4

Ella le encontraría. Si un hombre la arrastraba dentro de sus sueños, le hacía vivir experiencias extracorporales y, en general, rondaba sus pensamientos, ella le seguiría el rastro y descubriría la razón.

Ya hacía varios días que se sentía como si estuviese de pie en el borde de un alto acantilado azotado por el viento. A un lado había algo brillante y hermoso y al otro, un vacío frío y aterrador. Pero el acantilado en sí, aunque un tanto inestable, era lo conocido.

Fuera lo que fuese lo que estuviese gestando en su interior, él formaba parte de ello, eso lo sabía sin ninguna duda. Aunque no pertenecía a aquel tiempo ni a aquel lugar. Por lo general, los tíos no se dedicaban a pasear a caballo por Nueva York en pleno siglo veintiuno luciendo capas y túnicas.

Pero él era real; un hombre de carne y hueso tan real como ella. Las manos se le habían manchado con su sangre, ¿verdad? Ella había enfriado su piel y lo había contemplado mientras dormía y la fiebre desaparecía. Su rostro, pensó, le había resultado tan familiar. Como algo que recordara o que había alcanzado a vislumbrar fugazmente en sueños.

Guapo, incluso en medio de su sufrimiento, reflexionaba ella al tiempo que lo dibujaba. Delgado y anguloso, aristocrático. Nariz larga y fina, boca fuerte y bien modelada. Pómulos marcados, atractivos.

Su imagen se fue haciendo realidad en el papel mientras trabajaba, primero con trazos amplios, luego con cuidados detalles. Ojos hundidos, recordaba, de un azul intenso y con un arco de cejas marcado encima de ellos. Y el contraste de aquel pelo y cejas oscuros con aquellos ojos azules sólo le añadía más misterio.

Sí, pensó, podía verle, podía dibujarle, pero hasta que no lo encontrase no sabría si debía saltar desde el borde del acantilado o apartarse de él.

Glenna Ward era una mujer a la que le gustaba el conocimiento.

De modo que conocía su rostro, la forma y el tacto de su cuerpo, incluso el sonido de su voz. Ella sabía, fuera de toda duda, que él tenía poder. Y creía también que él tenía las respuestas.

Fuera lo que fuese lo que se estaba acercando y todos los augurios la advertían de que se trataba de algo muy grande, él tenía que ver con ello. Glenna tenía un papel que jugar; lo había sabido casi desde su primer aliento. Tenía la sensación de que estaba a punto de asumir su destino, y aquel hombre atractivo, herido, envuelto en magia y problemas, estaba destinado a compartirlo con ella.

Él había hablado en gaélico, gaélico irlandés. Glenna conocía un poco de esa lengua, la había utilizado ocasionalmente en los conjuros, e incluso era capaz de leerlo de una manera bastante rudimentaria.

Pero extrañamente, en el sueño —experiencia, visión, lo que fuese—, ella no sólo había podido entender todo lo que él había dicho, sino que también había sido capaz de hablar su idioma como si fuese una nativa.

De modo que, en algún lugar en el pasado… el buen y largo pasado, resolvió. Y, posiblemente, en algún lugar de Irlanda.

Al despertar, Glenna había realizado conjuros con cristales y conjuros de localización delante de un espejo, usando para ello la venda cubierta de sangre que había traído con ella de aquella extraña e intensa visita a… dondequiera que hubiese estado. Aquella sangre y su propio talento la guiarían nuevamente hacia él.

Ella había esperado que esa tarea le supusiera un trabajo y un esfuerzo muy grandes. Añadidos al trabajo y el esfuerzo que implicaría transportarse —al menos en esencia— hasta su tiempo y lugar.

Estaba preparada para ello o al menos para intentarlo. Se sentó dentro de su círculo, con las velas encendidas y las hierbas flotando en el agua del recipiente. Lo buscó una vez más, concentrándose en el dibujo de su rostro y sosteniendo la venda que había traído de regreso con ella.

—Busco al hombre que tiene este rostro, mi búsqueda se dirige a encontrar su tiempo, su lugar. Sostengo su sangre en mi mano y con su poder reclamo. Buscad y encontrad y mostradme. Como yo lo haré, que así sea.

Lo vio en su mente, con el cejo fruncido, rodeado por un montón de libros. Se concentró y retrocedió, vio toda la habitación. ¿Apartamento? Luz tenue iluminando su rostro, sus manos.

—¿Dónde estás? —preguntó suavemente—. Enséñamelo.

Y entonces pudo ver el edificio, la calle.

La excitación del éxito se mezcló con un desconcierto absoluto.

Lo último que esperaba era que él se encontrara en Nueva York, a unas sesenta manzanas de distancia y en el presente.

Los hados, decidió Glenna, estaban haciendo horas extras para poner las cosas en marcha. ¿Quién era ella para cuestionarles?

Deshizo el círculo, lo recogió todo y guardó el dibujo en uno de los cajones de su escritorio. Luego se vistió, dudando un momento acerca de lo que debía ponerse. ¿Qué tenía que llevar exactamente una mujer cuando iba a encontrarse con su destino? ¿Algo llamativo, discreto, práctico? ¿Algo exótico?

Finalmente se decidió por un vestido negro con el que sentía que podía manejar cualquier situación.

Viajó en metro hacia la parte alta de la ciudad, dejando que su mente se despejara. El corazón le latía con fuerza; una anticipación que había estado creciendo en su interior durante las últimas semanas. Ése, pensó, era el paso siguiente hacia lo que la estuviese esperando.

Y fuera lo que fuese lo que la esperase; fuera lo que fuese lo que se acercaba; fuera lo que fuese lo que sucediera a continuación, quería estar abierta a ello.

Entonces tomaría sus decisiones.

El metro iba lleno, de modo que viajó de pie, sosteniéndose de la agarradera que tenía encima de la cabeza y meciéndose ligeramente con el movimiento del vagón. Le gustaba el ritmo de la ciudad, su paso rápido, sus músicas eclécticas. Todos los tonos y matices de Nueva York.

Había crecido en Nueva York, pero no en la ciudad, sino al norte del estado. Sin embargo, su pequeña ciudad siempre le había parecido demasiado limitada, demasiado encerrada. Siempre había querido más. Más color, más sonido, más gente. Llevaba en la ciudad los últimos cuatro de sus veintiséis años.

Y toda su vida explorando su arte.

Ahora algo estaba zumbando en su sangre, como si supiese —alguna parte de ella sabía— que, durante toda su existencia, se había preparado para aquellas próximas horas.

En la siguiente estación subieron unos pasajeros y otros se bajaron. Dejó que ese sonido fluyera sobre ella mientras volvía a evocar la imagen del hombre que estaba buscando.

No tenía el rostro de un mártir, pensó. En él había demasiado poder como para ser un mártir. Y demasiada ira también. Había descubierto, debía admitirlo, que se trataba de una combinación muy interesante.

El poder del círculo que él había creado era muy fuerte, y también lo que fuese que lo estuviera persiguiendo. Ellos también se hicieron presentes en los sueños de ella; esos lobos negros que no eran animales y tampoco humanos, sino una horrible mezcla de ambos.

Acarició ociosamente el colgante que llevaba al cuello. Bueno, ella también era fuerte. Sabía protegerse.

—Ella se alimentará de ti.

La voz era un siseo que se deslizaba por detrás de su cuello y le helaba la piel. Entonces, lo que había hablado se movió, pareció planear y flotar describiendo un círculo a su alrededor, y el frío que desprendía hizo que su aliento escapase temblando de entre sus labios congelando el aire.

Los otros pasajeros continuaban sentados o de pie, leyendo o hablando. Imperturbables. Ajenos a esa cosa que se deslizaba alrededor de sus cuerpos como una serpiente.

Sus ojos eran rojos, sus colmillos largos y afilados. La sangre los manchaba, goteaba de su boca de un modo casi obsceno. Dentro de su pecho, el corazón de Glenna se cerró como un puño y comenzó a latir, latir, latir con fuerza contra sus costillas.

Aquella cosa tenía forma humana, peor aún, llevaba un traje de calle. Rayas finas azules, advirtió casi sin darse cuenta, camisa blanca y corbata de lana de vistosos colores.

—Somos inmortales.

Pasó una mano ensangrentada por la mejilla de una mujer que estaba sentada y leía una novela de bolsillo. Con el color rojo manchándole la mejilla, la mujer dio vuelta la página y continuó con su lectura.

—Os conduciremos como a ganado, os montaremos como a caballos, os atraparemos como a ratas. Vuestros poderes son insignificantes y patéticos, y cuando hayamos acabado con vosotros, bailaremos sobre vuestras tumbas.

—Entonces, ¿por qué tienes miedo?

La cosa echó los labios hacia atrás con un gruñido y saltó.

Glenna ahogó un grito y retrocedió tambaleándose.

Cuando el tren pasó de prisa por el interior de un túnel, la cosa se desvaneció.

—Cuidado, señora.

Recibió el codazo impaciente y las palabras masculladas por el hombre sobre el que había caído.

—Lo siento.

Volvió a cogerse de la agarradera que oscilaba en la barra de encima de su cabeza con la mano pringosa de sudor.

Aún podía oler la sangre mientras recorría las últimas manzanas hacia la parte alta de la ciudad.

Por primera vez en su vida, Glenna tenía miedo de la oscuridad, de lo que la rodeaba, de la gente que tenía a su lado. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no echar a correr cuando el tren se detuvo. Tuvo que reprimir el impulso de empujar a los demás pasajeros para abrirse paso entre ellos y correr a través del andén hacia la escalera que llevaba a la calle.

Caminó de prisa, e incluso entre los ruidos propios de la ciudad, podía oír el sonido de sus tacones sobre la acera y el jadeo aprensivo de su propia respiración.

Había una cola que se movía sinuosamente a la entrada del club llamado Eternity. Parejas y personas solas se apiñaban a la espera de la señal que les permitiese entrar en el local. Ella, en lugar de esperar, se acercó decidida al hombre que estaba en la puerta. Sonrió y practicó un pequeño conjuro.

Pasó junto a él sin que comprobase la lista o echara un vistazo a su identificación.

En el interior había música, luces azules y el latido de la excitación. Pero por una vez, la presión de la gente, el ritmo y la música no la excitaron.

Demasiados rostros, pensó. Demasiados latidos. Ella sólo quería uno y, de pronto, la perspectiva de encontrarle entre tanta gente se le antojó imposible. Cada tropiezo y empellón mientras se abría paso hacia el interior del club hacían que se estremeciera. Y su propio miedo la avergonzaba.

Ella no estaba indefensa; no era una mujer débil. Pero en esos momentos así se sentía. Aquella cosa en el tren resumía todas las pesadillas. Y había sido enviada para ella.

Para ella.

Aquella cosa, pensó ahora, había reconocido su miedo y había jugado con él; se había burlado de ella hasta que sus rodillas parecieron licuarse y los gritos que lanzaba en su interior habían herido su mente como cuchillas de afeitar.

Se había quedado demasiado conmocionada, demasiado asustada como para recurrir a la única arma que llevaba consigo: la magia.

Ahora la ira comenzaba a filtrarse a través del terror.

Se recordó a sí misma que era una investigadora, una mujer que corría riesgos, que valoraba el conocimiento. Una mujer que poseía defensas y capacidades que la mayoría eran incapaces de imaginar. Y, sin embargo, allí estaba, temblando ante el primer soplo real de peligro. Irguió la columna vertebral, controló la respiración y luego se dirigió hacia la enorme barra circular del club.

A mitad de camino de la pista lo vio.

La sensación de alivio llegó primero, luego el orgullo de saber que había tenido éxito tan de prisa en su tarea. Una punzada de interés se abrió paso en su interior mientras se dirigía hacia el hombre.

Se había recuperado muy bien.

Llevaba el pelo estudiadamente despeinado en lugar de sucio y alborotado; de un negro brillante y más corto de lo que recordaba de su primer encuentro. En aquella ocasión estaba herido, agitado y en un grave aprieto. Ahora iba vestido de negro, y le sentaba muy bien, lo hacía muy atractivo. Igual que la mirada vigilante y ligeramente irritada de sus ojos brillantes.

Con gran parte de su seguridad recuperada, Glenna sonrió y se cruzó en su camino.

—Te he estado buscando.

Cian se detuvo. Estaba acostumbrado a que las mujeres se acercaran a él, y no era que no pudiese obtener cierto placer de ello, especialmente cuando se trataba de una mujer excepcional, como la que tenía delante. Sus ojos verde esmeralda chispeaban con una pizca coqueta de diversión. Sus labios eran carnosos, sensuales y bien dibujados; la voz suave y grave.

Tenía un buen cuerpo, ataviada con un vestido negro, corto y ceñido, que mostraba una generosa porción de piel lechosa y un fuerte tono muscular. Podría haberse entretenido con ella unos minutos de no ser por el colgante que llevaba al cuello.

Las brujas, y peor aún, las que practicaban la hechicería, podían ser un problema.

—Me gusta que me miren las mujeres hermosas cuando tengo tiempo para ser encontrado.

Se hubiese marchado en ese momento, continuando su camino, pero ella le tocó el brazo.

Cian sintió algo. Y, al parecer, ella también, porque sus ojos se entrecerraron y su sonrisa desapareció.

—Tú no eres él. Sólo te pareces a él. —Su mano aumentó la presión sobre su brazo y él sintió que buscaba poder—. Pero eso tampoco es completamente cierto. Maldita sea. —Dejó caer la mano y se echó el pelo hacia atrás—. Debí haber sabido que no sería tan sencillo.

Esta vez fue él quien la cogió del brazo.

—Buscaremos una mesa.

«En un rincón oscuro y tranquilo», pensó Cian. Hasta que supiera quién o qué era aquella mujer.

—Necesito información. Tengo que encontrar a alguien.

—Lo que necesitas es una copa —dijo Cian amablemente y la guió con rapidez a través de la multitud.

—Mira, soy capaz de conseguir mi propia bebida si deseo una.

Glenna consideró la posibilidad de montar una escena, pero decidió que eso sólo conseguiría que la echasen del club. Consideró también un arranque de poder, pero sabía por experiencia que depender de la magia cuando estaba irritada la metía en problemas.

Echó un vistazo a su alrededor evaluando la situación. El lugar estaba lleno de gente en todos sus niveles. La música era una pulsación, apoyada en el bajo, y con una cantante que desgranaba la letra con voz sensual y felina.

Un club muy concurrido, muy activo, decidió Glenna, con mucho cromo y luces azules, barnizando el sexo con clase. ¿Qué podía hacerle ese tío en esas circunstancias?

—Estoy buscando a alguien.

«Conversación —se dijo—. Debes mantenerte amigable y conversadora».

—Pensé que eras el hombre que estoy buscando. Aquí la luz no es muy buena, y tú te pareces lo bastante como para ser su hermano. Es muy importante que lo encuentre.

—¿Cómo se llama? Tal vez pueda ayudarte.

—No sé su nombre. —Y el hecho de que lo ignorase hizo que se sintiera como una completa imbécil—. Vale, vale, sé bien cómo suena eso, pero me dijeron que estaba aquí. Creo que tiene problemas. Si tú…

Ella fue a tocar su mano y la encontró dura como una piedra. ¿Qué podía hacerle aquel hombre en aquellas circunstancias?, volvió a pensar. Prácticamente cualquier jodida cosa. Con el primer atisbo de pánico atenazándole la garganta, cerró los ojos y buscó el poder.

La mano de Cian se cerró alrededor de su brazo y aumentó la presión.

—De modo que eres una de las auténticas —musitó, y fijó los ojos, tan acerados como sus dedos, en su brazo—. Creo que continuaremos esta conversación arriba.

—No pienso ir contigo a ninguna parte. —Algo parecido al miedo que había sentido en el vagón del metro se abrió paso en su interior—. Eso ha sido un voltaje bajo. Créeme, no te gustaría que aumentase los amperios.

—Créeme —remedó él con voz suave—, no te gustaría verme cabreado.

La llevó detrás de la curva que describía la escalera de caracol abierta. Ella apoyó los pies con fuerza en el suelo, preparada para defenderse con todos los medios a su alcance. Luego levantó un pie y clavó su tacón aguja de ocho centímetros en el empeine, al tiempo que Cian la abofeteaba con el dorso de la mano. En lugar de desperdiciar su aliento en un grito, Glenna comenzó a practicar un conjuro.

Pero el aire abandonó sus pulmones cuando él la levantó del suelo como si no pesara nada y se la cargó sobre el hombro. Su única satisfacción procedía del hecho de que, al cabo de treinta segundos, cuando hubiese acabado el conjuro, él estaría sentado sobre su culo.

Eso no le impidió seguir debatiéndose. Aspiró todo el aire que pudo para soltar un grito, después de todo.

En ese momento se abrieron las puertas de lo que parecía un ascensor privado. Y allí estaba él, en carne y hueso. Y tan parecido al hombre que la llevaba cargada sobre su hombro que decidió que podía odiarle también a él.

—Bájame, hijo de puta, o convertiré este lugar en un cráter lunar.

Cuando las puertas de la caja transportadora se abrieron, Hoyt se vio asaltado por una mezcla de ruido, olores y luces. Todo ello embistió con fuerza contra su sistema, entumeciendo sus sentidos. A través de sus ojos deslumbrados vio a su hermano con una mujer que se debatía furiosamente en sus brazos.

Su mujer, descubrió con otro sobresalto. La bruja de su sueño estaba medio desnuda y empleaba un lenguaje que él raramente había oído ni siquiera en la taberna más baja.

—¿Es así como le pagas a alguien por haberte ayudado?

Se apartó del rostro la cortina de pelo y miró fijamente a Hoyt con aquellos grandes ojos verdes. Luego desvió la mirada y examinó a King de arriba abajo.

—Puedo encargarme de los tres —dijo finalmente.

Como ella se encontraba tendida sobre el hombro de Cian como si fuese un saco de patatas, Hoyt no estaba seguro de cómo pensaba llevar adelante su amenaza, pero las brujas tenían sus recursos.

—Entonces eres real —dijo Hoyt suavemente—. ¿Me has seguido?

—No te hagas ilusiones, gilipollas.

Cian la cambió de posición sin esfuerzo aparente.

—¿Es tuya? —le preguntó a Hoyt.

—No sabría decirlo.

—Pues encárgate tú de ella. —Cian dejó a Glenna en el suelo y detuvo el puño dirigido a su cara un segundo antes de que llegase a destino—. Haz lo que tengas que hacer —le dijo—. En silencio. Luego lárgate de aquí. Y mantened la magia tapada. Los dos. King.

Cian se marchó. Después de sonreír y encogerse de hombros, King le siguió.

Glenna se alisó el vestido y se echó el pelo hacia atrás.

—¿Qué coño pasa contigo?

—Aún me duelen un poco las costillas, pero estoy casi curado. Gracias por tu ayuda.

Ella lo miró un momento y luego dejó escapar el aire con irritación.

—Esto es lo que haremos. Vamos a sentarnos y me invitarás a una copa. Necesito una.

—Yo… no llevo monedas en estos pantalones.

—Típico. Yo pagaré.

Enlazó un brazo alrededor del suyo para asegurarse de que no volvería a perderlo y luego comenzaron a abrirse paso entre la multitud.

—¿Mi hermano te hizo daño?

—¿Qué?

Hoyt tuvo que gritar. ¿Cómo podía alguien mantener una conversación con semejante ruido? En aquel lugar había demasiada gente. ¿Era alguna clase de festival?

Había mujeres contoneándose en lo que debía de ser alguna suerte de danza ritual, y llevando menos ropa incluso que la bruja. Otras estaban sentadas a mesas plateadas y, observadas o ignoradas, bebían de jarras y copas transparentes.

La música, pensó, llegaba desde todas partes al mismo tiempo.

—Te preguntaba si mi hermano te ha hecho daño.

—¿Hermano? Eso encaja. Ha herido mi orgullo principalmente.

Ella se decidió por la escalera y subió al nivel superior, donde el sonido no era tan horrendo. Sin soltarse de su brazo miró a derecha e izquierda y luego se dirigió hacia un asiento bajo, con una vela que titilaba encima de la mesa. Había cinco personas más apretujadas alrededor de la mesa, y todas parecían estar hablando al mismo tiempo.

Ella les sonrió y Hoyt sintió la vibración de su poder.

—Hola —saludó ella—. Tienen que irse ahora mismo a casa, ¿verdad?

Los cinco se levantaron, sin dejar de hablar, y dejaron la mesa llena de aquellos vasos transparentes para beber, algunos casi llenos.

—Lamento haber tenido que acortarles la velada, pero creo que esto es más importante. Siéntate, ¿quieres? —Ella se dejó caer en el asiento y extendió sus largas piernas desnudas—. Dios, qué noche. —Agitó una mano en el aire y acarició el colgante con la otra mientras estudiaba su rostro—. Tienes mejor aspecto que la otra vez. ¿Ya estás curado?

—Me siento bastante bien. ¿De dónde vienes?

—Directo al grano. —Alzó la vista hacia la camarera que se había acercado para limpiar la mesa—. Yo tomaré un martini Grey Goose, solo, con dos aceitunas. Seco como el polvo. —Alzó una ceja en dirección a Hoyt. Cuando él no dijo nada, ella levantó dos dedos.

Glenna se acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja y se inclinó hacia adelante. Del lóbulo de su oreja colgaban unas espirales plateadas entrelazadas siguiendo un modelo celta.

—Aquella noche soñé contigo. Y otras dos veces antes de ésa, creo —comenzó a decir ella—. Trato de prestar atención a mis sueños, pero nunca conseguía retenerlos el tiempo suficiente, hasta ese último. Creo que en el primero de ellos estabas en un cementerio y sentías una gran pena. Mi corazón sangró por ti, recuerdo haber sentido eso. Es extraño, pero ahora lo recuerdo con más claridad. La siguiente vez que soñé contigo, te vi en un acantilado, sobre el mar. Y vi también contigo a una mujer que no era una mujer. Incluso en el sueño sentí miedo de ella. Y tú también tenías miedo.

Glenna se apoyó en el respaldo, temblando.

—Oh, sí, ahora lo recuerdo. Recuerdo que estaba aterrada y que había una gran tormenta. Y tú… tú la golpeaste. Yo mandé todo lo que tenía hacia ti, tratando de ayudarte. Sabía que ella no… que en ella había algo que estaba mal. Horriblemente mal. Había relámpagos y gritos… —Deseó que su bebida ya hubiera llegado—. Desperté y, por un instante, el miedo despertó conmigo. Luego todo se desvaneció.

Cuando Hoyt permaneció callado, ella respiró profundamente.

—De acuerdo, continuaré con mi relato. Utilicé mi espejo y también mi bola de cristal, pero no podía ver nada con claridad. Sólo en mi sueño. Luego tú me llevaste a aquel lugar en el bosque, al círculo. O algo lo hizo. ¿Por qué?

—No fue obra mía.

—Tampoco mía. —Hizo tamborilear sobre la mesa sus uñas pintadas de rojo, lo mismo que sus labios—. ¿Tienes un nombre, guapo?

—Soy Hoyt Mac Cionaoith.

La sonrisa de ella convirtió su rostro en algo que casi hizo que a Hoyt se le parase el corazón.

—No eres de por aquí, ¿verdad? —prosiguió Glenna.

—No.

—Irlanda, lo sé. Y en el sueño hablábamos en gaélico, un idioma que yo no conozco… en realidad no. Pero creo que se trata de algo más que dónde. También es cuándo, ¿verdad? No te preocupes por asustarme. Esta noche soy inmune.

Hoyt estaba librando una lucha interna. Ella había aparecido ante él y había entrado en el círculo. Nada que pudiese representar un peligro para él podría haber penetrado en el círculo protector. Aunque le habían dicho que debía buscar una bruja, ella no era en absoluto, en absoluto lo que había esperado.

Sin embargo, lo había curado, y había permanecido a su lado mientras los lobos rondaban su círculo. Y ahora ella había regresado en busca de respuestas, y quizá también de ayuda.

—He llegado a través del Baile de los Dioses, hace casi mil años en el tiempo.

—De acuerdo. —Ella dejó escapar el aire con un silbido—. Quizá no totalmente inmune. Hay mucho que aceptar mediante la fe, pero con todas las cosas que están pasando, estoy dispuesta a dar el salto. —Levantó el vaso que la camarera acababa de dejar sobre la mesa y bebió un trago—. Especialmente con esto para que me ayude a amortiguar la caída. Cobre las bebidas, ¿quiere? —le dijo Glenna a la camarera, y sacó una tarjeta de crédito de su bolso.

—Algo se acerca —dijo ella cuando estuvieron solos otra vez—. Algo malo. Un mal grande y gordo.

—¿Puedes verlo?

—No, no puedo verlo claramente. Pero lo siento, y sé que estoy conectada contigo en esto. No es que el asunto me emocione. —Bebió un poco más de su vaso—. No después de lo que he visto esta noche en el metro.

—No te entiendo.

—Algo muy desagradable, vestido con un traje de diseño —explicó ella—. Esa cosa me dijo que se alimentaría de mí. Me parece que era ella… la mujer que estaba aquella noche en el acantilado. Sé que lo que voy a preguntar puede parecer una locura, pero ¿estamos tratando con vampiros?

—¿Qué es el metro?

Glenna se apretó las palmas de las manos contra los ojos.

—Bien, más tarde dedicaremos algún tiempo a ponerte al corriente de algunas cuestiones actuales, medios de transporte masivos y cosas por el estilo, pero ahora necesito saber a qué me estoy enfrentando. Qué se espera de mí.

—No sé cómo te llamas.

—Lo siento. Glenna, Glenna Ward. —Extendió la mano derecha hacia él. Después de una breve vacilación, Hoyt la cogió—. Encantada de conocerte. Ahora bien, ¿qué coño está pasando aquí?

Él comenzó a explicarle y ella continuó bebiendo. Luego alzó una mano y tragó con dificultad.

—Perdona, ¿me estás diciendo que tu hermano, el tío que me ha maltratado, es un vampiro?

—No se alimenta de seres humanos.

—Oh, bien. Genial. Puntos para él. O sea que tu hermano murió hace novecientos setenta y pico de años, y tú has venido aquí desde esa época para buscarlo.

—Los dioses me han encargado que reúna un ejército para luchar y destruir al ejército de vampiros que Lilith está formando.

—Oh, Dios. Voy a necesitar otra copa.

Él empezó a ofrecerle la suya, pero ella la apartó con la mano y llamó a la camarera.

—Gracias, pero bébetela. Imagino que tú también la vas a necesitar.

Cuando llegó la camarera pidió otra copa y algo de comida de la barra para contrarrestar los efectos del alcohol. Ya más calmada, escuchó el resto de la historia sin interrumpir a Hoyt.

—Y yo soy la bruja.

Él se dio cuenta de que en ella no había sólo belleza; no había solamente poder. Había una búsqueda y una fuerza. Hoyt buscaría a algunos, recordó que le había dicho la diosa, y algunos lo buscarían a él.

Como Glenna había hecho.

—Sí, creo que eres tú. Tú, mi hermano y yo encontraremos a los demás y comenzaremos.

—¿Comenzar qué? ¿Un campamento de entrenamiento militar? ¿Acaso te parezco un soldado?

—No, por supuesto que no.

Glenna apoyó la barbilla en el puño.

—Me gusta ser una bruja, y respeto ese don. Sé que hay una razón para que esto corra por mi sangre. Un objetivo. No esperaba que fuese esto, pero lo es. —Entonces lo miró fijamente—. La primera vez que soñé contigo supe que era el siguiente paso de ese objetivo. Estoy aterrada, estoy completamente aterrada.

—Yo dejé a mi familia para venir a este lugar a cumplir esta misión. Los dejé sólo con las cruces de plata y la palabra de la diosa de que estarían protegidos. Tú no sabes lo que es el miedo.

—De acuerdo. —Extendió la mano y la apoyó sobre la suya transmitiéndole una especie de consuelo que Hoyt sintió que era innato en ella—. De acuerdo —repitió—. Es mucho lo que arriesgas. Pero yo también tengo una familia. Viven en el norte del estado, y debo asegurarme de que están protegidos. Necesito asegurarme para así poder hacer lo que se espera de mí. Ella sabe dónde estoy. Fue ella quien envió a esa cosa para que me metiera el miedo en el cuerpo. Creo que ella está mucho más preparada que nosotros.

—Entonces nos prepararemos. Tengo que ver de lo que eres capaz.

—¿Quieres someterme a una sesión de prueba? Escucha, Hoyt, hasta ahora tu ejército está compuesto por tres personas. No me insultes.

—Somos cuatro con el rey.

—¿Qué rey?

—El gigante negro. Y no me gusta trabajar con brujas.

—¿En serio? —Escupió las palabras al tiempo que se inclinaba hacia él—. Ellos quemaban a los de tu clase con el mismo fuego que a los míos. Somos primos carnales, Merlín. Y tú me necesitas.

—Puede que te necesite, pero la diosa no dijo que tuvieras que gustarme, ¿verdad? Tengo que conocer tus puntos fuertes y débiles.

—Me parece justo —asintió ella—. Y yo tengo que conocer los tuyos. De momento, ya sé que no serías capaz de curar a un caballo cojo.

—Eso es falso. —Y esta vez el resentimiento tiñó su voz—. Lo que pasaba es que estaba herido y no podía…

—Curarte un par de costillas rotas y un tajo en la palma de la mano. Vale, si conseguimos formar ese ejército, tú no te encargarás de las heridas.

—Puedes quedarte con esa tarea —replicó él—. Formar ese ejército es lo que haremos. Es mi destino.

—Esperemos que el mío sea regresar a casa de una sola pieza.

Firmó la cuenta y recogió su bolso.

—¿Adónde vas?

—A casa. Tengo muchas cosas que hacer.

—No debes irte. Ahora debemos permanecer juntos. Ella te conoce, Glenna Ward. Ella nos conoce a todos. Es más seguro si estamos juntos, porque así somos más fuertes.

—Es posible, pero debo recoger algunas cosas de mi casa. Tengo mucho que hacer.

—Ellos son criaturas nocturnas. Tendrás que esperar hasta que salga el sol.

—¿Ya me estás dando órdenes?

Trató de levantarse, pero la imagen de lo que la había rodeado en el vagón del metro volvió a ella con enorme claridad.

Ahora Hoyt le cogió la mano, obligándola a permanecer sentada, y ella sintió el choque de sus emociones en el calor que vibraba entre sus palmas.

—¿Es esto un juego para ti? —preguntó él.

—No. Tengo miedo. Hace apenas unos días yo simplemente vivía mi vida. A mi manera. Ahora me están persiguiendo, y se supone que debo librar una batalla apocalíptica. Quiero ir a casa. Necesito mis cosas. Necesito pensar.

—Es el miedo lo que te hace vulnerable e imprudente. Tus cosas estarán allí por la mañana igual que ahora.

Por supuesto, él tenía razón. Y, por otra parte, ella no estaba segura de si tenía el coraje suficiente para volver a salir a la noche.

—¿Y dónde se supone que voy a quedarme hasta que amanezca?

—Mi hermano tiene un apartamento en este mismo edificio.

—Tu hermano el vampiro. —Glenna se dejó caer en el asiento—. ¿No es encantador?

—Él no te hará daño. Tienes mi palabra.

—Preferiría tener la palabra de tu hermano, si no te importa. Y si él intenta… —Glenna colocó la mano encima de la mesa con la palma hacia arriba y se concentró en ella hasta que surgió una pequeña bola de fuego—. Si lo que dicen los libros y las películas es cierto, esos tíos no se llevan nada bien con el fuego. Si trata de lastimarme, le quemaré vivo, y tu ejército perderá a uno de sus soldados.

Hoyt se limitó a apoyar una de sus manos sobre la de ella, y la llama se convirtió en una bola de hielo.

—No opongas tus habilidades a las mías, o amenaces con hacerle daño a mi familia.

—Bonito truco. —Glenna dejó caer el trozo de hielo dentro de su vaso—. Digámoslo de esta manera: tengo derecho a protegerme de cualquiera o de cualquier cosa que trate de hacerme daño, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. No será Cian. —Se levantó y le ofreció la mano—. Te prometo que te protegeré, incluso de él, si intenta hacer algún daño.

—Muy bien. —Ella se cogió de su mano y se levantó. Lo sintió, y supo que él también, por la forma en que se habían dilatado sus pupilas. La magia, sí, pero algo más—. Creo que acabamos de cerrar nuestro primer trato.

Cuando bajaron la escalera y se dirigieron hacia el ascensor, Cian les cerró el paso.

—Un momento, ¿adónde crees que la llevas?

—Yo voy con él —le corrigió Glenna—, nadie me lleva.

—No es seguro que salga ahora a la calle. No hasta que haya amanecido. Lilith ya ha enviado a un explorador tras ella.

—De acuerdo, pero deja tu magia en la puerta —le dijo Cian a Glenna—. Esta noche puede ocupar la habitación libre. Lo que significa que tú tendrás que dormir en el sofá —añadió dirigiéndose a su hermano—; a menos que ella quiera compartir la cama contigo.

—Él puede quedarse con el sofá.

—¿Por qué la insultas? —La ira teñía las palabras de Hoyt—. Ella ha sido enviada; ha venido aquí corriendo un gran riesgo.

—No la conozco —dijo Cian simplemente—. Y de ahora en adelante, espero que hables conmigo antes de invitar a nadie a mi casa. —Marcó el código del ascensor—. Una vez que lleguéis arriba os quedaréis allí. Después de vosotros el ascensor quedará cerrado.

—¿Y qué pasará si hay un incendio? —preguntó Glenna dulcemente. Cian se limitó a sonreír.

—Entonces supongo que tendréis que abrir una ventana y salir volando.

Glenna entró en el ascensor cuando se abrieron las puertas y luego apoyó una mano sobre el brazo de Hoyt. Antes de que las puertas se cerrasen, le brindó nuevamente a Cian una suave sonrisa y dijo:

—Será mejor que recuerdes con quién estás tratando. Es posible que lo hagamos.

Glenna respiró profundamente cuando las puertas se cerraron.

—Creo que tu hermano no me gusta.

—Yo tampoco me siento muy contento con él en este momento.

—Da igual. ¿Puedes volar?

—No. —Hoyt la miró—. ¿Y tú?

—Hasta ahora tampoco.