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Eire, región de Chiarrai, 1128

Había una tormenta en su interior, tan negra y salvaje como la que se abatía en ese momento sobre el mar. Restallaba en el caudal de su sangre, en el aire que lo rodeaba, luchando dentro y fuera mientras él permanecía de pie sobre aquella roca bañada por la lluvia.

El nombre de su tormenta era aflicción.

Era ese sentimiento lo que se veía en sus ojos, tan azules e intrépidos como los relámpagos que iluminaban el cielo, mientras la rabia escapaba de las puntas de sus dedos, lenguas rojas que separaban el aire con truenos que resonaban como los disparos de mil cañones.

Alzó su bastón hacia el cielo y pronunció a gritos las palabras mágicas. Los relámpagos rojos de su furia y el azul amargo de la lluvia chocaron por encima de su cabeza en una guerra que hizo que corrieran a refugiarse en cabañas y cuevas aquellos que podían verla, cerrando a cal y canto puertas y ventanas, abrazando a sus hijos, temblorosos y aterrados, mientras elevaban sus plegarias a los dioses de su elección.

Y, en sus lugares sagrados, hasta las hadas se estremecieron.

La roca retumbó y el agua del mar se volvió negra como la boca del infierno, mientras él seguía sintiendo la misma furia y la misma aflicción. La lluvia que brotaba torrencialmente del cielo herido caía roja como la sangre… y chisporroteaba, ardiendo sobre la tierra, sobre el mar, de modo que el aire olía a su hervor.

Desde aquel momento y para siempre se la llamaría la Noche de los Lamentos, y todos aquellos que se atrevían a hablar de ella se referían al hechicero que estaba de pie en lo alto del acantilado, con la lluvia sangrienta empapándole la capa, deslizándose por su rostro delgado, como las lágrimas de la muerte, mientras desafiaba al cielo y al infierno.

Su nombre era Hoyt, y su familia los Mac Cionaoith, de quienes se decía que eran descendientes de Morrigan, diosa y reina de las hadas. Su poder era muy grande, pero todavía joven, como lo era él mismo. Y ahora lo ejercía con una pasión que no dejaba lugar a la prudencia, la obediencia, la luz. Era su espada y su lanza.

Lo que invocaba durante esa terrible noche era la muerte.

Se volvió de espaldas al mar tumultuoso mientras el viento continuaba aullando. Lo que él había conjurado se encontraba allí, en una elevación. Ella —porque una vez había sido una mujer— sonrió. Su belleza era indescriptible y helada como el invierno. Sus ojos eran azules y tiernos, sus labios, aterciopelados como pétalos de rosa, su piel, blanca como la leche. Cuando habló, su voz era melodía pura, la voz de una sirena que ya había atraído a incontables hombres a su fatal destino.

—Eres muy temerario al buscarme. ¿Acaso estás impaciente por recibir mi beso, Mac Cionaoith?

—¿Eres tú quien mató a mi hermano?

—La muerte es… —Indiferente a la lluvia, echó su capucha hacia atrás— …compleja. Eres demasiado joven para entender su gloria. Lo que yo le di fue un regalo. Precioso y poderoso.

—Lo condenaste.

—Oh. —Agitó ligeramente una mano en el aire—. Un precio muy pequeño por la recompensa de la eternidad. Ahora el mundo es suyo y coge de él todo aquello que le apetece. Sabe más cosas de las que tú podrías soñar. Ahora me pertenece mucho más de lo que nunca te perteneció a ti.

—Demonio, su sangre está en tus manos y juro que te destruiré.

Ella se echó a reír alegremente, como una niña a quien le han prometido un regalo especial.

—En mis manos, en mi garganta. Igual que mi sangre está en la suya. Él es ahora como yo, un hijo de la noche y de las sombras. ¿También tratarás de destruir a tu propio hermano? ¿A tu gemelo?

La niebla que cubría el suelo se tornó negra, apartándose como seda cuando ella la atravesó.

—Puedo oler tu poder, tu aflicción y tu asombro. Ahora, en este lugar, te ofrezco este regalo. Volveré a convertirte en su hermano gemelo, Hoyt de los Mac Cionaoith. Te daré la muerte que es la vida eterna.

Él bajó su bastón y la miró a través de la cortina de lluvia.

—Dime cómo te llamas.

Ella se deslizó ahora a través de la neblina, su larga capa roja ondulándose a su espalda. Hoyt vio la blanca turgencia de los pechos que tensaban la ceñida tela de su vestido. Sintió una terrible excitación al tiempo que percibía el aroma de su poder.

—Tengo muchos nombres —contestó tocándole el brazo con la punta del dedo. ¿Cómo había conseguido acercarse tanto a él?—. ¿Quieres pronunciar mi nombre mientras nos unimos? ¿Probarlo en tus labios mientras yo te saboreo?

Él tenía la garganta seca, ardiendo. Aquellos ojos, azules y tiernos, lo atraían hacia ella para ahogarlo.

—Sí. Quiero saber lo que sabe mi hermano.

Ella se echó a reír otra vez, pero en esta ocasión su risa era gutural. Un sonido que proclamaba un deseo, el de un animal. Los ojos azules y tiernos comenzaron a bordearse de rojo.

—¿Estás celoso?

Ella le rozó los labios con los suyos; estaban amargos y fríos. Pero aun así, eran muy tentadores. El corazón de él comenzó a latir de prisa y con fuerza en su pecho.

—Quiero ver todo lo que mi hermano puede ver.

Apoyó la mano sobre aquel encantador pecho blanco y no sintió que nada se agitase debajo de él.

—Dime tu nombre.

Ella sonrió, y ahora el blanco de sus colmillos brilló en la horrible noche.

—Es Lilith quien te toma. Es Lilith quien te hace. El poder de tu sangre se mezclará con el mío y ambos dominaremos este mundo y todos los demás.

Ella echó la cabeza hacia atrás, preparándose para atacar. Y en ese momento, con toda su aflicción, con toda su furia, Hoyt le clavó el bastón en el corazón.

El sonido que surgió de ella perforó la noche, penetró a través de la tormenta y se unió a ella. No era un sonido humano, ni siquiera el aullido de una bestia. Allí estaba el demonio que se había llevado a su hermano, que ocultaba su maldad debajo de una belleza gélida, cuyo corazón sangraba —pudo verlo mientras la sangre manaba de la herida— sin un solo latido.

Lilith se elevó en el aire, girando y lanzando alaridos, mientras un rayo desgarraba el cielo. Las palabras que él debía pronunciar se habían perdido en ese horror al tiempo que ella se retorcía en el aire y la sangre que perdía se evaporaba en una neblina pestilente.

—¿Cómo te atreves? —Su voz rezumaba ira, dolor—. ¿Pretendes usar conmigo tu magia patética e insignificante? Hace mil años que estoy recorriendo este mundo. —Se llevó la mano a la herida y luego la agitó hacia él. Cuando las gotas alcanzaron el brazo de Hoyt, le cortaron como cuchillos.

—¡Lilith! ¡Estás exorcizada! ¡Lilith, quedas desterrada de este lugar! Por mi sangre. —Sacó un puñal de debajo de su capa y se hizo un corte en la mano—. Por la sangre de los dioses que corre por mis venas, por el poder de mi nacimiento, te destierro de aquí…

Lo que llegó hasta él pareció salir volando del suelo y lo golpeó con la fuerza de una furia salvaje. Entrelazados, ambos se precipitaron por el borde del acantilado y cayeron en el saliente dentado que había un poco más abajo. A través de oleadas de miedo y dolor, él vio que el rostro de aquella cosa reflejaba fielmente el suyo. El rostro que alguna vez había sido el de su hermano.

Hoyt pudo oler la muerte en él, y la sangre, y también pudo ver en aquellos ojos rojos al animal en que su hermano se había convertido. Aun así, una pequeña llama de esperanza titilaba en el corazón de Hoyt.

—Cian. Ayúdame a detenerla. Aún tenemos una posibilidad.

—¿Puedes sentir lo fuerte que soy? —Cian cerró la mano alrededor del cuello de Hoyt y comenzó a apretar—. Y esto es sólo el principio. —Se inclinó y lamió la sangre del rostro de Hoyt casi juguetón—. Ella te quiere para sí, pero yo tengo hambre. Estoy realmente hambriento. Y, después de todo, la sangre que corre por tus venas es la mía.

Mientras descubría los colmillos y los acercaba a la garganta de su hermano, Hoyt le clavó el puñal.

Cian lanzó un aullido y se apartó de él. En su rostro se dibujaron la conmoción y el dolor. Cayó al suelo, aferrándose la herida. Por un instante, Hoyt creyó ver a su hermano, a su auténtico hermano. Luego no quedó nada más que los aullidos de la tormenta y el azote de la lluvia.

Se arrastró hacia la cima del acantilado. Sus manos, resbaladizas por la sangre, la lluvia y el sudor, buscaban desesperadamente un punto de apoyo. Los relámpagos iluminaban su rostro, contraído por el sufrimiento, mientras ascendía lentamente por las rocas, desgarrándose la piel de los dedos en el intento. El cuello, en el lugar donde le habían arañado los colmillos, le ardía como si lo hubiesen marcado con un hierro candente. Llegó arriba casi sin aliento.

Si ella le estaba esperando, era hombre muerto. Su poder estaba casi agotado, se había debilitado con los estragos causados por la conmoción y el dolor. No tenía nada más que su puñal, aún rojo de la sangre de su hermano.

Pero cuando llegó al borde de la cima y rodó sobre su espalda, con la lluvia amarga cayendo sobre su rostro, vio que estaba solo.

Tal vez había sido suficiente, quizá había conseguido enviar al demonio de vuelta al infierno. Lo mismo que, seguramente, había mandado su propia carne y su propia sangre a la condenación.

Giró sobre la tierra empapada y se apoyó en manos y rodillas. Se sentía terriblemente enfermo. La magia era un puñado de cenizas en su boca.

Se arrastró hasta donde estaba su bastón y lo usó para ayudarse a ponerse en pie. Respirando de manera agitada, se alejó tambaleante de los acantilados a lo largo de un sendero que hubiese podido encontrar aun estando ciego. El poder de la tormenta había desaparecido del mismo modo que había desaparecido el suyo, y ahora no era más que una lluvia que calaba hasta los huesos.

Podía oler su hogar: caballos y heno, las hierbas que utilizaba para protegerse, el humo del fuego que había dejado encendido. Pero no sentía ninguna alegría, ningún triunfo.

Mientras avanzaba cojeando hacia su cabaña, su aliento escapaba en leves silbidos, siseos de dolor que se perdían en el viento. Él sabía muy bien que si esa cosa que se había llevado a su hermano decidía venir a por él estaría perdido. Cada sombra, cada forma que proyectaban los árboles agitados por la tormenta podían significar su muerte. Algo peor que la muerte. El terror a que eso sucediera se deslizaba por su piel como un trozo de hielo sucio, de modo que reunió todas las fuerzas que le quedaban para susurrar conjuros, más parecidos a plegarias a quien fuera, a cualquier cosa capaz de escucharlos.

Su caballo se agitó en el cobertizo dejando escapar un soplido al percibir su olor. Pero Hoyt continuó avanzando tambaleante hacia la pequeña cabaña, arrastrando los pies hasta la puerta para entrar en su casa.

Dentro se estaba caliente y aún resonaban los ecos de los conjuros que había pronunciado antes de alejarse hacia los acantilados. Acto seguido atrancó la puerta, dejando en la madera manchas de su sangre y de la de Cian. ¿Sería suficiente para que Lilith no pudiera entrar?, se preguntó. Si lo que había leído era cierto, ella no podía entrar sin una invitación. Lo único que Hoyt podía hacer era tener fe en eso, y en el conjuro protector que rodeaba su casa.

Dejó caer su capa mojada y sucia, que se quedó empapada en el suelo, y le costó un gran esfuerzo no unirse a ella. Prepararía unas pociones para curarse, para recuperar la fuerza. Y luego se sentaría junto al hogar, cuidando el fuego. Esperando el amanecer.

Había hecho todo lo posible por sus padres, sus hermanas y sus familias. Tenía que confiar en que hubiese sido suficiente.

Cian estaba muerto y esa cosa que había regresado con su rostro y su forma había sido destruida. Su hermano ya no podía hacerles daño, pero esa cosa sí podía.

Hoyt encontraría algo más poderoso para protegerlos. Y volvería a cazar al demonio. Su vida, lo juró en ese momento, estaría dedicada a su destrucción.

Sus manos, de dedos largos y palmas anchas, no podían dejar de temblar mientras elegía sus botellas y marmitas. Los ojos del hombre, de un azul borrascoso, brillaban de dolor… el dolor de su cuerpo, el de su corazón. La culpa pesaba sobre él como una mortaja de plomo, y todo ello se agitaba en su interior.

No había podido salvar a su hermano. En cambio, lo había condenado y destruido, lo había exorcizado y desterrado. ¿Cómo había conseguido esa terrible victoria? Cian siempre había sido más fuerte que él. Y aquello en lo que su hermano se había convertido era algo brutalmente poderoso.

Su magia había servido para derrotar lo que una vez había amado: la mitad de ellos que era brillante e impulsiva. A menudo, Hoyt era aburrido y juicioso, más interesado en sus estudios y en sus habilidades que en la sociedad.

Cian en cambio era el que jugaba y frecuentaba las tabernas, a quien le gustaban los deportes y las muchachas.

—Su amor por la vida fue lo que lo mató —murmuró Hoyt mientras trabajaba en sus pócimas—. Yo sólo destruí la bestia que lo había atrapado.

Tenía que creer en ello.

Notó el dolor entumeciendo sus costillas al quitarse la túnica. Las magulladuras ya comenzaban a extenderse, reptando negras sobre su piel del mismo modo que la culpa y la aflicción reptaban sobre su corazón. Era hora de dedicarse a las cuestiones prácticas, se dijo, al tiempo que se aplicaba el bálsamo. Se movió torpemente y maldijo con violencia mientras procedía a vendarse el torso. Tenía dos costillas rotas, lo sabía, del mismo modo que sabía lo difícil que sería cabalgar de regreso a casa a la mañana siguiente.

Cogió una poción y se acercó cojeando al fuego que crepitaba en el hogar. Añadió un poco de turba y las llamas ardieron con un rojo intenso. Sobre ellas, calentó un recipiente con la infusión. Luego se envolvió en una manta para sentarse, beber y meditar.

Había nacido con un don y, desde temprana edad, había buscado ennoblecerlo de manera sobria y meticulosa. Se había dedicado a estudiar, a menudo en completa soledad, practicando su arte, aprendiendo su alcance.

Los poderes de Cian habían sido menores, pero —Hoyt lo recordaba muy bien— Cian nunca había practicado tan concienzudamente y tampoco había estudiado con tanto ahínco. Cian sólo había jugado con la magia, como una diversión para él y los demás.

En ocasiones, Cian le había arrastrado en sus juegos, doblegando la resistencia de Hoyt hasta que ambos hacían juntos algo estúpido. Una vez habían convertido en un asno de largas orejas al chico que había empujado a su hermana pequeña a una charca de barro.

¡Cómo se había reído Cian en aquel momento! A Hoyt le había llevado tres días de trabajo, sudor y pánico invertir el conjuro, pero a Cian el asunto no le había preocupado en absoluto.

«Después de todo, nació siendo un burro. Nosotros no hemos hecho más que darle su verdadera forma».

Desde que cumplieron los doce años, Cian se había mostrado mucho más interesado en las espadas que en los conjuros. Daba lo mismo, pensó Hoyt mientras se bebía la amarga infusión. Cian había sido un irresponsable en cuanto a la magia y un verdadero mago con la espada.

Pero al final el acero no había servido para salvarle, ni tampoco la magia.

Hoyt se apoyó en el respaldo de la silla, helado hasta los huesos a pesar de la turba que ardía en el hogar. Podía oír los restos de la tormenta soplando afuera, cayendo sobre el techo, aullando a través del bosque que rodeaba la cabaña.

Pero no alcanzó a oír nada más, ni bestia, ni amenaza. De modo que estaba solo con sus recuerdos y sus remordimientos.

Aquella noche debió haber acompañado a Cian al pueblo. Pero estaba trabajando y no le apetecía ir a la taberna a beber cerveza.

No deseaba tampoco la compañía de una mujer y Cian siempre quería una.

Sin embargo, si hubiese ido al pueblo, si hubiera dejado a un lado el trabajo por una maldita noche, ahora Cian estaría vivo. El demonio no habría podido contra los dos. Su don seguramente le habría permitido percibir lo que era aquella criatura, a pesar de su belleza, de su fascinación.

Cian jamás se habría ido con aquella mujer si su hermano hubiese estado con él. Y su madre ahora no estaría sufriendo. Aquella tumba jamás habría sido cavada y, por los dioses, lo que enterraron jamás se habría levantado de allí.

Si sus poderes pudiesen hacer que el tiempo retrocediera, renunciaría a ellos, abjuraría de ellos sólo para volver a aquella noche y poder revivir ese único momento cuando había elegido el trabajo en lugar de la compañía de su hermano.

—¿Qué bien me hacen? ¿Qué bien representan ahora? Haber recibido poderes mágicos y no ser capaz de usarlos para salvar aquello que más importa. Malditos sean entonces. —Lanzó la taza contra la pared de la pequeña habitación—. Malditos sean todos ellos, dioses y hadas. Él era la luz de todos nosotros y lo han arrojado a las tinieblas.

Durante toda su vida, Hoyt había hecho aquello para lo que había nacido, lo que se esperaba de él. Le había dado la espalda a cientos de pequeños placeres para dedicarse por entero a su arte. Ahora los que le habían concedido ese don, ese poder, se habían quedado al margen mientras se llevaban a su hermano.

No en una batalla, ni siquiera limpiamente con la magia, sino mediante un mal que superaba todo lo imaginable. ¿Era éste su pago, era ésta su recompensa por todo lo que había hecho?

Agitó una mano hacia el fuego y las llamas se elevaron y rugieron en el hogar. Alzó los brazos y fuera la tormenta redobló su fuerza y el viento aulló como una mujer a la que estuvieran torturando. La cabaña se estremeció bajo su furia y las pieles se tensaron sobre las maderas de las ventanas. Ráfagas heladas se colaron en la cabaña, volcando botellas y agitando las hojas de los libros. Y en ese viento pudo oír la risa ahogada de la maldad.

Jamás en toda su vida se había desviado de su propósito. Nunca había utilizado su don para hacer el mal, o tratado siquiera por encima la magia negra.

Ahora pensó, quizá, pudiese encontrar en ella las respuestas que necesitaba. Encontrar nuevamente a su hermano. Combatir a la bestia, el mal enfrentado al mal.

Se levantó con dificultad, ignorando el intenso dolor en el costado. Se volvió hacia su catre y extendió ambas manos al baúl que había cerrado valiéndose de su magia. Cuando éste se abrió, caminó hasta él y sacó el libro que había guardado hacía años.

Allí había conjuros, hechizos oscuros y peligrosos. Conjuros que utilizaban sangre humana, dolor humano. Conjuros de venganza y avaricia que hablaban de un poder que ignoraba todos los juramentos, todos los votos.

Sintió el libro caliente y pesado en sus manos, y la seducción que ejercía sobre él; unos dedos curvados que acariciaban el alma. ¿Acaso no somos más que el resto? ¿Dioses vivientes que toman todo aquello que desean?

¡Tenemos el derecho! Estamos más allá de reglas y razones.

Su respiración se agitó porque sabía muy bien lo que podía ser suyo si lo aceptaba, si cogía con ambas manos aquello que había jurado que jamás tocaría. Riquezas indescriptibles, mujeres, poderes extraordinarios, la vida eterna. Venganza.

Sólo tenía que pronunciar las palabras, rechazar el blanco y abrazar el negro. Viscosas serpientes de sudor se deslizaron por su espalda mientras escuchaba los susurros de voces de hacía miles de años. «Tómalo. Tómalo. Tómalo».

Su visión brilló tenuemente y, a través de ella, vio a su hermano tal como lo había encontrado tendido en el lodo, a un lado del camino. La sangre manaba de las heridas que tenía en el cuello y manchaba sus labios. «Qué pálido», pensó Hoyt débilmente. ¡Su rostro se veía tan pálido en contraste con toda aquella sangre roja y húmeda!

Los ojos de Cian —vívidos y azules— se abrieron. En ellos se percibía un terrible dolor, un inmenso horror. Su mirada imploró al encontrarse con la de Hoyt.

—Sálvame. Sólo tú puedes hacerlo. No es a la muerte a lo que estoy condenado. Esto está más allá del infierno, más allá de cualquier tormento. Llévame de regreso. Por una vez no pienses en el precio. ¿Quieres que arda por toda la eternidad? En nombre de tu propia sangre, Hoyt, ayúdame.

Se estremeció. Y no por el frío que soplaba a través de las pieles abiertas, o de la humedad del aire, sino a causa del borde helado sobre el que estaba parado.

—Daría mi vida por ti. Lo juro por todo lo que soy, por todo lo que fuimos. Aceptaría tu destino, Cian, si ésa fuese la opción que tuviese ante mí. Pero esto no puedo hacerlo. Ni siquiera por ti.

La visión quedó de repente envuelta en llamas y los gritos de su hermano no eran humanos. Con un alarido de aflicción, Hoyt lanzó el libro nuevamente dentro del baúl. Utilizó la fuerza que aún le quedaba para encantar el cerrojo antes de desplomarse en el suelo, y allí se encogió como un niño incapaz de encontrar consuelo.

Tal vez se durmió. Tal vez soñó. Pero al despertar, la tormenta había pasado. La luz se filtraba en la habitación y se iba volviendo más densa, brillante y blanca, hiriéndole los ojos. Parpadeó para protegerse de ella y lanzó un gemido cuando sus costillas protestaron al tratar de levantarse.

Había haces de color rosa y dorado brillando sobre la luz blanca y un calor irradiaba de aquella luminosidad. Se dio cuenta de que olía a tierra, un olor rico y fecundo, y al humo del fuego de turba que aún ardía en el hogar.

Pudo ver una forma femenina, e intuyó una asombrosa belleza.

Ése no era un demonio en busca de sangre.

Apretando los dientes, consiguió arrodillarse. Aunque su voz aún estaba teñida de ira y tristeza, inclinó la cabeza.

—Mi Señora.

—Hijo.

La luz parecía surgir de ella. Tenía el pelo rojo intenso de una guerrera y caía sobre sus hombros en sedosas ondas. Los ojos eran verdes como el musgo del bosque, y suavizados ahora por lo que podía ser una mirada compasiva. Iba vestida de blanco con ribetes dorados, como era su derecho por rango. Aunque era la diosa de la batalla no usaba armadura, y tampoco llevaba espada.

Se llamaba Morrigan.

—Has luchado bien.

—He perdido. He perdido a mi hermano.

—¿Has perdido? —Ella avanzó y le ofreció la mano para que pudiese levantarse—. Permaneciste fiel a tu juramento, aunque la tentación era muy grande.

—De no ser así quizá podría haberle salvado.

—No. —Ella tocó el rostro de Hoyt y él pudo sentir su calor—. Lo habrías perdido igualmente, y también a ti. Te lo aseguro. Entregarías tu vida por la suya, pero no podrías entregar tu alma, o las almas de otros. Tienes un gran don, Hoyt.

—¿Y de qué me sirve si no puedo proteger a los de mi propia sangre? ¿Es que acaso los dioses exigen ese sacrificio, condenar a un inocente a ese tormento?

—No fueron los dioses quienes le condenaron. Y tampoco te correspondía a ti salvarle. Pero hay un sacrificio que hacer y batallas que librar. Sangre, inocente o no, que debe derramarse. Has sido elegido para una importante tarea.

—¿Pedirás algo de mí ahora, Señora?

—Sí. Se te pedirán muchas cosas, y también a otros. Hay una batalla que librar, la mayor batalla que jamás se haya dado. El bien contra el mal. Debes reunir las fuerzas.

—No soy capaz de hacerlo. No estoy dispuesto a hacerlo. Estoy… Dios, estoy cansado.

Se dejó caer en el borde del catre y se cubrió la cabeza con las manos.

—Debo ir a ver a mi madre. Debo decirle que fracasé, que no conseguí salvar a su hijo.

—Tú no fracasaste, porque resististe las fuerzas del mal. Ahora debes llevar ese estandarte, usar el don que has recibido para enfrentar y derrotar aquello que quiere destruir mundos enteros. ¡Deja ya de compadecerte de ti mismo!

Él alzó la cabeza al oír su tono cortante.

—Hasta los dioses sienten pena, Señora. Y yo esta noche he matado a mi hermano.

—Tu hermano fue asesinado por la bestia hace una semana. Lo que cayó por ese acantilado no era Cian. Tú lo sabes. Pero él… sigue existiendo.

Hoyt se puso de pie con esfuerzo.

—Él vive.

—Eso no es vida —replicó ella—. Es algo sin aliento, sin alma, sin corazón. Tiene un nombre que todavía no ha sido pronunciado en este mundo. Es un vampiro y se alimenta de sangre. —Se acercó a él—. Caza a seres humanos, les quita la vida, o peor, mucho peor, se apodera de aquello que caza y lo mata dentro de sí mismo. Se multiplica, Hoyt, como una pestilencia. No tiene rostro y debe esconderse de la luz del sol. Es contra eso contra lo que debes combatir; contra eso y otros demonios que han comenzado a reunirse. Debes enfrentarte a esta fuerza en combate durante la celebración de Samhain. Y debes salir victorioso, o el mundo que conoces, los mundos que aún te quedan por conocer, serán destruidos.

—¿Y cómo haré para encontrarlos? ¿Cómo lucharé contra ellos? De nosotros dos, Cian era el guerrero.

—Debes abandonar este lugar e ir a otro, y a otro más. Algunos vendrán a ti, y a algunos tendrás que buscarlos. La bruja, el guerrero, el sabio, el que adopta muchas formas y aquel a quien has perdido.

—¿Sólo cinco más? ¿Seis contra un ejército de demonios? Mi Señora…

—Un círculo de seis, tan fuerte y puro como el brazo de un dios. Cuando ese círculo se haya formado, otros también se formarán. Pero los seis serán mi ejército, los seis formarán el anillo. Enseñaréis y aprenderéis, y seréis más grandes que la suma de vosotros. Un mes para reuniros, un mes para aprender y uno para comprender. Tú, hijo, eres mi primero.

—¿Me pedirás que abandone a la familia que he dejado cuando esa cosa que se llevó a mi hermano puede venir a buscarlos a ellos también?

—Esa cosa que se llevó a tu hermano dirige esa fuerza.

—Yo conseguí herirla… a ella. Le causé una herida.

Y ese recuerdo bullía en él como la venganza.

—Lo hiciste, sí, lo hiciste. Y éste es sólo otro paso más hacia ese momento y esa batalla. Ella ahora lleva tu marca y, llegado el momento, vendrá a por ti.

—¿Y si la persigo y la destruyo ahora?

—No puedes hacerlo. Está más allá de ti en este momento, y tú, hijo mío, no estás preparado aún para enfrentarte a ella. Entre estos tiempos y mundos, su sed se volverá insaciable hasta que sólo la destrucción de toda la humanidad podrá satisfacerla. Tendrás tu venganza, Hoyt —dijo Morrigan mientras él se ponía de pie—, si consigues derrotarla. Viajarás a lugares remotos y sufrirás. Y yo sufriré al conocer tu dolor, porque eres mío. ¿Crees acaso que tu destino, tu felicidad, no significan nada para mí? Eres mi hijo tanto como lo eres de tu madre.

—¿Y qué hay de mi madre, Señora? ¿De mi padre, de mis hermanas, de sus familias? Si no estoy allí para protegerlos, ellos pueden ser los primeros en morir si se libra la batalla de la que hablas.

—Esa batalla se librará. Pero estarán lejos de ella. —Extendió las manos—. Tu amor por los de tu sangre forma parte de tu poder y no te pediré que reniegues de ello. No podrás pensar con claridad hasta que no estés seguro de que todos ellos están a salvo.

Echó la cabeza hacia atrás y levantó los brazos con las palmas ahuecadas. La tierra se estremeció ligeramente bajo sus pies y, cuando Hoyt alzó la vista, vio unas estrellas atravesando el cielo nocturno. Esos puntos de luz cayeron en las manos de ella y allí ardieron como llamas.

El corazón de Hoyt golpeó contra sus costillas lastimadas cuando ella habló, mientras su cabellera enmarcaba su rostro iluminado.

—Forjado por los dioses, por la luz y por la noche. Símbolo y escudo, simple y verdadero. Por fe, por lealtad, estos dones para ti. Su magia vive a través de la sangre derramada, la tuya y la mía.

Un dolor le atravesó la palma de la mano. Vio que la sangre manaba en la suya y en la de ella mientras el fuego ardía.

—Y así vivirá por toda la eternidad. Benditos sean aquellos que lleven la Cruz de Morrigan.

El fuego se extinguió y en las manos de la diosa aparecieron brillantes cruces de plata.

—Estas cruces los protegerán. Deben llevarlas puestas siempre, noche y día, desde el nacimiento hasta la muerte. Cuando partas, sabrás que todos ellos están a salvo.

—Si hago esto, ¿tendrás piedad de mi hermano?

—¿Pretendes negociar con los dioses?

—Sí.

Ella sonrió como lo haría una madre que se divierte con su hijo pequeño.

—Has sido elegido porque te crees capaz de algo así. Abandonarás este lugar y reunirás a todos aquellos que son necesarios para esta tarea. Te prepararás y luego emprenderás viaje. La batalla que te espera se librará con lanza y espada, con dientes y colmillos, con ingenio y traición. Si consigues salir victorioso de este lance, los mundos estarán en equilibrio y tú tendrás todo aquello que desees.

—¿Cómo haré para luchar contra un vampiro? Ya he fracasado una vez al enfrentarme a ella.

—Estudia y aprende —contestó Morrigan—. Y aprende de uno de los suyos. De uno a quien ella haya creado. Uno que era tuyo antes de que ella se lo llevase. Debes encontrar a tu hermano.

—¿Dónde?

—No sólo dónde, sino cuándo. Mira en el fuego.

Hoyt se percató de que se encontraban nuevamente en su cabaña y él estaba de pie delante del hogar encendido. Las llamas se alzaron como torres de fuego convirtiéndose en una gran ciudad. Allí había voces y sonidos que jamás había oído. Miles de personas se apresuraban a través de calles hechas con alguna clase de piedra. Y había máquinas que se movían velozmente entre ellas.

—¿Qué es este lugar? —Apenas si podía pronunciar las palabras—. ¿Qué mundo es éste?

—Este lugar se llama Nueva York, y la época es aproximadamente dentro de mil años. El mal aún recorre la Tierra, Hoyt, igual que lo hacen la inocencia y el bien. Tu hermano lleva ya mucho tiempo vagando por el mundo. Para él han pasado siglos. Harías bien en recordarlo.

—¿Es un dios ahora?

—No, es un vampiro. Él debe enseñarte, y también debe luchar a tu lado. La victoria no será posible sin su ayuda.

Una ciudad de semejante tamaño, pensó. Edificios de piedra y plata más altos que cualquier catedral.

—¿La guerra se librará en este lugar, en esta Nueva York?

—En su momento se te dirá dónde y cómo se librará la guerra. Ya lo sabrás. Ahora debes marcharte y llevar lo que necesites. Ve a ver a tu familia y entrégales su protección. Debes dejarlos en seguida y acudir al Baile de los Dioses. Necesitarás tu habilidad y mi poder para poder pasar. Encuentra a tu hermano, Hoyt. Es hora de reunirse.

Despertó junto al fuego, envuelto en la manta. Pero se dio cuenta de que no había sido un sueño. Tenía sangre aún líquida en la palma de la mano y las cruces de plata que descansaban sobre su regazo.

Aún no había amanecido, pero preparó su equipaje con libros y pociones, tortas de harina de avena y miel. Y con las preciosas cruces. Ensilló su caballo y luego, a modo de precaución, trazó otro círculo protector alrededor de la cabaña.

Un día regresaría, se prometió. Encontraría a su hermano y, esa vez, le salvaría. No importaba lo que costase.

Cuando el sol proyectó sus primeros rayos, Hoyt emprendió el largo viaje hacia An Clar y el hogar familiar.