2

Viajó en dirección norte a través de caminos que la tormenta había convertido en auténticos lodazales. Los horrores y los prodigios de la noche revoloteaban en su mente mientras se encorvaba sobre su caballo para atenuar el dolor de sus costillas.

Juró que, si vivía el tiempo suficiente, practicaría más a menudo la magia de la curación, y prestándole más atención.

Durante el viaje pasó junto a campos donde los hombres trabajaban y el ganado pastoreaba bajo el suave sol de la mañana. Y lagos que reflejaban el azul del cielo de finales del verano. Atravesó espesos bosques en los que rugían las cascadas y las sombras, y los musgos eran el reino de las historias de duendes y hadas.

Allí lo conocían, y los hombres se descubrían al paso de Hoyt el Hechicero. Pero no se detuvo para aceptar la hospitalidad que le ofrecían en cabañas y tabernas. Tampoco buscó la comodidad de las grandes casas ni solaz en las conversaciones de los monjes que vivían en sus abadías o torres redondas.

En ese viaje estaba solo y, por encima de las batallas y las órdenes de los dioses, lo primero que haría sería buscar a su familia. Les ofrecería lo máximo posible antes de dejarles para hacer aquello que le habían encomendado.

A medida que avanzaba se esforzaba por erguirse en su cabalgadura cuando llegaba a las aldeas o los puestos de vigilancia. Su dignidad le acarreaba una considerable incomodidad, y acababa obligándolo a descansar a orillas de ríos donde el agua gorgoteaba entre las rocas.

En una época, pensó, había disfrutado plenamente de ese viaje desde su cabaña hasta la casa de su familia, a través de campos y colinas, o a lo largo de la costa del mar. Solo, o en compañía de su hermano, había cabalgado por aquellos mismos caminos y senderos, sentido el mismo sol calentándole el rostro. Se había detenido a comer y a darle un descanso a su caballo en ese mismo lugar.

Pero ahora el sol le lastimaba los ojos y el aroma de la tierra y la hierba no penetraba en sus sentidos adormecidos.

El sudor de la fiebre suavizaba su piel y los ángulos de su rostro eran más agudos bajo el incesante dolor.

Aunque no tenía hambre, decidió comer un trozo de una de las tortas de avena y tomar un poco más de la medicina que llevaba en el equipaje. A pesar de la infusión y la comida, las costillas seguían doliéndole como un diente podrido.

¿Qué podría hacer él en la batalla?, se preguntó. Si en este momento tuviese que levantar la espada para salvar su vida, sin duda moriría sin defenderse.

«Vampiro», pensó. La palabra era adecuada. Era erótica, exótica y, de alguna manera, horrible. Cuando tuviese tiempo y energía para hacerlo, escribiría más acerca de lo que sabía. Aunque muy lejos de estar convencido de que estaba a punto de salvar aquel mundo o cualquier otro de ninguna invasión demoníaca, siempre era mejor adquirir conocimientos.

Cerró los ojos durante un momento, intentando mitigar el dolor de cabeza que latía detrás de ellos. Una bruja, le habían dicho. No le gustaba nada tratar con brujas. Siempre estaban revolviendo extrañas pócimas en grandes calderos y repitiendo sus conjuros.

Luego un sabio. Al menos ése podría resultarle útil.

¿Era Cian el Guerrero? Eso esperaba. Cian sosteniendo el escudo y empuñando la espada otra vez, luchando a su lado. Casi era capaz de creer que podría cumplir con la tarea que le habían encomendado si su hermano estaba a su lado.

Aquel que adopta muchas formas. Qué extraño. Una hada, quizá; los dioses sabían cuán fiables eran esas criaturas. ¿Y se suponía que, de alguna manera, ésta sería la primera línea en la batalla por los mundos?

Examinó la mano que se había vendado aquella mañana.

—Sería mejor para todos que sólo hubiese sido un sueño. Estoy enfermo y cansado y no soy un soldado en su mejor forma.

«Regresa». La voz era apenas un susurro. Hoyt se puso en pie y buscó su puñal.

En el bosque nada se movía, excepto las alas negras de un cuervo posado entre las sombras de una roca, junto al agua.

«Regresa a tus libros y hierbas, Hoyt el Hechicero. ¿Crees por ventura que puedes derrotar a la Reina de los Demonios? Regresa, regresa y vive tu miserable vida, y ella se apiadará de ti. Sigue adelante y ella se deleitará con tu carne y beberá tu sangre».

—¿Acaso teme decírmelo personalmente? Pues hace bien, porque pienso perseguirla a través de esta vida y de la siguiente, si es necesario. Vengaré a mi hermano. Y en la batalla que vendrá, le arrancaré el corazón y luego lo quemaré.

«Morirás gritando y ella te convertirá en su esclavo por toda la eternidad».

—Eres un verdadero fastidio.

Hoyt se cambió de posición el puñal en la mano. Cuando el cuervo alzó el vuelo, lanzó el cuchillo a través del aire. Falló, pero el rayo de fuego que despidió con la mano libre sí dio en el blanco. El animal lanzó un chillido, y lo que cayó a tierra era sólo un montón de cenizas.

Hoyt miró el puñal con una expresión de disgusto. Le había faltado poco y probablemente habría podido realizar el trabajo sólo con el puñal de no haber estado herido. Al menos Cian le había enseñado eso.

Pero ahora tenía que ir a buscar esa maldita cosa.

Antes de hacerlo, cogió un puñado de sal de sus alforjas y la esparció sobre las cenizas del heraldo. Luego recuperó el arma, se acercó a su caballo y montó con los dientes apretados.

—Esclavo para toda la eternidad —musitó—. Eso ya lo veremos, ¿no?

Reanudó la marcha rodeado de campos verdes y las laderas de las colinas cubiertas por las sombras de las nubes bajo la leve luz del alba. Sabedor de que el galope le haría retorcerse de dolor, mantuvo el caballo al paso. Al poco rato se adormeció, y soñó que estaba de regreso en los acantilados, luchando con Cian. Pero en esa ocasión era él quien se precipitaba al vacío, cayendo en medio de la oscuridad para estrellarse contra las implacables rocas.

Se despertó sobresaltado y con una gran aflicción. Una pena así de grande significaba sin duda la muerte.

Su caballo hizo un alto en el camino para comer la hierba que crecía a ambos lados. En ese lugar había un hombre que llevaba la cabeza cubierta y que estaba levantando una pared con una pila de piedras grises. Su barba era puntiaguda, amarilla como los tojos que crecían en la base de la colina, sus muñecas anchas como ramas.

—Buenos días tengáis, señor, ahora que os habéis despertado para verlo. —El hombre se llevó la mano a la cabeza a modo de saludo y luego se agachó para levantar otra piedra—. Habéis viajado mucho en esta jornada.

—Sí, así es. —Aunque no estaba completamente seguro de dónde se encontraba. La fiebre seguía presente y podía sentir su pegajoso calor—. Me dirijo a An Clar y a las tierras de los Mac Cionaoith. ¿Qué lugar es éste?

—El lugar donde estáis —contestó el hombre con tono jovial—. No acabaréis vuestro viaje hasta el anochecer.

—No. —Hoyt fijó la vista en el camino que parecía extenderse hasta el infinito—. No, no llegaré antes del anochecer.

—Encontraréis una cabaña con fuego en el hogar más allá de esos campos, pero no tenéis tiempo para deteneros allí. No cuando aún os queda tanto camino por recorrer. Y el tiempo se acorta mientras estamos hablando. Estáis cansado —prosiguió el hombre compasivamente—, pero aún lo estaréis más antes de acabar el viaje.

—¿Quién sois?

—Sólo un guía en vuestro camino. Cuando lleguéis a la segunda bifurcación debéis ir hacia el oeste. Cuando oigáis el río, seguid su curso. Encontraréis un pozo sagrado cerca de un serbal, el Pozo de Bridget, a quien algunos llaman santa. Allí podréis dar descanso a vuestros doloridos huesos durante la noche. Trazad en ese lugar vuestro círculo, Hoyt el Hechicero, porque ellos saldrán de caza. Sólo esperan a que el sol se oculte tras el horizonte. Debéis estar en el pozo, dentro de vuestro círculo, antes de que ello ocurra.

—Si ellos me siguen, si me dan caza, los estaré llevando directamente a donde está mi familia.

—Ellos no son desconocidos para los vuestros. Lleváis la Cruz de Morrigan. La dejaréis detrás con los de vuestra sangre. Eso y vuestra fe. —Los ojos del hombre eran grises y claros y, por un instante, pareció que varios mundos residían en ellos—. Si fracasáis, en Samhain se perderá algo más que vuestra estirpe. Ahora debéis marcharos. El sol se encuentra ya en el oeste.

¿Qué alternativa tenía? Todo le parecía un sueño, mientras ardía presa de la fiebre. La muerte de su hermano, luego su destrucción. Aquella cosa de los acantilados que se llamaba a sí misma Lilith. ¿Había sido visitado realmente por la diosa o sólo estaba atrapado en algún sueño?

Quizá ya estaba muerto y aquello no era más que un viaje a la otra vida.

Pero al llegar a la bifurcación tomó la dirección hacia el oeste y, cuando oyó las aguas del río, guió su caballo hacia allí. Ahora sentía escalofríos a causa de la fiebre y la visión de la luz que menguaba en el cielo.

Más que desmontar se cayó del caballo, apoyándose luego sin aliento contra el cuello del animal. La herida de la mano se le abrió y manchó de rojo la venda que la cubría. En el oeste, el sol se veía como una bola de fuego declinante.

El pozo sagrado era un cuadrado de piedras de escasa altura protegido por el serbal. Otras personas que habían llegado allí para descansar o rezar habían ido atando cintas, amuletos y recuerdos a las ramas del árbol. Hoyt ató el caballo, luego se arrodilló para coger el pequeño cucharón de madera del pozo y beber un trago de agua fresca. Derramó unas gotas en la tierra para el dios y murmuró unas palabras de agradecimiento. Dejó un penique de cobre sobre la piedra, manchándola con la sangre que brotaba de su herida.

Sus piernas parecían estar hechas más de agua que de hueso, pero cuando la penumbra se hizo más densa, se obligó a concentrarse y comenzó a trazar su círculo.

Era un acto de magia simple, uno de los primeros que se aprendían. Pero ahora el poder se le escapaba a borbotones, convirtiendo la tarea en un sufrimiento. Su propio sudor le helaba la piel mientras luchaba con las palabras, con los pensamientos y con el propio poder, que parecía una anguila que resbalara entre sus manos.

Oyó que algo vagaba por el bosque, moviéndose en las sombras más profundas. Esas sombras se volvieron más densas cuando los últimos rayos de sol se filtraron a través de las copas de los árboles.

Ellos venían a por él, esperando que ese último resplandor desapareciera y lo dejase en la más absoluta oscuridad. Moriría allí, solo, dejando a su familia desprotegida. Y todo por el capricho de los dioses.

—Pero eso no sucederá.

Se levantó. Tenía una oportunidad más, lo sabía. Una. De modo que se arrancó la venda de la mano y, con su propia sangre, selló el círculo.

—Dentro de este círculo, la luz permanece. Arde a través de la noche según mi voluntad. Esta magia es blanca y sólo aquello que es puro podrá permanecer aquí. El fuego se enciende, el fuego asciende y quema con un brillo poderoso.

Las llamas brotaron en el centro de su círculo, débiles, pero allí estaban. El sol desapareció detrás del horizonte cuando el fuego comenzó a crecer. Y aquello que había acechado en las sombras se hizo súbitamente presente. Apareció como un lobo, piel negra y ojos inyectados en sangre. Cuando la bestia saltó en el aire, Hoyt sacó su puñal. Pero la bestia chocó contra la fuerza que emanaba del círculo y fue rechazada.

El lobo aulló, gruñó, lanzó dentelladas al aire. Sus colmillos blancos refulgían mientras iba de un lado a otro, como si buscase un punto vulnerable en el escudo.

Otro lobo se unió al primero, saliendo de entre los árboles, luego otro, y otro más, hasta que Hoyt pudo contar seis de ellos. Las bestias atacaban juntas y retrocedían juntas. Recorrían unidas el perímetro de fuego, como si fuesen soldados en formación.

Cada vez que atacaban, el caballo relinchaba y retrocedía. Hoyt se acercó a él sin apartar la vista de los lobos mientras apoyaba las manos sobre el animal. Eso era algo que al menos podía hacer. Tranquilizó al animal hasta dejarlo en estado de trance. Luego sacó la espada y la hundió en la tierra, junto al fuego.

Cogió la comida que le quedaba, extrajo agua del pozo sagrado y echó hierbas en ella, aunque los dioses sabían que su automedicación no estaba haciendo efecto. Se inclinó junto al fuego, el puñal a un lado y el bastón sobre las piernas.

Se arrebujó en su capa, temblando de frío, y después de haber puesto miel en una torta de harina de avena, se obligó a tragarla. Los lobos se sentaron sobre sus cuartos traseros, echaron las cabezas hacia atrás y aullaron a la vez a la luna que ascendía en el cielo.

—Estáis hambrientos, ¿verdad? —musitó Hoyt a través del castañeteo de los dientes—. Pues aquí no hay nada para vosotros. Oh, lo que daría en este momento por una cama y una taza de té decente.

Se sentó y el fuego bailó ante sus ojos hasta que comenzaron a cerrársele. Cuando el mentón cayó sobre su pecho, nunca se había sentido tan solo. O tan inseguro del camino que debía seguir.

Pensó que era Morrigan quien se acercaba a él, porque era hermosa y su pelo tan rojo como el fuego. Caía suave como la lluvia, las puntas rozándole los hombros. Llevaba un vestido negro, extraño, y lo bastante atrevido como para dejar sus brazos al descubierto y permitir que la prominencia de sus pechos se elevase por encima del corsé. Alrededor del cuello llevaba un collar con una piedra en el centro.

—Esto no servirá —dijo ella con un tono de voz que era a la vez extraño e impaciente. Arrodillándose a su lado, le apoyó una mano en la frente; su contacto fue tan fresco y balsámico como la lluvia de primavera. Olía a bosque, una fragancia terrenal y secreta.

Por un momento demencial Hoyt sólo deseó apoyar la cabeza sobre sus pechos y dormir con ese perfume llenando sus sentidos.

—Estás ardiendo. Bien, veamos qué llevas aquí y lo usaremos para curarte.

Ella se tornó momentáneamente borrosa ante sus ojos, luego volvió a concretarse. Sus ojos eran verdes, como los de la diosa, pero su tacto era humano.

—¿Quién eres? ¿Cómo has conseguido entrar en el círculo?

—Saúco, milenrama. ¿No tienes pimienta de Cayena? Bien, dije que te curaría.

Él la observó mientras ella ponía manos a la obra, a la manera de las mujeres, sacando agua del pozo y calentándola en el fuego.

—Lobos —murmuró y se estremeció levemente. Y en ese temblor de su cuerpo, él pudo percibir su miedo—. A veces sueño con los lobos negros, o con cuervos. Y a veces con la mujer. Ella es la peor de todos. Pero ésta es la primera vez que he soñado contigo. —Hizo una pausa y lo miró durante un momento muy largo con sus ojos de un verde profundo y secreto—. Y, sin embargo, conozco tu cara.

—Éste es mi sueño.

Ella se echó a reír brevemente y luego arrojó unas hierbas en el agua caliente.

—Como quieras. Veamos si podemos ayudarte a despertar de él.

La muchacha pasó la mano por encima de la copa.

—Poder de la curación, hierbas y agua, cocido esta noche por la hija de Hécate.[1] Enfría su fiebre, mitiga su dolor para que la fuerza y la visión no se aparten de él. Revuelve la magia en esta simple infusión. Al igual que lo haré yo, que así sea.

—Los dioses me salvan. —Consiguió incorporarse apoyándose sobre un codo—. Eres una bruja.

Ella sonrió mientras se acercaba con la taza en la mano. Y sentándose a su lado, le rodeó la espalda con un brazo.

—En efecto, lo soy. ¿Acaso no lo eres tú también?

—No, yo no. —Apenas tenía energía suficiente para responder—. Yo sólo soy un maldito hechicero. Aparta ese brebaje. Incluso el olor es repugnante.

—Es posible, pero curará el mal que te aqueja. —Ella sujetó la cabeza de Hoyt contra su hombro. Y, aunque él trató de librarse de su abrazo, le apretó la nariz y vertió líquido a través de su garganta—. Los hombres son todos unos niños pequeños cuando están enfermos. ¡Y mira tu mano! ¡Sucia y cubierta de sangre! Tengo algo para eso.

—Aléjate de mí —dijo él débilmente, aunque el perfume, el contacto de ella eran a la vez seductores y reconfortantes—. Déjame morir en paz.

—No vas a morir. —Sin embargo, lanzó una mirada cautelosa a los lobos—. ¿Cuán fuerte es tu círculo?

—Lo bastante fuerte.

—Espero que tengas razón.

El agotamiento —y las hojas de valeriana que ella había mezclado en la infusión— hizo que su mentón volviese a caer sobre su pecho. Ella cambió de postura para poder apoyar la cabeza de Hoyt en su regazo y le acarició el pelo mientras contemplaba el fuego.

—Ya no estás solo —dijo, con voz suave—. Y supongo que yo tampoco.

—El sol… ¿Cuánto falta para el amanecer?

—Ojalá lo supiera. Ahora deberías dormir.

—¿Quién eres?

Pero si ella le contestó, él no pudo oírla.

Cuando despertó, la mujer había desaparecido, y también la fiebre. El amanecer era un brillo brumoso que permitía que finos rayos de sol se filtrasen a través del follaje estival.

De los seis lobos sólo quedaba uno, y yacía apuñalado en un charco de sangre, fuera del círculo. Lo habían degollado, comprobó Hoyt, y le habían abierto el vientre. Cuando se puso de pie para acercarse al animal muerto, el sol brilló con luz blanca a través de las hojas e iluminó al lobo.

En ese momento, la bestia ardió en llamas dejando sólo un puñado de cenizas sobre la tierra ennegrecida.

—Que vayan al infierno contigo todos los que son como tú.

Hoyt se apartó de allí y se dedicó a alimentar a su caballo y preparar un poco de infusión. Ya casi había acabado cuando advirtió que la palma de su mano estaba curada. Sólo quedaba en ella una cicatriz apenas visible. Flexionó los dedos y alzó la mano hacia la luz.

Curioso, se levantó la túnica. Aún tenía las magulladuras en el costado, pero estaban palideciendo. Y, cuando lo intentó, se dio cuenta de que podía moverse sin sentir dolor.

Si lo que lo había visitado durante la noche había sido una visión y no el producto de un sueño febril, suponía que debía sentirse agradecido.

Sin embargo, jamás había tenido una visión tan vívida y real. Tampoco ninguna que hubiese dejado tantas cosas detrás. Juraría que aún podía olerla, y oír la cadencia y el flujo de su voz.

Ella le había dicho que conocía su cara. Qué extraño era que, en alguna parte de su interior, también él sintiese que había reconocido a aquella mujer.

Se lavó y, pese a que su apetito había regresado con fuerza, tuvo que conformarse con bayas y un trozo de pan duro.

Luego borró el círculo y roció con sal la tierra ennegrecida que lo rodeaba. Una vez que estuvo instalado en la montura, se alejó al galope.

Con un poco de suerte, llegaría a su casa al mediodía.

Durante el resto del viaje no hubo más señales, ni heraldos ni hermosas brujas. Sólo campos que se extendían ondulados y verdes hacia las sombras de las montañas y las profundidades secretas del bosque. Ahora conocía su camino, lo habría conocido aunque hubiesen pasado cien años. De modo que azuzó a su cabalgadura para que salvase un pequeño muro de piedra y se lanzó al galope a través del último campo en dirección a su hogar.

Podía ver el humo de la chimenea. Imaginó a su madre sentada en el salón, quizá tejiendo un encaje o trabajando en uno de sus tapices. Esperando, anhelando recibir noticias de sus hijos. Deseó poder llevarle mejores nuevas.

Su padre debía de estar con su capataz, recorriendo sus tierras, y sus hermanas casadas en sus propias cabañas, con la joven Nola en el establo, jugando con los cachorros de la nueva camada.

La casa estaba escondida en el bosque porque su abuela —quien le había pasado el poder a él y, en menor medida, a Cian— así lo había querido. Se alzaba cerca de un arroyo y tenía una torre de piedra con ventanas de auténtico cristal. Sus jardines eran el orgullo de su madre, con rosas que florecían tumultuosamente en ellos.

Uno de los criados corrió para encargarse del caballo. Hoyt se limitó a menear la cabeza ante la pregunta en los ojos del hombre. Se dirigió hacia la puerta de la que aún colgaba la bandera negra del duelo.

En el interior de la casa le esperaba otro de los criados para recoger su capa. Allí, en el vestíbulo, las paredes lucían los tapices de su madre, y de la madre de su madre; uno de los galgos de su padre corrió a darle la bienvenida.

En el aire podía oler la cera de abeja y el aroma de las rosas recién cortadas del jardín, así como del fuego de turba que ardía en el hogar. Subió la escalera que conducía al salón de su madre.

Ella le estaba esperando, como él sabía que haría. Sentada en su sillón, con las manos entrelazadas sobre el regazo, tan apretadas que los nudillos se le veían blancos. En su rostro se advertía claramente todo el peso de su aflicción, y ese peso se hizo más ostensible cuando vio la expresión en los ojos de su hijo.

—Madre…

—Estás vivo. Estás bien. —Se levantó y extendió los brazos hacia él—. He perdido a mi hijo pequeño, pero aquí está mi primogénito, nuevamente en casa. Querrás comer y beber después de tu largo viaje.

—Tengo mucho que contarte.

—Y lo harás.

—A todos vosotros, por favor, madre. No puedo quedarme mucho. Lo siento. —La besó en la frente—. Lamento tener que dejaros tan pronto.

Había comida y había bebida, y toda la familia —excepto Cian— estaba sentada alrededor de la mesa. Pero no era una comida como tantas otras, con risas y discusiones a gritos, con alegría o insignificantes desacuerdos. Hoyt estudió sus rostros, su belleza, su fuerza y su pena mientras desgranaba el relato de lo que había ocurrido.

—Si tiene que librarse una batalla, yo iré contigo. Lucharé a tu lado.

Hoyt miró a Fearghus, su cuñado. Sus hombros eran anchos y sus puños estaban preparados para pelear.

—Allí adonde voy, no puedes seguirme. A ti no te han encargado que luches. Eoin y tú, junto con mi padre, debéis quedaros aquí para proteger a la familia y la tierra. Me marcharía con un mayor peso en el corazón si no supiera que ocuparéis mi lugar. Debéis llevar esto.

Hoyt sacó las pequeñas cruces de plata.

—Cada uno de vosotros y todos los niños que nazcan después. Día y noche, noche y día. Ésta —dijo, al tiempo que alzaba una— es la Cruz de Morrigan, forjada por los dioses en el fuego mágico. Un vampiro no puede convertir a nadie que la lleve puesta. Esta cruz debe pasar a aquellos que vengan después de vosotros, y su significado debe recogerse en canciones e historias. Debéis jurar que no os la quitaréis nunca, que la llevaréis siempre puesta hasta la muerte.

Se levantó, colocando una cruz alrededor de cada cuello, esperando que hicieran el juramento antes de continuar.

Luego se arrodilló delante de su padre. Las manos de éste eran viejas, advirtió Hoyt con un sobresalto. Era más un granjero que un guerrero y, en aquel instante, supo que la de su padre sería la primera muerte, y que sucedería antes de la Navidad. Del mismo modo, supo que jamás volvería a mirar a los ojos del hombre que le había dado la vida.

Y su corazón se desgarró.

—Me despido de vos, señor. Y ahora os suplico vuestra bendición.

—Venga la muerte de tu hermano y regresa a casa con nosotros.

—Lo haré. —Hoyt se levantó—. Debo reunir todo lo que necesito.

Subió a la habitación que conservaba en la torre más elevada de la casa y, una vez allí, comenzó a empaquetar hierbas y pociones sin tener una idea muy clara de qué era lo que realmente iba a necesitar.

—¿Dónde está tu cruz?

Hoyt miró hacia la puerta de la habitación y vio a Nola, con su pelo negro que le colgaba hasta la cintura. Sólo tenía ocho años y ocupaba el lugar más tierno en su corazón.

—Ella no hizo una cruz para mí —le contestó—. Yo tengo otra clase de escudo para protegerme, no debes preocuparte por nada. Sé lo que hago.

—Cuando te marches no lloraré.

—¿Por qué habrías de hacerlo? Ya me he marchado antes y he regresado sin problemas, ¿verdad?

—Esta vez también regresarás. A la torre. Y ella vendrá contigo.

Hoyt acomodó con cuidado las pequeñas botellas en su caja y luego hizo una pausa para estudiar a su hermana.

—¿Quién vendrá conmigo?

—La mujer del pelo rojo. No la diosa, sino una mujer mortal, una que lleva la señal de las brujas. No puedo ver a Cian y tampoco puedo ver si conseguirás la victoria, pero sí puedo verte a ti aquí, con la bruja. Y también veo que tienes miedo.

—¿Acaso un hombre debería entrar en combate sin sentir miedo? ¿No es el miedo algo que ayuda a seguir con vida?

—No sé nada de batallas. Me gustaría ser un hombre y un guerrero. —Su boca, tan joven, tan suave, se torció en un gesto sombrío—. Si lo fuese, no podrías impedir que fuese contigo como has hecho con Fearghus.

—¿Cómo podría atreverme a hacer tal cosa? —Cerró los ojos y se acercó a su hermana pequeña—. Es verdad, tengo miedo. Pero no se lo digas a los demás.

—No lo haré.

Sí, el lugar más tierno de su corazón, pensó, y cogiendo la cruz de Nola utilizó su magia para trazar su nombre en el reverso en el alfabeto ogham.[2]

—Esto hace que la cruz te pertenezca sólo a ti —le dijo.

—A mí y a quienes reciban mi nombre después de mí. —Sus ojos brillaban, pero no derramó una sola lágrima—. Volverás a verme.

—Por supuesto que sí.

—Cuando lo hagas, el círculo se habrá completado. No sé cómo ni por qué.

—¿Qué más eres capaz de ver, Nola?

Ella meneó la cabeza.

—Está oscuro. No puedo ver nada. Encenderé una vela por ti todas las noches hasta que hayas vuelto a casa.

—Cabalgaré de regreso siguiendo esa luz. —Se agachó para abrazarla—. Te echaré de menos. —La besó suavemente en la frente y luego la apartó—. Cuídate.

—Tendré hijas —dijo ella.

Esas palabras hicieron que Hoyt se volviese y sonriera. Tan pequeña, tan ligera y tan ardiente.

—¿Lo sabes?

—Es mi destino —respondió ella con una resignación que hizo que él torciera los labios—. Pero no serán débiles. Ellas no se sentarán y darán vueltas a la rueca y amasarán y cocinarán todo el maldito día.

Ahora él sonrió abiertamente y supo que ése era un recuerdo que llevaría felizmente en su memoria.

—¿Oh, no lo harán? Y entonces, joven madre, ¿qué harán tus hijas?

—Serán guerreras. Y ese vampiro que se imagina que es una mujer temblará como una hoja ante ellas. —Nola enlazó las manos del modo en que su madre solía hacerlo, aunque sin nada de su docilidad ni paciencia—. Ve con los dioses, hermano.

—Que la luz te acompañe, hermana.

Todos lo miraron marcharse: tres hermanas, los hombres que las amaban, los hijos que ya habían tenido. Sus padres, incluso los criados y los mozos de cuadra. Hoyt echó una última y larga mirada a la casa que su abuelo, y el padre de éste antes que él, había construido en piedra en aquel claro del bosque, junto a las aguas del arroyo, en aquella tierra que él amaba con todo su corazón.

Luego alzó la mano en señal de adiós y se alejó de ellos al galope hacia el Baile de los Dioses.

Se alzaba en una elevación de hierba áspera cubierta por el amarillo brillante de los ranúnculos. Las nubes se habían ido espesando en el cielo, de modo que la luz se abría paso con dificultad a través de ellas en finos rayos. El mundo estaba tan silencioso, tan quieto, que tuvo la sensación de estar viajando a través de una pintura. El gris del cielo, el verde de la hierba, las flores amarillas y el antiguo círculo de piedras que estaba allí desde la noche de los tiempos.

Hoyt sintió su poder, su murmullo en el aire, sobre su piel. Llevó su caballo al paso alrededor de ellas, haciendo un alto para leer las inscripciones en ogham grabadas en la piedra mayor.

—Los mundos esperan —tradujo—. El tiempo fluye. Los dioses vigilan.

Había comenzado a desmontar cuando le llamó la atención un reflejo dorado en el campo. Allí, en la linde del mismo, había una campesina. El verde de sus ojos brillaba como el collar que llevaba. Caminó hacia él con porte real y cambió a la forma femenina de la diosa.

—Has partido temprano, Hoyt.

—Ha sido muy doloroso despedirme de mi familia. Era mejor hacerlo de prisa.

Bajó del caballo e inclinó la cabeza.

—Mi Señora.

—Hijo. Has estado enfermo.

—Unas fiebres, pero ya han pasado. ¿Fuiste tú quien me envió a la bruja?

—No hay necesidad de enviar aquello que vendrá solo. Volverás a encontrarla, y también a los demás.

—¿A mi hermano?

—Él es el primero. Pronto oscurecerá. Aquí tienes la llave del portal. —Abrió la mano y le dio una pequeña varilla de cristal—. Debes llevarla contigo, y mantenerla entera y a buen recaudo. —Cuando él hizo ademán de volver a montar su caballo, ella negó con la cabeza y sujetó las riendas—. No, debes ir andando. Tu caballo regresará a casa sin peligro.

Resignado al capricho de los dioses, Hoyt cogió su alforja y la caja con sus hierbas y pócimas. Se ajustó la espada y levantó su bastón.

—¿Cómo haré para encontrarle?

—A través del portal, en el mundo que aún no ha llegado. En el interior del Baile, levanta la llave y pronuncia las palabras. Tu destino se encuentra más allá. De ahora en adelante, la humanidad está en tus manos. A través del portal —repitió ella— en el mundo que aún no ha llegado. En el interior del Baile, levanta la llave y pronuncia las palabras. A través del portal…

Su voz lo siguió mientras avanzaba entre las grandes piedras. Reprimió el miedo en su interior. Si había nacido para aquello, que así fuera. La vida era larga, lo sabía. Simplemente, llegaba en breves ráfagas.

Levantó la vara de cristal. Un único rayo de luz se filtró a través del espeso manto de nubes para alcanzar su punta. El poder recorrió su brazo como una flecha.

—Los mundos esperan. El tiempo fluye. Los dioses vigilan.

—Repítelo —le dijo Morrigan, y se unió a él, de modo que las palabras se convirtieron en un canto.

—Los mundos esperan. El tiempo fluye. Los dioses vigilan.

El aire se agitó alrededor de Hoyt, se convirtió en viento, en luz, en sonido. El cristal que sostenía en su mano alzada brillaba como el sol y cantaba como una sirena.

Oyó que su propia voz surgía en forma de rugido, gritando ahora las palabras como si se tratase de un desafío.

Y echó a volar. A través del viento, la luz y el sonido. Más allá de estrellas, lunas y planetas. Sobre extensiones de agua que hicieron que su vientre de hechicero se revolviese de náusea. Cada vez más de prisa, hasta que la luz se tornó cegadora, los sonidos ensordecedores y el viento tan violento que se preguntó si no le estaba arrancando la piel de los huesos.

Luego la intensidad de la luz se atenuó, el viento desapareció y el mundo quedó en silencio.

Se apoyó en el bastón para recuperar el aliento, esperando a que sus ojos se adaptasen al cambio de luz. Olía algo… a cuero, pensó, y a rosas.

Se dio cuenta de que estaba en una habitación de alguna clase, pero no se parecía a nada que hubiese visto nunca. Se veía fantásticamente amueblada, con sillones largos y bajos de intensos colores, y el suelo era de tela. Había pinturas colgadas en algunas de las paredes y otras estaban cubiertas de libros. Docenas de libros encuadernados en piel.

Había dado un par de pasos, fascinado, cuando un movimiento a su izquierda le frenó en seco.

Su hermano estaba sentado detrás de una especie de mesa, donde la lámpara que iluminaba la habitación brillaba de una manera extraña. Llevaba el pelo más corto que antes y sus ojos tenían una expresión que parecía ser de diversión.

En la mano sostenía alguna clase de herramienta de metal que el instinto de Hoyt le dijo que era una arma.

Cian apuntó con ella al corazón de su hermano y se reclinó en su sillón, apoyando los pies sobre la mesa. En sus labios se dibujó una amplia sonrisa y dijo:

—Vaya, vaya, mira lo que ha traído el gato.

Hoyt frunció el cejo con cierta confusión y recorrió la habitación con la mirada en busca del gato.

—¿Me conoces? —Hoyt avanzó unos pasos hacia la luz—. Soy Hoyt, tu hermano. He venido para…

—¿Matarme? Demasiado tarde. Ya llevo muerto mucho tiempo. ¿Por qué no te quedas donde estás por el momento? Puedo ver muy bien cuando la luz es escasa. Tienes un aspecto… bueno, bastante ridículo en realidad. Pero no obstante, estoy impresionado. ¿Cuánto tiempo te ha llevado perfeccionar el viaje en el tiempo?

—Yo… —El paso a través del portal debía de haber ofuscado sus sentidos, pensó. O quizá se debiera simplemente al hecho de ver que su hermano muerto parecía estar muy vivo—. Cian.

—Ya no uso ese nombre en estos días. Ahora me llamo Caín. Quítate la capa, Hoyt, y echemos un vistazo a lo que llevas debajo.

—Eres un vampiro.

—Sí, lo soy, sin duda. La capa, Hoyt.

Él soltó el broche que la sujetaba y dejó que cayera al suelo.

—Espada y puñal. Son muchas armas para un hechicero.

—Habrá una batalla.

—¿Eso es lo que crees? —La expresión divertida volvió a dibujarse en su rostro con frialdad—. Puedo prometerte que perderás. Lo que tengo en la mano se llama pistola. Es una arma realmente muy buena. Dispara un proyectil más de prisa de lo que tardas en parpadear. Caerás muerto donde estás antes de que puedas desenvainar la espada.

—No he venido a luchar contigo.

—¿En serio? La última vez que nos encontramos… deja que refresque mi memoria. Ah, sí, me empujaste por un acantilado.

—Tú me empujaste primero —dijo Hoyt con cierta exasperación—. Y me rompiste las malditas costillas al hacerlo. Pensé que habías muerto. Oh, dioses misericordiosos, creía que estabas muerto.

—Pues no lo estoy, como puedes ver. Regresa al lugar de donde has venido, Hoyt. He tenido mil años, más o menos, para superar mi enfado contigo.

—Para mí tú moriste hace una semana. —Se levantó la túnica—. Me hiciste estas magulladuras.

Cian recorrió las magulladuras con la mirada y luego sus ojos volvieron a fijarse en Hoyt.

—Curarán muy pronto.

—He venido con un encargo de Morrigan.

—Morrigan, ¿verdad? —En esta ocasión, su expresión divertida estalló en carcajadas—. Aquí no hay dioses. Ningún dios. Ni hadas. Tu magia no tiene cabida en esta época, y tú tampoco.

—Pero tú sí.

—La adaptación es supervivencia. Aquí dios es el dinero y el poder es su socio. Y yo tengo ambos. Me he librado de las personas como tú hace mucho tiempo.

—Este mundo desaparecerá, todo desaparecerá, en Samhain, a menos que me ayudes a detenerla.

—¿Detener a quién?

—A quien te hizo a ti. A esa cosa llamada Lilith.