9

Oía el susurro del viento entre los árboles del exterior. Quería abrir las ventanas, dejar que la brisa nocturna penetrara en las habitaciones, pero no podía. No debía. Todo tenía que estar cerrado, sellado. Yo tenía que estar protegida. La casa olía a rancio, a ropa de segunda mano. Aire pesado, caliente, muerto. Estaba encerrada en casa y el mundo quedaba excluido. Yo sentía que todo regresaba al caos y a la fealdad: el papel desprendido de las paredes, las obras bruscamente interrumpidas, las tablas del suelo arrancadas que dejaban ver oscuros y mugrientos agujeros debajo. El polvo y la porquería acumulados a lo largo de los años, que se abrían de nuevo paso hacia la superficie. Todos los trabajos inacabados, todos mis sueños de espacios perfectos: blanco glacial, amarillo limón, gris pizarra, verde guisante, las granuladas paredes del vestíbulo, el fuego de la chimenea, que arrojaría sombras sobre la suave alfombra de color crema, el piano de cola, con un ramo de gladiolos encima, las mesas redondas, donde beberíamos en vasos de cristal tallado… y unas preciosas vistas de verdes céspedes y delicados arbustos a través de las ventanas.

Estaba sudando. Di la vuelta a la almohada buscando una zona un poco más fresca. Fuera los árboles susurraban. No estaba totalmente oscuro; las farolas de la calle arrojaban un sucio resplandor anaranjado al interior de la estancia. Podía distinguir las formas de los objetos que me rodeaban, el tocador, el sillón, el alto bloque del armario, los cuadrados más claros de las dos ventanas. Y podía ver también que Clive aún no había regresado. ¿Qué hora era? Me incorporé en la cama y eché un vistazo a las cifras luminosas del despertador. Vi que el siete se convertía en un ocho y después se transformaba en un nueve.

Las dos y media, y aún no había vuelto. Lena estaba con su novio y no regresaría hasta la noche siguiente. Así pues, Chris y yo estábamos solos en casa con todas aquellas habitaciones en fase de desintegración y el coche de policía en la calle. No podría seguir durmiendo. Me latía el dedo, me dolía la garganta, me escocían los ojos.

Me levanté y me vi vagamente reflejada en el espejo como un fantasma envuelto en un camisón blanco de algodón. Fui a la habitación de Chris. Estaba durmiendo con un pie bajo la rodilla de la otra pierna y con el brazo levantado como un bailarín de danza clásica. El edredón se le había caído al suelo. Tenía unos mechones de pelo pegados a la frente y estaba con la boca entreabierta. Quizá no fuera mala idea llevarlo a casa de mis padres, pensé. Quizá yo también debería irme para alejarme de todo este horror. Podía irme sin más, subir al automóvil y largarme. ¿Por qué no? ¿Qué me lo impedía… y por qué no se me había ocurrido antes?

Me acerqué a la escalera y miré hacia abajo. Había luz en el vestíbulo, pero todas las habitaciones estaban a oscuras. Tragué saliva. De repente, tuve que hacer un esfuerzo para respirar. Qué estupidez. Todo aquello era estúpido, estúpido y mil veces estúpido. Estaba segura, absolutamente segura. Había dos hombres fuera, todas las puertas y ventanas estaban cerradas. Las ventanas de la planta baja se hallaban protegidas con unas horribles rejas de hierro. Y teníamos alarma antirrobo. Una luz que se encendía en el jardín cuando entraba alguien.

Entré en la habitación destinada a convertirse en dormitorio de invitados y encendí la luz. Solo media pared estaba empapelada, el resto simplemente enlucido. Los rollos de papel se amontonaban en un rincón, esperando al lado de la escalera de mano y de la mesa de tijera. La cama de metal estaba desmontada en el suelo. Olía a moho. Dentro de mi pecho se estaba formando una cálida burbuja de rabia. Si abría la boca brotaría en forma de grito. Un grito interminable que desgarraría el silencio nocturno, despertando a todos los habitantes de la ciudad, advirtiéndoles de que tuvieran cuidado. Apreté los labios. Tenía que poner orden en mi vida. Nadie lo haría por mí, eso estaba claro. Clive no se encontraba en casa. Leo, Francis, Jeremy y todos los demás se habían ido, como si jamás hubieran estado aquí. Mary caminaba de puntillas a mi alrededor como si yo tuviera algo contagioso, y en aquellos momentos podía considerarme afortunada si vaciaba las papeleras. Mañana le diría que ya no la necesitaba. Los policías eran todos unos estúpidos e incompetentes. Si trabajaran para mí, a estas horas ya los habría despedido a todos. Pero tenía que fiarme de ellos. Estaba sola. Percibí un tic bajo el ojo derecho, y cuando puse la yema del dedo en la zona, sentí que esta brincaba como un insecto bajo la piel. Cogí el bote de engrudo para papel de pared y leí las instrucciones. Todo parecía en extremo sencillo; no sé por qué la gente hacía tantos aspavientos para empapelar. Empezaría por aquella habitación y después repasaría mi vida y lo ordenaría todo, dejándolo tal como estaba antes.

Clive llegó a casa aproximadamente media hora después. Cuando oí la llave en la puerta, me quedé paralizada un instante hasta que oí que se quitaba los zapatos, entraba en la cocina y abría el grifo. No interrumpí lo que estaba haciendo. No tenía tiempo. Quería terminarlo antes de que amaneciera.

—Jenny —me llamó al entrar en nuestro dormitorio—, Jens, ¿dónde estás?

No contesté. Apliqué engrudo a la pared.

—Jens —gritó, esta vez desde nuestro cuarto de baño, el que algún día tendría azulejos italianos.

El dobladillo de mi camisón estaba chorreando engrudo, pero me importaba un bledo. La venda de mi mano también estaba mojada y el dedo me pulsaba más que nunca. Lo más difícil era colocar el papel recto y sin que se formaran burbujas. A veces ponía demasiado engrudo y este traspasaba el papel. Pero ya se secaría.

—¿Qué coño estás haciendo?

Estaba en la puerta con una camiseta blanca, sus bóxer rojos y los calcetines que el maldito Papá Noel le había regalado el año pasado.

—¿Qué tal queda?

—Jens, es muy tarde.

—¿Y qué?

No dijo nada, se limitó a mirar a su alrededor como si no supiera bien dónde estaba.

—¿Qué más da que sea tarde? ¿Qué más da la hora que sea? Si nadie va a hacerlo, lo haré yo misma. Y puedes estar seguro de que nadie va a hacerlo. Una cosa he aprendido: si quieres que algo se haga, lo tienes que hacer tú misma. Mira por dónde pisas, por el amor de Dios. Lo vas a estropear todo, y luego tendré que arreglarlo. Y no tengo tiempo para eso. Has tenido un buen día, ¿verdad? Un buen día en el despacho hasta las tres de la madrugada, ¿no es así, cariño?

—Jens…

Subí a la escalera de mano, sosteniendo el pegajoso papel que se enrollaba sobre sí mismo.

—La culpa es mía —dije—. He permitido que todo se vaya al carajo, eso es lo que ha pasado. Hasta ahora no me había dado cuenta, pero ahora lo veo. Por unas estúpidas cartas de nada, hemos dejado que la casa se venga abajo y que todo se llene de mierda. He sido una estúpida.

—Jens, déjalo ya. Además, lo estás poniendo torcido. Y llevas engrudo en el cabello. Baja de la escalera.

—La voz del amo —dije con voz sibilante.

—Te estás comportando como una desequilibrada.

—¡Vaya, hombre! ¿Y cómo tendría que comportarme si se puede saber? Quítame la mano del tobillo.

Se apartó.

—Jenny, voy a llamar al doctor Thomas.

Lo miré desde arriba.

—Todo el mundo utiliza ese tono de voz conmigo, como si me ocurriera algo. Lo único que tienen que hacer es atrapar a ese tipo; entonces recuperaremos la normalidad. Y tú —le apunté con el cepillo del engrudo y le cayó una gota sobre su ceñudo rostro, que tenía levantado hacia arriba—, tú eres mi marido, por si lo habías olvidado, cariño. Para bien y para mal, y ahora es para mal.

Intenté alisar el papel, inclinándome hacia abajo en un doloroso ángulo mientras el camisón se me pegaba a las espinillas y el polvo y la suciedad me escocían en los pies. Pero se arrugó todavía más.

—Es inútil —dije, mirando a mi alrededor—. Todo es totalmente inútil.

—Vamos a la cama.

—No estoy cansada, gracias. —Y de hecho, no lo estaba. Rebosaba rabia y energía—. Pero, si quieres hacer algo, puedes llamar a la doctora Schilling y decirle que nuestra relación es de lo más aburrida, gracias. Y además, estás ridículo con esos calcetines —añadí en tono despectivo.

—Muy bien. Como gustes. —El tono de su voz era una mezcla de indiferencia y desprecio—. Yo me voy a la cama. Tú haz lo que quieras. Por cierto, esta tira está colocada del revés.

A las seis, Clive se fue al trabajo. Se despidió al salir, pero no me molesté en contestarle. Aquel día Chris se levantó solo. Le dije a gritos que se preparara el desayuno. Se pasó unos cuantos minutos mirándome como si estuviera a punto de echarse a llorar. El simple hecho de verlo allí, con su pijama azul de ositos, con la carita tan triste y el pulgar en la boca, me llenó de rabia e impaciencia. Cuando intentó abrazarme me lo quité de encima diciéndole que estaba toda pegajosa. Después, cuando llegó Lena, corrió hacia ella como si yo fuera su perversa madrastra.

Una nueva compañera y falsa mejor amiga, una mujercita con cara de zorro que se presentó como la agente Page, empezó a recorrer la casa, comprobando el estado de las ventanas. Entró en la habitación de invitados y me dio cautelosamente los buenos días aparentando no dar la menor importancia al hecho de que yo estuviera llevando a cabo tareas de decoración vestida con ropa de dormir. Yo tampoco le hice caso. Idiota. Ninguno de ellos me servía para nada, no me fiaba ni un pelo.

Cuando terminé con las paredes, me di un baño. Me lavé tres veces el cabello, me depilé las piernas con cera, me rasuré las axilas, me depilé el espacio entre las cejas. Me puse laca de uñas y más maquillaje que de costumbre, grandes cantidades de base de maquillaje para mi piel hinchada, un poco de colorete y delineador de ojos. Mi rostro era como una máscara. Pero no conseguía evitar que me temblara la mano. El carmín se me escurría fuera de los labios, confiriéndome el aspecto de una vieja borracha. Al final logré aplicármelo bien; un discreto color ciruela que apenas se notaba. En el espejo volvía a ser yo. Jennifer Hintlesham: impecable.

Elegí una fina falda negra, con sandalias también negras y una camisa blanca. Quería ofrecer un aspecto profesional, chic, serenamente elegante. Pero la falda me estaba ancha. Debo de haber adelgazado, todo tiene sus ventajas.

Le pedí a Lena que llevara a Chris al Acuario de Londres y que almorzaran algo por ahí. Chris dijo que quería quedarse conmigo, pero yo le envié un beso y le dije que no fuera tonto, que se lo pasaría muy bien. Le entregué a Mary el salario de la semana y le anuncié que no se molestara en volver. Pasé un dedo por la parte superior del microondas y le mostré el polvo que había. Ella puso los brazos en jarras y dijo que, de todos modos, no pensaba volver, que aquel trabajo le ponía los pelos de punta.

Elaboré una lista. Dos listas. La primera se refería a las cosas que debían hacerse en la casa, y no me llevó mucho tiempo. La segunda era para Links y Stadler, algo más complicada. Mientras tanto me tomé cuatro tazas de café cargado. Me habían dicho que cualquier cosa que recordara podía ser importante, ¿verdad?

La doctora Schilling y Stadler llegaron juntos, con semblante serio y misterioso. Les pedí que pasaran al estudio de Clive.

—De acuerdo —les dije—. No pongan esta cara de preocupación. He decidido contárselo todo. ¿Les apetece un café? ¿No? ¿Les importa que yo me tome otra taza? ¡Huy!

Derramé una buena cantidad de café sobre la mesa y limpié el charco con un documento que había al lado del ordenador y que decía «Sin Prejuicios» en la parte superior.

—Jenny…

—Espere. He elaborado una lista de todas las cosas que, en mi opinión, ustedes tienen que saber. Intenté llamar a esa tal Haratounian.

La doctora Schilling miró a Stadler. Lo hizo fijamente, como si le estuviera ordenando que me dijera algo. Stadler frunció el entrecejo.

—He conocido a muchos hombres raros, si les interesa saberlo —dije—. De hecho, y por lo que a mí respecta, todos ustedes son raros. A ninguno se le nota porque todos ustedes son raros. —Solté una carcajada y bebí otro sorbo de café—. Mi primer novio, en realidad el único novio sin contar a Clive, se llamaba Jon Jones. Era fotógrafo y lo sigue siendo. Puede que hayan oído hablar de él; fotografía a modelos medio desnudas. Lo conocí cuando trabajaba de modelo, solo de manos, claro, lo cual no me obligaba a desnudarme de cintura para arriba, al menos en público. En privado me hizo montones de fotografías. Cuando rompimos, aunque entonces no tuve la sensación de que hubiéramos roto sino que él iba perdiendo poco a poco el interés hasta que un día ya no supe muy bien si seguíamos saliendo; bueno, pues cuando eso ocurrió, que fue más o menos cuando conocí a Clive, le pedí que me devolviera las fotografías. Él se echó a reír y me dijo que los derechos eran suyos; o sea que las debe de tener todavía por ahí.

—Jenny —me interrumpió la doctora Schilling—, ¿le apetece comer algo?

—No tengo apetito —dije, tomando un buen sorbo de café—. De todos modos, antes de que ocurriera todo eso, estaba empezando a acumular grasa en las caderas. La verdad es que no creo que sea una mujer muy sexy. —Me incliné hacia delante y murmuré—: La tierra ya no gira para mí.

La doctora Schilling me quitó la taza de la mano. Observé que había dejado un cerco en el escritorio de Clive. Daba igual. Más tarde le pondría un poco de aquel maravilloso abrillantador de muebles, y el cerco desaparecería como por arte de magia. También limpiaría todas las ventanas para que diera la impresión de que no existía ninguna barrera en absoluto entre mi persona y el mundo exterior.

—Bueno, no era esto lo que quería decir, lo que ocurre es que ella insiste en hacerme preguntas sobre mi vida sexual. He elaborado una lista de todos los hombres que, en mi opinión, se comportan conmigo de una manera rara. —Los abarqué a los dos con un amplio gesto de la mano—. Es bastante larga, lo siento. Pero he señalado con asteriscos los más raros para facilitarles a ustedes la tarea.

Eché un vistazo a la lista. Mi escritura era un tanto desigual aquella mañana, o a lo mejor es que estaba demasiado cansada para ver recto, aunque la verdad era que no me sentía cansada.

Stadler me arrebató la lista de la mano.

—¿Me invita a un cigarrillo? —le pregunté—. Sé que usted fuma, aunque no lo haga delante de mí, porque le he visto a través de la ventana, inspector Stadler. Yo lo vigilo a usted y usted me vigila a mí.

Sacó una cajetilla del bolsillo, extrajo dos cigarrillos, los encendió y me ofreció uno. Se me antojó un gesto extrañamente íntimo, por lo que me eché hacia atrás y solté una risita tonta.

—Los amigos de Clive son muy raros —dije, tosiendo de una manera exagerada. Me pareció que el suelo se movía cuando di una calada al cigarrillo; las lágrimas asomaron a mis ojos—. Parecen respetables, pero apuesto a que todos tienen sus líos, o los quieren tener. Los hombres son como los animales del zoo. Hay que encerrarlos en jaulas para que no se vayan por ahí. Las mujeres son las vigilantes del zoo. Y eso es el matrimonio, ¿no les parece? Nosotras intentamos domarlos. Pensándolo bien, puede que sea como un circo y no como un zoo. En fin, no sé. He tratado de recordar a todos los que han estado en esta casa, incluso los que no figuran ni en mi agenda ni en mi dietario. No sé por dónde empezar. Están, como es lógico, todos los hombres que trabajan en el jardín y en la casa. Todo el mundo sabe cómo se comporta esta clase de hombres. Aunque, si he de serles sincera, en todas partes ocurre lo mismo. Lo que se dice en todas partes. Cuando veo los padres de los alumnos de la escuela de Harry, o cuando voy al aula de informática de Josh. Si supieran ustedes la de tipos raros que hay por ahí. Y… —Quería decir algo más.

La doctora Schilling me apoyó una mano en el hombro.

—Jenny, venga conmigo, le prepararé el desayuno —dijo.

—¿Aún estamos en la hora del desayuno? Qué barbaridad. Bueno, por lo menos tendré tiempo de sobra para arreglar las habitaciones de los chicos. Pero no he terminado de repasar toda la lista como es debido.

—Vamos.

—He despedido a Mary, ¿saben?

—¿De veras?

—O sea, que ahora solo estoy yo. Bueno, yo, Chris y Clive. Pero ellos no cuentan.

—¿Qué quiere usted decir?

—Ellos no me ayudarán, ¿verdad? En general los hombres no suelen hacerlo. Esa es por lo menos la experiencia que yo tengo.

—¿Una tostada?

—Cualquier cosa. Me da igual. Dios mío, la cocina está hecha un desastre, ¿verdad? Todo está hecho un desastre. Y ahora, ¿cómo demonios me las arreglaré para hacerlo todo yo sola sin nadie que me eche una mano?