5
Las voces la despertaron. Eran apagadas y sonaban amortiguadas, de modo que al principio temió estar teniendo otra visión. A pesar de lo mucho que valoraba su arte, también sabía valorar el sueño… especialmente después de una noche de martinis y extrañas revelaciones.
Glenna cogió una almohada y se la colocó sobre la cabeza.
Su actitud hacia Cian había cambiado ligeramente después de que hubiese echado un vistazo a la habitación de invitados. Allí encontró una gran cama con un juego de sábanas deliciosamente suaves y bastantes almohadas como para satisfacer hasta su amor por el lujo.
No le había molestado en absoluto que la habitación fuese muy espaciosa, adornada con antigüedades y pintada con el color cálido y suave de las sombras del bosque. El cuarto de baño también había sido una revelación, recordó mientras disfrutaba de la cama. Una enorme bañera de un blanco brillante y con chorros de agua a presión dominaba una habitación que medía aproximadamente la mitad de su loft, pintada con el mismo verde suave que la hectárea de encimeras. Pero fue el amplio lavamanos de cobre repujado lo que hizo que ronronease de placer.
Había estado a punto de ceder a la tentación de meterse en la enorme bañera, deleitarse con algunas de las sales de baño y algunos de los aceites contenidos en pesados frascos de cristal y dispuestos junto a un grupo de velas gruesas y brillantes en una de las estanterías. Pero las imágenes de las heroínas de la gran pantalla que eran atacadas mientras disfrutaban de un baño la habían hecho desistir de la idea.
En general, el pied-à-terre del vampiro —difícilmente podría llamar guarida a aquella exhibición de lujo— convertía su pequeño loft en el West Village en insignificante.
Aunque admiraba el gusto del vampiro, ello no impidió que colocase un conjuro protector en la puerta del dormitorio, además de asegurarse de que ésta quedaba cerrada con llave.
Ahora se dio la vuelta en la cama y apoyó la cabeza en la almohada para mirar el techo a la tenue luz de la lámpara que había dejado encendida antes de acostarse. Estaba durmiendo en la habitación de invitados de un vampiro. Había desplazado a un hechicero del siglo doce al sofá. Un tío guapo y serio estaba cumpliendo una misión y esperaba que ella se uniese a su batalla contra una antigua y poderosa reina vampiro.
Glenna había vivido con la magia durante toda su vida, había recibido dones y conocimientos que la mayoría de la gente jamás imaginaría que pudieran existir en realidad. Y, sin embargo, aquél era un hecho digno de ser registrado en los libros.
A ella le gustaba su vida tal como era. Y sabía, sin el menor atisbo de duda, que jamás volvería a recuperarla sin alteraciones. Sabía, de hecho, que podía perder esa vida para siempre.
Pero ¿qué alternativas tenía? No podía hacer absolutamente nada, no podía ponerse una almohada sobre la cabeza y esconderse durante el resto de su vida. Aquello la conocía y ya había enviado a uno de sus emisarios a hacerle una visita.
Si Glenna se quedaba en la ciudad, pretendiendo que nada de todo aquello había ocurrido nunca, aquella cosa podría ir a buscarla, en cualquier momento, en cualquier parte. Y ella estaría sola.
¿Sentiría a partir de ahora miedo de la noche? ¿Miraría continuamente por encima del hombro cada vez que saliera a la calle después de la puesta del sol? ¿Se preguntaría si acaso un vampiro que sólo ella era capaz de ver se deslizaría dentro del vagón del metro la próxima vez que viajara hacia la parte alta de la ciudad?
No, ésa no era en absoluto manera de vivir. La única forma de vida —la única alternativa real— era enfrentarse al problema y controlar su miedo. Y hacerlo uniendo sus poderes y recursos a los de Hoyt.
Sabía que ya no podría volver a conciliar el sueño. Miró el reloj y puso los ojos en blanco al comprobar lo temprano que era. Luego, resignada, se levantó de la cama.
En la sala de estar, Cian estaba acabando su noche con una copa de brandy en la mano y una discusión con su hermano.
En algunas ocasiones había regresado a su apartamento al amanecer con una sensación de soledad, con una especie de vacío en su interior. Nunca se acostaba con una mujer de día, ni siquiera con las gruesas cortinas corridas. Para Cian, el sexo era tanto vulnerabilidad como poder. Y él no elegía compartir esa vulnerabilidad cuando el sol brillaba en el cielo.
Era muy raro que tuviese compañía después de la salida del sol y antes del crepúsculo. Y esas horas eran a menudo largas y vacías. Pero al entrar en el apartamento y encontrar allí a su hermano, había descubierto que prefería estar solo.
—Tú quieres que ella se quede aquí hasta que decidas cuál va a ser tu próximo movimiento. Y yo te digo que eso es imposible.
—¿Cómo si no podría estar ella a salvo? —argumentó Hoyt.
—No creo que la seguridad de esa mujer figure en mi lista de preocupaciones inmediatas.
¿Tanto había cambiado su hermano —pensó Hoyt con evidente disgusto— que no salía inmediatamente en defensa de una mujer, de un inocente?
—Ahora todos estamos en peligro, todo está en peligro. No tenemos más alternativa que permanecer juntos.
—Yo sí tengo alternativa y no es precisamente compartir mi casa con una bruja, o contigo. A propósito de eso —añadió Cian, haciendo un gesto con su copa—, no me gusta que haya nadie en mi apartamento durante el día.
—Yo pasé aquí el día de ayer.
—Eso fue una excepción. —Cian se levantó del sillón—. Y una excepción de la que ya comienzo a arrepentirme. Estás pidiendo demasiado de alguien a quien todo le importa muy poco.
—Aún no he empezado a pedir nada. Sé lo que hay que hacer. Tú hablaste de supervivencia, y la tuya está ahora tan en peligro como la de ella y la mía.
—La mía más, ya que a tu pelirroja se le podría ocurrir clavarme una estaca en el corazón mientras duermo.
—Ella no es mi… —Frustrado, Hoyt hizo un gesto como para dejar de lado esa cuestión—. Jamás permitiría que ella te hiciera daño. Te lo juro. En este lugar, en este tiempo, tú eres mi única familia. Mi única sangre.
El rostro de Cian se volvió inexpresivo como una piedra.
—Yo no tengo familia. Y ninguna sangre salvo la mía. Cuanto antes te enteres, Hoyt, cuanto antes lo aceptes, mejor para ti. Lo que hago, lo hago por mí, no por ti. No por tu casa, sino por la mía. Te dije que lucharía a tu lado y eso es lo que haré. Pero por mis propias razones.
—¿Y cuáles son esas razones? Dime eso al menos.
—Me gusta este mundo. —Cian se sentó en el brazo de su sillón y bebió un trago de brandy—. Me gusta lo que he conseguido de él y tengo intenciones de conservarlo; y según mis propios términos… no según el capricho de Lilith. Ése es el valor que tiene esta lucha para mí. Además, acumular siglos de existencia tiene sus momentos aburridos. Parece que ahora estoy viviendo uno de esos momentos. Pero hay límites. Y tener a tu mujer metida en mi apartamento supera esos límites.
—Ella no es mi mujer.
Una sonrisa indolente se dibujó en los labios de Cian.
—Si no consigues que lo sea, eres incluso más lento de lo que recuerdo en ese aspecto.
—Esto no es un deporte, Cian, sino una lucha a muerte.
—Yo sé más acerca de la muerte de lo que tú sabrás nunca, Hoyt. Y más también sobre sangre, dolor y crueldad. Durante siglos he observado a los mortales; una y otra vez he vislumbrado su extinción causada por su propia mano. Si Lilith fuese un poco más paciente, sólo tendría que esperar a que desaparecieran. Toma tus placeres allí donde los encuentres, hermano, porque la vida es larga y, a veces, muy aburrida. —Hizo un brindis alzando la copa—. Otra razón para luchar: tener algo que hacer.
—¿Y por qué no te unes a ella pues? —le espetó Hoyt—. A la que te convirtió en lo que eres ahora.
—Ella me convirtió en un vampiro. Yo me convertí en lo que soy. ¿Por qué me uno a tu bando y no al de ella? Porque puedo confiar en ti. Tú mantendrás tu palabra; está en tu naturaleza. Ella nunca lo hará; no está en la suya.
—¿Y qué hay de tu palabra?
—Una pregunta interesante.
—Me gustaría oír la respuesta. —Glenna habló desde la puerta de su habitación. Llevaba puesta una bata de seda negra que había encontrado colgada en el armario junto a otra serie de prendas íntimas femeninas—. Vosotros dos podéis discutir todo lo que queráis, al fin y al cabo eso es lo que hacen los hombres, y los hermanos. Pero considerando que mi vida está en juego, quiero saber con quién puedo contar.
—Veo que te has instalado como si fuese tu casa —comentó Cian.
—¿Quieres que me la quite?
Cuando ella inclinó la cabeza y buscó el lazo que cerraba la bata, Cian sonrió. Hoyt se ruborizó intensamente.
—No lo alientes —le dijo Hoyt—. Si quieres perdonarnos un momento…
—No, no quiero. Quiero oír la respuesta a tu pregunta. Y quiero saber una cosa: si tu hermano se enfada, ¿me mirará como si yo fuese un canapé?
—No me alimento de seres humanos. Mucho menos de brujas.
—Debido al profundo amor que profesas a la humanidad, supongo.
—Porque es una cuestión engorrosa. Si te alimentas de seres humanos, tienes que matar y se correrá la voz. Si cambias de presa, sigues arriesgándote a que te descubran. Los vampiros también cotillean.
Ella lo pensó.
—Razonable. De acuerdo, prefiero la honestidad razonable a las mentiras.
—Te dije que él no te haría ningún daño.
—Quería oírlo de sus labios. —Glenna se volvió hacia Cian—. Si estás preocupado por la posibilidad de que vaya a por ti, te daría mi palabra… pero ¿por qué deberías confiar en ella?
—Razonable —respondió Cian.
—Sin embargo, tu hermano ya me ha dicho que me detendría si lo intentase. Es posible que Hoyt encontrase eso más difícil de lo que cree, pero… sería estúpido por mi parte intentar matarte, y por tanto alejarlo a él, considerando la situación en la que nos encontramos. Tengo miedo, pero no soy estúpida.
—Tendré que aceptar tu palabra en eso también.
Glenna jugueteó con la manga de la bata y le brindó una sonrisa ligeramente coqueta.
—Si estuviese interesada en matarte, ya habría intentado un conjuro. Lo sabrías si lo hubiese hecho. Lo sentirías. Y si entre nosotros tres no hay más confianza que ésta, estamos condenados antes siquiera de haber empezado.
—En eso tienes toda la razón.
—Ahora lo que quiero es ducharme y desayunar. Luego me iré a casa.
—Tú te quedas.
Hoyt se colocó entre ambos. Cuando Glenna intentó dar un paso, él se limitó a levantar una mano y la fuerza de su voluntad la lanzó de regreso hacia la puerta de la habitación.
—Sólo un jodido minuto.
—Silencio. Nadie se marchará de aquí solo. Ninguno de nosotros. Si vamos a estar juntos, debemos comenzar ahora mismo. Nuestras vidas están en manos de los otros, y mucho más que nuestras vidas.
—No vuelvas a usar otra vez tu poder conmigo.
—Lo que tenga que hacer, lo haré. Debes entenderlo. —Hoyt paseó su mirada del uno al otro—. Debéis entenderlo los dos. Ahora ve a vestirte —le ordenó a Glenna—. Luego iremos dondequiera que creas que necesitas ir. Date prisa.
Por toda respuesta, ella se dio media vuelta, entró en la habitación y dio un portazo.
Cian se echó a reír.
—No cabe duda de que sabes cómo cautivar a las mujeres. Me voy a la cama.
Hoyt se quedó solo en la sala de estar y se preguntó por qué los dioses habrían creído que él sería capaz de salvar mundos con aquellas dos criaturas a su lado.
Glenna no dijo nada, pero un hombre que tiene dos hermanas sabe que, a menudo, las mujeres utilizan el silencio como una arma. Y el silencio de ella voló a través de la habitación como si fuesen púas mientras llenaba una especie de extraño recipiente con agua de la cañería de plata que había en la cocina de Cian.
Era posible que la moda femenina hubiese cambiado radicalmente en novecientos años, pero él creía que los mecanismos internos eran los mismos.
Y, sin embargo, muchos de ellos seguían siendo un auténtico misterio para él.
Glenna llevaba el mismo vestido del día anterior, pero aún iba sin zapatos. Hoyt no estaba seguro de qué clase de debilidad había en él para que la visión de sus pies desnudos le provocase aquella incómoda punzada de excitación.
Glenna no debería haber coqueteado con su hermano, pensó con considerable resentimiento. Aquél era un momento para la guerra, no para el flirteo. Y si ella tenía intención de pasearse por la casa con los brazos y las piernas al aire, entonces tendría que…
Se contuvo. Él no tenía derecho a mirarle las piernas, ¿verdad? No tenía ningún derecho a pensar en ella como si fuese otra cosa que una simple herramienta. No importaba que fuese encantadora. No importaba que, cuando la veía sonreír, se encendiese un pequeño fuego en el interior de su corazón.
No importaba —no podía importar— que cuando la miraba sintiese unos irrefrenables deseos de tocarla.
Se mantuvo ocupado con los libros, devolvió con silencio el silencio de Glenna y se devanó los sesos pensando en cuál sería la conducta apropiada.
Luego el aire comenzó a llenarse de un aroma seductor. La miró con el rabillo del ojo al tiempo que se preguntaba si estaría poniendo en práctica algo de su magia femenina. De espaldas a él, la vio ponerse de puntillas sobre aquellos encantadores pies desnudos para coger una taza del armario.
El extraño recipiente de antes se dio cuenta ahora de que estaba lleno de un líquido negro que humeaba con un aroma muy tentador.
Hoyt perdió la guerra de silencio. Según su experiencia, los hombres siempre la perdían.
—¿Qué estás preparando?
Ella se limitó a verter el líquido negro en una taza, luego, sin contestar, se volvió y lo observó con sus gélidos ojos verdes por encima del borde la taza mientras bebía a pequeños sorbos.
Para satisfacer su curiosidad, Hoyt se levantó, fue hasta la cocina y cogió también una taza. Vertió el líquido como ella había hecho, lo olfateó —no detectó ningún veneno— y luego bebió un poco.
Fue algo eléctrico. Como una súbita sacudida de poder, fuerte y a la vez sabrosa. Potente, igual que la bebida —el llamado martini— de la noche anterior. Pero diferente.
—Es muy bueno —dijo, y bebió un trago más largo.
Por toda respuesta, Glenna pasó junto a él, atravesó la cocina y regresó a la habitación de invitados.
Hoyt elevó la mirada a los dioses. ¿Acaso iba a estar permanentemente rodeado por el mal humor y los accesos de ira de aquella mujer y de su hermano?
—¿Cómo? —preguntó—. ¿Cómo podré hacer lo que me han ordenado si ya nos estamos peleando entre nosotros?
—Ya que estás en ello, ¿por qué no aprovechas y le preguntas a tu diosa qué piensa ella de cómo me has tratado?
Glenna había vuelto con los zapatos puestos y llevando el bolso de la noche anterior.
—Ha sido una defensa contra lo que al parecer es tu naturaleza discutidora.
—Me gusta discutir. Y no espero que me lances contra las paredes cada vez que te disguste lo que tenga que decir. Vuelve a hacerlo y te devolveré el golpe. Estoy en contra del empleo de la magia como arma, pero en tu caso estoy dispuesta a hacer una excepción.
El caso es que ella tenía derecho a hacerlo, lo que sólo resultaba aún más fastidioso.
—¿Qué es esta bebida que has preparado?
Glenna suspiró.
—Café. Me imagino que ya habrías bebido café antes, ¿no? Los egipcios tenían café. Creo.
—No como éste —contestó Hoyt.
Y, como ella sonrió, supuso que lo peor ya había pasado.
—Estoy preparada para que nos marchemos… tan pronto como te hayas disculpado.
Debería haberlo imaginado. Así era como se comportaban las mujeres.
—Lamento haberme visto obligado a utilizar mi poder para impedir que discutieras toda la mañana.
—Está bien, listillo. Por esta vez aceptaré tus disculpas. Pongámonos en marcha.
Glenna se dirigió hacia el ascensor y apretó el botón de llamada.
—¿Es la costumbre de las mujeres de este tiempo mostrarse agresivas y sarcásticas, o sólo en tu caso?
Ella le lanzó una mirada por encima del hombro.
—Yo soy la única de quien debes preocuparte en estos momentos. —Entró en el ascensor y mantuvo la puerta abierta—. ¿Vienes?
Glenna había elaborado una estrategia básica. Primero, tendría que parar un taxi. Fuera cual fuese la conversación, comoquiera que Hoyt se comportase, un taxista de la ciudad de Nueva York ya lo habría visto y oído todo antes.
Además, su valor aún no había llegado al nivel de permitirle volver a coger el metro para regresar a su apartamento.
Como había anticipado, en el momento en que salieron del edificio, Hoyt se detuvo y miró con los ojos muy abiertos. Miró hacia todas partes, arriba, abajo, derecha e izquierda. Estudió el tráfico, a los transeúntes, los edificios.
Nadie le prestaría la menor atención y, si lo hacían, supondrían que era un turista.
Cuando abrió la boca para hablar, ella le puso un dedo sobre los labios.
—Tendrás un millón de preguntas que hacer, de modo que, ¿por qué no las ordenas y archivas? Con el tiempo, las contestaremos todas. Ahora buscaré un taxi. Una vez que estemos dentro, por favor intenta no decir nada que sea demasiado extravagante.
Las preguntas se movían cual hormigas dentro de la cabeza de Hoyt, pero decidió cubrirse con un manto de dignidad.
—No soy tonto. Sé muy bien que aquí estoy completamente fuera de lugar.
No, no era ningún tonto, pensó Glenna mientras se acercaba al bordillo y levantaba una mano. Y tampoco era un cobarde. Ella preveía que iba a quedarse boquiabierto, pero también había esperado ver en él algo de temor ante el ajetreo, el ruido y las muchedumbres, sin embargo, no había sido así. Sólo percibió en el hombre curiosidad, una cierta dosis de fascinación y una pizca de desaprobación.
—No me gusta cómo huele el aire.
Glenna le dio un ligero codazo cuando Hoyt se reunió con ella junto al bordillo.
—Acabarás por acostumbrarte —dijo. Cuando un taxi se acercó al bordillo, le susurró a Hoyt mientras abría la puerta del coche—: Sube como lo hago yo, acomódate en el asiento y disfruta del viaje.
Una vez dentro del coche, ella extendió el brazo para cerrar la puerta y luego le dio la dirección al conductor. Cuando el vehículo volvió a meterse entre el intenso tráfico, los ojos de Hoyt se abrieron como platos.
—No puedo contarte mucho acerca de esto —dijo Glenna por debajo de la música india que salía de la radio del coche—. Es un taxi, una especie de coche. Funciona con un motor de combustible accionado por gasolina y aceite.
Se esforzó por explicarle qué eran los semáforos, los cruces para peatones, los rascacielos, los grandes almacenes y cualquier otra cosa que le viniese a la mente. Se dio cuenta de que era como si ella también viese la ciudad por primera vez, y empezó a gozar del trayecto.
Hoyt escuchaba. Glenna podía ver cómo absorbía y almacenaba toda la información, las vistas, los sonidos, los olores, en algún banco de datos interno.
—Hay tantos. —Lo dijo con calma, pero su tono preocupado hizo que ella se volviese para mirarlo—. Tanta gente —especificó él mirando a través de la ventanilla—. Y no saben lo que se avecina. ¿Cómo haremos para salvar a tantas personas?
Entonces ella sintió como si una flecha aguda y certera se le clavara en el vientre. Tantas personas, sí. Y aquello era sólo una parte de una ciudad en sólo un estado.
—No podemos. No a todos ellos. Nunca se puede. —Le cogió la mano y se la apretó—. De modo que no debes pensar en todos ellos juntos o te volverás loco. Lo haremos de uno en uno.
Cuando el taxi se detuvo junto al bordillo, sacó dinero del bolso y pagó la carrera… un gesto que le hizo pensar en las finanzas y en cómo manejaría ese pequeño problema en los próximos meses. Cuando estuvieron en la acera volvió a coger a Hoyt de la mano.
—Éste es mi edificio. Si vemos a alguien cuando entremos sólo debes sonreír y parecer una persona encantadora. Pensarán que estoy trayendo un amante a mi casa.
La reacción en su rostro fue evidente.
—¿Lo haces?
—De vez en cuando.
Abrió la puerta con la llave y luego se apretujó con Hoyt en el diminuto vestíbulo para llamar al ascensor. Apiñados en un espacio aún más estrecho, ambos comenzaron a subir.
—Todos los edificios tienen estos…
—Ascensores. No, pero muchos de ellos sí.
Cuando llegaron a su apartamento, Glenna abrió la puerta y ambos entraron.
Era un espacio pequeño, pero la luz era excelente. Las paredes estaban cubiertas con sus pinturas y fotografías, y pintadas con el verde de las cebollas tiernas para reflejar la luz. Alfombras tejidas por ella salpicaban el suelo con tonos y dibujos audaces.
El lugar estaba limpio y ordenado, algo que iba con su naturaleza. Su cama, convertible en un sofá durante el día, estaba llena de cojines. La pequeña cocina se veía reluciente.
—Vives sola. No tienes a nadie que te ayude.
—No me puedo permitir el gasto de alguien que venga a limpiar el apartamento, y además me gusta vivir sola. El personal doméstico hay que pagarlo y yo no tengo suficiente dinero.
—¿No tienes hombres en tu familia, ningún estipendio o asignación?
—No cobro ninguna asignación desde los diez años —contestó ella secamente—. Trabajo. Las mujeres trabajan igual que los hombres. En teoría al menos no dependemos de un hombre para que cuide de nosotras, ya sea económicamente o de otra manera.
Ella lanzó el bolso sobre el sofá.
—Me gano la vida vendiendo mis pinturas y fotografías. En general, pinturas y dibujos para tarjetas de felicitación o como notas, cartas, mensajes que las personas se envían entre ellas.
—Ah, entonces eres artista.
—Así es —convino ella, divertida por el hecho de que, al menos su elección de empleo, pareciera contar con la aprobación de Hoyt—. Las tarjetas de felicitación sirven para pagar el alquiler. Pero de vez en cuando también vendo directamente las ilustraciones. Me gusta trabajar por mi cuenta. Tengo mi propio horario, lo que es una suerte para ti. No debo responder ante nadie, de modo que dispongo de tiempo para hacer, bueno, lo que debe hacerse.
—Mi madre también es una artista, a su manera. Los tapices que teje son hermosos. —Se acercó a una pintura que mostraba a una sirena que surgía de un mar revuelto. El rostro de la figura reflejaba poder, una especie de conocimiento que él interpretaba como una cualidad inherentemente femenina—. ¿Lo has pintado tú?
—Sí.
—Muestra talento, y esa magia que se convierte en color y forma.
Más que simple aprobación, decidió Glenna, ahora era admiración. Y ella dejó que su calor la envolviese.
—Gracias. Normalmente, esa especie de pequeña valoración me alegraría el día. Sólo que hoy es un día muy extraño. Necesito cambiarme de ropa.
Él asintió con aire ausente mientras se acercaba a otra de las pinturas que colgaba de la pared.
Detrás de él, Glenna levantó la cabeza y se encogió de hombros. Fue al viejo armario, eligió las prendas que quería y se las llevó al baño.
Estaba acostumbrada a que los hombres le prestasen un poco más de atención, reflexionó mientras se quitaba el vestido. A su aspecto, a la forma en que se movía. Resultaba deprimente ser ignorada con tanta facilidad, aunque él tuviese cosas más importantes en las que pensar.
Se puso unos tejanos y un top blanco. Dejando de lado el sutil glamour que había sido lo bastante presumida como para intentar poner en práctica esa mañana, se maquilló levemente y luego se recogió el pelo en una pequeña coleta.
Cuando regresó, Hoyt estaba en la cocina, examinando sus hierbas.
—No toques mis cosas.
Ella le dio un suave golpe en la mano para que la retirase.
—Yo sólo estaba… —se interrumpió y luego la miró atentamente—. ¿Es así como te vistes en público?
—Sí. —Ella se volvió e invadió su espacio deliberadamente—. ¿Algún problema?
—No. ¿No usas zapatos?
—Cuando estoy en casa no necesariamente.
Sus ojos eran tan azules, pensó ella. Tan intensos y azules, rodeados por aquellas largas pestañas negras.
—¿Qué es lo que sientes cuando estamos así? Solos. Cerca.
—Inquietud.
—Eso es lo más agradable que me has dicho hasta ahora. Quiero decir, ¿sientes algo? Aquí. —Glenna se apoyó el puño sobre el vientre sin apartar los ojos de él—. Una especie de comunicación. Nunca lo había sentido antes.
Él también lo sentía, y una especie de fuego en y por debajo de su corazón.
—No has comido nada —consiguió decir Hoyt y, despacio, retrocedió unos pasos—. Debes de tener hambre.
—Al parecer sólo yo —musitó ella. Se volvió para abrir un armario—. No sé lo que voy a necesitar, de modo que cogeré lo que me parezca adecuado. No pienso viajar ligera de equipaje. Cian y tú tendréis que aceptarlo. Probablemente deberíamos marcharnos lo antes posible.
Hoyt alzó una mano y a punto estuvo de tocarle el pelo, algo que había querido hacer desde el primer momento en que la vio. Pero la dejó caer.
—¿Marcharnos?
—¿No esperarás que nos quedemos sentados en Nueva York, esperando a que el ejército venga a por nosotros? El portal se encuentra en Irlanda, y debemos suponer que la batalla se librará en ese país, o algún lugar místico próximo a él. Necesitamos el portal, o lo necesitaremos en algún momento. O sea que debemos ir a Irlanda.
Él la miró mientras Glenna cargaba botellas y frascos en una caja no muy diferente de la suya.
—Sí, tienes razón. Por supuesto, tienes razón. Debemos regresar. El viaje nos llevará gran parte del tiempo de que disponemos. Oh, Dios, estaré enfermo como seis perros mientras navegamos a casa.
Ella lo miró.
—¿Navegar? No tenemos tiempo para viajar en el Queen Mary, querido. Iremos volando.
—Pero tú dijiste que no volabas.
—Puedo hacerlo dentro de un avión. Tendremos que encontrar una forma de conseguir un billete para ti. No tienes ningún documento que te identifique, tampoco tienes pasaporte. Podemos hacer un conjuro con el agente del control de pasaportes y también con el de aduanas. —Hizo un gesto con la mano—. Ya lo resolveré.
—¿Un avión?
Glenna le miró, luego se apoyó en la encimera y se echó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas.
—Te lo explicaré más tarde.
—No era mi intención divertirte.
—No, no lo era, pero ha sido divertido de todos modos. Oh, joder, no sé qué debo llevar y qué debo dejar. —Retrocedió unos pasos y se pasó las manos por la cara—. Es mi primer Apocalipsis.
—Las hierbas, las flores y las raíces crecen, y muy bien, en Irlanda.
—Me gustan las mías. —Era algo estúpido e infantil, pero aun así…—. Llevaré sólo aquello que considere absolutamente esencial en ese aspecto, luego comenzaré por los libros, la ropa y así sucesivamente. También tendré que hacer algunas llamadas. Tengo algunos compromisos que debo cancelar.
Glenna cerró la caja ya cargada con cierta renuencia y la dejó sobre la encimera. Luego se dirigió a un gran baúl de madera que había en el otro extremo de la habitación y lo abrió mediante un conjuro.
Curioso, Hoyt se acercó para estudiar el contenido del baúl por encima del hombro de Glenna.
—¿Qué guardas ahí?
—Libros de hechizos, recetas, mis cristales más poderosos. Algunos de ellos los heredé.
—Ah, entonces eres una bruja hereditaria.
—Así es. La única de mi generación que practica la brujería. Mi madre lo dejó cuando se casó con mi padre. A él no le gustaba. Mis abuelos me enseñaron.
—¿Cómo pudo renunciar a lo que lleva en su interior?
—Es una pregunta que le hice muchas veces. —Se sentó sobre los talones, tocando las cosas que podía llevarse y las que debía dejar—. Por amor. Mi padre quería llevar una vida sencilla, ella quería a mi padre. Yo no podría hacerlo. Creo que nunca podría amar tanto como para renunciar a lo que soy. Yo necesitaría en cambio que alguien me amase lo suficiente como para aceptarme con lo que va conmigo.
—Una magia poderosa.
—Sí. —Extrajo una bolsita de terciopelo—. Éste es mi botín. —De su interior sacó la bola de cristal con la que él la había visto en su visión—. Lleva en mi familia mucho tiempo. Más de doscientos cincuenta años. Casi nada para un hombre de tus años, pero una carrera muy larga para mí.
—Una magia poderosa —repitió Hoyt, porque cuando ella sostuvo la bola en sus manos, pudo ver que latía como si fuese un corazón.
—Tienes razón en cuanto a eso. —Lo miró por encima de la bola de cristal con ojos que se habían vuelto súbitamente oscuros—. ¿Y no es tiempo de que usemos un poco? ¿No es tiempo de que hagamos lo que sabemos hacer, Hoyt? Ella sabe quién soy, dónde estoy y lo que hago. Es probable que sepa lo mismo acerca de ti, acerca de Cian. Hagamos un movimiento. —Alzó la bola de cristal—. Averigüemos dónde se oculta.
—¿Aquí y ahora?
—No se me ocurre un mejor momento o lugar. —Se levantó y señaló con la barbilla la alfombra ricamente decorada en el centro de la habitación—. Enrolla la alfombra, ¿quieres?
—El que estás a punto de dar es un paso muy peligroso. Deberíamos pensarlo durante un momento.
—Podemos pensarlo mientras enrollas la alfombra. Tengo todo lo que necesito para hacer un conjuro con el espejo, todo lo que necesitamos para protegernos. Podemos cegarla para que no nos vea mientras nosotros miramos.
Hoyt hizo lo que le decía y encontró el pentágono pintado debajo de la alfombra. Podía admitir que dar un paso, cualquier paso, era correcto y estaba bien. Pero él habría preferido dar ese paso solo.
—No sabemos si ella puede ser cegada. Se ha alimentado de sangre mágica y, probablemente, más de una vez. Es muy poderosa, y muy taimada.
—Nosotros también. Estás hablando de entrar en batalla dentro de tres meses. ¿Cuándo piensas empezar?
Hoyt la miró y asintió.
—Aquí y ahora entonces.
Glenna colocó el cristal en el centro de la estrella de cinco puntas y sacó un par de hojas sagradas de su pecho. Las colocó dentro del círculo y luego reunió velas, un bol de plata y varillas mágicas de cristal.
—Yo no necesito todas esas cosas.
—Bien por ti, pero yo prefiero utilizarlas. Trabajemos juntos, Merlín.
Hoyt alzó una de las hojas de acero para estudiar sus grabados mientras Glenna rodeaba el pentágono con velas.
—¿Te molestará si trabajo desnuda?
—Sí —contestó él sin levantar la vista.
—De acuerdo, por el espíritu del compromiso y el trabajo en equipo, me dejaré la ropa puesta. Pero me limita.
Glenna se quitó la cinta del pelo, llenó el bol de plata con agua de uno de los frascos y esparció hierbas sobre ella.
—Generalmente invoco a las diosas cuando trazo el círculo, y me parece más que apropiado en este caso. ¿Te parece bien?
—Bastante bien.
—Eres un auténtico parlanchín, ¿verdad? Bien. ¿Estás preparado? —Cuando Hoyt asintió, ella se instaló en la parte opuesta a él—. Diosas del Este, el Oeste, el Norte y el Sur —comenzó a decir, moviéndose alrededor del círculo mientras hablaba—. Pedimos vuestra bendición. Os invocamos para que seáis testigos de este círculo y lo protejáis, y a todo lo que hay en su interior.
—Poderes del Aire y el Agua, del Fuego y la Tierra —saludó Hoyt—, viajad con nosotros ahora, mientras pasamos entre los mundos.
—Noche y día, día y noche, os convocamos a este rito sagrado. Trazamos este círculo tres veces. Así lo haremos, que así sea.
Brujas, pensó él. Siempre con sus rimas. Pero sintió que el aire se agitaba y el agua que había en el bol se movió mientras las velas se encendían.
—Deberíamos llamar a Morrigan —dijo Glenna—. Ella era la mensajera.
Hoyt comenzó a hacerlo, luego decidió que quería ver de qué material estaba hecha la bruja.
—Éste es tu lugar sagrado. Pide tú la guía y haz tu conjuro.
—De acuerdo. —Ella colocó el cuchillo sagrado en el suelo y alzó las manos con las palmas hacia arriba—. En este día y a esta hora, convoco el poder sagrado de Morrigan la diosa y suplico que nos conceda su gracia y valor. En tu nombre, Madre, buscamos la visión, pedimos que nos guíes hacia la luz.
Glenna se inclinó y levantó el cristal en sus manos.
—Dentro de esta bola tratamos de encontrar a la bestia que persigue a toda la humanidad, mientras sus ojos permanecen ciegos para nosotros. Aguza nuestra visión, nuestras mentes, nuestros corazones, para que se abran las nubes que hay dentro de esta bola. Protégenos y muéstranos aquello que deseamos ver. Como lo haremos nosotros, que así sea.
La niebla y la luz giraron dentro de la bola de cristal. Por un instante, Hoyt creyó que podía ver mundos en su interior. Colores, formas, movimiento. Oyó sus propios latidos, y los del corazón de Glenna.
Se arrodilló cuando ella lo hizo. Y vio lo mismo que ella.
Un lugar oscuro, un laberinto de túneles bañado por una luz roja. Pensó que se oían los sonidos del mar, pero no podía estar seguro de si estaba ocurriendo dentro del cristal o era sólo el rugido del poder dentro de su cabeza.
Había cuerpos ensangrentados, retorcidos y apilados como si fuesen leña. Y jaulas donde la gente lloraba o gritaba, o simplemente permanecía sentada, con la mirada muerta. Había cosas que se movían dentro de los túneles, cosas oscuras que apenas agitaban el aire. Algunas trepaban por las paredes como insectos.
Se oía una risa horrible, chillidos penetrantes y espantosos.
Viajó en compañía de Glenna a través de esos extraños túneles donde el aire apestaba a muerte y sangre. Hacia las profundidades de la Tierra, allí donde las paredes de piedra chorreaban humedad y algo peor, hasta llegar a una puerta grabada con antiguos símbolos de magia negra.
Ella dormía en una cama propia de una reina, con cuatro postes que sostenían un dosel y sábanas que exhibían el brillo de la seda y eran blancas como la nieve, aunque estaban manchadas con pequeñas gotas de sangre.
Sus pechos desnudos no estaban cubiertos por la sábana y la belleza de su rostro y sus formas no había cambiado ni un ápice desde la última vez que la había visto.
Junto a ella yacía el cuerpo de un chico. Tan joven, pensó Hoyt con una enorme tristeza. No más de diez años, tan pálido en la muerte; con su pelo rubio cayéndole sobre la frente.
Las velas agonizaban, proyectando una luz mortecina que titilaba sobre su piel y la de ella.
Hoyt cogió con fuerza la hoja de acero y la levantó por encima de su cabeza.
Entonces los ojos de ella se abrieron y se clavaron en los suyos. La mujer gritó, pero Hoyt no percibió miedo alguno en ese grito. Junto a ella, el chico abrió los ojos, sacó los colmillos y dio un salto para caminar por el techo, como si fuese un lagarto.
—Más cerca —canturreó Lilith—. Acércate, hechicero, y trae contigo a tu bruja. La convertiré en mi mascota una vez que te haya quitado hasta la última gota de sangre. ¿Crees acaso que puedes tocarme?
Cuando ella saltó fuera de la cama, Hoyt sintió que salía proyectado hacia atrás, atravesando un aire tan frío que notó fragmentos de hielo en su garganta.
Luego se encontró sentado dentro del círculo, mirando los ojos de Glenna. Eran grandes y oscuros. De su nariz caían gotas de sangre.
Glenna se taponó la nariz con un nudillo mientras luchaba por recobrar el aliento.
—La primera parte ha funcionado —dijo—. La parte de que no nos viera no ha salido muy bien, obviamente.
—Ella también tiene poder. Y no carece de destreza.
—¿Alguna vez habías sentido algo así? —preguntó ella.
—No.
—Tampoco yo. —Se permitió un intenso temblor—. Vamos a necesitar un círculo más grande.