20
—¿Tú? —dije.
—Sí, yo —respondió Cameron. Nos miramos mutuamente—. Hoy sustituyo a Lynne. Órdenes de mis superiores.
—Ah. —Había abierto la puerta envuelta en una simple bata y con el cabello sin cepillar. Yo esperaba a Lynne o a Bernice. No me apetecía que él me viera de esa manera. Sus ojos bajaron desde mi rostro a mi pecho y a mis piernas desnudas. Me acerqué instintivamente la mano a la garganta y él esbozó una leve sonrisa—. Voy a vestirme —dije.
Me puse unos vaqueros y una camiseta; una indumentaria sencilla y natural. Me cepillé el cabello y me lo recogí hacia arriba. No hacía demasiado calor. En el aire se aspiraba el aroma del otoño. Daba una sensación como de frescor. Deseaba ver el otoño; la transformación de los árboles, los huidizos cielos grises y la lluvia traída por los vientos. Las peras del árbol del patio, las moras del cementerio, calle arriba. Me imaginaba paseando por el bosquecillo que hay cerca de la casa de mis padres, haciendo crujir la hojarasca con mis botas. O sentada al calor del fuego en casa de Janet, comiendo tostadas con mantequilla. Pequeñas cosas cotidianas.
Oía a Cameron en la cocina, familiarizado ya con los aparatos. Recordé lo que Morris me había dicho la víspera y pensé: «Sí, podría ser; podría ser cierto». Pensé en lo que había ocurrido entre Cameron y yo. Lo recordé mientras oía el tintineo de las tazas al otro lado de la pared. Había ocultado la cabeza entre mis pechos, gimiendo; me había inmovilizado; había sido salvaje, brutal y dulce a la vez. Cuando me miraba con sus anhelantes ojos, ¿qué veía? ¿Qué veía ahora? ¿Debería tenerle miedo?
Respiré hondo y fui a reunirme con él en la cocina.
—¿Café? —me preguntó.
—Gracias.
Tras una pausa de silencio, dije:
—Hoy he decidido ir a ver a mis padres. Viven cerca de Reading.
—Muy bien.
—Preferiría que tú me esperaras fuera. No quiero que me vean con un policía.
—¿Están muy preocupados?
—Pero no por esto. No saben nada. No se lo he dicho.
Mis padres siempre estaban preocupados por mí; por eso no les había contado nada. Cada vez que cogía el teléfono me imaginaba la delicada e inquieta voz de mi madre con su perenne matiz de temor. Siempre temía recibir malas noticias. Cada vez que oía mi voz desde el otro extremo de la línea, pensaba que le daría alguna mala noticia y que sus vagos temores se confirmarían. Jamás había estado segura de mí, ignoro por qué. No confiaba en mi capacidad de cuidar de mí misma y llevar una vida independiente. Pero hoy pensaba decírselo. Debía hacerlo.
—Nadia, tenemos que hablar…
Dejó la taza y se inclinó hacia mí.
—Quería preguntarte una cosa…, sobre nosotros. Sobre ti y sobre mí —dijo
—Y yo quería preguntarte otra cosa sobre Zoë y Jenny.
—Nadia, tenemos que hablar de lo que ocurrió —insistió.
—No, no tenemos nada de qué hablar —respondí.
Traté de mantener un tono formal y me concentré en la tarea de sostener la taza con ambas manos sin que estas me temblaran.
—No lo dirás en serio —dijo.
Lo miré. Alto y sólido, como una muralla entre mí y el resto del mundo. Tenía unas manos fuertes y cubiertas de vello. Unas manos que me habían sostenido y tocado, que habían explorado todos mis secretos. Tenía unos ojos que me miraban fijamente y me desnudaban.
—Me he enamorado de ti —dijo con la voz ronca a causa de la emoción.
—¿Se lo has dicho a tu mujer?
Se estremeció.
—Ella no tiene nada que ver con esto —dijo—. Se trata de ti y de mí.
—Háblame de Zoë y de Jenny —repetí—. Jamás me has hablado de ellas. ¿Cómo eran?
Movió la cabeza, molesto, pero yo insistí.
—Me lo debes.
—No te debo nada —dijo, pero levantó las manos en gesto de rendición y después cerró los ojos un instante—. Zoë. A Zoë no llegué a conocerla. Apenas tuve ocasión… La primera vez que la vi fue en una fotografía de gran tamaño que colgaron en la comisaría, ya sabes, cuando dejó fuera de combate al atracador con la sandía. En la comisaría se convirtió en una especie de heroína, y también en objeto de chistes verdes.
—¿Cómo era?
—Jamás la vi.
—¿Y qué me dices de Jenny? A Jenny la debiste de conocer muy bien —dije, observando atentamente su rostro.
—Jenny era otra cosa. —Estuvo casi a punto de esbozar una sonrisa al recordarla, pero se contuvo—. Bajita también. Las tres sois bajitas —añadió en tono pensativo—. Pero fuerte, enérgica, compacta, dura y colérica. Jenny era como un muelle en tensión. Lista. Impaciente. A veces tremendamente insensata.
—¿Desdichada?
—Eso también. —Apoyó una mano en mi rodilla y yo se lo permití por un instante, a pesar de que su contacto me provocó una oleada de repugnancia que me recorrió todo el cuerpo—. Pero habría sido capaz de arrancarle la cabeza de cuajo a cualquiera que le insinuara semejante cosa. Era una pequeña fiera.
Me levanté para librarme de su mano, y por hacer algo me serví más café.
—Tenemos que irnos —dije.
—Nadia.
—No quiero llegar tarde.
—Por la noche no puedo dormir pensando en ti. Veo tu rostro, tu cuerpo…
—Apártate.
—Nadia…
—Crees que voy a morir.
Antes de salir, y en presencia de Cameron, telefoneé a Links para informarle de que el inspector Stadler me acompañaría a ver a mis padres y que regresaríamos a media tarde. Advertí un tono de desconcierto en su voz. El hombre no comprendía por qué razón lo llamaba para contarle mis planes. Pero me daba igual. Lo repetí en voz alta y con toda claridad, para que tanto Links como Cameron lo oyeran.
Apenas hablamos durante el trayecto, excepto las escuetas indicaciones que yo le iba dando. Primero cogimos la M4 y después nos metimos por calles secundarias. De vez en cuando se volvía hacia mí y me clavaba su penetrante mirada. Yo permanecía sentada, con las manos apoyadas sobre el regazo, procurando mirar a través de la ventanilla; pero sentía su cabeza vuelta hacia mí y su mirada inquisitiva.
—¿A qué se dedican tus padres? —preguntó poco antes de llegar.
—Mi padre era profesor de geografía, pero se jubiló prematuramente. Mamá ha hecho un montón de cosas, pero, por encima de todo, se ha dedicado a cuidar de mi hermano y de mí. Para ahí, en el cruce, y recuerda que no debes entrar.
La casa era una vivienda pareada de los años treinta, muy parecida al resto de los edificios que había en aquel callejón sin salida. Cameron detuvo el coche.
—Un momento —dijo, en el instante en que yo alargaba la mano hacia el tirador de la puerta—. Hay algo que debo decirte.
—¿Qué?
—Ha llegado otra carta.
Me recliné en el respaldo del asiento y cerré los ojos.
—Dios mío —dije.
—Me hiciste prometer que te contaría cualquier novedad.
—¿Qué decía?
—Era muy corta. Solo decía: «Eres muy valiente, pero no te servirá de nada». Algo así.
—¿Y eso es todo? —Abrí los ojos y me volví para mirarlo—. ¿Cuándo ha llegado?
—Hace cuatro días.
—¿Habéis averiguado algo más a través de esa carta?
—La estamos analizando para completar nuestra evaluación psicológica.
—O sea, que nada —dije yo, lanzando un suspiro—. Bueno, supongo que la situación no cambia demasiado. Ya sabíamos que seguía ahí, ¿verdad?
—Sí, lo sabíamos.
—Nos vemos dentro de un par de horas.
—Nadia.
—¿Qué?
—Eres muy valiente. —Lo miré—. Es la pura verdad —añadió.
Lo seguí mirando.
—¿Quieres decir valiente como Zoë y Jenny?
No contestó.
Mi madre había preparado estofado de cordero con arroz, demasiado hecho, y una ensalada verde. De pequeña me encantaba el estofado de cordero. ¿Cómo puedes decirle a tu madre que ya no te agrada algo? Costaba comerlo. La carne tenía demasiadas vetas de cartílago y estaba mal cortada. Mi padre abrió una botella de vino tinto, a pesar de que nunca beben en el almuerzo. Pero se alegraban de verme y me llenaban de atenciones, como si fuera una extraña. Y lo cierto era que me sentía como una extraña en presencia de aquellos dos simpáticos viejos que, en realidad, todavía no lo eran.
Ellos siempre habían sido muy precavidos en todo, y conmigo también. Cuando salía por la noche siempre me esperaban levantados, me ponían una bolsa de agua caliente en la cama en las gélidas noches, se preocupaban de que no pasara frío y hasta sacaban punta a mis lápices cuando comenzaba el nuevo curso escolar. Sus asiduos cuidados me atacaban los nervios, no soportaba que estuvieran siempre encima de mí. Recordar ahora aquello me provocó un profundo sentimiento de nostalgia y noté un nudo en el pecho.
Esperé hasta después del almuerzo para decírselo. Tomamos el café en el salón, acompañado de unas chocolatinas de menta. A través de la ventana vi a Cameron, sentado al volante de su automóvil. Carraspeé.
—Tengo que deciros una cosa.
—¿Sí?
Mi madre me miró con expectante inquietud.
—Yo… bueno, hay un hombre que… —me detuve al ver la expresión de placer que iluminaba su rostro. Se imaginaba que por fin había encontrado un novio en serio; ella nunca había creído que mi historia con Max durara mucho. Las palabras no me salían de la boca—. Bueno, en realidad no es nada.
—Anda, mujer, dínoslo. Queremos saberlo, ¿verdad, Tony?
—Más tarde —dije, levantándome bruscamente—. Primero quiero que papá me enseñe el huerto.
Las ciruelas estaban casi maduras. Mi padre había plantado judías, lechugas y patatas. Y en el invernadero, tomates. Se empeñó en que me llevara unos cuantos.
—Tu madre te ha preparado unos botes de mermelada de fresa.
Lo cogí del brazo.
—Papá, tú y yo hemos tenido nuestros más y nuestros menos: los deberes, el tabaco, la bebida, el maquillaje, las salidas nocturnas, la política, la droga, los novios o la ausencia de novios, los trabajos serios, todo lo que tú quieras, pero quería decirte que has sido un buen padre.
Emitió una especie de turbado sonido gutural y me dio una palmada en el hombro.
—Tu madre se estará preguntando por qué tardamos tanto.
Me despedí de ellos en el recibidor. No pude abrazarlos como es debido porque sostenía en mis manos los tomates y la mermelada. Comprimí la mejilla contra la de mi madre y aspiré el familiar aroma a vainilla, a polvos de maquillaje, jabón y bolas de naftalina. El aroma de mi infancia.
—Adiós —les dije. Ellos me sonrieron y me saludaron con la mano—. Adiós.
Por un instante se apoderó de mí la idea de que jamás volvería a verlos, pero enseguida me la quité de la cabeza. Con ese pensamiento, una no puede irse tan tranquila, subir al coche y partir como si tal cosa.
Durante el trayecto de vuelta a casa fingí que dormía. Después de que Cameron efectuara la acostumbrada inspección del apartamento, le pedí que se quedara en el coche. Iba a protestar, pero el busca que llevaba ajustado al cinturón empezó a emitir pitidos, momento que aproveché para cerrarle la puerta en las narices.
Me senté en la cama con las manos apoyadas sobre las rodillas. Cerré los ojos y los volví a abrir. Escuché el susurro de mi respiración. Esperé no a que ocurriera algo sino a que desapareciera aquella sensación.
Al cabo de un rato sonó el teléfono. Parecía que eso hubiera sucedido en el interior de mi cráneo. Alargué la mano y lo cogí.
—Nadia.
La voz de Morris sonaba ronca y apremiante.
—¿Sí?
—Soy yo. No digas nada. Presta atención, Nadia; he descubierto algo. No puedo decírtelo por teléfono. Tenemos que vernos.
Sentí que el miedo me crecía en el vientre, un enorme tumor de miedo.
—¿Qué ocurre?
—Ven a mi apartamento en cuanto puedas. Hay algo que tienes que ver. ¿Hay alguien contigo?
—No. Están fuera.
—¿Quién es?
—Stadler.
Oí la respiración de Morris. Cuando volvió a hablar, lo hizo muy despacio y con calma.
—Aléjate de él, Nadia. Te espero.
Colgué el teléfono y me levanté, apoyando el peso de mi cuerpo en la parte anterior de las plantas de los pies. O sea que al final se trataba de Cameron. Mi temor empezó a disiparse y me sentí fuerte, ligera y llena de claridad. El final se acercaba. La espera había terminado, y con ella el dolor y el terror. Estaba preparada y tenía que irme.