Prólogo

La lluvia fue lo que le hizo pensar en la historia. Sus ráfagas batían las ventanas, tomaban por asalto los tejados y soplaban su aliento amargo por debajo de las puertas.

La humedad le dolía en los huesos a pesar de estar sentado junto al fuego. La edad se dejaba sentir pesadamente sobre su cuerpo en las largas y lluviosas noches del otoño, y sabía que la notaría aún más cuando llegase el oscuro invierno.

Los niños estaban allí con él, acurrucados en el suelo, o apiñados dos o tres juntos en los sillones. Lo miraban expectantes porque les había prometido contarles una historia que les ayudase a combatir el aburrimiento de un día tormentoso.

No había tenido intención de contarles esa historia, todavía no, porque algunos de ellos eran muy pequeños, y la historia distaba mucho de ser tierna. Pero la lluvia le hablaba al oído, susurrándole las palabras que aún no había pronunciado.

Incluso un narrador de cuentos, sobre todo quizá un narrador de cuentos, tenía que escuchar.

—Conozco una historia —comenzó a decir, y varios de los niños se agitaron ligeramente, anticipando lo que vendría a continuación—. Es una historia que habla de valor y cobardía, de sangre y muerte, y de la vida. De amor y de pérdida.

—¿Hay monstruos? —preguntó uno de los más pequeños, con sus ojos azules muy abiertos con una mezcla de alegría y temor.

—Siempre hay monstruos —contestó el hombre mayor—. Del mismo modo que siempre hay hombres que se unirán a ellos, y hombres que lucharán contra ellos.

—¡Y mujeres! —exclamó una de las niñas mayores, provocándole una sonrisa.

—Y mujeres. Valientes y fieles, tortuosas y mortíferas. He conocido a ambos tipos en mi época. Ahora bien, esta historia que os voy a contar ocurrió hace mucho tiempo. Tiene muchos comienzos, pero un solo final.

Mientras el viento aullaba fuera de la casa, el viejo bebió un poco de té para aclararse la garganta. Los leños crepitaron en el hogar y el brillo del fuego iluminó su rostro con un resplandor como de sangre dorada.

—Éste es uno de los comienzos. En los últimos días del verano, con los relámpagos arrancando destellos azules en un cielo negro, el hechicero se encontraba en lo alto de un acantilado, contemplando el mar turbulento a sus pies.