sin ton ni son, por culpa del profesor universitario que se creía tan listo como para no perderse en un museo en el que se puede estar una semana entera y no terminar de verlo. Y encima, se negaba a preguntar a los vigilantes. Acabaron viendo la Mona Lisa desde lejos, porque la sala estaba atestada de turistas. Además de un sinfín de galerías, que recorrieron al vuelo, más atentos al plano para averiguar el modo de salir de allí que a las obras de arte que se encontraron por el camino.

Disponían de muy poco tiempo para disfrutar de la ciudad y ella quería callejearla, los museos le daban igual. No quería perderse ni un aroma, ni un sonido, pretendía llevarse consigo, grabadas en la retina y en la mente, todas aquellas sensaciones con las que había soñado durante años y que disfrutaba por primera vez.

Guardó el bolígrafo dentro del cuaderno que descansaba en su regazo, lo cerró rodeando las tapas con la goma elástica y lo metió en el bolso.

—¿Qué es eso que anotas a todas horas? —Curioseó Alejo, intentando leer.

Yolanda lo evitó cerrando la libretita.

—Cosas que se me ocurren —dijo al tiempo que la guardaba en el bolso—, como un diario de viaje.

—¿Piensas escribir un libro?

—No creo —zanjó.

Se inclinó para indicarle al taxista que los dejara en esa misma esquina, desde la que ya se veía el Arco del Triunfo. Ella hablaba un francés envidiable, llevaba muchísimos años estudiando el idioma. Primero por empeño de su padre que nunca perdió la esperanza de que su hija pasase temporadas en París con él, en cuanto alcanzara la mayoría de edad. Después por gusto, ya que esa era la lengua que compartía solo con él. Empezó como un juego, luego se convirtió en una especie de código secreto. Hablaban en francés a escondidas, las dos o tres veces al año que él viajaba desde París e iba a visitarla a Valencia. Su madre no soportaba que padre e hija compartieran una lengua que ella no entendía.

Pagó el importe de la carrera y bajaron del taxi. No es que Yolanda tuviese ganas de pasear por los Campos Elíseos, pero Alejo se había empeñado en llevarla allí. Para hablar de algo importante para los dos, le había adelantado con cierto misterio. Miedo le daba a Yolanda imaginar con qué novedad tenía intención de descolgarse.

Con el Arco del Triunfo a la espalda, caminaron despacio por la acera izquierda de la derecha de los Campos Elíseos en dirección a las Tullerías.

—¿No es una ciudad única? —preguntó Alejo, frotándose las manos.

—Maravillosa —respondió ella, con la mirada fija en el escaparate de Chez Guerlain, lleno de las artísticas botellas de perfume propias de la marca.

—¿Tienes hambre?

—La verdad es que sí.

Eran las seis de la tarde pasadas y no se habían adaptado al horario francés. Eso de almorzar tan temprano les tenía el estómago descolocado.

Por la sonrisa sagaz que exhibía Alejo, Yolanda imaginó que la estaba llevando a alguna pastelería selecta, o un café típico de esos con veladores de mármol en la acera y sillas de rejilla. Cuando paró de golpe y le señaló el lugar escogido, a Yolanda le entraron ganas de darle una patada en el culo.

—¿McDonald’s?

—Qué suerte que hemos encontrado uno. ¡Cómo en casa!

Veinte minutos insufribles de cola después, se encontraban sentados en el piso superior. Uno al lado del otro, como si aquello fuese la barra de un bar. Lo único bueno eran las inigualables vistas a los Campos Elíseos. Yolanda se metió una patata en la boca y se resignó a contemplar el exterior. Mejor no pensar en la ridícula imagen que daban a ojos de la gente que pasaba por la calle, igual que un par de maniquís de escaparate, cada uno con su menú delante e hincándole el diente a una hamburguesa con queso.

Alejo giró en el taburete, ella hizo lo mismo y quedaron frente a frente. A Yolanda le empezaba a intrigar su actitud. No dejaba de hacer dibujitos con una patata mojada en kétchup sobre el mantel de papel que cubría la bandeja.

—No voy a ocultártelo más tiempo —anunció mirándola a los ojos—. Este viaje… Esta escapada tiene un motivo.

A Yolanda se le erizó el vello de todo el cuerpo al ver cómo le brillaban los ojos. Dios, ya empezaba con las emociones descontroladas. Mandó al cuerno la pena que empezó a sentir al verlo ponerse sensiblero. ¡Qué tenía más de cuarenta! Como se atreviese a soltar una lágrima en pleno McDonald’s, rodeados de adolescentes curiosos, iba a llevarse puesto un bofetón.

Miró sus labios temblorosos y trató de adivinar qué se traía Alejo entre manos. ¿Una declaración de amor? No, no, no y no. ¿Pedirle que se fueran a vivir juntos? ¡Socorro! Aún podía ser peor. Uyuyuy… Como sacara una cajita de terciopelo con un anillo dentro iba a huir de allí más rápido que el jamaicano aquel en las Olimpiadas.

—Yoli —le anunció con un suspiro hondo. Ella tragó en seco—, tengo que decirte algo muy importante. Vital para nuestro futuro…

Y ocurrió lo inevitable. Alejo inspiró como si le faltara el aire y, por las mejillas, le resbalaron un par de lagrimones.

En cuanto escuchó eso tan importante, Yolanda se levantó de un salto y lo acribilló con una mirada asesina.

—¡¿Que tu mujer está embarazada?! —vociferó a pleno pulmón.

Tantas lágrimas de cocodrilo y tanto sorber los mocos para soltarle a bocajarro que había dejado preñada a su ex al mismo tiempo que salía con ella.

—Yoli, por favor, baja la voz que nos van a llamar la atención —rogó Alejo, secándose la cara a la vez que miraba a derecha e izquierda.

—¿Tu mujer? ¿Qué significa eso de tu mujer? —le espetó a punto de estrangularlo—. Me dijiste que estabas divorciado.

—Más o menos.

—Eres un cerdo rastrero.

—Las cosas vinieron así. Pasó lo que pasó…

—¡No me lo cuentes! —ordenó, solo faltaba que le diera detalles—. ¿Y para esto me has traído a París?

—Creí que era una bonita manera de despedirnos.

¿Cómo? No, no podía haber dicho aquello. Yolanda escudriñó sus ojos para averiguar si le estaba tomando el pelo. O era muy cínico o muy gilipollas.

—Traerme hasta París para darme la patada —tradujo ella con lenguaje menos florido—. Si esta es tu idea de una escapada romántica, eres el ser más retorcido que existe sobre la tierra.

Él la miró con asombro y alzó las manos en son de paz.

—Pero Yoli, ¿hay algo más romántico que decirnos adiós para siempre en la ciudad del amor?

A Yolanda se le subió la sangre a la cabeza. ¿Y ese era el tío al que aguantaba por lástima? ¿Porque no quería verlo llorar si lo mandaba a tomar viento? ¡Menuda idiota! Respiró hondo, agarró su bolso de un manotazo y se puso de pie.

—¡Vete a la mierda, Alejo! —Silabeó inclinándose tanto sobre su cara que él se echó hacia atrás, asustado—. ¡Vete… a… la… mierdaaa!

Sacudió la cabeza para aliviar la tensión. Eso mismo debía haber hecho hacía mucho tiempo. Le dio la espalda y sin mirar atrás trotó escaleras abajo y recorrió el piso inferior tropezando con unos y con otros, ansiosa por respirar el aire de la calle.

Alejo la seguía a duras penas. Ya en la acera, la cogió del brazo pero ella se zafó de un tirón.

—Yolanda, por favor, no acabemos así. Podemos seguir siendo amigos.

Eso fue la gota que colmó su paciencia.

—¡No me toques! Tú no tienes ni idea de lo que es la amistad.

—Escúchame…

—No, escúchame tú —le espetó señalándolo con un dedo acusador—. Tienes dos horas para sacar tus cosas del apartamento y largarte a un hotel.

—¿A un hotel? —preguntó perplejo.

—A un hotel o donde te dé la gana. ¡Dos horas! —gritó para recalcarlo—. Cuando vuelva allí no quiero ver ni rastro tuyo, ¿te ha quedado claro?

—Pero ¿y los billetes de avión?

—Yo me quedo en París. Ni loca pienso volver contigo a Valencia en el mismo avión. Mi billete, puedes tragártelo o metértelo por… No me hagas hablar mal.

Alejo se pasaba la mano por el pelo, mirándola dudoso y sin atreverse a discutir mientras ella bajaba de la acera y paraba un taxi.

—Piénsalo bien, Yolanda. —Casi suplicó; ella tuvo que contenerse, a buenas horas la llamaba por fin por su nombre.

Un taxi paró frente a ella. Abrió la portezuela y, antes de meterse en el vehículo, lo oyó por última vez.

—¿Qué piensas hacer tú sola en París?

Ella lo miró con una mezcla de rabia y el alivio de romper las cadenas emocionales que la ataban a aquel plasta, egoísta, progre patético, mentiroso y cultureta de pacotilla.

—De momento, olvidarme de tu cara.

Pidió al taxista que la llevara a Trocadero. Una vez allí, caminó despacio por la explanada, dando un rodeo para no interferir en una sesión fotográfica de moda. Su padre tenía razón, era imposible olvidar la imagen bellísima y grandiosa de la Torre Eiffel.

Se prohibió a sí misma perder un solo segundo dándole vueltas a lo que acababa de ocurrir. Alejo era historia, reconcomerse de rabia no le haría ningún bien. Y nada ni nadie iban a amargarle aquel momento tan especial.

Fue hasta la balconada de piedra, se acodó en la repisa y, apoyando la barbilla en las manos, contempló durante largo rato el paisaje que tantas veces le había descrito su padre. Quiso llevarse una fotografía de recuerdo, idéntica a la que ella guardaba en la cartera. Esa que él le envió por correo hacía muchos años, en la que aparecía joven y sonriente, con la torre de hierro al fondo. Un emprendedor lleno de sueños, recién llegado a París, dispuesto a comerse el mundo.

Miró a su alrededor, y se decidió a pedirle el favor a un chico oriental que vendía botellines de agua mineral en un cubo de hielo. Le pidió una y entregó al muchacho un euro.

—¿Serías tan amable de hacerme una foto, por favor?

Y le entregó su teléfono móvil para que se la hiciese. El chico observó el iPhone alzando las cejas.

—Tú no de aquí.

—No, no soy de aquí. Del país que queda al sur.

El chico no la entendió.

—España.

—¡Ah, España! —Comprendió asintiendo con la cabeza—. ¿Barça o Madrid?

Yolanda se echó a reír, sorprendida.

—No me gusta el fútbol.

El muchacho se quedó mirándola como si fuese un bicho raro. Y agitó en la mano el iPhone.

—No dejar a cualquiera teléfono tan caro. París mucha gente mala. Pueden robar, salir corriendo.

Ella ladeó la cabeza, con expresión afable.

—Tú tienes cara de buena persona.

El chico sonrió, agradecido. Yolanda sintió algo de lástima al ver que le faltaban dos dientes. Él le señaló con la mano que se alejase y ella dio unos pasos hacia atrás hasta que le indicó que parara con el índice levantado. Posó con su mejor sonrisa para un par de fotos y luego para otras dos que el muchacho se empeñó en repetir por si las primeras no salían bien.

Regresó junto a él y los dos contemplaron satisfechos las imágenes que acababa de sacar en la pantalla del iPhone. Yolanda le dio las gracias y, con una última mirada, se despidió de la Torre Eiffel. Caminó con la mano agarrada a la correa del bolso hacia el palacio de Chaillot. En ese momento tenía que hacer algo mucho más importante. Iba a visitar a su padre. Un reencuentro doloroso para el que llevaba preparándose quince años. Desde aquel lejano día, en la Estación del Norte de Valencia, en que se despidieron por última vez.

Al llegar a la calzada, alzó la mano para parar un taxi. Un par de minutos después, se hallaba sentada en el asiento trasero, pensando en los días que le quedaban por delante en aquella ciudad tan grande y desconocida.

—¿A dónde vamos? —preguntó el taxista, saliendo de la plaza en dirección a la avenida Presidente Wilson.

—Al cementerio de Pêre-Lachaise, por favor.